EL FIN
Dacia
Agosto de 106 d. C.
Alpes Bastarnicae, montes al nordeste de la Dacia
Tiberio Claudio Máximo había sido derribado y tenía un corte en un brazo, pero se sentía aún con fuerzas. Los dacios los habían rebasado. Todo ocurrió a mucha velocidad. El encuentro fue brutal y la lucha descarnada. La mayor parte de los jinetes de las turmae yacían muertos. Su sangre se mezclaba con la sangre de decenas de cadáveres dacios. En ese momento llegó el legatus Nigrino con el grueso de la caballería romana.
—Ha escapado —dijo Máximo—. Hemos intentado retenerlos pero no ha sido posible.
Nigrino miraba a su alrededor y la cantidad de muertos de uno y otro bando atestiguaban que el combate había sido sin cuartel. No podía reprocharle nada a aquel duplicarius.
—¿Hacia dónde ha ido el rey dacio? —preguntó el legatus, pero sin mostrar desdén hacia Máximo.
—Siguen hacia el norte, aunque uno de sus hombres abandonó el grupo y ascendió por esos montes —y señaló el camino que había tomado Vezinas en su deserción.
—Bien —comentó entonces Nigrino. Acto seguido se dirigió al resto de oficiales—: los quiero a todos; que una treintena de jinetes vayan en busca del que ha desertado de las filas del rey y el resto seguid conmigo. Iremos al galope mientras aguanten los caballos. ¡Quiero al rey de la Dacia hoy mismo! ¡Vivo o muerto! ¡Por Roma! ¡Por Trajano! ¡Por Júpiter! —Y miró a Tiberio Claudio Máximo en tierra, cubierto de sangre, y antes de ponerse en marcha le dedicó un instante de atención—. ¿Aún puedes montar, duplicarius?
—Sí, mi legatus —respondió Máximo con bravura.
Nigrino miró a uno de sus oficiales. El legatus había perdido a un par de decuriones en los últimos enfrentamientos contra los dacios y los buenos oficiales, eficaces y valientes, escaseaban.
—Que le den un caballo a este hombre y que venga con nosotros. Tomará el mando de una de las turmae. Necesito los mejores para atrapar a ese miserable.
Y la caza se reinició.
Al mediodía el caballo de Vezinas cayó exhausto. El ascenso de aquella montaña sin descanso para el animal, con el fin de alejarse de Decébalo antes de que éste reaccionara intentando matarlo, había terminado con las exiguas energías de un caballo que llevaba varias jornadas sin apenas descanso. Pero la imagen de Decébalo arrojando una jabalina contra la espalda de Bacilis, el sumo sacerdote de Zalmoxis, cuando éste intentaba desertar, actuaba como un resorte que lo empujaba a seguir forzando al animal sobre el que montaba aunque de esa forma condujera a la pobre bestia a la extenuación absoluta.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —gimoteaba el pileatus mientras daba un puntapié al caballo que, exhausto y deshidratado por el esfuerzo de los últimos días, yacía tumbado en el suelo. El animal relinchó e hizo por levantarse, pero finalmente no quiso o no pudo. Vezinas vio entonces a los jinetes romanos que lo seguían aproximándose rápidamente. Miró a su alrededor en busca de alguna salida, pero allí sólo había montes y unos pocos árboles diseminados. Había ascendido a una zona donde ni siquiera había un bosque tupido en donde esconderse. Los romanos estaban allí mismo. Pensó en luchar. Conseguiría, al menos, una muerte honrosa, y desenfundó su espada para, desde el suelo, enfrentarse a los jinetes romanos que se acercaban, pero en el último momento el miedo, como siempre en su vida, pudo con él y se arrodilló ante los jinetes enemigos e imploró por su vida como un niño aterrado.
