UN ARRESTO Y UN PEDAZO
DE CARNE HUMANA
Roma
Febrero del 106 d. C.
Celer pudo oír los gritos de los aurigatores de la corporación contrincante por todas las cuadras de Roma. Maldecían incluso a los dioses. En las corporaciones de cuadrigas se era bastante sacrílego. Celer no se alegró, pese a que lo ocurrido le facilitara las cosas: había fallecido de forma repentina uno de los mejores caballos de los azules. Pasaba a veces. Los animales iban al límite y, de cuando en cuando, alguno moría en las cuadras. Esa muerte simplificaría las cosas en la próxima carrera, una más de la serie que el emperador Trajano había encargado antes de abandonar Roma en dirección al norte. La diosa Fortuna estaba con él, con Celer: seguía venciendo en el Circo Máximo y su convivencia con Helva le resultaba placentera. ¿Estaría también la diosa Fortuna con el emperador en su nueva campaña? Pero Celer sacudió la cabeza y sus pensamientos retornaron a Helva y su suave piel. La muchacha parecía agradecida y era muy dulce con él, además de satisfacer todos sus caprichos con relación a su forma de vestirse o peinarse. No, Celer sabía que no tenía todo lo que ansiaba, pero lo tenía casi todo. Intentaba convencerse de que estaba mejor que la mayoría de los mortales. Incluso el emperador había perdido a uno de sus mejores amigos, o eso decían, en la Dacia. Un legatus que estaba rehén de los dacios se había suicidado para dejar al César el campo libre en su represalia. Hasta el emperador sufría. No, él, Celer, no podía quejarse. No tenía a Menenia, pero más allá de eso, lo tenía todo.
El gran auriga de los rojos llegó a casa, tras una larga jornada de trabajo con los caballos en las cuadras de Roma, y Helva lo recibió con un abrazo. Entre un auriga y una antigua prostituta no se contemplaban las rígidas normas de comportamiento de los patricios y otras clases adineradas. Él tenía una gran fortuna también, pero podía, además, permitirse el lujo de comportarse como quisiera en su casa sin que le importara lo que comentara la gente de él, o sus esclavos. Todo estaba perfecto en su vida. Hasta su pasión frustrada por Menenia parecía dormir un profundo sueño en alguna recóndita esquina de su corazón. Y él no tenía intención de despertar aquella pasión dormida del abrazo poderoso de Morfeo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Helva mientras se separaba de él tras besarlo varias veces.
—Nada, estoy bien —respondió Celer, y añadió algo que evitara que Helva siguiera preguntándole sobre los asuntos en los que pensaba—. Ha muerto uno de los caballos de los azules.
—Eso es bueno para ti. ¿Por qué pareces triste? —insistió ella.
Helva podía no tener una gran educación, pero era profundamente intuitiva.
—Me apena que un caballo muera —persistió Celer, sin que lo que hubiera dicho fuera mentira, para asegurar que su semblante algo sombrío sólo se debía a ese motivo y no a ninguna otra preocupación más—. Los aurigas de esa corporación fuerzan demasiado a los animales y los maltratan brutalmente con el látigo. Algunos caballos aún no se han recuperado de las heridas de los latigazos recibidos en una carrera cuando los obligan a correr en otra.
Hubo un breve silencio.
—¿Echas de menos a Niger? —preguntó ella.
Él no lo había pensado, pero sí, lo echaba de menos. Había conseguido reunir a Orynx, Raptore y Tigris de nuevo, tras su viaje al norte como mensajero de Menenia, pero aún no había encontrado a ningún otro caballo que se compenetrara tan bien con ellos como hacía el magnífico animal que había regalado al emperador. Un caballo del que, por supuesto, había hablado a Helva en numerosas ocasiones.
—En cualquier caso, Niger siempre estará mejor con el César —añadió Celer repitiendo una frase que Helva había oído de sus labios numerosas veces.
La muchacha sabía que Celer se esforzaba por autoconvencerse de que había hecho algo bueno no ya para el emperador sino para el propio caballo al regalarlo a Trajano, pero, en el fondo, era evidente que lamentaba no disponer de la mejor montura que había tenido nunca.
Se oyeron entonces unos enormes golpes en la puerta de la domus.
—¿Qué ocurre? —preguntó Helva.
—No lo sé —dijo Celer.
—¡Abrid en nombre de Roma! ¡Abrid a las cohortes urbanae!
Todo fue muy rápido: los esclavos abrieron las puertas por indicación de Celer. No temía nada, pues nada había hecho y se sentía seguro con su dinero, pero los soldados entraron y lo apresaron y se lo llevaron. No se molestaron ni en explicar por qué lo hacían.
—¡Llama a Musca! —gritó Celer a Helva. Fue todo cuanto pudo decir.
A una indicación de la muchacha, uno de los sirvientes salió corriendo en busca del abogado de la corporación de los rojos.
Helva se quedó aterrada, encogida, sola, en medio de un atrio que pronto quedó vacío. ¿Qué estaba pasando?
