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UNA MUJER MISTERIOSA

Roma

Junio de 106 d. C.

Tiberio Claudio Liviano, jefe del pretorio, llevaba semanas inquieto porque se respiraba tensión en las calles de Roma ante la inminente ejecución de aquel auriga de los rojos, un tal Celer, acusado de haber envenenado caballos de las corporaciones rivales. En el norte se libraba una dura guerra cuyas consecuencias, en función de cómo terminara, afectarían el futuro de Roma durante años, decenios quizá, incluso más tiempo; sin embargo, la plebe parecía mucho más preocupada por aquellas interminables rencillas entre la corporación de los rojos y los azules. Y, en medio de todas aquellas tribulaciones, llegaba un oficial acompañado por una vestal que solicitaba una entrevista. Al principio se sorprendió, pero pronto imaginó por qué vendría a verlo aquella mujer.

—¿Y cuál es el nombre de esta vestal que quiere verme? —preguntó Liviano.

—Ha dicho que se llama Menenia, vir eminentissimus.

Liviano asintió con resolución. Su intuición se veía confirmada. Aún le quedaba instinto guerrero. Era curioso que hubiera pensado en lo del instinto guerrero cuando sólo estaba en medio de un enfrentamiento entre corporaciones de cuadrigas. Quizá no. Quizá aquélla era otra guerra. En todo caso, ya imaginaba por qué vendría aquella vestal. Y le incomodaba.

—Que pase —dijo al fin intentando salir de sus reflexiones.

El tribuno pretoriano que había informado a su superior salió raudo del praetorium en busca de aquella extraña visita para regresar al poco tiempo seguido por la sacerdotisa. Tiberio Claudio Liviano se levantó en señal de respeto. Menenia se situó frente a él y lo saludó también con deferencia, pues Liviano era, mientras el emperador estuviera ausente y le gustara o no al Senado, el hombre más poderoso de la ciudad.

—Ave, vir eminentissimus.

—Ave, sacerdotisa de Vesta. —Y a los saludos siguió un breve silencio al que el propio jefe del pretorio decidió dar término movido por la curiosidad—. ¿Qué puedo hacer yo por una de las sagradas vestales de Roma?

Menenia agradeció aquella pregunta tan directa. Evitaba rodeos vacíos y superfluos. Aquel hombre había sido nombrado por Trajano hacía varios años. Era un oficial de la máxima confianza del emperador. Eso le dio seguridad.

—Busco a una mujer —empezó ella, pero se detuvo a la espera de la reacción del jefe del pretorio.

—¿Una mujer? —repitió el jefe del pretorio y asintió, aunque en su fuero interno estaba confuso. Había imaginado que la sacerdotisa venía a indagar o a presionar para que se decidiera el asunto de quién debía reemplazar a la Vestal Máxima fallecida recientemente y Liviano no quería, por nada del mundo, inmiscuirse en asuntos de sacerdotes y vestales.

Al ver que el jefe del pretorio se mostraba pensativo, Menenia precisó el objetivo de su búsqueda.

—El emperador me habló hace tiempo de una mujer que vive al sur de la ciudad; alguien que nunca viene a Roma. Me dijo algo sobre esa persona que… me interesa, y ahora necesito hablar con ella, pero no sé dónde encontrarla. No sé ni tan siquiera si esta mujer aún vive, pero recuerdo que el emperador me dijo que si quería hablar con ella, el jefe del pretorio me guiaría.

Tiberio Claudio Liviano asintió de nuevo. Se tomó unos instantes pero fue claro en su respuesta. En el fondo se alegraba de que aquella visita no tuviera nada que ver ni con la elección de una nueva Vestal Máxima ni, al menos aparentemente, con el asunto de las corporaciones de cuadrigas. Y lo que pedía la sacerdotisa era algo a lo que tenía orden precisa de Trajano de responder de forma positiva.

—Imagino que el César debía de referirse a Domicia Longina, la antigua emperatriz de Roma, la esposa de Domiciano.

Menenia frunció un entrecejo leve, suave. Las arrugas parecían no querer poblar aún la frente de aquella hermosa vestal.

—¿La mujer de Domiciano? —repitió de forma interrogativa dejando patente su incredulidad—. ¿Acaso no estaba muerta hace ya tiempo?

—No —replicó Liviano. Fue la respuesta concisa de un militar, pero como viera que la vestal no entendía bien la situación decidió aportar alguna información adicional. Al fin y al cabo, la existencia de Domicia no era un secreto, era sólo un olvido por parte de todos. Por parte de todo el mundo, menos de Trajano—. La mujer de Domiciano optó por retirarse de la vida pública cuando el emperador Trajano accedió al imperium. El César le concedió una villa amplia, no demasiado lujosa, pero confortable, al sur de la ciudad. Domicia Longina vive allí bajo la protección de una pequeña vexillatio de la guardia pretoriana. Apenas unas decenas de hombres en una fortificación adjunta a la villa. Domicia Longina nunca ha pedido salir de allí. Podría obtener cualquier favor imperial, esas órdenes son las que tengo por parte del César, pero nunca me ha llegado hasta mí ninguna petición por su parte. Tiene unos pocos esclavos y dos ornatrices a su servicio. Es una persona austera.

Menenia afirmaba con la cabeza mientras iba bajando la mirada. ¿Sería Domicia Longina la mujer a la que se refirió el César? ¿Qué podía saber una antigua emperatriz, alejada hace años de la vida de Roma, que pudiera ayudarla para salvar a Celer? Pensó una vez más en recurrir a los sacerdotes, pero no podía evitar desconfiar de ellos. Si Trajano la dirigió hacia aquella misteriosa mujer para tiempos de crisis debía seguir las indicaciones del César. Además, el emperador había comentado en más de una ocasión que quería a Celer vivo, como si le reservara alguna misión en el futuro. De eso también se había acordado en los últimos días. Quizá su cabeza buscaba excusas para no pensar que hacía todo aquello por amor, un amor imposible.

—Condúceme ante esa mujer —dijo Menenia al fin con decisión.

—De acuerdo, si ése es tu deseo —respondió el jefe del pretorio.