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EL PUENTE MÁS LARGO DEL MUNDO

Salida de Roma en dirección a Brindisium

Junio de 105 d. C.

Marco Ulpio Trajano, junto con sus hombres de más confianza, partió de Roma. El Senado, tal y como había previsto, dio su apoyo incondicional a una campaña militar de castigo contra Decébalo al norte del Danubio. El emperador tenía las manos libres para ejercer su imperium sobre el ejército de la frontera como juzgara más oportuno. El César y sus hombres llegaron al puerto de Brindisium en pocos días. Allí esperaban las nuevas legiones reclutadas por orden imperial, la II Traiana Fortis y la XXX Ulpia Victrix, dispuestas para embarcar.

Lucio Quieto buscó al emperador en la proa de la quinquerreme de la flota que cruzaba el Adriático.

—Deberíamos mandar mensajeros a Vinimacium para que Tercio Juliano vaya organizando el puente de barcazas con el que cruzar el río —propuso el legatus norteafricano.

Trajano negó con la cabeza.

—Llevamos cierto retraso —insistió Quieto, preocupado porque sabía que aún tardarían semanas en poder cruzar el río, el verano terminaría pronto en el norte y luego todo sería más difícil.

—No cruzaremos por Vinimacium —respondió entonces Trajano—. Envía mensajeros a Tercio Juliano, pero dile que desplace las legiones de Vinimacium hacia Drobeta.

Lucio Quieto meditó unos instantes. El aire del mar era agradable en aquella calurosa mañana de estío. Las aguas estaban tranquilas. Era la paz que precedía a la gran guerra. No disfrutarían de un momento de tanto sosiego en mucho tiempo.

—Siento lo de Longino —dijo el norteafricano.

Trajano asintió sin dejar de mirar hacia el mar.

—Lo sé —dijo el emperador—. Igual que sé que tu preocupación por cruzar el Danubio es genuina, pero iremos a Drobeta.

—¿Habrán terminado el gran puente? —preguntó entonces Quieto.

—El plazo que tenía Apolodoro ha expirado y no ha enviado a nadie para solicitar más tiempo. Su silencio debe de significar que la obra está terminada.

Lucio Quieto no comentó nada. Dio media vuelta y dejó al César a solas, con la figura de Aulo a unos pasos como eterno vigilante de la seguridad del emperador. Liviano, el jefe del pretorio, se había quedado en Roma por orden del propio Trajano con la finalidad de velar por el orden en la ciudad mientras estaban en el norte. Lucio Quieto se alejó de la proa camino del centro de la nave. Él no tenía tan claro que el silencio de aquel arquitecto significara necesariamente que el puente estaba terminado, pero Trajano estaba como ofuscado desde la muerte de Longino y no parecía atender a razones. Eso era lo que más le preocupaba. ¿Estaba Trajano realmente centrado en dirigir una campaña militar contra los dacios o sólo buscaba una venganza personal contra Decébalo? Un ataque motivado por la ira podría dirigirlos a todos a un fracaso sin límites en los lejanos hayedos del norte del mundo.

Drobeta, Moesia Superior

Julio de 105 d. C.

Apolodoro de Damasco vigilaba las obras desde lo alto de uno de los grandes andamios en la orilla de Moesia Superior cuando vio cómo se acercaban varios jinetes. No le costó reconocer los uniformes pretorianos. El arquitecto descendió del entramado de maderas por las escalas que habían dispuesto los legionarios que, desde hacía semanas, trabajaban casi sin descanso; sin embargo, las obras no habían terminado.

—¿Quién es Apolodoro de Damasco? —preguntó con voz potente el oficial al mando de la patrulla de pretorianos.

—Yo soy —respondió el arquitecto.

—El emperador estará aquí mañana al amanecer —dijo mientras miraba desde lo alto de su caballo las gigantescas obras del puente. El pretoriano no pudo evitar una mirada de asombro ante la superestructura que emergía por encima del río y cuyo fin se perdía en el horizonte brumoso de aquel atardecer.

—Aquí lo recibiremos —respondió el arquitecto con aplomo, ocultando en aquellas palabras su fracaso por no haber podido culminarlo todo a tiempo.

Los mensajeros dieron media vuelta y se alejaron entre las primeras sombras de la puesta de sol.

Drobeta, Moesia Superior

20 de julio de 105 d. C.

Apolodoro recibió al emperador y su escolta a un par de millas del puente, justo al pie de unas colinas que ocultaban el estado de las obras. Tras el César se divisaban las nuevas legiones que había traído desde el sur, mientras que a lo largo de la orilla del río se veían las tropas que Tercio Juliano traía desde Vinimacium. En total siete legiones más varias vexillationes adicionales de otras unidades. Una fuerza formidable que buscaba un lugar por donde cruzar el Danubio.