Domus de Pompeyo Colega
El senador Pompeyo Colega recibió la noticia del arresto de Celer como un pequeño bálsamo en medio de la tempestad que lo embargaba en las últimas semanas. Y es que su nieto, su único nieto, ese pequeño que tanto orgullo había traído a la familia, había tenido una tercera crisis. El diagnóstico del medicus griego al que habían recurrido fue incontestable, definitivo. El pequeño Cayo padecía epilepsia. Una crisis con sólo cinco años podía ser muchas cosas, pero tres seguidas daba lugar a aquella conclusión inapelable por parte de cualquiera. No había que haber estudiado con Hipócrates para saber eso. Al principio, Pompeyo Colega había intentado consolarse con el hecho de que otros muchos antes que su nieto, algunos tremendamente importantes como el divino Julio César, habían padecido la misma enfermedad; pero la última crisis de su nieto había sido muy grave y el niño había estado a punto de ahogarse con su propia lengua. Tenían que encontrar algún remedio que aliviara el mal. Y pronto.
—¿Ha recibido algún golpe fuerte en la cabeza? —había preguntado el médico griego.
Pompeyo también había leído a Hipócrates. El antiguo sabio de la isla de Cos ya detectó que la epilepsia era común entre los soldados que habían recibido fuertes golpes en la cabeza, pero ése no era el caso de su nieto. Y aunque fuera así: ¿de qué servía saber el origen de una enfermedad? Lo esencial era conocer su cura.
—Ha vuelto, mi señor. —La voz del atriense penetró en los pensamientos del senador quebrando sus disquisiciones sobre la enfermedad de su nieto, y aquello lo incomodó sobremanera.
—¿Quién ha vuelto? —preguntó el senador en voz alta, sin ocultar la rabia que sentía por verse molestado por un vulgar esclavo.
—Lo siento, mi señor. Es aquel hombre extraño y… —¿Cómo definirlo? Él sólo era un esclavo. Las palabras no eran su don—. Aquel hombre terrible que vino hace unas semanas.
—¿El que te daba miedo?
—Sí, mi señor, el mismo —confirmó el atriense contento de que su amo recordara por fin a quién se refería.
Aquello devolvió la sonrisa al rostro de Pompeyo Colega. Ahora podría comprobar qué seres absurdos provocaban temor a alguien tan inferior como aquel esclavo.
—Dile que pase, imbécil.
El atriense realizó una gran reverencia y salió del atrio. Al momento, desde el vestíbulo, un hombre de piel oscura y arrugada, encogido por los años pero de músculos aún poderosos y manos gruesas, alguien de edad indefinida, entre adulto y anciano, sin saber muy bien dónde poder situarlo mejor, entró despacio hasta detenerse junto al impluvium del patio.
Algo, nada más verlo, incomodó al senador, pero no tenía claro aún qué. Quizá no fuera un solo aspecto, sino varios. Era difícil de decir.
—¿Quién eres y qué quieres? —preguntó Pompeyo Colega.
Aquel extraño ser respondió con una voz gutural que no parecía surgir de su garganta, sino de las profundidades de sus entrañas. No era una voz rota como la del emisario del sobrino segundo del César, sino más bien una voz… subterránea.
—Quién soy no es importante. Vengo porque tengo algo que interesará al senador y querrá comprarlo, y más ahora que han detenido a ese auriga de la corporación de los rojos y el senador pronto tendrá más dinero con el que poder comprar todo aquello que anhele, cuando los azules vuelvan a ser los vencedores en el Circo Máximo.
Las noticias volaban en Roma. Pero no se sorprendió. La detención de Celer estaba predestinada a convertirse en objeto de conversación en todas las tabernas de la ciudad. Y quizá llegara a provocar algún altercado en las calles si los seguidores de los rojos se ponían nerviosos o intuían alguna maniobra de la corporación de los azules en la detención de su victorioso héroe.
—Insisto en saber con quién hablo. Un senador de Roma ha de saber a quién se dirige. Si no vas a identificarte, márchate de mi casa antes de que te eche a patadas, como a un perro. —Y la verdad es que arrojarlo de la casa parecía una buena idea. Su presencia resultaba inquietante.
El hombre encogido, de pronto, se irguió y exhibió unos músculos férreos y una expresión feroz en un rostro de cejas negras muy pobladas que se juntaban en lo alto de una frente estrecha y arrugada. No estaba claro que los esclavos fueran a tenerlo fácil a la hora de echarlo. Pompeyo Colega se alegró de su vieja costumbre de tener siempre una daga bajo la toga. Aquel encuentro empezaba a resultarle no ya incómodo sino peligroso, pero, al fin, el extraño visitante volvió a encogerse y adoptó un tono lo más conciliador posible con aquella voz misteriosa que hacía sospechar cualquier acto vil al instante.
—Es justo, quizá, que el senador sepa quién soy. —Y guardó unos instantes de silencio para incrementar el efecto de su nombre—. Todos me llaman Carpophorus y soy el bestiarius del anfiteatro Flavio desde que hay anfiteatro Flavio.
