EL CÓNCLAVE SECRETO
Roma
Enero de 106 d. C.
Era una reunión peculiar: un recaudador de impuestos, un auriga, un antiguo rex sacrorum y tres senadores. Pompeyo Colega, el anfitrión de aquel cónclave, había pasado varios meses pergeñando un plan para acusar una vez más a Celer e intentar involucrar al mismo tiempo a la vestal Menenia, pero no estaba dispuesto a reconocer que el retraso en actuar se había debido a su incapacidad para elucubrar una buena estrategia antes. En cualquier caso ya lo tenía todo pensado y era momento de atacar, antes de que el enviado del sobrino segundo del emperador se impacientara con él por su lentitud.
—Primero esperamos a que el César se fuera —empezó a argumentar Pompeyo Colega— y luego esperamos más porque Trajano avanzaba con rapidez en el norte, pero el invierno ha detenido sus avances. Si queremos recuperar nuestras inversiones perdidas en los pasados años en las corporaciones de cuadrigas hemos de aprovechar esta fase de la guerra para conseguir nuestros fines. Todos tenemos mucho dinero a ganar y algunos una anhelada venganza que conseguir si ejecutamos mi plan con esmero.
—Los jueces en la basílica Julia están predispuestos —dijo Cacio Frontón—, pero sería importante que Plinio se mantuviera al margen.
—No se inmiscuirá —afirmó Salvio Liberal—. Está demasiado ocupado con detener las crecidas del Tíber en ese nuevo cargo que le ha otorgado el César, y mientras no se entrometa de nuevo a esa vestal, Plinio no querrá problemas con nosotros y menos con el César fuera de Roma. Para él, éste será un caso menor.
—Puede haber desórdenes —comentó Pompeyo Colega—; eso ha sido lo que más me ha hecho dudar.
—Pero si combinamos tu plan con las acusaciones del recaudador de impuestos el nombre de Celer quedará muy desacreditado —insistió Salvio Liberal.
—Es posible —concedió Pompeyo Colega mirando a Malleolus. El recaudador de impuestos asintió y enseñó sus dientes sucios al tiempo que esbozaba una pequeña sonrisa.
—Y si la vestal se involucra en este asunto, yo me encargaré de ella —dijo el viejo Salinator arrastrando su rencor en cada palabra, como quien espera que lo que ha dicho se cumpla—. Si esa joven sacerdotisa intercede en favor del auriga de los rojos, me ocuparé personalmente de que su nuevo crimen no tenga defensa posible, ni para ese maldito Plinio.
Tras aquellas palabras nadie dudó de que si aquella joven sacerdotisa de Vesta se inmiscuía, esta vez no habría ni abogado ni ley de Roma que pudiera salvarla. Si caía en la trampa una segunda vez, Salinator se aseguraría de que en esa ocasión Menenia misma fuera arrastrada por la corriente del odio y la ambición… y el dinero, que tan a menudo van de la mano.
Todos se levantaron y fueron abandonando la casa de Pompeyo Colega mientras se despedían del veterano senador con una ligera inclinación, en el caso de Salinator, Savio y Cacio, y de forma más ostensible cuando fue el turno de Malleolus y Acúleo. El auriga de los azules no había dicho nada, pero tenía claro que su cometido era, una vez más, mentir ante un tribunal y, luego, volver a ganar en las carreras del Circo Máximo. En el fondo estaba contento: cualquier plan que le permitiera vengarse del maldito Celer le llenaba de felicidad.
Pompeyo, por su parte, también estaba satisfecho con cómo estaban las cosas con el resto de los conjurados cuando el atriense, el esclavo más veterano de la domus, se acercó despacio con rostro preocupado.
—Hay alguien que quiere ver al senador —dijo con voz dubitativa—; pero le dije que estaba reunido y comentó que vendría otro día.
—¿Y a qué viene esa cara extraña con la que me hablas? —inquirió Pompeyo Colega muy tenso.
—Es que era, en efecto, alguien peculiar y…
—¿Y?
El atriense miró al suelo.
—Era alguien que daba miedo, mi señor. Y no me refiero al hombre de la voz grave… no era él, no; era otro hombre.
Pompeyo Colega se echó a reír, de puro nerviosismo. Sí, por unos momentos pensó que el extraño visitante que no había querido esperar fuera el hombre de la voz rota y la nariz larga quien, impacientado por su retraso en actuar, viniera a recordarle cuáles eran sus obligaciones contraídas con él y su gran señor, pero era evidente que el atriense se refería a alguien diferente. Las preocupaciones de los esclavos siempre le parecían ridículas a Pompeyo Colega: a su juicio los sirvientes eran incapaces de reconocer a quién se debía temer y a quién no. En Roma había muchísima más gente que debía temerlo a él mismo. El esclavo esbozó un amago de sonrisa, como si intentara unirse a su amo en despreocuparse por aquella visita que lo había desorientado, y ya iba a retirarse cuando su señor le lanzó una última pregunta.
—¿Y por qué te ha dado miedo ese misterioso visitante? —preguntó Pompeyo Colega.
—Porque olía a muerto, mi amo.