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UNA VENDA EN LOS OJOS

Domus del flamen dialis, Roma

Julio de 106 d. C.

En la residencia de Tito Cicurino todo estaba relativamente tranquilo. El desasosiego de las calles por la inminente ejecución de un auriga de los rojos quedaba en el exterior. Y es que en casa del flamen dialis todo debía ser paz y quietud. Para un sacerdote que estaba sujeto a innumerables restricciones con relación a su vida pública y privada, que ni podía ver armas ni perros, ni asistir a entierros ni posar sus ojos sobre hombres encadenados, para alguien que debía peinarse de forma particular o vestir siempre con un nudo en sus ropas, o cuyo aseo personal debía depender siempre de un hombre libre que pudiera cortarle los cabellos o las uñas; para una persona así, al final, lo más cómodo era permanecer en la tranquilidad de su hogar el máximo tiempo posible, a no ser que un acto oficial en el Colegio de Pontífices o un sacrificio requirieran de su presencia. Y esto, precisamente, era lo que Tito Cicurino hacía normalmente: permanecer en su domus, junto a su esposa, la flaminica, dejando que la vida transcurriese, al menos en el interior de las paredes de su residencia, con calma. Otra cosa era Roma. En el exterior, con las guerras del norte y las rencillas mortales de las corporaciones de aurigas en la ciudad, la locura y el desatino campaban a sus anchas. Por eso, cuando uno de los esclavos dijo a Tito Cicurino que una patricia romana quería verlo, el flamen dialis supo al instante que aquélla no sería una de sus jornadas más pacíficas.

—¿Ha dado su nombre? —preguntó el sacerdote.

—Sí, mi amo… —El atriense, no obstante, dudaba a la hora de seguir, pero como fuera que su señor lo miraba expectante, continuó—. Ha dicho llamarse Domicia Longina.

—¿Domicia Longina? —repitió con incredulidad Cicurino—. ¿La antigua emperatriz de Roma?

—Eso ha dicho, mi amo.

El sacerdote asintió. La mujer de Domiciano se había exiliado, eso era cuanto él sabía. ¿Qué hacía ahora aquella enigmática mujer de regreso en Roma y, sobre todo, por qué de todas las casas de la enorme ciudad, se detenía en la suya?

—Hazla pasar.

Domicia Longina entró en el atrio de la domus caminando despacio con ese aplomo que sólo irradian los que han estado acostumbrados a mandar durante mucho tiempo de su vida. Sin embargo, al quedar frente a Tito Cicurino, la mujer se inclinó levemente en señal de respeto a la autoridad que él encarnaba como sacerdote supremo de Júpiter.

—Ave, flamen dialis —dijo Domicia—; te saludo y agradezco tu hospitalidad al aceptar recibirme en tu casa, donde me consta que se preservan la honestidad y las más puras costumbres de Roma.

—Ave… augusta. —Cicurino no sabía muy bien cómo dirigirse a aquella mujer que había sido augusta; ¿seguía ostentando aquella dignidad o había sido desposeída de la misma por Trajano? No recordaba que se le hubiera quitado el rango, pero no estaba seguro y optó, de acuerdo con su naturaleza prudente, por dirigirse a su interlocutora reconociéndola en su máxima dignidad. Para Cicurino todo el mundo merecía el máximo respeto hasta que quedara desautorizado o desprestigiado por sus actos. Pero tenía que decir algo más. No podía permanecer allí en pie, como un pasmarote—. ¿En qué puedo yo ayudar o ser de utilidad a una persona de tanta nobleza como la antigua emperatriz de Roma?

Domicia sonrió muy levemente. Cicurino era tal y como se lo había imaginado. Ella no lo había visto nunca antes en persona, pues aquél era un hombre nombrado directamente por Trajano, pero el emperador hispano, fiel a su forma de gobernar, había elegido a alguien claramente sereno e inteligente para desempeñar aquel sacerdocio tan exigente. No obstante, la vieja emperatriz sabía que no podía tomar la amabilidad de Cicurino como debilidad. Sólo la ayudaría si lo persuadía de que asistirla era lo correcto, que su confusa mente concluyera que ayudarla suponía un beneficio para Roma.