—¡Ave, César! —saludó Apolodoro al emperador de Roma.

—¡Salve, arquitecto! —respondió Trajano—. Como verás traigo un gran ejército y tengo prisa.

—He hecho todo lo posible, augusto, pero…

—¿Pero…? —dijo el emperador de modo que no ocultaba su irritación. No estaba su ánimo para malas noticias.

—Pero no he podido aún concluirlo todo a mi satisfacción… Quedan…

—Pero… ¿se puede cruzar? —indagó Trajano sin bajar del caballo. Niger piafaba porque sentía los nervios del jinete que lo gobernaba y el animal arañaba el suelo con una pezuña.

—¿Cruzar? —repitió Apolodoro como si estuviera confundido.

—¡Sí, por Júpiter! ¡Cruzar, cruzar! ¿Se puede cruzar el río sobre ese maldito puente? —gritó Trajano.

Había estado tan seguro de que el silencio de Apolodoro al no reclamar más tiempo en los últimos meses implicaba que todo iba bien, igual que el hecho de que Tercio Juliano no le hubiera advertido sobre ningún retraso, que ahora no podía ni tan siquiera oír que hubiera ningún problema. El verano era corto. Tendría que haber hecho caso a Lucio Quieto y ordenar que empezaran a preparar un puente de barcazas o que la flota imperial ascendiera por el río, pero quería la flota más al este, vigilando Moesia Inferior…

—Sí, claro, augusto. Se puede cruzar sobre el Danubio por el puente que el César ordenó construir. Lo que no he podido terminar son las dos fortalezas a ambos lados del río que han de proteger el acceso al mismo en caso de ataque. Eso es lo que quería explicar. Hemos tenido muchos problemas en los últimos meses y me he concentrado en los pilares y la estructura del puente…

—Pero se puede cruzar… —dijo Trajano interrumpiéndolo aliviado—. Eso es lo único que importa ahora, arquitecto. —Y lanzó una gran carcajada—. Puedes seguir con las obras de los fuertes cuando el ejército haya pasado al norte, pero para cuando regrese de allí ya no habrá enemigo que se atreva a atacar ni este puente ni ninguna frontera del Imperio. Ahora hazte a un lado. —Azuzó a Niger y el caballo inició un rápido galope.

Apolodoro se apartó y dejó el camino libre para el emperador y la caballería de singulares que lo protegían. Por detrás empezaron a avanzar miles de legionarios al paso primero y, de inmediato, a marchas forzadas. Era evidente que el emperador tenía prisa. Apolodoro vio que algunas unidades llevaban catapultas y acémilas repletas de víveres y pertrechos. El puente tendría que soportar el paso de más de setenta mil hombres y centenares de carros con mercancías y armamento durante toda la jornada. Habían llevado ya grandes sillares de piedra por encima de la estructura de madera de la gigantesca obra, pero siempre uno a uno. ¿Resistiría el puente el paso del ejército más grande que nunca Roma hubiera lanzado antes al norte del Danubio?

Trajano cabalgaba seguido de cerca por la escolta de pretorianos. Atravesaron las pequeñas colinas y, de pronto, al dejarlas atrás, apareció ante ellos el puente más largo que nunca antes hubiera visto nadie en el mundo: sobre veinte pilares de piedra tallada que emergían desafiantes de las profundidades del río, se apoyaba una prieta estructura de madera que conformaba una perfecta calzada sobre las aguas del Danubio, una obra de ingeniería indiferente a las turbulencias de las aguas que se deslizaban entre sus enormes pilares; unas aguas eternas, que fluían sin detenerse nunca, pero, de pronto, como si el río fuera sólo un gigante abatido que ya no resulta temible, pues había caído doblegado por la fuerza de los hombres.

Los legionarios que estaban en las obras del fuerte que debía proteger el acceso desde el sur dejaron de trabajar al vislumbrar la figura del César cabalgando al galope seguido por la guardia pretoriana. Todo el mundo se apartaba del camino del César. Marco Ulpio Trajano no refrenó a Niger ni un ápice, sino que lo azuzó aún más, para que el animal acometiera con decisión la entrada en el camino de madera que se extendía ante él. Los cascos del caballo empezaron a resonar con fuerza al chocar rítmicamente contra las tablas de la superficie del puente. El animal podía ver cómo el río fluía bajo su vientre pero la seguridad del jinete era tal que Niger no dudó ni un momento en seguir avanzando sobre aquel extraño camino que volaba sobre una llanura de agua.

