147

EL DÉCIMO GIRO

Circo Máximo, Roma

26 de junio de 107 d. C., hora sexta

Situación de carrera

Imagen

En la arena

Estaban ya en la cuarta vuelta, llegando al séptimo giro, justo en el extremo del altar de Consus, donde se situaban también los huevos de piedra que iban señalando las vueltas que quedaban para terminar la carrera. Celer seguía en tercera posición, pese a que el azul que lideraba la competición y el blanco que iba segundo habían cometido algunos errores en los giros anteriores y se habían alejado demasiado de los conos de las metae. Celer podría haber aprovechado alguno de esos errores para haberles recortado espacio, incluso quizá para adelantar a uno de ellos, pero el auriga de los rojos tenía otros objetivos en mente: había observado que en la vuelta anterior, Acúleo había aprovechado un error similar del segundo auriga de los blancos para adelantarlo. Así, Acúleo estaba ahora en cuarta posición y perseguía ya a Celer, y a éste aquella situación de carrera le pareció perfecta.

Situación de carrera

Imagen

En la arena

Sólo tenía que refrenar un poco a Orynx y Niger, que no entendían por qué no avanzaban más rápido, y esperar el momento adecuado para cerrar a Acúleo cuando éste intentara adelantarlos. Y… matarlo. Incluso si eso lo ponía a él mismo en peligro. Hay odios que van más allá de nuestro instinto de preservación.

En el palco imperial

Trajano miró a un lado y a otro del palco, vio a Plinio y percibió cierto aire de preocupación en la faz del senador. Al emperador se le hacía incómodo estar mucho tiempo sentado al lado de la emperatriz, al menos aquella mañana, pues andaba digiriendo aún la información de la carta de Menenia, así que se levantó de nuevo y se acercó a las bandejas de comida, cogió algo de queso recién cortado y fue directo a hablar con el senador.

—Tu semblante, Plinio, denota que algo te preocupa, y que uno de los senadores en quien tengo depositada más confianza esté preocupado no puede ser bueno para mí.

—El César me abruma con su sagacidad —respondió Plinio levantándose de inmediato ante la aproximación del emperador—. Y lleva razón el César. Algo me preocupa, pero no sé si éste es el mejor sitio…

Trajano miró a su alrededor. Celso, Palma, Nigrino y Quieto eran los más próximos. Adriano se había retirado para sentarse con Vibia Sabina. Al menos su sobrino se había propuesto cuidar las apariencias en público. Y, en general, todos estaban más atentos a lo que ocurría en la pista del Circo Máximo que a las conversaciones que pudieran tener lugar en el pulvinar.

—Te sorprenderá, Plinio —dijo Trajano—, pero he aprendido que las conversaciones más confidenciales pasan más inadvertidas cuando se tienen en un lugar público.

Plinio sonrió y recordó cuando él mismo había conseguido mucha información del padre de la vestal Menenia en las termas de Tito, un lugar tremendamente concurrido.

—Nuevamente, el César tiene razón. —Bajó algo la voz y continuó hablando en un tono audible para ambos, pero difícil de entender para nadie más teniendo en cuenta el clamor del público ante las maniobras de los aurigas en cada curva—. Se trata de Atellus.

El emperador frunció el ceño.

—No me suena ese nombre. Tendrás que explicarte mejor.

—Sí, por supuesto, augusto —se disculpó Plinio—. Atellus era un rufián que trabajaba para mí y que colaboró conmigo en el juicio por supuesto crimen incesti de la vestal Menenia y el auriga Celer. Fue el que me ayudó a descubrir que todo el asunto era sólo una estratagema para condenar a muerte al auriga de los rojos y que así los azules, promovidos por Pompeyo Colega, Liberal y Frontón, volvieran a conseguir victorias y dinero.

—Algo que intentaron de nuevo aprovechando mi ausencia y que la propia vestal y tú mismo, junto con el flamen dialis y hasta la emperatriz Domicia, impedisteis.

—Así es, César.

—¿Y bien? ¿Qué pasa ahora con ese hombre que te tenga preocupado?

—Atellus era un hombre de baja condición, acostumbrado a los peores ambientes, y en absoluto compañía recomendable para nadie, pero a veces hay que rebajarse enormemente para lidiar en los tribunales. Pero divago, augusto. El caso es que este hombre apareció muerto poco después del juicio, por un exceso con el vino.

—Sigo sin entenderte.