Los caballeros romanos se detuvieron ante aquel espectáculo inesperado de cobardía y dudaron qué hacer. Los dacios que habían encontrado siempre en aquella guerra podían ser bárbaros, pero luchaban hasta la última gota de su sangre. Eso había hecho las dos campañas dácicas tremendamente difíciles para los legionarios y la caballería del Imperio, pero era algo que tanto jinetes como soldados romanos respetaban, sobre todo los más veteranos. Sin embargo, aquel noble dacio arrodillado ante ellos era algo patético.
Las dudas se disiparon pronto. Las órdenes de Nigrino eran capturar vivos o muertos a los que huían.
Primero le lanzaron varios pila que atravesaron el cuerpo de un Vezinas que, tras recibir la primera jabalina, trataba de levantarse para correr y emprender de nuevo un intento de fuga tan inútil como desesperado. Quizá fue la fuerza que otorga la desesperación misma la que hizo que aun con tres pila clavados en su cuerpo pudiera echar a andar, pero al momento cayó de bruces sobre la tierra de la Dacia que no hacía mucho tiempo había ambicionado gobernar. Dos de las tres lanzas se partieron al caer su cuerpo sobre la hierba y, de la misma forma, se quebraron todos sus sueños de gloria. Lo último que oyó fue la risa de aquellos jinetes romanos. Él, que había tenido a su mando un gran ejército al sur del Danubio con el que asoló Moesia Inferior, se moría como un venado al que hubieran cazado para entretenerse. Y murió llorando.
Sarmizegetusa
El sumo sacerdote de los dacios condujo al emperador de Roma y sus legati a un lugar próximo a donde habían encontrado los romanos las obras de canalización de agua para Sarmizegetusa. Allí era donde habían cortado el suministro del preciado líquido para la ciudad que tanto había debilitado a los sitiados. Ahora Bacilis, algo recuperado de sus heridas en la espalda por los cuidados de Critón, debía entregar algo a Trajano que le salvara de una casi ineludible ejecución tras ser arrastrado por las calles de Roma en el próximo desfile triunfal del César.
—Aurum —repitió Bacilis señalando en dirección a un remanso del río en medio de aquellos agrestes montes. Se había pasado toda su convalecencia repitiendo aquella palabra y eso le había preservado vivo, pero había llegado el momento de que aquello fuera algo más que un sonido. El César quería ver algo tangible. Trajano estaba más apaciguado, su ira parecía adormecida, pero su necesidad de encontrar el tesoro de Decébalo seguía siendo tremendamente acuciante. Estaba bien haber conseguido los territorios de la Dacia, pues las minas de oro y plata de la región ayudarían a incrementar el flujo de metales preciados hacia Roma, pero poder disponer de algo de aquel oro y plata ya mismo le permitiría presentarse ante el pueblo y el senado de Roma como un gran vencedor, como un gobernante que traía la riqueza al Imperio.
Un grupo de pretorianos se adentró en la maleza hacia la que señalaba Bacilis. Al principio no vieron nada llamativo, pero Trajano les ordenó desbrozar la hojarasca y despejar el espacio que indicaba el prisionero dacio. Los pretorianos usaron las espadas a modo de improvisadas guadañas y hoces para cortar matojos, matorrales y pequeños árboles que crecían por todas partes y que impedían ver bien qué había allí.
—Es un cauce artificial —dijo Apolodoro de Damasco.
Trajano había ordenado que el arquitecto los acompañara por si eran necesarios sus servicios en caso de que tuviera que excavarse algún túnel para encontrar ese tesoro que tanto parecía prometerles aquel sacerdote dacio.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tercio Juliano al arquitecto. El emperador no se volvió hacia ellos pero escuchaba la conversación interesado mientras seguía observando cómo los pretorianos continuaban despejando el terreno y descubriendo lo que, en efecto, parecía ser una especie de camino o de lecho de río, cubierto por las plantas en cuanto dejó de ser usado por los dacios. Era como un sendero muy ancho que nacía en un lado del río, daba un rodeo y volvía a él. Un camino extraño. Sin sentido.
—Es un lecho artificial para desviar el curso del río —explicó Apolodoro. Esto captó la atención de Trajano.