—Se va a arrojar a un hombre injustamente desde lo alto de la roca Tarpeya —dijo la emperatriz—, y yo presiento que el flamen dialis no es hombre proclive a permanecer inactivo ante una injusticia flagrante.

Tito Cicurino volvió a sentarse e invitó con un gesto de sus manos a que su noble visitante lo imitara acomodándose en un asiento que los esclavos habían dispuesto para ella, junto a él. El sacerdote comprendió en seguida que Domicia se refería al auriga de los rojos pues, por ser un conductor de carros, en consecuencia alguien de condición infame, el tribunal había decidido despeñarlo desde la roca Tarpeya, la más ignominiosa de las muertes en Roma, aunque sin duda menos dolorosa que ser condenado a las fieras, donde la muerte podía ser bastante más lenta. Las ejecuciones desde la roca Tarpeya, sin embargo, eran ya más bien escasas. El tribunal, era evidente, había querido congraciarse con la parte del pueblo que pudiera dudar de aquella condena al proporcionarles un espectáculo poco habitual ya en la ciudad. Lo escaso siempre interesaba más a la plebe. De esta forma, sólo los seguidores de la corporación de los rojos estaban realmente nerviosos con todo aquel espinoso asunto.

—No tengo claro, y lo digo con respeto —empezó Tito Cicurino—, que un sacerdote de Júpiter tenga que inmiscuirse en una condena a un auriga, incluso si, como me consta, el juicio ha sido… quizá algo irregular.

—¿Y si yo le dijera al flamen dialis que la ejecución de ese auriga será algo que irritará al emperador y Pontifex Maximus de Roma?

—Eso… evidentemente… —respondía Cicurino con lentitud— sería algo a tener muy en cuenta, por supuesto, pero esta información… tendría que saber de dónde proviene.

Domicia Longina inspiró profundamente. No pensaba que fuera buena idea compartir con aquel sacerdote que aquello era, en esencia, un comentario de una vestal que, además, ya había estado relacionada con Celer en otro juicio. No, eso mejor no comentarlo.

—Yo asumo esa información —sentenció Domicia Longina con autoridad.

—¿Ante el emperador mismo? —insistió Cicurino buscando confirmación.

—Ante el mismísimo augusto Marco Ulpio Trajano.

Fue Tito Cicurino el que inspiró ahora.

—Aun así, no veo de qué forma puedo yo influir en este ajusticiamiento. No dispongo de autoridad para detener una ejecución de los tribunales.

—No, pero existe la antigua ley de Numa y existen las vestales de Roma.

—La antigua ley de Numa y las vestales, sí… —dijo Cicurino mientras fruncía el ceño e intentaba recordar bien aquella vieja ley casi olvidada por todos; de hecho él no había visto que nadie hiciera uso de la misma en toda su vida y ya era hombre viejo—. Nadie ha recurrido a esa ley en muchísimo tiempo. No recuerdo yo ahora mismo de ningún caso…

—Pero la ley existe, ¿no es así? —lo interrumpió Domicia con rapidez.

Tito Cicurino ladeó la cabeza mientras volvía a responder.

—Sí, la ley existe, pero aun así… ¿quién se atrevería a usarla en un caso como éste?

—La vestal Menenia —replicó Domicia como si perdiera la paciencia, pero volviendo a inspirar profundamente para controlarse. No podía perder los nervios ante aquel hombre. Necesitaba de su colaboración. Sin él, Menenia podría estar perdida, aunque la joven no lo supiera ni fuera consciente de ello.

