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LA NOCHE DE LA VERDAD

En las afueras de Roma

Junio de 107 d. C.

—Me dicen que impediste la ejecución de Celer.

La voz del emperador de Roma había resonado con enorme fuerza en toda la tienda. Estaban solos. Era una audiencia privada. Ella había acudido hasta aquel lugar por requerimiento personal del emperador. Se trataba de un campamento militar donde el César había decidido pasar unos días de descanso antes de entrar triunfalmente en Roma, para dar así tiempo a que tanto animales como legionarios, como él mismo, se recuperaran de las largas marchas de regreso desde el norte. Hasta él tenía sabañones en los pies pues, fiel a su costumbre, había caminado igual que el resto del ejército.

Menenia acudía inquieta a aquel encuentro. El emperador la había reclamado para que le trajera todos los papiros que le había encargado guardar y custodiar en el santuario de Opis, cuando se los entregó antes de partir años atrás hacia la primera campaña contra los dacios. Pero la vestal pensaba que igual aquello sólo era una excusa para sacarla de Roma y entrevistarse con ella. Temía una mala reacción del César ante la actitud que ella tomó con respecto a la frustrada ejecución de Celer. Siempre había obrado pensando que el emperador la respaldaría, pero ahora que acudía ante él, tenía miedo. No era miedo por su vida. Simplemente, le apenaba pensar que quizá sus acciones pudieran defraudar a quien tanto la había protegido siempre.

—Me dicen que fuiste tú quien impidió esa ejecución. Eso me ha explicado Liviano y yo creo en él. ¿O acaso mi jefe del pretorio miente? —dijo el emperador insistiendo en aquel asunto mientras que, con aire aparentemente satisfecho y asintiendo para sí de cuando en cuando, revisaba con atención los papiros que ella le había traído del santuario de Opis.

—Liviano es un buen oficial, digno de la confianza del César, y no miente —respondió Menenia—. Sí, yo impedí esa ejecución.

Trajano la miraba ahora fijamente.

—Y lo hiciste tú sola. Detuviste a más de… ¿cuántos eran? ¿Doscientos, trescientos hombres armados? ¿Tú sola? ¿Con tus palabras? —continuó el emperador.

—Sí, César. Eran cuatro centurias pretorianas.

—Tú sola —repitió una vez más el emperador. Calló entonces un instante. Sonrió—. Sin duda alguna, eres muy valiente.

—La ley estaba de mi parte, César —añadió ella para intentar explicar su sorprendente forma de actuar.

Trajano negó con la cabeza.

—No, Menenia. La ley no estaba del todo de tu parte. La justicia es posible, pero la ley no tanto. —Vio cómo la vestal tragaba saliva y continuó hablando. Para Trajano, ahora a su regreso, después de asegurar las fronteras del norte y de verse mucho más fuerte en Roma, era aquélla una noche para aclarar muchas cosas de una vez; era hora de terminar con silencios innecesarios y más aún teniendo en cuenta lo que pensaba hacer con Menenia—. La ley te apoyaba si hubieras encontrado al auriga Celer en su camino a su ejecución por casualidad, pero algo me dice que saliste del Atrium Vestae aquel día con el firme propósito, y no otro, de encontrarte con la comitiva militar que los conducía a su ejecución. ¿No es así? Puede que la justicia, en su sentido más amplio, te asistiera, pues ya me he informado y sé que la condena de Celer era injusta, sé que una vez más sus malditos enemigos de las corporaciones de cuadrigas que compiten contra él han vuelto a intentar acabar con su vida fuera del Circo, ya que en el Circo Máximo nadie parece poder con él y su natural destreza en el manejo de los carros y los caballos. Pero si saliste en su busca aquella mañana, entonces está claro para mí que la ley de Numa no te asistía. Además, juraste ante todos que te encontraste con él por casualidad. —Trajano se mostró entonces exasperado—. ¡Por Cástor y Pólux y todos los dioses, Menenia! ¿Qué he de hacer contigo? ¡Mentiste, juraste y mentiste al jurar y lo hiciste delante de todos! ¡Y no, no añadas más mentiras! ¡A mí no me mientas! ¡Sé lo que argumentaste y el antiguo rex sacrorum es un imbécil, además de un fanático, que podría haberte dicho que por muy rara que fuera la ruta que Liviano eligió aquella mañana, al situarte en el Vicus Iugarius estabas en el lugar más probable por donde al fin tendría que pasar la comitiva con el auriga Celer! ¿Por qué mentiste? ¿Por qué? Después de todo lo que he hecho para protegerte, ¿por qué mentiste?

