EL TRIUNFO DE TRAJANO
Roma
26 de junio de 107 d. C., hora tertia a hora quinta
Trajano salió de la tienda del praetorium seguido de cerca por Quieto. Aulo saludó al emperador y le entregó un pequeño papiro sellado.
—Ave, César. Esperan respuesta. Eso me ha dicho el pretoriano que lo ha traído.
El emperador cogió el papiro y lo desplegó mientras los esclavos terminaban de ajustarle bien la toga picta antes de que subiera a la gran cuadriga que iba a conducirlo por todas las grandes avenidas de la engalanada Roma, que esperaba para aclamar a su emperador.
Trajano leyó la nota con atención. Era de Menenia. Le llevó un tiempo. No era breve el mensaje. En él la sacerdotisa formulaba dos ruegos y hacía también una confesión.
Todos aguardaron en silencio, respetando la intensidad con la que el César leía aquellas palabras escritas.
Trajano terminó de leer el mensaje, pero volvió a leerlo con detenimiento una segunda vez, como si quisiera memorizar cada palabra. Al fin, Aulo y Quieto vieron cómo el emperador arrugaba aquel papiro en su mano derecha con una rabia incontenible que les recordó la ira con la que había iniciado la segunda guerra contra Decébalo, pero, de pronto, la faz del César cambió y respondió con serenidad a Aulo.
—Dile a la vestal que tiene mi permiso para hacer todo lo que me pide en esta nota. —Y luego añadió una pregunta—: ¿El que ha traído este mensaje es hombre de confianza?
—Sí, César. Uno de mis leales —respondió Aulo con seguridad.
—Bien, bien, eso está bien —respondió Trajano, y le entregó el papiro arrugado—. Quémalo.
Aulo asintió y entró en el praetorium para cumplir con aquella orden de inmediato con ayuda de uno de los candiles que aún permanecía encendido en el interior de la tienda militar. Cuando salió, el César ya estaba en la cuadriga y el cortejo de la victoria empezaba su lento desfile camino de la puerta triunfal de Roma.
Roma estaba engalanada como nunca y las calles resplandecían repletas de pétalos de flores. Todos los senadores de la ciudad recibieron al César junto a la puerta y se unieron a la comitiva imperial, entrando en primer lugar por la gran puerta de los triunfos. Acto seguido, venían los buccinatores con sus trompetas anunciando la entrada del César en Roma; seguidos por las carrozas con los despojos de la guerra, un centenar de bueyes para el sacrificio a Júpiter, los estandartes del enemigo rendido, y cautivos de todas las nacionalidades derrotadas con sus oficiales al final; luego venían los lictores del emperador con sus fasces adornadas con laurel y, por fin, bajo el umbral reservado sólo para los victoriosos de Roma, el propio emperador en su magnífica cuadriga con adornos dorados, celestes y púrpuras, con la larga toga picta brillando bajo el sol y su rostro pintado de rojo saludando a todos.
Pero aquellos que tuvieran algo de intuición habrían percibido un rayo de amargura en las facciones de un hombre, de un emperador, de un semidiós que debería estar mucho más henchido de júbilo aquella mañana. Sólo Plinio, al vislumbrar un instante la faz del César, sintió que algo no marchaba bien, pero, siempre prudente, calló. ¿Debería silenciar también aquello que había escrito Atellus en su nota? Quizá no fuera el día para desvelárselo al imperator…
Sí, Trajano fruncía el ceño, y es que al tiempo que miraba a un lado y a otro de la gran Via Triumphalis, mientras la cuadriga avanzaba en dirección al circo Flaminio, repasaba, casi palabra a palabra, el mensaje de Menenia.
El emperador me ha honrado con su confianza plena en mi persona y me avergüenza dirigirme al César en una jornada de tanta felicidad como ésta para rogarle que me permita ausentarme, pero son dos los motivos —que creo acertados— los que me mueven a semejante ruego. Por un lado, junto con el triunfo vendrán las celebraciones con las carreras de cuadrigas y las luchas de gladiadores, y en la carrera que dará inicio a los festejos correrá Celer. Tengo la intuición de que es mejor que no acuda al Circo Máximo en toda la jornada y así se evitarán nuevas murmuraciones sobre mí y ese auriga, más aún cuando el Pontifex Maximus alberga el propósito de proponerme como Vestal Máxima. Así, mi primer ruego es que se me dispense de acudir hoy a las celebraciones y a las carreras.
