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LA HUIDA

Sarmizegetusa

Julio de 106 d. C.

Puerta Este

Diegis se dirigió a sus hombres desde lo alto de una de las pocas catapultas que aún no habían sufrido daños por los proyectiles del enemigo.

—¡Los romanos están construyendo una plataforma desde la que atacar las murallas, pero nosotros vamos a salir para destrozar tanto como podamos esa construcción! ¡Los que lleváis antorchas debéis usarlas en las zonas de madera, el armazón que luego sostiene sus piedras! ¡Los otros, los que vais armados, debéis matar a tantos romanos como podáis! ¡Les haremos tanto daño como nos sea posible y después de hacerles ver que aún seguimos con fuerza nos replegaremos a la ciudad! ¡Por Zalmoxis! ¡Por la Dacia!

Diegis no era un gran orador, pero todos lo respetaban por su valor en el campo de batalla. Sabían que si iban dirigidos por él, su líder no se escondería en la retaguardia y la valentía auténtica tenía esa extraña virtud de contagiarse de unos a otros.

—¡Por Zalmoxis! ¡Por la Dacia! —repitieron todos los guerreros al unísono. Nadie pareció reparar en la omisión que había hecho Diegis en su discurso al evitar nombrar a Decébalo. Hacía días que Diegis no creía en el rey y no podía llevar a aquellos hombres a una batalla en nombre de algo que él ya veía como una mentira, pero Zalmoxis y la Dacia seguían siendo verdad y continuaban mereciendo ser defendidos. Y las mujeres y los niños y los ancianos.

Las puertas de Sarmizegetusa Regia se abrieron y el más noble de los dacios emergió por ella al frente de los más valientes guerreros, a sabiendas de que aquello era el final.

Obras del agger

Tercio Juliano volvió su mirada hacia las murallas.

—Gritan —dijo—. ¿Por qué gritan?

Apolodoro de Damasco, que estaba a su lado, ni siquiera levantó la cabeza. Sus ojos seguían examinando el suelo. No estaba seguro de que el terreno fuera completamente sólido como para resistir el peso de más piedra. Por eso había detenido las obras. Estaba considerando la posibilidad de continuar el terraplén de piedra más hacia el norte, donde el firme parecía más estable.

En ese momento se abrió la Puerta Este de la ciudad. Tercio Juliano no necesitó más explicaciones.

—Retírate tras las cohortes, arquitecto —comentó el legatus mientras se aseguraba instintivamente de llevar su spatha ajustada en la cintura.

—¿Qué? —preguntó Apolodoro, pero Tercio Juliano ya no le prestaba atención, sino que aullaba órdenes a los auxiliares de la legión, los primeros que tendrían que entrar en combate. El arquitecto vio a los dacios emergiendo de la ciudad como un chorro incontenible de rabia. Eran muchos.

Tercio se detuvo para dirigirse a un centurión.

—Envía este mensaje al emperador: necesitamos refuerzos. Los dacios salen con todo lo que tienen. La VII Claudia sólo podrá contenerlos. Necesitamos el apoyo de las otras legiones y lo necesitamos ya.

El oficial se llevó el puño al pecho, tomó un caballo que ya le tenían preparado, montó en él y partió raudo para transmitir su mensaje.

Praetorium del emperador

Trajano salió de su tienda en cuanto escuchó al centurión que había enviado Tercio Juliano. Allí estaban Nigrino, Celso y Palma, que eran los que primero habían llegado al oír el tumulto de lucha junto a las murallas y observar que los dacios habían salido a combatir con furia.

—Reunid las otras legiones —dijo el César—. Juliano necesitará nuestra ayuda. ¡Quiero todas las legiones aquí, por Júpiter! —Y luego siguió en voz más baja—: Salen para mostrarse fuertes, pero hemos de ser mucho más brutales en la lucha que ellos. Han de entender que sólo les queda rendirse.

Sura, Adriano y otros oficiales empezaban a llegar también junto al emperador. Trajano repitió sus órdenes. Todos afirmaron varias veces con la cabeza. Era lo correcto. Quizá esa batalla fuera el final de la guerra.

Sector oeste de Sarmizegetusa

Descendieron por la puerta más occidental de la ciudad. El rey dacio, rodeado por multitud de guerreros, seguido de cerca por Vezinas y Bacilis, el sumo sacerdote, avanzaba en dirección a la empalizada que habían construido los romanos. Llevaban casi dos mil guerreros, es decir, todos los que no se había llevado Diegis para el ataque principal. Habían esperado a que el combate junto al agger, frente a las murallas orientales, diera comienzo, para que así los romanos se centraran en contrarrestar ese ataque y se olvidaran, aunque sólo fuera por un momento, de lo que podía ocurrir al otro extremo de las murallas.

Iban a la carrera. En poco tiempo llegaron a la empalizada. Como habían supuesto sólo había unos pocos legionarios de vigilancia. Éstos gritaban y daban la alarma, pero sus superiores tardaban en responder porque, sin duda, el grueso del ejército romano había sido reclamado por el emperador para responder a la salida que dirigía Diegis.