—¡Porque quiero a ese hombre, siempre lo he querido y siempre lo querré! Aunque nunca me haya tocado desde que soy vestal y nunca lo hará hasta que ya sea vieja y haya perdido mi belleza y mi piel esté arrugada, y no sé si entonces querrá tan siquiera mirarme. Aun así lo quiero y lo haré siempre, pero siempre he cumplido con todos los votos y los requerimientos y obligaciones de una buena sacerdotisa de Vesta. Sí, mentí, también, augusto, porque he aprendido que en esta Roma en la que vivo, en la que vivimos todos, en cuanto el César se aleja de ella emerge la podredumbre y el cieno y la corrupción por todos lados, y he aprendido con dolor, con sufrimiento y con enorme tristeza que a veces, augusto, para proteger la verdad, para defender la justicia y para salvaguardar Roma de los miserables que anhelan esclavizarla y someterla y corromperla para sus propios fines, sólo queda usar la mentira. La misma arma que ellos emplean. ¡Como en la guerra, donde sólo la espada puede detener a la espada del enemigo! Por eso, César —y lo dijo muy alto y muy claro—, aun a riesgo de que los dioses me abandonaran, aun a riesgo de que el Pontifex Maximus considere que lo correcto en este momento es condenarme a mí a muerte, a ser enterrada viva, como si hubiera cometido el peor crimen incesti posible, aun a riesgo de todo eso, mentí. ¡Para salvar la justicia, la verdad y Roma!

Marco Ulpio Trajano levantó la mano, pues Aulo había asomado la cabeza por la puerta de la tienda al escuchar los gritos de la vestal: Menenia se había atrevido a gritar al mismísimo César.

—Todo está bien —dijo el emperador con tono sereno, y el tribuno desapareció dejando a Trajano y a la vestal de nuevo a solas—. Has asustado a Aulo y no se asusta con facilidad —añadió el emperador con una sonrisa sorprendente para Menenia, ya que temía ser condenada en cualquier instante.

—Siento haber gritado al César.

—Bueno… no te acostumbres. Además, no es necesario. No soy sordo. Tengo otros defectos, pero ése no es uno de ellos —continuó el emperador, y luego retomó el tema de la discusión—. O sea que has concluido que una mentira, a veces, puede ser la mejor forma de defender la justicia, o la libertad o la mejor manera de preservar Roma.

—Sí, César —respondió Menenia más calmada, pero confusa por la serenidad con la que ahora le hablaba el Pontifex Maximus.

—Veo entonces, con satisfacción, que has aprendido mucho durante mi ausencia, pese a tu juventud. Veo que has aprendido lo suficiente y que estás, en consecuencia, preparada.

Y calló mientras bebía un sorbo de la copa de vino que sostenía en la mano derecha.

—¿Preparada para qué? —inquirió ella en voz baja.

—Para ser la nueva Vestal Máxima, por supuesto —respondió Trajano con seguridad.

—Ése… ése… es un honor… una dignidad… que no sé si merezco.

—Tú no lo sabes. Yo sí. Yo soy el Pontifex Maximus y sí lo sé y es mi decisión, pero antes de ser investida como tal debes saber realmente… —Y aquí el César dudó unos instantes; no sabía bien cómo decirlo; al final se decidió por unas palabras para iniciar aquella revelación—. Sí, antes has de saber realmente quién eres, quién es Menenia, además de una vestal de Roma. Escúchame: yo creo que los dioses están contigo de verdad. Eso explicaría que aquel mensaje tuyo cuando estaban a punto de matarme los enviados de Decébalo llegara justo a tiempo de confirmar las dudas de Lucio Quieto sobre aquellos malditos renegados. Sí, Menenia, me has servido bien, en el pasado y en el presente. Incluso me alegro de que hayas salvado a Celer. «Roma tiene otro destino para este hombre», o algo similar dijiste a Liviano, sí, como verás el jefe del pretorio tiene buena memoria. Pero está bien: es cierto que Roma le depara otro destino a Celer. Tengo pensados grandes proyectos y Celer puede ser una pieza clave en el futuro próximo del Imperio y no precisamente en el Circo Máximo, aunque el día de mi entrada triunfal volverá a correr. Esa carrera servirá para que me ratifique en mis planes con respecto a su persona, pero estoy hablando de demasiados asuntos al mismo tiempo. El caso es que me has servido bien. Eres, sin duda, especial —y añadió unas palabras que sorprendieron a la vestal—: eres una digna descendiente del divino emperador Augusto. Aunque todos lo pretendan, en realidad son muy pocos los que llevan su sangre en las venas, pero tú, Menenia, eres una de esas pocas personas.