—Atellus, augusto, era un miserable que bebía barbaridades siempre. Si lo hubieran encontrado muerto atravesado por una daga tras una reyerta lo habría entendido, pero siempre me extrañó que pereciera por una borrachera. Aunque no le dediqué más pensamientos al asunto hasta hace unos días.

—¿Por qué? —inquirió el César volviéndose hacia la carrera, pues la conversación empezaba a aburrirlo.

—Porque hace unos días, al hacer limpieza en mi tablinum descubrí que Atellus, que había venido a verme el día en el que apareció muerto, al no encontrarme en mi domus me dejó una nota manuscrita en la que me decía que había averiguado de quién recibían instrucciones y dinero Pompeyo Colega, Salvio Liberal y Cacio Frontón. Hasta entonces sólo sabía que era un hombre de voz rota y una gran nariz, pero nada más. Le dije que siguiera a ese hombre hasta donde fuera, hasta el fin del mundo si era necesario, y en la nota me dijo que ese hombre actuaba de mensajero entre Mario Prisco, en Moesia Inferior, y Colega y sus hombres.

—Prisco estará muerto en algún lugar de la Dacia o entre las ruinas de su villa en Moesia Inferior —respondió Trajano, aunque registró la información como interesante y recordó las palabras de advertencia de Dión Coceyo, cuando le aconsejó que se anduviera con cuidado en su lucha contra la corrupción porque el dinero siempre contraatacaba. Parecía que Prisco había buscado recuperar los 700.000 sestercios que había tenido que devolver a Roma; y para ello apoyaba a la corporación de los azules para amañar las carreras y eliminar al mejor auriga de uno de los equipos contrincantes. Pero ¿qué tenía todo eso ya de importancia, más allá de que sabía que debía tomar alguna decisión para alejar a Colega y a los otros dos senadores corruptos de Roma?—. Pero todo eso, Plinio, ya ha pasado y no veo por qué debe preocuparte o preocuparnos.

—Es que Atellus también anotó en aquel escrito el nombre de quien hacía de mensajero entre Prisco y Colega.

Trajano se volvió hacia las bandejas y cogió un trozo grande de carne seca de cerdo sabrosamente sazonada con una exuberante salsa de romero. Luego se volvió de nuevo hacia Plinio.

—¿Y quién era ese mensajero? —preguntó el emperador.

El público gritaba una vez más con gran furia. Alguna maniobra en un giro había resultado muy peligrosa, muy espectacular, muy emocionante.

Plinio respondió, bajando si cabe aún más la voz.

—Ese hombre era, es decir, es… Publio Acilio Atiano.

Marco Ulpio Trajano dejó de masticar.

—¿Estas seguro? —inquirió el César con la boca llena de carne y salsa.

—Sí, César.

Trajano escupió la comida en el suelo. De pronto, ya no tenía ganas de comer. Atiano había sido el tutor de Adriano hasta que él, Trajano, se había hecho cargo de su sobrino y lo había integrado en el círculo más cerrado de la familia imperial casándolo con Vibia Sabina. Una vez más, Adriano.

Situación de carrera

Imagen

En la arena

Celer había pensado en no esperar más y aprovechar el siguiente giro, el octavo, junto a los delfines de bronce, para abrirse en la curva y cerrar rápidamente a Acúleo en cuanto éste intentara adelantarlo, pero reflexionó. No. Aquello sería demasiado burdo, demasiado evidente incluso para un miserable como Acúleo. Así que Celer cambió de estrategia y azuzó a sus caballos con furia.

—¡Vamos allá! ¡Vamos, Niger ! Ad laevam! —gritó Celer para que el veterano animal aproximara la cuadriga lo máximo posible a los amenazadores conos, pero sin estrellarse contra ellos. Y el caballo respondió a la perfección. Maniobra sublime. Recortaron rápidamente el espacio a las cuadrigas azul y blanca que lideraban la carrera. Sí. Eso era. Celer volvió a gritar—. ¡Vamos Orynx, vamos!

Era el momento de aprovechar la velocidad de Orynx al entrar en la primera recta de la quinta vuelta. Y los cuatro animales se lanzaron a una carrera brutal que casi hizo perder el equilibrio a Celer, pese a toda su gran experiencia. Era como si sus caballos hubieran estado esperando aquella orden desde hacía rato y al recibirla no cupieran de gozo. Estaban entrenados para ganar y no toleraban que ninguna otra cuadriga fuera por delante. En particular Niger, que volvió a aprovechar hasta el más mínimo espacio en el noveno giro para recortar aún más la distancia con los aurigas de cabeza. Ya los tenían ahí. Celer miró por encima de su hombro. Acúleo también había animado a sus caballos para que no perdieran distancia y apenas habían ganado unos pasos sobre él, pero Celer sabía que Acúleo habría tenido que emplearse a fondo con el látigo. Era el único lenguaje que aquel miserable hablaba con los caballos. Pero todo eso daba igual. Acúleo estaría ya confiado en que Celer estaba intentando ganar la carrera. Era el momento. Llegó el décimo giro y, para incomprensión de Niger, su amo, en vez de gritar «ad laevam» dio la instrucción opuesta.