Llevaban escalas y las lanzaron hacia la empalizada. Los primeros dacios en llegar a lo alto fueron atravesados por las espadas y las jabalinas romanas, pero los defensores de la circumvallatio no eran muchos y los dacios los superaban en número. Fue un combate encarnizado en el que la sangre corría por ambos lados, pero las falces y las sicae pudieron al fin contra los gladios romanos. Habían atacado una posición de la empalizada con dos pequeñas torres que custodiaban una de las puertas de la circumvallatio. Tomadas las torres por los dacios, varios guerreros descendieron por el lado exterior de la empalizada y abrieron las puertas para que pudiera salir Decébalo con su séquito y su pequeño ejército personal.

El rey estaba satisfecho. Todo iba bien. Iban a conseguirlo pero, de pronto, se percató de que alguien de los suyos retrocedía y emprendía el camino de regreso a la ciudad en lugar de marcharse con ellos. Era Bacilis. El sumo sacerdote huía de vuelta a Sarmizegetusa.

—¿Qué hace ese imbécil? —preguntó Decébalo, pero sólo hablaba consigo mismo. No esperaba respuesta de nadie.

—No lo sé —dijo Vezinas, pero el rey dacio ya se alejaba de la columna de guerreros dacios que estaba cruzando la empalizada por la puerta que habían tomado para emprender un largo viaje hacia el noroeste del reino.

—¡Detente, maldito! —gritó Decébalo en dirección a Bacilis.

Y el sumo sacerdote, en efecto, se frenó y se volvió hacia su rey.

—¡No tiene sentido huir y seguir luchando! —respondió Bacilis—. ¡Es mejor pactar con los romanos, lo que sea, pero acordar una paz o nos matarán a todos! ¡No pienso seguir esta lucha perdida!

Decébalo estaba nervioso, como no lo había estado en todo el asedio. Bacilis sabía demasiado. Vezinas llegó entonces hasta la posición del rey.

—Debemos irnos, mi rey. Los romanos se están reorganizando y vienen los centinelas que tienen apostados en las otras torres próximas de la empalizada. No podemos retrasarnos o esto puede complicarse si al final envían a una de sus legiones a detenernos —dijo Vezinas hablando muy rápido sin entender bien por qué el rey estaba tan interesado en lo que hiciera el sumo sacerdote. Si Bacilis quería morir con Dochia y Diegis y el resto de locos y estúpidos que quedaban en la ciudad eso no les debía importar ya lo más mínimo. Eran el pasado. Ellos, sin embargo, aún representaban el futuro de la Dacia.

—¡Mátalo! —le espetó Decébalo a Vezinas—. ¡Mátalo! —Pero Vezinas, confuso, no reaccionaba.

Bacilis, entretanto, que había oído al rey, se volvió de nuevo e inició una carrera rápida de regreso a la ciudad. El sumo sacerdote llevaba tiempo pensando en abandonar la lealtad al rey, pero no se había atrevido a hacerlo antes porque estaba seguro de que el monarca intentaría matarlo por los muchos secretos que conocía sobre la Dacia, en particular uno muy especial. Y mientras el sacerdote corría desesperado en un intento por alejarse del enloquecido Decébalo, el rey de la Dacia cogió una jabalina de uno de sus soldados e inició una carrerilla intensa para coger la fuerza necesaria para el lanzamiento. Decébalo había estado cazando regularmente y se mantenía en forma, además de ser muy diestro con las armas arrojadizas. Súbitamente, se detuvo en seco y lanzó la jabalina.

Bacilis corría por su vida, de regreso a la ciudad. Él también tenía sus propias ideas. En la victoria sólo hay una idea que prevalece, pero en las derrotas cada uno va trazando sus propios planes de supervivencia y Bacilis tenía uno muy bueno. El rey estaba traicionando a Diegis y a la mayor parte del ejército y de los habitantes de Sarmizegetusa, pero él iba a traicionar al rey. Como sumo sacerdote sabía mucho y no dudaría en desvelar a los romanos lo que fuera necesario en pago por que le respetaran la vida. Sí, toda la Dacia se hundía, pero él no tenía por qué perecer como Diegis, en una lucha absurda, o continuar aquella locura eterna de enfrentarse a Roma como proponía Decébalo. No, Zalmoxis ya lo había advertido en el último ritual, donde hicieron falta tantos guerreros antes de conseguir enviar un buen mensajero al dios supremo. Sí, él vendería esa información a cambio de su vida y así se salva…

—¡Ja, maldito! ¡Le he dado en el centro! —exclamó Decébalo con júbilo—. No he perdido un ápice de mi destreza. ¿Lo has visto, Vezinas?

El pileatus seguía aún confuso y, sobre todo, preocupado por todo el tiempo que estaban perdiendo con aquello.

—Sí, mi rey, pero debemos marcharnos de aquí o los romanos reaccionarán al final y nos cortarán el camino.

—Llevas razón. Es cierto. Vamos allá —admitió Decébalo al fin y sin mirar atrás retornó a la columna de guerreros dacios que estaba terminando de cruzar la circumvallatio. Con Bacilis muerto sus secretos estaban seguros para siempre y podría continuar la guerra, estaba seguro de ello. Ahora lo esencial, como decía Vezinas, era huir de allí a toda velocidad.

A mitad de camino entre la empalizada y la ciudadela norte de la ciudad de Sarmizegetusa, un hombre ensangrentado, con una jabalina clavada en la espalda, gateaba lentamente. Tenía que regresar a la ciudad. Allí lo curarían. Tenía que llegar… pero le fallaban las fuerzas… sabía secretos… podía salvarse… cayó exhausto y quedó tendido en el suelo, pero seguía respirando.