La muchacha no entendía a qué venía aquello. Ella era hija del senador Menenio y su esposa Cecilia; y sus padres, aunque de buena familia, no estaban emparentados en modo alguno con el legendario y divino Augusto.

Trajano vio la pregunta grabada en la frente arrugada de su joven interlocutora y pensó que aquél era el momento adecuado, por fin. Roma, tras su gran victoria sobre los dacios, estaba, de forma efectiva, bajo su completo control por primera vez desde que accediera al poder. Los enemigos estaban asustados, temerosos de enfrentarse contra el César que había resuelto por fin el problema del Danubio. Los nostálgicos de Domiciano ya no tenían poder. Salinator, el antiguo rex sacrorum, estaba agonizando, según le habían informado, así que con él se iría un problema más; un rencor menos del que preocuparse. Quedaban los corruptos, siempre los había, como los que habían impulsado aquel segundo juicio amañado contra Celer, pero ahora podría actuar contra todos y cada uno de ellos aún con más firmeza. En un momento así, aquella joven vestal podía saber por fin la verdad. Era lo justo. Se había ganado ese derecho con sacrificio y sufrimiento, como ella misma había dicho.

—Domicia Longina, la mujer a la que acudiste en busca de consejo cuando yo estaba aún en el norte, en la Dacia…

—Sí, César.

—Esa mujer es tu madre.

Se hizo un silencio perfecto.

Sólo se oía el viento de la noche agitando algunas de las telas exteriores de la gran tienda imperial. La vestal valerosa que había plantado cara a un tumulto de soldados armados en medio de las calles de Roma se sintió débil de pronto. Todo su mundo empezaba a tambalearse. Su vida podía no ser la que ella había pensado que era. Aquello no tenía sentido. Y, sin embargo, de alguna forma, sí tenía perfecto sentido, de algún modo eso explicaba muchas de sus sensaciones confusas cuando había estado ante aquella mujer. ¿O no? No sabía qué pensar, pero el emperador continuaba hablando.

—Tienes una madre que desciende del mismísimo Augusto. Yo sólo sobrellevo su nombre, intento que con dignidad, pero tú, Menenia, llevas la sangre del primer emperador de Roma.

—Pero… mis padres… el senador Menenio… mi madre…

—Te criaron desde que eras una recién nacida. Llegaste a ellos desde el sur en secreto. Sólo un veterano consejero imperial sabía tu origen; un tal Partenio que ya ha fallecido, como fallecieron los libertos y la esclava que asistieron a tu madre en el parto y en la entrega de la pequeña criatura a Menenio y su familia. Nadie más sabía tu auténtico origen. Partenio murió a manos de los pretorianos de Domiciano, pero no sé a manos de quién o quiénes murieron la esclava y aquellos dos libertos. —Y Trajano se quedó meditabundo; nunca había pensado demasiado en ello, pero no dejaba de ser curioso que aquellos testigos únicos de aquel gran secreto hubieran fallecido también; en todo caso, eran tiempos tumultuosos y pasaban siempre cosas extrañas y terribles. No pensó más en ellos.

Menenia, por su parte, negaba con la cabeza. Le costaba admitir que todo lo contado pudiera ser cierto. Marco Ulpio Trajano se aclaró la garganta. Se dio cuenta de que tendría que dar una explicación más extensa para que la joven vestal comprendiera el sentido de todo aquello.

—Menenia, la vida es como un enorme Circo Máximo: siete vueltas, catorce giros, y en cada giro nos jugamos la propia vida, en cada decisión que tomamos o que otros toman por nosotros, sólo que la carrera va tan rápido que no tenemos casi nunca tiempo para pensar. Pero la victoria en la vida no es para el que llega primero, Menenia, sino para aquellos que consiguen llegar a la última vuelta, al último giro y sobrevivir. Tu madre es una de esas personas y creo que tú también. Pero no siempre sobreviven los mejores. —Trajano cerró entonces los ojos un instante mientras recordaba a Longino y pensaba en su tumba de la necrópolis de Ulpia Traiana—. No, Menenia, no siempre sobreviven los mejores. Éste es un mundo injusto.

—Entonces he estado viviendo una mentira. Toda mi vida es una gran mentira.