—¿Y eso qué significa, arquitecto? —preguntó Trajano.
Apolodoro dio un paso adelante y se situó a la altura del César mientras acompañaba sus explicaciones de gestos con los que iba señalando a qué se refería en cada momento.
—Los dacios, César, desviaron el río en este punto, donde empieza esa especie de gran camino que han despejado los pretorianos. Allí. Quizá desviaron el río para poder hacer las conducciones de agua subterráneas que encontramos y que destruimos para dejarlos sin el suministro de agua durante el asedio. Pero se trata de un cauce más largo de lo necesario para esa obra. Es como si al tiempo que hacían las canalizaciones subterráneas hubieran aprovechado para hacer una obra adicional, un poco más allá quizá, justo antes del regreso del cauce artificial al curso natural del río.
Trajano miró entonces a Bacilis y éste volvió a repetir su palabra, a la que seguía aferrándose como si su vida dependiera de ello. Algo que, por cierto, era así.
—Aurum. —Y señaló el mismo punto que indicaba el arquitecto.
—Lo mejor, augusto, sería volver a desviar el curso del río en este punto y dejar el cauce natural del río seco y ver qué encontramos.
—De acuerdo —concedió Trajano—. Ponte a ello. Tú dirigirás los trabajos. ¿Cuántos hombres necesitas?
—Dos centurias serán suficientes, augusto —respondió el arquitecto, y se permitió una sonrisa antes de añadir unas palabras—. Esto no es el Danubio, sino sólo un pequeño río de montaña.
—Bien. Sea. Dos centurias. ¿Alguna preferencia? —indagó Trajano mientras alargaba la mano para que le dieran un vaso con agua.
Apolodoro miró a Tercio Juliano.
—Con los legionarios de la VII Claudia he trabajado bien, César —dijo el arquitecto.
Trajano miró a Tercio Juliano y éste asintió con cierto orgullo y una mirada que quizá empezara a dibujar algo similar a la amistad dirigida a Apolodoro de Damasco.
Alpes Bastarnicae
Decébalo gateaba mientras ascendía por la montaña. Todos sus hombres habían permanecido en el valle en un último intento por proteger su huida. La última vez que miró hacia atrás los vio luchando encarnizadamente con los jinetes romanos y, lo más alarmante, perdiendo el combate.
Todo se acababa.
Seguía ascendiendo.
Había encontrado un terreno lo suficientemente abrupto como para que los caballos no pudieran ascender por él. Pensaba que eso le daría una oportunidad, pero ya podía oír los gritos de los oficiales enemigos que se aproximaban hasta la base de aquella pared de roca. Encontró entonces a su derecha una especie de cornisa por la que podía caminar, casi como si se tratara de una escalinata natural esculpida en la mismísima piedra por el viento y la lluvia de miles de años. Eso le permitió correr y alejarse de sus enemigos.
Al poco tiempo se encontró en lo alto de los montes, caminando con la respiración entrecortada por causa del enorme esfuerzo realizado. Había como una especie de gran planicie en aquellas cumbres y por ella avanzó tan rápido como pudo en cuanto recuperó algo el resuello. Parecía una locura, pero aún existía la posibilidad de alcanzar alguna cueva o un bosque próximo en el que ocultarse de sus perseguidores para luego llegar a alguna de las fortalezas más al norte, demasiado alejadas de Sarmizegetusa como para que la caballería romana se atreviera a seguirlo. Estar solo lo hacía infinitamente vulnerable al enemigo, pero también posibilitaba que sus movimientos fueran más difíciles de detectar.
Sonrió. No todo estaba perdido. Seguía pensando en su oro escondido en el río; un oro y una plata con los que podría comprar la lealtad de roxolanos, sármatas y catos y bastarnas y otros muchos pueblos. Un oro con el que iniciaría una nueva guerra. Los romanos estaban exhaustos después de aquellas dos campañas militares, y aunque pensaran que habían conseguido la victoria, un nuevo invierno con ataques constantes desde los montes les haría insufrible la permanencia al norte del Danubio. Sí, aún podía revertirlo todo. Su hermana había sido una estúpida, una débil, y Vezinas, un miserable traidor que si no era encontrado por los romanos, él mismo se encargaría de ejecutar con sus propias manos igual que había hecho con ese maldito senador romano que tan mal los había aconsejado durante aquellos últimos años.