Y entraron en el circo Flaminio, de menor capacidad que el Máximo, aunque también permitía que se congregara un numeroso público, de forma que entre las gradas de este viejo circo, más el gentío que se arracimaba en las calles, más las 250.000 personas que esperaban en el Circo Máximo, prácticamente toda Roma tenía la posibilidad de ver el cortejo triunfal.
Tras el séquito de senadores y los trompeteros venía una de las cosas que más anhelaba ver la gente en el circo Flaminio y en toda la ciudad, pues desde hacía meses no se hablaba en Roma más que de eso: enormes carros cargados de oro y plata en cantidades como nunca antes se habían visto en el Imperio. Se trataba del inmenso tesoro de Decébalo, exhibido por Trajano para impresionar aún más al pueblo de Roma. Ante aquellas riquezas ya nadie recordaba dónde había nacido el César. Trajano ahora era su emperador, el más fuerte, al que más temían los enemigos de Roma y el que más riqueza y mejores celebraciones preparaba. ¿Qué más podían desear de un César?
Tras las grandes acémilas que transportaban el tesoro dacio, fuertemente custodiadas por la guardia pretoriana, venían los bueyes blancos que iban a ser sacrificados aquella mañana en el Templo de Júpiter Capitolino como ofrenda personal del César al dios supremo que tan bien había protegido a las legiones del Imperio. Detrás de los bueyes desfilaban más carros, en los que se mostraban centenares, miles de armas arrebatadas al enemigo, millares de sicae y falces dacias que ya nunca más cortarían un brazo o una pierna de ningún legionario romano; y miles de cascos de los guerreros dacios caídos en combate y catapultas confiscadas en las fortalezas del norte del Danubio. Se blandían también numerosas insignias con el balaur, el dragón símbolo de dacios y sármatas, estandartes que no hacía muchos meses se alzaban orgullosos y desafiantes ante las cohortes romanas y que ahora formaban parte de los descomunales despojos de guerra que Trajano exhibía ante su pueblo.
La comitiva dio la vuelta entera a la pista del circo Flaminio para salir y pasar junto al Porticus Octaviae, el teatro Marcelo, cruzar el foro Boario y ascender en dirección a la colina Capitolina para alcanzar el gran Templo de Júpiter.
Allí se sacrificaron en un largo baño de sangre todos y cada uno de los cien bueyes blancos o toros que al menos tuvieran manchas blancas sobre la frente. Los victimarii tuvieron que trabajar sin descanso durante casi una hora. Aulo se aproximó al César y le dio una copa de oro con agua. Aquel día el emperador bebería sólo en vasos de oro macizo. Trajano la bebió de un trago y sació su sed.
—Y vino, Aulo, tráeme vino —dijo Trajano.
El tribuno fue veloz a conseguir lo que el emperador demandaba. Mientras traían el licor de Baco, un clamor retumbó en el templo. Trajano supo por qué, y por unos instantes pudo alejar su mente de la carta de Menenia.
—El vino, augusto —dijo Aulo entregándole la copa de oro ahora rellena del mejor caldo de Italia. Aquel día todo era o rojo, como el rostro del César, o dorado como las guirnaldas que colgaban de ventanas y balcones y de la entrada de todos los templos que permanecían abiertos aquella jornada. Pero el clamor seguía creciendo.
—Ya lo traen —dijo Aulo.
—Bien —asintió Trajano.
En efecto, en ese preciso momento entraron en el Templo de Júpiter varios pretorianos con una calavera y unos huesos que exhibían en una especie de litera abierta: eran la calavera y los huesos del brazo derecho de Decébalo, que el emperador entregaba como presente al final del sacrificio de los bueyes blancos al gran dios Júpiter Capitolino. La gente habría preferido ver al rey arrastrándose encadenado por las calles de la ciudad, pero, en su defecto, se tenían que conformar con ver sus huesos humillados ante el altar de Júpiter. No importaba. Pronto empezarían las carreras de cuadrigas y las luchas de gladiadores. Pronto tendrían sangre.