—A veces —respondió el emperador—, a veces, tú misma lo has dicho, una mentira es el único camino para la justicia, para la libertad, para salvaguardar Roma. Tú eres parte de la Roma que merece existir y tu madre pensó que sólo una mentira podría salvarte de la ira incontrolable de Domiciano, quien, por cierto, seguramente te habría matado si hubiera visto confirmadas sus sospechas sobre tu origen. Ya sabes lo que le pasó a su hijo pequeño. O quizá hubieras sufrido cosas peores una vez en su poder.

Sí, asentía Menenia mientras miraba al suelo. Sí. Eso explicaba aquel recuerdo que tenía ella del terrible Domiciano riendo y diciéndole cuando ella sólo era una niña, cuando la seleccionó como vestal, que él tendría que averiguar quién era ella realmente y que entonces actuaría. Tenía que averiguar si él, Domiciano, era su padre. Eso había dicho. Y a punto estuvo ella de ser alcanzada por la venganza cruel de aquel lunático muerto hacía años, cuando la acusaron de crimen incesti. Sólo la ayuda del senador Plinio y, en particular, el apoyo constante del emperador Trajano la habían salvado de una muerte segura. Pero, sobre todo, si el senador Menenio y su esposa no eran sus padres, y si Domicia Longina era su madre, y empezaba a sentir cada vez con más fuerzas que quizá así fuera, entonces… si aquella antigua emperatriz era su madre… ¿quién era su padre? Y las palabras de Domiciano volvían de nuevo a retumbar en sus sienes: «¿Será tu madre quien me han dicho que es? ¿Seré yo, Domiciano, Imperator Caesar Augustus Dominus et Deus, tu padre? ¿O acaso alguno de mis traicioneros legati de las fronteras del Imperio?» Y Menenia, de pronto miró al emperador Marco Ulpio Trajano, que se levantaba lentamente de su asiento para despedirse de ella:

—Has tenido una dosis muy elevada de verdad esta noche. Quizá sea mejor que descanses y otro día, más tranquilos, seguiremos hablando. Yo voy a dar mi paseo nocturno por los puestos de guardia. Aulo te escoltará hasta tu carpentum y podrás regresar al sosiego del Atrium Vestae en apenas unas horas.

Pero ella seguía mirando al César como nunca antes lo había hecho. Las lágrimas no nublaban su vista, sino que corrían silenciosas por sus mejillas mientras sus pensamientos se desbocaban. ¿Por eso el emperador Trajano la había protegido siempre, sin descanso, en aquel horrible juicio? ¿Por eso el emperador le había procurado a ella el mejor abogado posible? ¿Era por eso? A cualquier otra persona le habría costado formular aquella pregunta, pero a ella, curtida en el dolor, en los misterios ancestrales de Vesta, en el amor imposible; a ella, a Menenia, digna hija de Domicia Longina, no le tembló la voz.

—Entonces, augusto, ¿es acaso Marco Ulpio Trajano mi padre?

El emperador de Roma se detuvo.

El viento seguía agitando las telas en el exterior de la tienda.

Trajano se dio la vuelta despacio y volvió a encarar a la joven y a sostener su mirada, y no pudo evitar sorprenderse al leer en aquellos hermosos y oscuros ojos de la sacerdotisa tanto miedo como esperanza entremezclados a partes iguales, pues se dio cuenta de que Menenia pensaba que o su padre era él o, de lo contrario, su padre auténtico era el mismísimo Domiciano.