Dextrorum, dextrorum!

Niger no lo entendía, pues no veía ningún obstáculo próximo a los conos de las metae de aquel nuevo giro, pero por encima de su intuición estaba la obediencia y, disciplinado, se alejó de la spina central al girar, perdiendo así bastante espacio.

Ad laevam! —aulló entonces Celer para corregir la dirección de sus caballos. Fue suficiente. Se habían abierto demasiado y Acúleo intentó, sin dudarlo, pasar su cuadriga entre ellos y la spina del Circo Máximo.

Era la oportunidad que Celer había estado esperando.

No se lo pensó dos veces.

Ad laevam, ad laevam! —ordenó de nuevo a Niger. Al animal le parecía oír otros caballos que se aproximaban por ese lado. Hacer caso a su amo podía ser peligroso, pero era la orden recibida y giró de golpe.

Acúleo vio que el carro de Celer se les echaba encima.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Acúleo al tiempo que echaba para atrás todo su cuerpo, tirando de las riendas de sus cuatro caballos lo más fuerte que pudo y consiguiendo refrenarlos lo suficiente para evitar el choque.

Celer miró de nuevo por encima de su hombro. Había fallado. Y no estaba claro que fuera a tener una segunda oportunidad. Acúleo ya habría entendido que las prioridades que Celer tenía para aquella carrera no empezaban precisamente por conseguir la victoria.

En el palco imperial

Trajano miraba al suelo. El círculo se cerraba: Plotina y Adriano; Adriano, Prisco y Atiano; las cartas de Prisco encontradas en Adamklissi desaparecidas el mismo día en que Adriano lo había vitoreado delante de sus oficiales. El emperador asintió y hasta esbozó una sonrisa sarcástica para consigo mismo. ¡Qué magnífica forma de distraer su atención la de Adriano al final de la batalla de Adamklissi! Lo vitoreó, alabando su ego, y así no leyó las cartas. La vanidad nos pierde a todos. A todos. Al menos, en algún momento de nuestra vida, y él no era una excepción. El trono imperial, Plotina, Adriano, Atiano, Prisco, Colega… una cadena perfecta en la que se había roto un eslabón, el de Prisco. Trajano levantó la mirada hacia donde estaba sentado su sobrino. ¿Cuánto tiempo tardarían en recomponer aquella cadena y volver a tirar de ella?

—Pero no tienes pruebas de todo lo que me dices —dijo el César a Plinio—, más allá de la nota manuscrita de… ¿cómo lo has llamado tú? Un rufián, ¿no es así?

—No, no hay más pruebas, César.

—De acuerdo. En todo caso, ésta ha sido una conversación importante, y de nuevo te agradezco tu lealtad. Y Bitinia. Estoy pensando en que te hagas cargo de Bitinia. Algo más adelante, pero ya hablaremos de eso.

Plinio hizo una reverencia al emperador mientras Trajano retornaba, lentamente, hacia su trono. Caminaba como si le pesaran las piernas. Un día agrio el de aquel triunfo. Trajano se sentó y posó sus ojos sobre la arena del Circo Máximo. Las cuadrigas seguían allí, girando mortalmente, sin parar. Pronto llegaría su invitado. Grandes proyectos. Ésa sería la forma, su forma, de ahogar las traiciones. Si Longino estuviera vivo, la Dacia ahora mismo le resultaría un paraíso, mientras que Roma se le atragantaba. Pero la historia no se podía revertir: Longino estaba muerto y él gobernaba en Roma, una Roma en donde el lugar más inseguro era, sin duda alguna, el trono imperial. En aquel momento Trajano se habría intercambiado de buen grado con cualquiera de sus legati de frontera, ya fuera en el Rin, el Danubio o en Oriente. Oriente. Sí, quizá el mayor sueño fuera el único camino para hacerles ver a todos que el mundo era mucho más grande que la Roma que ellos soñaban. Estaba seguro de que el sueño más gigantesco de ambición de Adriano era sólo una gota de agua en el océano que él, Marco Ulpio Trajano, empezaba a concebir en su cabeza para Roma.