Pompeyo Colega asintió con lentitud. El bestiarius. No era frecuente que aquel ser saliera de las entrañas del anfiteatro. Muchos incluso creían que era más una leyenda que un ser vivo, pero Pompeyo Colega sabía que existía de verdad porque oyó al emperador Domiciano hablar de él varias veces en los tiempos de la dinastía Flavia. Desde que Trajano gobernaba, algunos decían que aquel bestiarius había muerto, y otros que no. Lo cierto era que las fieras del anfiteatro seguían atacando a los infelices que se les ponían delante en la arena con una saña que recordaba los mejores tiempos de Domiciano y ello hacía pensar en que el viejo Carpophorus seguía allí abajo, adiestrando a los más brutales animales de todo el Imperio para desgarrar, destrozar y devorar hombres y mujeres y niños, a cualquiera que fuera condenado a las fieras. Y ahora ese ser estaba allí, en el atrio de su casa.
—¿Por qué has venido? ¿Qué me ofreces tú que pueda interesarme? —inquirió el senador.
Carpophorus se adelantó varios pasos hasta quedar a sólo un pie de distancia de Pompeyo Colega. El senador podía oler el aliento fétido de aquel hombre del submundo del anfiteatro Flavio e, instintivamente, bajo su toga, buscó con la mano derecha la empuñadura de su daga oculta.
—Tengo un hígado —dijo el bestiarius.
—¿De gladiador? —preguntó con rapidez el senador Pompeyo Colega.
—De gladiador —confirmó Carpophorus.
El senador soltó la empuñadura de su daga. El hígado de un gladiador muerto en combate era lo mejor que había para alguien que padeciera epilepsia, pero ¿cómo podía saber aquel hombre lo de su nieto? Sí, sí podía saberlo. Él nunca había ocultado el problema de su nieto y lo había comentado a varios amigos en las termas, y resultaba evidente que aquel bestiarius, de un modo u otro, debía de mantenerse bien informado sobre lo que pasaba en la superficie de Roma.
—Allí abajo se sabe todo —dijo Carpophorus como si hubiera leído la mente del senador, como si el bestiarius fuera la más clarividente de las sibilas—. Gano mucho dinero con la sangre y los hígados de los gladiadores caídos en combate y siempre me mantengo informado sobre posibles compradores. Pero este hígado será especialmente caro.
—El dinero no será problema —replicó Pompeyo Colega con todo el desdén que pudo, que no fue demasiado. Aquel ser, ciertamente, tal y como le había pasado a su atriense, ponía nervioso a cualquiera—. Pero ¿por qué ha de valer tanto este hígado?
—Porque este gladiador es alguien especial. Llevo observándolo hace unos meses, pero no ha sido hasta hace poco que he recordado todo. Ya estuvo en el anfiteatro Flavio y… consiguió la libertad. Y ahora ha vuelto. Este gladiador vale una fortuna vivo, pero valdrá aún más muerto.
—Sea —replicó Pompeyo Colega quien, cegado por la necesidad de conseguir algo que mejorase la salud de su nieto, no reparó en preguntar más sobre cómo había obtenido ese gladiador la libertad en el pasado; asumió que había sido liberado por conseguir muchas victorias—. Cuando tengas su hígado yo pagaré el precio que pidas.
Carpophorus se inclinó, al fin, ante el senador. Dio unos pasos atrás y sin decir palabra alguna de despedida desapareció tras la cortina que daba acceso al vestíbulo. Pompeyo Colega oyó cómo los esclavos se apresuraban en abrir las puertas de la casa para dejar vía libre al bestiarius de Roma. De pronto, el veterano senador comprendió qué era lo que incomodaba a todos de aquel ser que los había visitado. No es que fuera repulsivo o peculiar o sucio. Era simple y llanamente que, exactamente como había descrito el atriense, aquel ser olía a muerte. El olor de los cadáveres que despiezaba para alimentar a sus fieras parecía acompañarlo a todas partes como un tenebroso manto de horror.
Carpophorus miró de un lado a otro de la calle. Anochecía y la ciudad estaba oscura. Los carros de los comerciantes empezaban a entrar en la gran urbe del mundo. El bestiarius, encogido como una especie de monstruo que oculta en esa postura su fuerza, echó a andar de regreso al anfiteatro Flavio. Ya tenía comprador, ahora sólo debía encontrar la forma de extraer aquel hígado del cuerpo de Marcio, un gladiador sorprendente que había sobrevivido a lo imposible. Pero Carpophorus había diseñado un plan. Tenía que hablar con Trigésimo y persuadirlo. El oro, como siempre, doblegaría la voluntad de aquel débil lanista. Con el viejo Cayo habría sido imposible. Siempre defendía a sus gladiadores, pero con Trigésimo todo podía conseguirse. Y si no era por las buenas, Trigésimo tendría que dar a torcer su brazo por las malas. Carpophorus sonrió. Le encantaba la caza. Sobre todo la caza del hombre, aunque ésta tuviera que ser lenta. El placer de la captura aumentaba por la espera.