Trajano ordenó entonces que se reemprendiera la marcha, y senadores, cuadriga imperial y el resto de la comitiva triunfal descendieron desde el Templo de Júpiter hasta llegar al foro, cruzarlo entre vítores permanentes y, por fin, entrar en el gran Circo Máximo de Roma.
Todo allí era una enorme fiesta y el gentío no dejaba, ni un solo instante, de aclamarlo.
—¡Trajano, Trajano, Trajano! ¡César, César, César!
El emperador saludaba con orgullo, pero de nuevo sus pensamientos se deslizaron al mensaje de Menenia, que seguía repasando en su cabeza.
Mi segundo ruego, que va encadenado al primero, es que el emperador, en su infinita generosidad, me conceda permiso para, en lugar de asistir a las celebraciones, que me ausente de la ciudad y pueda ir a visitar hoy mismo, cuando todos los ojos de Roma estén fijos en el César y no en mis movimientos, por segunda vez en mi vida, a la antigua emperatriz de Roma, con el fin de averiguar final y definitivamente quién soy; es decir, quién es mi padre y, en consecuencia, qué sangre corre por mis venas además de la del divino Augusto. Y es que, si fuera al fin cierto que mi padre no es ese actor temerario del que me habló el Pontifex Maximus y en realidad fuera, en efecto, el terrorífico Domiciano, no creo que la diosa Vesta viera con buenos ojos que una hija de aquel sacrílego que a tantas sacerdotisas ejecutó en su principado fuera ahora elegida como Vestal Máxima. Me consta que el emperador respeta a los dioses en grado sumo y sé que convendrá conmigo en que este dato sobre quién es mi padre —por muy doloroso que pudiera ser para mí si la antigua emperatriz me confirmase que es Domiciano—, ha de saberse antes de nombrarme de forma efectiva como Vestal Máxima de Roma. Me gustaría también, augusto, que el Pontifex Maximus permitiera que, aunque sólo fuera por una única vez y de forma totalmente excepcional, mi auténtica madre pudiera posar su mano sobre mi cabeza para bendecirme, un derecho del que no pudo disfrutar cuando me seleccionaron como vestal.
Trajano alzó ambos brazos cuando entró en la gran recta del Circo Máximo y detuvo la cuadriga triunfal; y, por unos momentos, todo el cortejo permaneció inmóvil. Quería que todos pudieran admirar el carro engalanado, los caballos coronados con laurel, como él mismo, y que se pudiera ver bien hasta la corona de laurel dorada del Templo de Júpiter, hecha de oro puro, que un esclavo portaba tras el César, pues era demasiado pesada para poder lucirla en la cabeza.
—¡Adelante, por Júpiter! —ordenó Trajano.
Todos reiniciaron la marcha: senadores, trompeteros, las carrozas con el tesoro de Decébalo, las acémilas con las armas enemigas confiscadas, las catapultas apresadas, los cautivos dacios, sármatas, roxolanos, bastarnas, buris y de otros pueblos, todos aquellos que no se habían rendido por completo a Trajano cuando empezó la segunda guerra dácica. Los seguían los lictores imperiales y el propio César, tras cuya cuadriga caminaban recios, orgullosos, marciales, como habían hecho durante todo el desfile, en esa posición privilegiada, Lucio Quieto y Adriano. Tras ellos iban Celso, Palma, Nigrino, Sura y Laberio Máximo, es decir, los senadores y legati de mayor confianza del emperador y que más habían participado en aquella victoria. Era el lugar del desfile reservado, tal y como había dicho Quieto, para los hijos del César, pero Trajano no tenía hijos, aunque era cierto que tenía una vestal que sentía casi como hija propia, incluso si ella, sin querer, simplemente porque era su obligación, le había hecho daño aquella mañana con aquel mensaje envenenado de pasado, de presente y de futuro. La verdad, qué cierto, a veces es terrible. Pero ella no tenía culpa alguna. Se había limitado a certificar los peores presentimientos que tenía él, Trajano, desde hacía mucho tiempo. Sí, la verdad mordía. Igual que podía devorar a Menenia según lo que le revelara su madre aquella mañana.
El emperador volvió sobre su propia realidad, se volvió hacia atrás y miró a Quieto con satisfacción, pero la faz del César se tornó fría, casi rabiosa, cuando posó sus ojos, aunque sólo por un breve instante, en el rostro de Adriano.