—Tu pregunta, vestal, me conmueve —respondió el emperador y arropó sus palabras con una sonrisa llena de emoción con la que intentó, infructuosamente, transmitir paz de ánimo a Menenia—. Nada más habría que me colmara de felicidad en este mundo que haber tenido un hijo o una hija como tú, o tan siquiera un hijo o una hija, pero los dioses siempre me han negado ese privilegio. El más humilde de los esclavos puede conseguir ese don, pero el emperador de Roma no. No, Menenia, yo… he de admitirlo, no habría tenido valor para tanto, para atreverme a acostarme con la mujer de Domiciano estando éste en el poder. No, sólo un loco o alguien muy audaz, más aún que yo, podría haberse atrevido a tanto en aquel tiempo. No, en aquella época, cuando Domicia, tu madre, quedó embarazada de ti, yo estaba en la frontera de Germania, en el Rin, intentando evitar que los catos cruzaran el río una vez más. Te diré exactamente lo que sé de tu origen: a principios de aquel año, en febrero, el emperador Domiciano descubrió que su esposa, tu madre, la emperatriz Domicia Longina, se acostaba a escondidas con Paris, un joven e impulsivo actor, imprudente y temerario. Nadie sabe bien por qué actuó así tu madre. Quizá para humillar a su esposo, al emperador Domiciano, al que ella misma odiaba sobremanera, como tantos otros lo odiaban, por su crueldad, por su locura. El caso es que Domiciano descubrió el asunto y ordenó la ejecución de Paris y el destierro de tu madre. Lo que Domiciano nunca supo es que tu madre estaba embarazada cuando fue desterrada. Tu madre dio a luz una niña unos meses después, pero aterrada de que Domiciano descubriera que tenía una hija, y teniendo en su recuerdo que el propio Domiciano había dejado morir a un hijo anterior al no buscar ayuda de un médico cuando el pequeño estuvo enfermo, tu madre pactó con el consejero Partenio, tal y como te he explicado antes, que fueras conducida en secreto a una familia respetable de Roma. Sólo conocían tu existencia en ese momento Partenio, la esclava y esos dos libertos de la confianza de la emperatriz. Todos ya muertos, como te he dicho. El consejero Partenio seleccionó con acierto al senador Menenio y su esposa como tus futuros padres y me consta que estuvieron a la altura del encargo. Te criaron bien, sana y fuerte y, sobre todo, noble de espíritu. Luego la diosa Fortuna se cruzó de nuevo en tu camino y quiso que el propio Domiciano te seleccionara como vestal para reemplazar a una de las vestales que él mismo había condenado a muerte durante su reinado bajo la acusación de que todas ellas habían cometido crimen incesti, algo que nunca llegó a probarse. El hecho de que Domiciano nunca conociera tu existencia es lo que te preservó, sin lugar a dudas, de ser ejecutada en los últimos años de su poder, cuando éste ordenó incluso que mataran a los niños de Domitila. No quería que hubiera ningún familiar suyo que pudiera soñar con sucederlo en el trono. Si hubiera sabido que tú existías, estoy seguro de que también habría ordenado tu muerte. Eso ya lo hemos hablado. Así, tu madre, Domicia Longina, se las ingenió para salvarte la vida.

»Una vez muerto Domiciano, durante el principado de Nerva, tu madre decidió mantener tu existencia en secreto. Partenio, el viejo consejero que la había ayudado, había muerto y también la esclava y esos dos libertos que sabían de ti. Tu madre esperó, con esa tremenda paciencia que había desarrollado en su vida, a que la situación se tranquilizara antes de desvelar todo esto a nadie. Cuando al fin yo llegué a Roma como Imperator Caesar Augusti sólo me pidió poder retirarse de la ciudad y vivir en paz, algo que yo le concedí. Por aquel entonces yo no sabía aún nada sobre el origen de tu nacimiento. No sería hasta tiempo después que Domicia me desveló, en una visita que le hice, el secreto de tu nacimiento. Lo hizo al saber que había rumores que circulaban por Roma relacionados con un posible crimen incesti que pudieras haber cometido con el auriga Celer. Tu madre quería que yo te protegiera. Tu madre, Menenia, es la persona más inteligente que he conocido nunca. Ella sabía que yo nunca podría negarle ese deseo: que te protegiera, pues mi padre prometió a tu abuelo Corbulón, el padre de Domicia, que siempre los Trajano protegeríamos a los miembros de su familia. La antigua emperatriz, al desvelarme el secreto de tu origen, acababa de incluir tu persona en el alcance de ese juramento de mi padre. Yo prometí a mi padre en su lecho de muerte honrar todas sus promesas, en particular ésta, y ese juramento que me ataba a la antigua emperatriz Domicia me ata desde entonces y ahora y siempre a ti también. Sí, por el honor de mi padre, a quien tanto quise y respeté, siempre te defenderé, pero he de confesar que defenderte ha sido siempre un orgullo y una satisfacción. Incluso en los momentos difíciles de tu juicio, porque siempre has apostado por la nobleza y lo correcto. Lo que no termino de entender es cómo te las ingenias para tener tantos enemigos. Aunque quizá quien defiende lo correcto y la verdad siempre termina teniendo más enemigos que nadie. Pero, sea como sea que llegó hasta mí este vínculo que nos une, hace tiempo que siento que es como si los dioses te hubieran puesto a mi lado para que siempre vayas señalándome quién merece y quién no merece mi confianza. Es como si ése fuera tu destino. Y seguramente, aunque no lo seas, me doy cuenta ahora mismo, en este preciso instante, de que te quiero, en verdad, como a una hija mía. Aunque no lo seas.