Orilla sur, Moesia Superior

Apolodoro anduvo hasta situarse a la entrada del puente, junto a las obras de la fortificación sur que aún estaban sin terminar. Oyó entonces una voz conocida.

—¡Por Marte! ¡Parece que al final lo has conseguido! —dijo Tercio Juliano, que se aproximaba a él saliéndose de la columna de tropas que estaban entrando en la boca del puente—. He de reconocer que hubo un tiempo en que pensé que nunca lo lograrías.

Pero Apolodoro no respondió. Ni tan siquiera saludó al veterano legatus. El arquitecto mantenía sus ojos clavados en las pesadas catapultas de las legiones II y XXX que se aproximaban hacia el puente. Tercio Juliano no se sorprendió por la frialdad de Apolodoro. De hecho, si lo hubiera saludado feliz y satisfecho quizá hasta hubiera sentido una decepción, pero le llamó la atención la mirada tensa del arquitecto. El legatus buscó entonces qué era lo que tanto atraía o ponía nervioso a Apolodoro. Tercio Juliano no tardó en identificar las catapultas de las nuevas legiones y empezó a entender qué pasaba por la cabeza del arquitecto.

—¿Hay muchas de ésas? —preguntó Apolodoro, que sabía que el legatus, se cayeran bien o mal, podía entenderlo con rapidez.

—Bastantes —respondió Tercio Juliano—. Además, esas que se ven son las de las legiones II y XXX, pero hay más armas de asedio en el resto de las legiones. El César ha insistido en traer mucho más material de ese tipo que en la campaña pasada. Y también hay vigas pesadas para construir torres y otros pertrechos en algunos carros grandes que avanzan más lentamente que el resto del ejército.

—Sería conveniente que dejaran cien pasos entre una catapulta y otra cuando entren en el puente y lo mismo con los carros más pesados que mencionas.

—El emperador ha ordenado que se cruce el río a toda velocidad —repuso Tercio Juliano—. Dejar esos espacios ralentizará la operación, aunque sea por poco tiempo. Y eso es contravenir una orden imperial…

—El emperador sabe de ejércitos. Yo de puentes —replicó Apolodoro—. Y éste es un puente de madera sobre unos pilares de piedra que aún se está asentando y que nunca han sido sometidos, ni pilares de piedra ni arcos de madera, a una prueba como ésta.

Tercio Juliano escupió en el suelo. Aquel maldito puente traía problemas incluso después de construido. Farfulló varias imprecaciones a los dioses y pidió un caballo a uno de los jinetes de la primera turma de caballería que se aproximaba. Montó con agilidad y se lanzó hacia el gran camino de madera que cruzaba el río.

—¡A un lado, por Marte! ¡Haceos a un lado! —aullaba mientras adelantaba a las centurias de legionarios que avanzaban por la superficie de la gran estructura.

Orilla norte, Dacia

En poco tiempo, Tercio Juliano se encontró en el lado norte del río y cabalgó hasta quedar frente a la posición del emperador. Desmontó y se detuvo frente al César. Trajano lo miró satisfecho.

—Un gran puente, legatus —dijo el César—. He de reconocerlo y felicitarte a ti y a Apolodoro de Damasco. No esperaba que fuera de madera pero me vale de igual manera y se ha construido en los plazos previstos. Una gran obra.

—Una obra digna de un dios… —apuntó Lucio Quieto, que estaba junto al César. Trajano sonrió ante el comentario.

—Precisamente del puente quería hablar, augusto… —dijo Tercio Juliano, y Trajano se volvió para escucharlo—. El arquitecto sugiere que las catapultas y los carros más pesados entren en el puente separados unos cien pasos unos de otros para no sobrecargar la estructura de madera. Dice que aún no sabe lo que el puente puede resistir y que esa medida sería prudente, augusto.

El rostro de Trajano se tornó serio. Mucho.

Orilla sur, Moesia Superior

La primera de las catapultas de la legión II Traiana Fortis llegó a la boca del puente. Apolodoro se había acercado hasta situarse justo al lado de la entrada de su gran obra. El carro que tiraba de la máquina de asedio empezó a avanzar sobre las tablas de madera de aliso. Eso, no obstante, no era lo que preocupaba al arquitecto, sino el hecho de que tras ese carro venían otros dos, tres, cuatro… ¿una docena? Era difícil calcularlo, pues iban rodeados por decenas de artilleros y legionarios.

—¿Quién está al mando? —preguntó Apolodoro de Damasco en voz alta dirigiéndose a las columnas militares que seguían entrando en el puente con sus catapultas—. ¡Por todos los dioses! ¿Quién está al mando?

Un centurión abandonó la formación un instante.