Y finalmente, más allá de que el emperador, en su sabiduría, decida concederme o no lo que acabo de rogarle, hay algo que debo confesar al Pontifex Maximus. Algo que he escondido en lo más profundo de mis entrañas durante años, pero que tras la última conversación con el César, he concluido que debo contarle, pues, como muy bien expresó el emperador aquella noche, el tiempo de las mentiras y del miedo ha de desaparecer y ha de venir ahora, con este gran triunfo del César, el tiempo de las verdades.
Tras Quieto y Adriano y el resto de legati preferidos de Trajano, venían cientos de legionarios en representación de las siete legiones que habían participado activamente en la guerra, cada cohorte precedida de su estandarte portado por un signifer si cabe aún más orgulloso que el emperador mismo. Los legionarios desfilaban desarmados, vestidos con impolutas togas que el César había encargado, a cientos, a miles, para aquella ocasión, todos gritando «Io triumphe! Io triumphe!» [¡Viva, bravo por el triunfo!]. Uno pensaría que además irían todos haciendo cánticos de alabanza al César, pero no era así, pues en aquella jornada de celebración los legionarios que desfilaban con el emperador tenían la potestad no sólo de cantar las virtudes del César, sino también sus defectos; tenían incluso la posibilidad de mofarse de él o de hacer bromas de todo tipo sin que nada malo les ocurriera: habían luchado con bravura y honor y habían seguido a su emperador hasta los confines del mundo. Si querían hoy hacer bromas sobre él, podían. Y las chanzas discurrían de unas cohortes a otras, entre risas y carcajadas; el público podía escuchar como todos se mofaban del rey Decébalo e insinuaban indirectamente, y no tan indirectamente, en sus cánticos lo que el emperador había hecho con el rey dacio antes de que se le diera muerte, teniendo en cuenta que todos conocían las preferencias sexuales del César. Daba igual que fuera mentira. Todo les estaba permitido a aquellos hombres aquel día del triunfo: habían asaltado muros inexpugnables, construido terraplenes en lugares inaccesibles, luchado contra enemigos de terribles naciones que se oponían al poder de Roma y ponían en peligro la existencia de unas fronteras seguras. Y a Trajano le hacían gracia y relajaban un poco la tensión que soportaba al recordar el mensaje de Menenia. Aquellos cánticos vulgares, burdos, soeces de sus legionarios le hacían rememorar cuando su padre, años atrás, le explicó como en la época del divino Julio César los hombres de sus legiones se burlaban de la falta de pelo de su líder a voz en grito mientras desfilaban triunfantes el día en que se celebraba la conquista de las Galias. Si Julio César había sobrellevado con divertimento aquellas chanzas de sus legionarios, bien podía soportar él ahora las bromas y burlas de sus hombres. Lo único esencial era su lealtad y su disciplina. Hoy era día de celebración. Pero pronto el recuerdo de su padre contándole historias de Julio César se fue diluyendo y retornaron a su cabeza las palabras de la vestal.
Hace años, poco antes de que se me acusara de aquel falso crimen incesti, regresaba de noche de ver al senador Menenio y su mujer, Cecilia (me cuesta no llamarlos ya padres, aunque guardo el mismo afecto por ellos como si lo hubieran sido en verdad). Mi litera se detuvo y el lictor me informó de que alguien, de forma sorprendente, y me atrevo a decir que sacrílega, me impedía el paso. A una vestal.
La cuadriga de Trajano se detuvo frente al pulvinar del Circo Máximo y el emperador descendió. Varios esclavos se preocuparon de que la toga picta plagada de estrellas bordadas resplandeciera en toda su exuberancia. El emperador, seguido de cerca por Adriano, Quieto y el resto de legati empezó un largo ascenso por una escalinata de madera que se había levantado para que él y sus hombres de más confianza pudieran acceder así hasta el mismísimo palco imperial desde la arena de la pista.
Lógicamente, en cuanto la litera que se interponía en mi camino supo que se estaban cruzando con una vestal, por fin me cedieron el paso. No pude evitar asomarme un instante para observar qué tipo de persona o personas podían desplazarse por Roma pensando que no tenían que apartarse ante nada ni nadie.
Trajano llegó al palco imperial y allí Plotina, la emperatriz, lo recibió con aparente emoción.