Menenia volvía a asentir despacio, pero su corazón seguía latiendo a toda velocidad. Sí, todo quedaba claro excepto un par de cosas.

—Pero entonces, augusto —empezó Menenia—, hay dos dudas que tengo.

—Pregunta. Si está en mi mano responderte lo haré. Los secretos sobre el tiempo de Domiciano ya han de desaparecer. Su tiempo terminó hace años, su daño debe borrarse con la prosperidad del Imperio. Pregunta, vestal. Te escucho.

—¿Quién mató a la esclava y a los libertos que ayudaron a… Domicia Longina? —Aún le costaba llamarla madre. No sabía si alguna vez podría hacerlo.

El emperador se recostó de nuevo en el solium donde había empezado aquella conversación.

—Es una buena pregunta que yo mismo me he hecho y para la que no tengo respuesta. Sólo sé que aquéllos eran tiempos especialmente turbulentos en Roma.

Menenia asintió. Trajano vio que la sacerdotisa seguía pensativa, mirando al suelo y el emperador, atento a las palabras que había pronunciado la vestal, sabía que quedaba aún algo pendiente. La pregunta clave.

—Has dicho que tenías dos preguntas. ¿Cuál es la otra? —inquirió Trajano.

—¿Por qué Domicia Longina nunca me dijo la verdad? Han pasado años desde el juicio al que fui sometida.

Ésa seguía sin ser la pregunta clave, pero Trajano respondió con la mejor intención posible, intentando, una vez más, sosegar el ánimo desbordado de emociones de la joven sacerdotisa.

—El senador Menenio y su esposa habían cuidado de ti y tú les querías como unos auténticos padres. La propia Domicia me comentó que prefería no decirte nada. Se daba por satisfecha con saber que estabas bien.

La vestal volvió a asentir. Miró al suelo. Domicia era su madre. Al volver a pensar en ello, más y más cosas cobraban sentido en su cabeza: por eso la antigua emperatriz no quería decirle todo lo que sabía sobre la ley de Numa, porque temía por su vida, porque temía que la que era su hija secreta pudiera ponerse en peligro mortal. Aquella mujer la quería, eso era evidente, desde siempre, silenciosamente, desde la distancia de su ausencia, recluida en aquella villa al sur de Roma, todo un gran secreto, igual que el origen de su nacimiento, pero la quería. Ahora le resultaban comprensibles un montón de presentimientos que tuvo durante aquella entrevista con la antigua emperatriz y que en su momento no supo interpretar bien. Todo encajaba, todo, excepto que faltaba una pieza.

—Pero… Creo, César, que me queda una tercera y última pregunta.

—Adelante con ella, vestal. Ésta es la noche de la verdad.

Y Trajano, al ver cómo el miedo absoluto regresaba a la faz de la sacerdotisa, supo que ahora sí venía la pregunta clave.

—Entonces… si Domicia Longina es mi madre, si eso es así… entonces… ¿quién es mi padre? ¿el emperador Domiciano o el actor Paris?

La pregunta era contundente. La respuesta podría hacer temblar al más valiente. La muchacha continuó hablando mientras Trajano la seguía mirando sin decir nada aún. Era como si la vestal hablara y hablara para que nunca llegara a sus oídos la información que ella misma había demandado. Había sido muy valiente al formular la pregunta, pero las fuerzas le flaqueaban a la hora de recibir la respuesta.

—Viví los últimos años del emperador Domiciano con auténtico terror. Todas teníamos pavor en el Atrium Vestae al último emperador de los Flavios. Sé del horror que creó entre todas las familias senatoriales y de su lascivia sin control. Sé lo horrible que era y ahora no sé si soy su hija o si soy hija de un actor… y recuerdo, oh sí, recuerdo su horrible carcajada y su aliento fétido y aún sueño con él en mis peores pesadillas; aún sueño con aquella carcajada que parece llegar a mí desde el mismísimo Hades, una y otra vez, una y otra vez, siempre vuelve, siempre. —Y clavó sus ojos en los del emperador Trajano—. ¿Quién es mi padre? ¿Domiciano o Paris? ¿Soy hija de un monstruo o de un actor loco? Por favor, César —y aquí se arrodilló implorando—, dime que soy hija de un actor loco, de un imprudente, de un temerario, pero no que soy hija del más terrible de los monstruos que ha dado el Imperio. Eso no, eso nunca…

Marco Ulpio Trajano respondió con la precisión de un militar.

—No lo sé, Menenia. Eso sólo lo sabe tu madre.