LIMPIEZA
Roma
25 de junio de 107 d. C.
El senador Plinio estaba dedicado a una de esas actividades que siempre posponía lo máximo posible: ordenar y limpiar el tablinum. Allí, en aquel pequeño despacho, se acumulaban centenares de papiros con notas, comentarios y escritos relacionados con los innumerables juicios en los que había intercedido, ya fuera como acusador o como abogado defensor. Sentado en un cómodo solium repasaba aquella pléyade de textos olvidados que se habían amontonado allí durante años: había notas sobre juicios en las diferentes basílicas de la ciudad y esquemas y listados de ideas para discursos relacionados con los juicios por corrupción en el Senado. Entre esos papiros encontró las anotaciones que preparó para enfrentarse contra Mario Prisco y sus amigos en los inicios del gobierno de Trajano. Aquello parecía ya un pasado muy lejano. Ahora, aquel emperador que pareciera débil ante el Senado, siempre pactando, buen militar pero aún muy discutido por muchos en Roma, llegaba, sin embargo, de regreso a la capital del Imperio para celebrar una de las mayores gestas militares que nunca antes hubiera conseguido un emperador. Y es que en Roma todos comparaban la conquista de la Dacia y su anexión al Imperio con la conquista de las Galias por el divino Julio César o con la invasión de Britania primero por el divino Claudio y luego por el valeroso Agrícola. Sí, Trajano ahora era todopoderoso. Cómo había cambiado todo en tan poco tiempo. Hasta los horrores del reinado de Domiciano parecían algo tan lejano que quizá se podía pensar que fue sólo una larga y lenta pesadilla de la que todos habían despertado de la mano del nuevo emperador hispano.
Plinio había traído varios cestos y los había dejado junto a la puerta, donde depositaba muchos de los papiros que iba a desechar. No podía llevárselo todo consigo y tampoco quería dejar allí algunos escritos de su puño y letra que quizá luego pudieran caer en manos… no adecuadas.
Estaba cansado. Llevaba toda la mañana ocupado en aquella tarea que tan incómoda le resultaba. A Plinio no le había nacido de pronto una pasión por el orden y la perfecta organización de sus escritos, sino que el emperador le había remitido una carta desde Vinimacium en la que lo hacía partícipe de su deseo de que entrara a formar parte de la nueva serie de gobernadores de provincia. Trajano pensaba sustituir a muchos de los que se había juzgado por corrupción o de los que se sospechaba que llevaban a cabo, desde hacía años, una muy oscura gestión de los recursos públicos. Así que, como se iba a ver embarcado en algún largo viaje había decidido, por fin, reorganizar y revisar todos los documentos que había guardado tanto tiempo en su despacho en el mayor de los desórdenes imaginables. Sonrió levemente. A su esposa Pompeya le habría gustado verlo poniendo, por fin, orden en todos aquellos papiros, pero ella había fallecido hacía tiempo. Volvía a estar solo. El suyo no había sido un matrimonio pasional, pero echaba de menos la compañía. Miró un momento al techo del tablinum. Le gustaría encontrar una nueva pareja. Alguien que lo acompañara en ese viaje si es que al final se formalizaba su nombramiento como gobernador de alguna provincia. Suspiró, dejó de mirar al techo y volvió al trabajo.
Plinio había puesto sobre la mesa aquellos textos que deseaba llevarse consigo: la colección completa de comedias de Plauto que había reunido a lo largo de los años, poemas griegos de Homero, una copia en buen estado de la Eneida de Virgilio, Tristia de Ovidio, varios casos de Cicerón, las obras sobre retórica de Quintiliano… Al tiempo, para distraerse, seguía pensando en los planes del emperador: Trajano no sólo quería sustituir a gobernadores corruptos, sino que además quería aumentar el número de iuridici o magistrados con poder para fiscalizar y controlar a los nuevos gobernadores: es decir, hombres de confianza del emperador que informarían al César de cualquier caso de malversación que tuviera lugar en las provincias del Imperio. A juicio de Trajano y de su consilium augusti, del que el propio Plinio formaba parte, aquélla era una fórmula pertinente de recentralizar o reducir la autonomía con la que hasta la fecha se habían conducido la mayoría de las provincias, ya fueran senatoriales o imperiales, y que, a la luz de los resultados, había servido sólo para que los gobernadores se enfangaran en el camino de la corrupción al no haber suficientes mecanismos de control y vigilancia. Sí, el emperador quería hacer tanta limpieza en el Imperio como él estaba ahora haciendo en su despacho; para Plinio, toda aquella reestructuración que planteaba Trajano fortalecería a Roma y estaba completamente de acuerdo con aquellos planes, incluso si ello implicaba que él se desplazase a alguna de las provincias para contribuir con su sentido común y buena administración a la regeneración que tanto necesitaba el Imperio… De pronto, cuando cogía los papiros de la Naturalis Historia de su tío y las tablas astronómicas de Hipparcus, un pequeño papiro, apenas útil para una breve nota, cayó al suelo volando despacio desde lo alto de la mesa hasta aterrizar, lento y silencioso, sobre el mármol.
Cayo Plinio Cecilio Segundo se agachó para cogerlo.
—Ahh —dijo al erguirse de nuevo.
Se hacía viejo y cada vez le dolía más la espalda. Miró entonces la nota con atención porque había algo que no encajaba: no era su letra, de hecho no era la letra de nadie que él conociera ni desde luego era un manuscrito de ningún escriba o copista de libros. Era una letra torpe, burda, casi ilegible, y a punto estaba de tirarla al montón de papiros desechados cuando, de súbito, comprendió lo que decía el mensaje y concluyó que aquélla era una nota de aquel hombre, ¿cómo se llamaba? Sí, Atellus. El que lo sirvió, entre otros, en el caso del supuesto crimen incesti, finalmente probado falso, de la vestal Menenia. Tenía sentido que fuera de él: estaba justo entre los textos de su tío y de Hipparcus, que tan útiles le fueron para preparar la defensa de la vestal contra Pompeyo Colega y los suyos. Sí, aquéllas eran las últimas palabras que, con toda seguridad, habría escrito Atellus en su vida, pues al poco tiempo de acabar el juicio apareció muerto junto al río. Borracho, eso habían dicho. A él siempre le extrañó aquella muerte repentina. Atellus no tenía muchas virtudes, pero desde luego era un hombre que aguantaba el vino como pocos y no le parecía alguien que fuera a morir por uno de sus frecuentes excesos con el licor de Baco.
Plinio volvió a leer el contenido de la nota con atención.