—Éste es un gran día en el principado de mi esposo —dijo Plotina al saludarlo—. ¡Salve, emperador Trajano! ¡Salve y que los dioses te colmen de bendiciones, de la misma forma que tu fortaleza es una bendición para Roma y una maldición para nuestros enemigos! ¡Salve!
Y todos aclamaron al emperador, de nuevo, con la exclamación por excelencia en aquella jornada de felicidad para todos.
—Io triumphe! Io triumphe!
Trajano sonrió con aparente satisfacción ante el cálido recibimiento de su esposa.
Intuí que debían de ser senadores poderosos o alguna otra persona de alta dignidad.
—Ave, Pompeya Plotina. Es, en efecto, un día feliz para todos —respondió el emperador, y cogió la mano que le tendía la emperatriz y juntos anduvieron el espacio que los separaba de los tronos imperiales reservados para ambos en el centro del pulvinar.
La litera que estaba a un lado mientras la mía avanzaba tenía las cortinas echadas, pero, por un momento, alguien las separó y pude ver, casi por casualidad, a las dos personas que iban en el interior.
Trajano no se sentó de inmediato, sino que saludó primero a todos los miembros de la familia: primero a su hermana Marciana, a continuación a su sobrina Matidia y luego a sus sobrinas nietas Rupilia Faustina, Matidia menor y Vibia Sabina. Finalmente, se situó frente a su trono y se quedó un rato en pie escuchando como la plebe de Roma lo aclamaba una y otra vez, sin parar, sin desfallecer.
Siento si ahora causo dolor al César, pero recuerdo que hace dos jornadas, el emperador me dijo que sentía que los dioses me habían puesto a su lado para que le indicara en quién debía confiar y en quién no. Y quizá el César tenga razón.
El emperador, al cabo de un tiempo, se sentó. Era la señal para que en la pista la larguísima comitiva triunfal reiniciara su desfile por toda la pista del Circo Máximo.
Durante años no he desvelado los nombres de las dos personas que viajaban juntas en una misma litera al abrigo de la oscuridad de la noche por las calles de Roma, pues no quería causar daño al emperador ni inmiscuirme en lo que yo pensaba entonces que eran asuntos privados, pero ahora, a la luz de cómo me considera el Pontifex Maximus, creo que es mi obligación decirle que en esa litera, juntos, estaban el sobrino segundo del César, Adriano, y…
Plotina, que había tomado asiento junto a su esposo, inclinó su cuerpo para poder hablarle al oído.
—Este día marcará un antes y un después en tu forma de gobernar Roma.
… y Pompeya Plotina, la actual emperatriz de Roma.
Trajano respondió a la emperatriz sin mirarla, con los ojos fijos en la pista del Circo Máximo.
—Ciertamente, esposa mía, este día marcará un antes y un después en Roma.
Me despido deseando al emperador un día feliz en el que resplandezca el enorme poder de nuestro César, que tan bien sabe doblegar a los enemigos de Roma en todas las fronteras de nuestro gran Imperio.
Humildemente,
Menenia
Sacerdotisa de Vesta
Trajano siguió hablando, pero ahora miró a su esposa.
—Qué bien poder disfrutar hoy de una carrera sin toda la tensión de aquel horroroso juicio contra la vestal Menenia.
—Sí, mucho mejor así —respondió Plotina percibiendo, no obstante, que algo ocultaban las palabras de su marido que no terminaba ella de entender bien, aunque optó por seguir conversando como si no hubiera detectado nada extraño—. Por cierto, no veo a la vestal en cuestión en el palco de las sacerdotisas.
—Estaba indispuesta —respondió Trajano— y le he permitido que descanse hoy en el Atrium Vestae.
—El emperador es siempre infinitamente generoso con todos.
—Sí, aunque mi paciencia también tiene un límite —continuó Trajano, cogiendo de forma distraída unos frutos secos que le acercaban unos esclavos. Se introdujo la comida en la boca mientras observaba a su mujer, que, sentada muy firme en su trono, mantenía ahora la mirada fija en la pista del circo. Trajano volvió a hablar sin dejar de mirarla—. Sí, mi paciencia tiene un límite. Fíjate lo que le ha pasado a Decébalo.
La emperatriz suspiró y pareció relajarse un poco.
—Está claro que no es inteligente abusar de la paciencia de Marco Ulpio Trajano —dijo ella entonces—, y mucho menos sensato es despertar su ira.