Paró un momento.
Jadeaba.
El cansancio volvía a apoderarse de él, pero su cabeza seguía hirviendo en planes de contraataque: si las cosas marchaban como tenía pensado, una vez que hubiera expulsado a los romanos ajustaría cuentas con ese maldito Sesagus. No estaba dispuesto a dejar aquella traición del rey roxolano sin castigo. Sí, pronto sabrían todos quién era Decébalo. La guerra no había salido como había diseñado, pero no era el final, sino sólo un nuevo principio. ¿Qué? ¿Qué pasaba? Se oían cascos de caballos galopando. ¿Por dónde? No podía ser. ¿O sí? De pronto un destacamento de jinetes romanos apareció por el otro extremo de la planicie. Habían rodeado la montaña y habían descubierto un lugar accesible para los caballos y ascender así, cabalgando, hasta lo alto de los montes.
Decébalo miró hacia atrás. Podía volver a descender. Quizá lo esperaran allí otros jinetes. O no. Lo que no podía era permanecer quieto. Echó a correr de regreso a la cornisa que lo había conducido hasta aquella planicie, pero los jinetes romanos galopaban como el viento y se le echaban encima. Si lo atrapaban vivo lo encadenarían y lo arrastrarían por las calles de Roma como Julio César hizo con Vercingetorix, y eso era algo que él no estaba dispuesto a tolerar. Él no formaría parte del botín de guerra de ningún emperador de Roma. Eso nunca. Antes la muerte.
Llegó a la cornisa y se asomó y, tal y como había pensado, allí abajo lo esperaba otro contingente de jinetes romanos. Se volvió y encaró a los que lo perseguían. Eran al menos treinta jinetes. No tenía ni una sola oportunidad. Una solución sería arrojarse al vacío y despeñarse por el precipicio, pero no era aquélla una muerte digna de un dacio servidor de Zalmoxis. No para un hombre. Para una mujer podía valer, pero un guerrero debía morir por el filo de un arma. Si el fondo del precipicio hubiera estado repleto de lanzas como en los sacrificios humanos a Zalmoxis, eso sí habría servido. Decébalo vio cómo todos los jinetes se detenían a una distancia de veinte pasos. No iban a matarlo. Era lo que más temía. Lo querían con vida. Podía casi oír la voz del oficial al mando ordenando que lo quería vivo. Y eso no podía ser. Ya no pensaba más en sus sueños de rehacer el ejército y las alianzas con los sármatas y bastarnas. Sesagus también desapareció de sus pensamientos. Hasta el oro dejó de ser importante. Sólo quedaba tiempo para decidir cómo morir. Porque él podía haber sido un loco y un tirano quizá; podía haber traicionado a su mismísima hermana y haberse dejado aconsejar por el más vil de los renegados romanos; podía haberse equivocado en todas y cada una de sus acciones de guerra y, seguramente, podía haber cometido dos errores imperdonables: promover el asesinato del emperador y, además, fallar. Y podía también haber añadido un cálculo equivocado: el secuestro de Longino y su suicidio habían supuesto el final de todo. Ahora, como si tuviera un instante de perfecta lucidez, lo vio todo claro, pero ya no valía de nada. Sí, él podía ser todo eso y haber cometido todos esos errores, pero había algo que lo diferenciaba de Vezinas y Sesagus y otros miserables; algo que lo aproximaba a Diegis: él no era un cobarde.
Desenvainó su sica.
Los jinetes romanos rieron.
No iba a ser fácil. Decébalo sabía que tendría que hacerlo él mismo y con rapidez. Al sentir el dolor, instintivamente, su mano aflojaría, así que tenía que ser un corte rápido y decidido que ya nada, ni siquiera su sufrimiento, pudiera detener. Se acercó entonces la punta de la daga al cuello.
