LAS TORRES DE ASEDIO
Sarmizegetusa Regia
Junio del 106 d. C.
Vanguardia romana; avance de las torres de asedio
—¡Adelante! ¡Adelante! —aullaba Lucio Quieto desde lo alto de su caballo. Los legionarios tiraban de las cuerdas y empujaban. También habían atado varios caballos que ayudaban en aquel descomunal esfuerzo de aproximar las torres de asedio a los muros de la ciudad. Trajano había propuesto que él mismo dirigiera el ataque personalmente, pero Quieto, Nigrino, Celso, Palma y otros oficiales persuadieron al emperador de que dejara el mando a Lucio Quieto mientras él lo observaba todo desde una posición más segura, junto a la gran empalizada que rodeaba la ciudad. Trajano, no muy convencido, pero algo cansado por la larga campaña, y no queriendo contrariar a todos sus legati, aceptó la propuesta. Ya se había puesto inútilmente en peligro en la cacería de Vinimacium y quizá era sensato escuchar los consejos de sus hombres de mayor confianza.
Muralla de Sarmizegetusa
Diegis ordenó a todos que se agazaparan en lo alto de los muros para no hacerse visibles al enemigo. Esperarían hasta que las torres estuvieran mucho más próximas. Recostados detrás de las fortificaciones de piedra, en lo alto de las murallas, podían escuchar los gritos de los centuriones romanos, los relinchos de las bestias que tiraban de las torres y las órdenes del legatus, enemigo que no dejaba de animar a los legionarios. Diegis tenía claro que su objetivo aquella mañana, además de repeler el ataque, era abatir al oficial romano que estaba al mando. Un zarpazo como ése podría desalentar mucho a las legiones de Roma. Y quizá, como no dejaba de decir el rey Decébalo, si aguantaban aquel verano, un segundo invierno podría atragantárseles a los romanos.
Vanguardia romana
—¡Empujad! ¡Empujad, por Marte! —seguía aullando Lucio Quieto. Las torres se movían, pero demasiado despacio. En su afán por que la maniobra de aproximar aquellos inmensos ingenios de madera a la gran muralla de Sarmizegetusa, Quieto no reparó en que era peculiar que los defensores no dieran muestra alguna de intentar proteger sus muros.
Retaguardia romana
—¿Por qué no se defienden? —preguntó Trajano.
—Es, en efecto, peculiar —admitió el viejo Sura.
—Deben de estar esperando a que estén más próximos para ser más mortíferos cuando se decidan a atacar —comentó Celso.
—Lucio debería ordenar a los arqueros y los escorpiones que ya empiecen a arrojar proyectiles —comentó Trajano.
—¿Es… una orden, César? —preguntó Nigrino al emperador. Trajano asintió. Nigrino pidió un caballo y partió hacia la vanguardia.
Vanguardia romana
—¡Ya estamos casi, por Marte! ¡Seguid! ¡Seguid! —insistía Lucio Quieto a sus hombres. Las tres gigantescas torres de asedio estaban ya a poco más de cien pasos de la muralla. En ese instante llegó Nigrino cabalgando al galope desde la lejana empalizada que rodeaba la ciudad.
—El César ordena que se inicie ya el lanzamiento de proyectiles para evitar una respuesta de los defensores.
Quieto miró hacia las murallas. Los dacios seguían sin dar señales de aparecer, y era muy extraño que aún no hubieran hecho nada. Él había ordenado que nadie disparara hasta que los defensores iniciaran una respuesta a la aproximación de las torres. Si disparaban y no había nadie en las murallas perderían muchísimas jabalinas y proyectiles para nada, además de que luego habría que esperar un tiempo hasta que las catapultas, sobre todo las que más costaba de recargar, estuvieran nuevamente dispuestas. Era una decisión difícil que debía ir gobernada más por la intuición que por el conocimiento, pero Trajano había dado una orden. Lucio se volvió hacia las catapultas y los arqueros.
—¡Arqueros! ¡Avanzad, por Hércules! —empezó a gritar—. ¡Artilleros, preparados! ¡Por el emperador, a mi or…! —Pero no pudo acabar la palabra. Decenas de jabalinas, algunas encendidas, emergieron desde lo alto de las murallas y una flecha se clavó en la espalda de Lucio Quieto.
Nigrino se arrojó del caballo y se protegió con el cuerpo del animal, mientras veía cómo centenares de dardos encendidos caían como una lluvia de fuego sobre las torres de asedio. También cayeron algunas rocas. O los dacios tenían todavía algunas armas de asedio de las guerras de Domiciano que nunca entregaron o habían aprendido a replicar las máquinas romanas. Tras la primera andanada de los defensores, por fin, los arqueros romanos y las catapultas de las legiones dieron una respuesta mortífera a aquel desafío de los dacios, pero los guerreros de Diegis se habían vuelto a parapetar bien tras las murallas de piedra y la mayor parte de los pila, flechas y proyectiles eran despedidos por los enormes sillares de piedra de las murallas de Sarmizegetusa.
—¡Aggghh! —dijo Quieto arrastrándose por el suelo. Tras la flecha recibida en la espalda había caído del caballo y gateaba dejando un rastro de sangre a su paso. Nigrino soltó su propio caballo y asistió al jefe de la caballería romana para que pudiera levantarse.
—Vamos, arriba —insistió Nigrino. A Quieto le dolía más su incapacidad que la herida, pero la sangre no dejaba de manar y Nigrino temía por la vida del gran legatus norteafricano.
En lo alto de las murallas de Sarmizegetusa
Diegis relajó el arco tras el disparo y se agazapó tras las defensas, junto con el resto de sus hombres. Le había acertado en plena espalda. Los oficiales que lo rodeaban vitoreaban su nombre. Aquélla era una gran hazaña: un disparo al alcance de muy pocos. Pronto la noticia de que el noble Diegis había herido mortalmente al oficial romano que dirigía el ataque contra la ciudad corrió de boca en boca hasta llegar a oídos del propio rey, que asintió en silencio cuando fue informado de la gesta, y de su hermana Dochia, que cerró los ojos e inició una oración de agradecimiento al todopoderoso Zalmoxis. En el exterior del palacio el humo que surcaba el cielo, por esta vez, no provenía de casas dacias, sino de las tres torres de asedio romanas que ardían como inmensas piras funerarias.