—Exacto. Veo que, como siempre, esposa mía, nos entendemos a la perfección.
Plotina decidió no tensar más la cuerda aquella jornada. No era el momento. Podía sentir la rabia de su esposo por alguna cosa que ella no controlaba y era mejor no seguir por ahí. Por el contrario, Trajano prosiguió con su ataque.
—Por cierto, he decidido que la vestal Menenia sea la nueva Vestal Máxima.
Plotina cogió entonces varios de los frutos secos y respondió como si aquello no la afectara en absoluto.
—Tú eres el Pontifex Maximus. Tú decides.
—Me extraña tu indiferencia. Hubo un tiempo en que, si no recuerdo mal, me recomendaste que ordenara su ejecución. Creo que fue aquí mismo, en otra carrera de cuadrigas.
—Es posible. Era otro momento —respondió Plotina con sosiego, midiendo muy bien cada palabra. Una mujer sabe cuándo está siendo evaluada y hay exámenes en la vida que conviene no suspender—. El senador Plinio demostró la inocencia de la vestal Menenia, y si tú juzgas que es la sacerdotisa adecuada para reemplazar a Tullia, no tengo nada que objetar. Por cierto, he observado dos detalles en el desfile triunfal que me han llamado la atención —añadió hábilmente para cambiar de tema.
—¿Qué detalles?
—Has situado a Quieto justo detrás de ti, junto a Adriano.
—Sí.
—¿Crees que es prudente? Alguien podría suponer que piensas en él como posible sucesor.
—Lucio Quieto ha sido una pieza capital en la campaña contra los dacios —argumentó el emperador.
—Es posible, pero también lo fueron otros, como Laberio Máximo o Sura, o algunos más, y no les has ofrecido ese honor —opuso Plotina.
Hubo un silencio entre los dos. El pueblo, mientras esperaba ansiosamente la salida de las cuadrigas, seguía aclamando a su César.
—¿Y qué tendría de malo que considerara a Lucio Quieto como un posible sucesor?
Plotina tragó saliva y respondió con serenidad calculada.
—Es norteafricano. Roma no está preparada para un emperador norteafricano.
—Pues Lucio Quieto, al menos, habla latín con bastante más propiedad y menos acento que Adriano. Aunque lo hagan a escondidas, me consta que muchos se burlan de la forma de pronunciar el latín de mi sobrino segundo. En todo caso, debatir sobre este asunto quizá sea un poco prematuro, ¿no crees? Pero has dicho que dos detalles te habían llamado la atención en el desfile triunfal. Uno era la posición de Quieto. ¿Cuál es el otro?
Plotina concluyó que era mejor no seguir con aquel asunto de la sucesión y, desde luego, Trajano era fuerte y estaba sano y no tenía mucho sentido debatir sobre ello ahora. Todavía podían acontecer muchísimas cosas en los próximos años.
—Lo segundo que me ha llamado la atención es la ausencia de Liviano en el desfile —dijo la emperatriz—. Es tu jefe del pretorio y, aunque no estuviera contigo en esta segunda campaña, en la primera sí participó. Además, se ha comportado con gran lealtad estos meses mientras estabas en el norte. Ha velado por la seguridad de todos en Roma de modo eficaz.
—Lo sé —respondió Trajano—. Liviano no está alejado por despecho mío, ni mucho menos. Le he asignado una misión extraordinaria. —Y observó cómo su esposa giraba la cabeza para mirarlo directamente.
—¿Qué misión?
—Custodiar a un extranjero. Un invitado especial llegado de lejos que ha viajado miles de millas para llegar aquí hoy y estar presente en mi triunfo. Le he pedido que vele por su seguridad.
—¿Un embajador?
—Sí —confirmó el emperador—. Alguien a quien no quiero que le pase nada. Liviano ha comprendido la gran confianza que deposito en él al encomendarle esta labor.
—Entiendo —respondió la emperatriz. Aunque estaba profundamente intrigada por saber quién sería aquel extranjero, consideró más oportuno no indagar más. El tono frío de su esposo no invitaba a extender aquella conversación. Ambos guardaron silencio mientras saludaban, los dos muy sonrientes, al pueblo de Roma.
Trajano y Plotina.
Sentados tan juntos y, a la vez, tan lejos.