—¡Zalmoxis! —aulló con la fuerza del momento final y apretó con todas las energías de la desesperación absoluta. Su experiencia de guerrero hizo el resto. El filo de la sica penetró con decisión en su cuello cortando primero la piel y luego la mismísima vena yugular. La sangre empezó a brotar profundamente y volvió a gritar el nombre del dios supremo, aunque esta vez ya no pudo acabarlo—. ¡Zalmo…!
Cayó de rodillas soltando la daga, que se desplomó sobre la hierba de su reino. Se llevó las manos al cuello intentando parar la hemorragia sin poder evitar aquella respuesta del cuerpo, que trataba de sobrevivir contra la decisión tomada por su voluntad. Pero estaba satisfecho porque sabía que ninguna mano sería suficiente para detener el chorro de sangre que manaba por su cuello. No, a él no lo arrastrarían vivo y encadenado delante de la cuadriga del emperador de Roma por las calles de aquella ciudad del sur. A él no.
Vio cómo los jinetes romanos desmontaban y se acercaban a él.
Tuvo el ánimo aún de quitarse las manos del cuello y así facilitar que se acelerara la pérdida de sangre. Se dejó caer entonces de lado. El cielo estaba azul y el mundo de la Dacia terminaba. Consideraba que el resultado había sido injusto. La luz del sol quedó oculta por los rostros de sus enemigos. Al menos ya nadie reía. A Trajano no le gustaría que no hubieran sabido impedir su suicidio. Algo se llevaba de aquel encuentro con el enemigo.
Hablaban entre ellos.
Los romanos decían palabras que le resultaba difícil de entender. Casi no oía ya nada. La luz del sol volvió a aparecer. Esta vez aún con más intensidad. «Zalmoxis —pensó—. Debes recibirme con honor; siempre he luchado con honor.» Olvidaba la traición a los habitantes de Sarmizegetusa Regia y su huida indigna, pero para él todo estaba justificado por intentar encontrar la forma de volver a golpear al enemigo. Se murió mientras unas ideas chocaban con otras, mientras intentaba encontrar justificaciones para cada una de sus acciones ahora que sabía que sería Zalmoxis quien iba a juzgarlo.
Sarmizegetusa
El cauce natural del río quedó seco tras los trabajos de los hombres de Tercio Juliano dirigidos con destreza por Apolodoro. Eran más de cien pasos de lecho del río sin agua. Pudieron descubrir con rapidez el principio de las canalizaciones subterráneas de la ciudad de Sarmizegetusa, pero no vieron nada más que les llamara la atención. Bacilis, custodiado por dos pretorianos, entró en el lecho seco y avanzó hasta situarse frente a unos helechos grandes que crecían en la ribera y señaló un punto concreto.
Los pretorianos del César descendieron y arremetieron con sus armas una vez más contra aquella gran espesura verde. Desbrozaron la ribera y la apertura de una pequeña cueva apareció ante ellos. No sabían bien qué hacer. A nadie le hacía gracia entrar el primero en aquella caverna desconocida.
—Yo lo haré —dijo Aulo postulándose como voluntario.
Trajano aceptó la propuesta de su tribuno de más confianza.
Aulo desenfundó la espada por si tenía que utilizarla y se asomó al interior de la cueva: sólo vio un pasadizo estrecho y oscuro.
—Necesito una antorcha.
Alpes Bastarnicae
—Está muerto —dijo uno de los jinetes romanos.
Tiberio Claudio Máximo desmontó del caballo y desenfundó su espada. Si ya no había forma de capturar al rey de la Dacia vivo, por lo menos llevaría al emperador un buen trofeo y, sin dudarlo, hundió el filo de su arma justo en el mismo punto donde el propio Decébalo había iniciado aquel tajo que se había probado mortal y que había terminado con su vida. Máximo siguió la ruta de la hendidura con precisión, clavando bien el filo de la espada hasta que notó la piedra del suelo. Aún salió más sangre, y la mueca de horror de Decébalo ante su muerte pareció retorcerse más con una enorme lengua emergiendo de una boca abierta y torcida.
