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UNA COMIDA INDIGESTA

Ludus Magnus, Roma

20 de julio de 106 d. C., hora quinta

Marcio aprovechó el final del adiestramiento diario para dirigirse a Trigésimo mientras estaba sentado comiendo unas gachas de cebada. Aunque aquél fuera un día extraño por lo convulsa que estaba la ciudad a causa del controvertido ajusticiamiento de un auriga famoso, el preparador de gladiadores había optado por que no se alterara la rutina diaria en el Ludus Magnus.

El lanista, al menos, predicaba con el ejemplo y, al igual que él mismo se había entrenado, también había decidido aquella jornada compartir la comida de sus gladiadores. No lo hacía por placer, sino para asegurarse de que se les alimentaba correctamente. Un gladiador débil no valía para nada. A los luchadores de la arena había que darles bien de comer o entregarlos a las fieras directamente. Cualquier opción intermedia era una pérdida de tiempo y dinero. Eso sí, una comida que diera fuerza no tenía por qué ser sabrosa.

—¿Tú qué miras? —preguntó Trigésimo con desprecio a Marcio, que se le había aproximado mucho—. Ya ha terminado el adiestramiento. Vuelve a tu celda, si no quieres que te deslome una vez más la espalda a latigazos. Ya sabes que no me tiembla el pulso en esas cosas. Los esclavos van a cerrarlas pronto y te recuerdo que ése, el interior de tu celda, es tu sitio.

Marcio ignoró las amenazas y fue directo al asunto que le interesaba.

—Mis victorias te han dado un buen dinero, ¿por qué me haces combatir ahora con los más fuertes? Cada vez que mato a uno de esos luchadores estás perdiendo dinero. Puede que al final acabes conmigo, pero te va a costar más dinero del que te hayan pagado por mí. Porque alguien te ha pagado para que muera.

Trigésimo dejó el cuenco de gachas de cebada en el suelo. La verdad es que puede que diera energía, pero estaba realmente insípido. Acostumbrado como estaba últimamente a los buenos banquetes y las salsas copiosas de la comida de su nueva casa, aquella pasta densa se le hacía casi intragable. Estaba pensando. Lo que decía aquel gladiador, aunque le doliera, podría llegar a ser verdad, pero aun así no quería indisponerse con un poderoso senador que deseaba a Marcio muerto para obtener su hígado para su nieto o lo que fuera.

—Ve a tu celda antes de que ordene que te azoten —respondió Trigésimo sin levantarse.

—¿Podría al menos saber quién me quiere muerto?

Trigésimo no era hombre de desvelar misterios, pero si con unas palabras conseguía que Senex regresara a su celda sin más, ¿por qué no decirlas?

—Un senador se ha encaprichado contigo. Quiere tu hígado para su hijo o su nieto o alguien. No sé. Estás muerto. —Tardó unos instantes en añadir algo, que, curiosamente, era verdad—. Y lo siento. Siempre he apreciado a los que combaten bien en la arena, pero no puedo hacer nada. El negocio está cerrado.

—El negocio lo ha cerrado Carpophorus —replicó Marcio con seriedad—. Ese bestiarius manda sobre las fieras y los cadáveres con los que las alimenta, pero nunca antes había mandado sobre los gladiadores vivos. Yo creía que en el anfiteatro Flavio el que mandaba sobre los luchadores era el lanista, pero veo que esto ya no es así. Será interesante descubrir qué será lo próximo que te ordenará hacer Carpophorus. Desengáñate, preparador, el problema no lo tienes conmigo, sino con el bestiarius. Y ese problema cada vez será más grande y tú más pequeño.

Marcio dio media vuelta dejando a Trigésimo con un desagradable corte de digestión, pero antes de empezar a andar el gladiador se volvió un momento y añadió unas palabras enigmáticas.

—Si alguna vez quieres resolver el problema con Carpophorus cuenta conmigo. Nadie más se atreverá, pero yo sí. No tienes ni idea de las cosas que he hecho en mi vida.

Trigésimo, con su mano derecha en el estómago, se quedó mirando cómo aquel viejo luchador se alejaba en dirección a su celda. El lanista seguía masticando algo de cebada que aún no había podido triturar bien y, a la vez, mascaba sus pensamientos.