Tito Cicurino meditaba en silencio. La vestal Menenia era, sin duda, capaz de cualquier cosa. Era la más audaz de todas las vestales. Se condujo con enorme fuerza y seriedad de ánimo en la mayor parte de aquel penoso juicio de crimen incesti y, además, era una sacerdotisa que gozaba de la protección y el afecto del emperador. ¿Por qué? Nadie lo sabía y él, que era cauto, nunca pensó que indagar sobre ese asunto fuera a ser inteligente. Y no, no podía ser que el emperador mancillara a Roma yaciendo con aquella joven. No eran miradas de lascivia las que Trajano dirigía, ocasionalmente, desde el palco imperial al palco de las vestales en el Circo Máximo o en el anfiteatro Flavio. Era más bien una mirada… paternal. En cualquier caso, el emperador, como Pontifex Maximus, era el pater familias legal de todas las vestales, pero por qué ese empeño en proteger siempre a aquella joven sacerdotisa era algo misterioso. Pero el asunto era si Menenia sería capaz de atreverse a tanto. La ley de Numa. Le parecía estar soñando, como si Roma regresara a sus orígenes. Claro que esa vestal ya había estado muy relacionada con el auriga acusado… todo era muy complicado.

—Sí, esa joven sacerdotisa tiene el temple necesario para usar esa vieja ley, eso es cierto —concluyó Tito Cicurino, que se preciaba de conocer el carácter de las personas y si esta vestal se había propuesto interferir en lo que estaba ocurriendo en Roma aquellos días con el enfrentamiento entre las corporaciones de cuadrigas, la ley de Numa era el único camino—. ¿Y qué quiere Domicia Longina que haga un pobre flamen ante semejante torbellino? Ni tan siquiera puedo jurar en público.

—Pero todos te respetan.

—En su mayor parte, sí —confirmó el sacerdote.

—El flamen dialis sabe —continuó la emperatriz— que la ley de Numa está sujeta a interpretaciones y que las inclemencias del tiempo pueden ser claves. Hoy hay nubes y el día de la ejecución, muy próximo ya, puede amanecer nublado. Quizá todo termine en tormenta. El viejo Salinator, el rex sacrorum de tiempos de Domiciano, aún vive y asesora a los senadores que han promovido la acusación contra ese auriga. Tiene que haber alguien esa mañana en Roma que preserve el cumplimiento escrupuloso de la ley de Numa y que ante las dudas que puedan surgir sepa interpretar lo que vaya a ocurrir, en particular los portentos o las señales del cielo.

Tito Cicurino entendía lo que se le exigía y no era demasiado, pero enfrentarse a Pompeyo Colega, Salvio Liberal, Cacio Frontón y Salinator, que habían promovido el juicio contra el auriga Celer, no era un plato de gusto. Buscó una salida razonable.

—¿Y por qué no recurrir a Plinio? Es augur. Sus opiniones sobre cualquier portento han de ser tenidas en cuenta…

—No. Los sacerdotes sólo respetarán el criterio de otro sacerdote. Ha de ser el flamen dialis quien me acompañe esa mañana —insistió Domicia sin dar su brazo a torcer.

Tito Cicurino suspiró. Sólo tenía que ir allí y evitar que se malinterpretara cualquier suceso. El emperador no podía indisponerse contra él por eso; por el contrario, si permanecía inactivo y aquel auriga, peor aún, si aquella vestal se veía nuevamente acusada de interferir con la justicia y todo se complicaba terminando en muerte para el auriga o para los dos, el auriga y la vestal, eso quizá sí desataría la ira del César. Y Cicurino sabía que la rabia de Trajano, de normal bastante contenida, podía ser brutal, como lo estaba siendo en el norte según todo lo que había oído de cómo se conducía la guerra tras el suicidio del legatus Longino, amigo personal de Trajano. Permanecer inactivo si la vestal Menenia se ponía en peligro no sería visto con buenos ojos por el César.

—De acuerdo —dijo el viejo sacerdote, y se levantó—. Imagino que el auriga irá esposado camino de su ejecución, y habrá cadenas y hombres armados. Necesitaré una venda en los ojos.

Domicia Longina se levantó también.

—Cuando llegue el día, yo misma te los vendaré.