—Ya está —dijo Máximo.
Retiró el gorro que cubría la melena del rey y asió la cabeza de Decébalo por el pelo y se la entregó a uno de los jinetes, que la miraba entre asqueado y curioso. Tiberio Claudio Máximo examinó de nuevo el cuerpo inerte y decapitado del que hasta no hacía mucho había sido el hombre más poderoso al norte del Danubio durante años, y se arrodilló junto al cadáver. Cogió entonces el brazo derecho del muerto y lo estiró bien. Clavó a continuación su espada cerca del hombro y empezó a cortar también aquella extremidad del cuerpo. Una vez más fue metódico. Aún salió más sangre. Máximo trabajaba sobre un enorme charco rojo que seguía agrandándose.
—Ya hemos terminado —dijo, y entregó el brazo derecho del rey a otro de los jinetes de Nigrino—. El resto será para los buitres. Ahora bajemos y regresemos con el legatus.
Sarmizegetusa
Aulo entró en la cueva con la antorcha encendida y empezó a caminar sobre un suelo resbaladizo y aún con agua del río que acababan de desviar. Tenía que agacharse. No parecía una caverna demasiado amplia, así que no esperaba encontrar nada demasiado llamativo, pero, de pronto, el techo pareció elevarse y lo que hasta ese momento era sólo una pequeña cueva se transformó en una estancia de grandes dimensiones. Aulo comprobó al acercar la antorcha a las paredes que parte de aquella amplitud era natural y parte artificial. Allí habían excavado muchos hombres y durante bastante tiempo, pero pronto dejó de pensar en todo aquello cuando, al adentrarse un poco más en aquella gran estancia subterránea, el brillo del oro y la plata empezó casi a deslumbrarlo.
No podía ser. Sencillamente aquello no podía ser verdad.
—¿Qué hay dentro? —le preguntó Trajano en cuanto salió.
—Un tesoro como nunca antes había visto, César. El tesoro más grande del mundo.
Necesitaron semanas para extraer todo el oro y la plata de aquella caverna, pero merecieron la pena.
—¿Cuánto hay? —preguntó Trajano a Lucio Quieto, quien ya recuperado había sido el encargado de realizar la operación. El emperador confiaba en él y en su honestidad para acometer aquella tarea sin que nada extraño ocurriera con el oro.
—Según los últimos cálculos de los quaestores de las legiones, hemos extraído de la cueva cinco millones de libras de oro y diez millones de libras de plata, César. Nunca había visto nada igual. Debe de haber aquí oro y plata acumulado desde los tiempos de Buresvista, cuando Julio César pensó en conquistar estas tierras.
—Posiblemente —aceptó Trajano, y recordó los papiros que estaban en el santuario de Opis con los planes secretos de Julio César con relación a futuras conquistas que nunca pudo llevar a cabo. Al menos una de aquellas conquistas ya estaba cumplida—. Sí, es muy posible que sean oro y plata acumulados durante decenios, pero necesitaría saber su valor en dinero para hacerme una idea.
—Sí, claro. —Lucio Quieto miró entonces la tablilla que le habían pasado los quaestores—. Esto equivaldría a unos 315 millones de áureos, para el oro, y a unos 1.600 millones de denarios para la plata.[33] Es una fortuna como nunca se ha visto.
Trajano se sentó lentamente en una sella curulis que habían dispuesto para él en la tienda del praetorium de campaña.
—Creo que hemos terminado con los problemas financieros del Imperio, cuando menos, por un buen tiempo —concluyó Trajano—. Quizá esto merezca un trago de vino, ¿no crees?
—Creo que el emperador ha tardado demasiado tiempo en proponerlo —respondió Quieto, y Trajano, por primera vez en muchos meses, se permitió una sonrisa.