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LA DECISIÓN DE TRIGÉSIMO

Ludus Magnus, Roma

Agosto de 106 d. C.

Trigésimo llevaba unos días rumiando en silencio sobre su incómoda y creciente dependencia de Carpophorus.

Los combates en la arena se habían detenido porque el César estaba, según las últimas noticias que llegaban a Roma, consiguiendo una gran victoria en el norte, y la mayoría de los que podían permitirse el lujo de financiar luchas de gladiadores se estaban reservando para encargar los mejores espectáculos posibles para el regreso triunfal de Trajano y así agasajar al César. Esa paz antes de los grandes juegos que todos intuían próximos había conducido a Trigésimo a darle vueltas a todo más de lo acostumbrado. Y las palabras que le dijera el viejo gladiador seguían en su cabeza, martilleando como si se tratara de hierros que se estuvieran forjando en la mismísima fragua de Vulcano. Y es que ni siquiera tenía la posibilidad de distraerse en el Circo Máximo, pues el jefe del pretorio, después de los últimos altercados y conflictos entre las corporaciones de los azules y los rojos, había ordenado detener toda la actividad de las cuadrigas hasta que el emperador regresara a Roma. Así que sin luchas de gladiadores ni carreras de cuadrigas a las que asistir, el lanista activó una destreza que, como muchos en Roma, tenía casi olvidada: pensar.

Y sacó conclusiones.

Y decidió actuar en consecuencia.

Una noche, cuando todos dormían, Trigésimo regresó al Ludus Magnus. Los pretorianos que vigilaban todos los accesos al gran colegio de gladiadores y al anfiteatro Flavio se extrañaron de verlo a aquellas horas de la noche, pero lo dejaron pasar de inmediato. El lanista y el bestiarius eran los únicos que podían salir y entrar de aquel complejo mortal a su antojo.

Trigésimo, una vez en el interior, cruzó la arena del colegio de lucha y se detuvo junto a las celdas de los gladiadores. Se había aproximado sigilosamente. No quería despertarlos a todos. De hecho apenas se podía discernir la silueta del lanista en medio de la negrura de la noche. Por algo había esperado hasta que hubiera luna nueva.

—Has tardado más de lo que imaginaba —dijo una voz en un susurro que sobresaltó al preparador de gladiadores.

—No pensaba que hubiera hecho ruido alguno —respondió el lanista cuando se recompuso y comprobó que sólo se había despertado a quien él conocía como Senex.

—Estoy acostumbrado a intuir cuándo alguien se acerca, incluso dormido —se explicó Marcio—. Fueron unos cuantos años en las guerras del norte y siempre había que estar atentos a las patrullas romanas o a los lobos o los osos.

Trigésimo se situó junto a la puerta de la celda y sacó una llave, pero Marcio se levantó y se aproximó a la reja desde el interior.

—No —dijo el gladiador de nuevo en voz baja—. Eso despertará a todos.

El lanista se detuvo. El viejo luchador llevaba razón.

—Quiero hablar sobre lo que me dijiste —comentó entonces Trigésimo mascullando las palabras para que sólo fueran audibles para su interlocutor.

—¿Sobre Carpophorus?

—Sí —confirmó el lanista—. Dijiste que podrías encargarte de él. ¿Sigues pensando lo mismo?

—Sí —respondió Marcio con firmeza.

Hubo unos instantes de silencio.

—A mí tampoco me gusta que ese bestiarius me diga qué tengo que hacer y qué no, ni que sea él quien decida sobre cómo o contra quién tienen que luchar los hombres que yo adiestro en el Ludus Magnus, pero si fallaras y averiguara que te he ayudado podría delatarme ante los senadores con los que está en tratos y eso sería el fin para mí. Ayudarte es arriesgado.

—¿Entonces prefieres obedecerlo ciegamente…? —preguntó Marcio, y aún añadió un nuevo interrogante más—. ¿Por siempre… como un esclavo, como una de sus fieras amaestradas?

Trigésimo inspiró profundamente.

—Dime cuál es tu plan y yo decidiré entonces si te ayudo o no —dijo al fin el lanista.

—De acuerdo: sólo necesito que un día dejes la celda sin cerrar; con la cadena pero sin el candado. Y que hayas escondido antes, bajo mi cama, una espada y dos pedazos de carne, dos trozos grandes. Pero ha de ser carne humana. Los dos leones que Carpophorus tiene amaestrados sólo comen carne humana. Necesitaré dos brazos que tengan las manos intactas. Esto último es importante.

—Al final tú pides trozos de carne de otros para salvarte tú —respondió Trigésimo con cierto desprecio.

—A mí me vale la carne de cualquier desgraciado que haya muerto. Yo no te pido que mates a nadie. Entre Carpophorus y yo aún hay alguna diferencia.

—Puede ser, aunque no tanta. Para mí tú y el bestiarius sois iguales —dijo el lanista—, pero quizá cuanto más terrible seas en realidad y más te parezcas a él, más posibilidades tengas de conseguir lo que creo que es imposible: nadie puede salir vivo de los túneles que controla Carpophorus bajo el anfiteatro, pero si todo lo que necesitas es eso, por mí no habrá problemas. Supongo que no intentarás algo estúpido como huir. Ya sabes que los pretorianos controlan todas las puertas. Has de hacer lo que tengas que hacer y regresar a tu celda.

—Tranquilo. No temas. No tengo ganas de luchar contra los pretorianos.

Trigésimo frunció el ceño. El gladiador había pronunciado aquellas últimas palabras de forma extraña, pero no le dio importancia.

—En todo caso, esperaremos un tiempo —continuó el lanista—. Ya sabes que ahora no habrá combates en la arena durante unas semanas. Cuando regrese el emperador volverá a empezar todo y aprovecharemos el primer día en el que haya carreras en el Circo Máximo. Cuando toda Roma esté pendiente de las cuadrigas yo dejaré tu celda abierta. Un solo día.

—De acuerdo —aceptó Marcio—; cuando empiecen de nuevo las carreras en el Circo Máximo.