—¡Por Hércules! ¡Tú, extranjero, calla de una vez o tendrás que lamentarlo!

A Apolodoro no le hirió lo más mínimo la alusión a su acento griego cuando hablaba en latín, pero no podía permanecer impasible y ver cómo aquellos estúpidos iban a destrozar en un solo día lo que él había estado construyendo durante años.

—¡Tenéis que deteneros! ¡El puente no resistirá el peso de todos esos carros juntos! Todo se vendrá…

Un puñetazo en el rostro impidió que Apolodoro pudiera terminar su advertencia. El centurión rió mientras veía cómo aquel desconocido griego se arrastraba por el suelo llevándose una mano a la cara ensangrentada.

—¡Ja, ja, ja! ¡Eso te enseñará a callar ante las legiones de Roma! ¡Extranjero! ¡Bárbaro!

Centro del puente

Tercio Juliano regresaba a caballo en dirección a la orilla sur, pero era difícil avanzar contra la corriente de legionarios que marchaba hacia el norte. Éstos sólo se apartaban cuando reconocían su dignidad de legatus, pero incluso así no había demasiado espacio y el caballo avanzaba al paso.

—¡Por Cástor y Pólux! —exclamó Tercio Juliano al ver que las catapultas de la legión II estaban todas ya dentro del puente, en el primer sector del mismo—. ¡Deteneos, estúpidos! ¡Deteneos por orden del emperador Trajano! —Pero aún estaba demasiado lejos para que lo oyeran los conductores de los carros—. ¡Maldita sea mi suerte! ¡Aún moriré yo en este maldito puente del Hades! —Desmontó, se situó frente al centurión de la unidad que tenía a su lado y le ordenó detenerse—. ¡Quietos todos aquí, por orden imperial! ¡Que no avance nadie hasta una orden mía!

El centurión dudó un instante, pues todos habían recibido la orden de que el emperador deseaba que se cruzara el puente a marchas forzadas, lo más rápido posible, pero ante ellos tenían a un legatus augusti que era como tener la voz de Trajano mismo ante ellos. El centurión se cuadró, levantó la mano derecha y la unidad se detuvo provocando el efecto en cadena consiguiente. Para el centurión aquel legatus debía de estar loco, pero allá se las compusiera él con el César. Él, como centurión, se limitaba a obedecer las órdenes de un superior.

—Bien —dijo al fin Tercio Juliano, suspirando y secándose el sudor de la frente con el dorso de una mano. Montó de nuevo sobre el caballo y fue avanzando de nuevo hacia la orilla sur hasta que alcanzó las posiciones de los carros más pesados con las catapultas y las acémilas de pertrechos de la legión II.

Justo cuando llegó a su altura se percató de que la estructura de madera sobre la que estaban todos encima del río temblaba levemente. El peso era excesivo y el puente se resentía, tal y como había predicho Apolodoro.

—¿Quién está aquí al mando? —preguntó tercio Juliano desmontando de nuevo y, casi por instinto, poniendo pie sobre la superficie de madera con cuidado, como temeroso de que un salto suyo pudiera ser la gota que colmara el vaso y el principio de que todo aquello se resquebrajara arrastrándolos a todos al fin absoluto.

—¡Yo estoy al mando! —exclamó un centurión, el mismo que había propinado el puñetazo al arquitecto hacía apenas unos instantes. Tercio Juliano lo miró de arriba abajo y no tardó en reparar en los nudillos ensangrentados de su mano derecha.

—¡A partir de ahora cada catapulta se separa cien pasos de la siguiente! —le espetó Juliano con desprecio; la estupidez lo encolerizaba—. ¿Está claro, imbécil?

Pero aquel centurión llevaba mal aquellos aires de grandeza del legatus. Para él la orden imperial anterior de cruzar el puente a la mayor velocidad posible estaba por encima de todo y no parecía querer someterse a nadie que no fuera el emperador mismo. Así que permaneció detenido, sin ordenar nada a sus hombres. Bajo ellos el puente vibraba.

—¿Por qué tienes sangre en la mano? —preguntó entonces Tercio Juliano, que, experimentado como era, sabía que había pinchado en hueso al dar con un centurión puntilloso. Peor: vanidoso.

—Un petimetre se ha atrevido a decirnos cómo debíamos entrar en el puente; un civil, pero ya le he aclarado yo algunas cosas sobre las legiones de Roma.

—Ya veo —dijo Tercio Juliano suspirando lentamente y mirando hacia el río—. ¿Y cómo era ese hombre, centurión?

El oficial aludido describió, sin duda alguna, la figura de Apolodoro. También describió al arquitecto gateando y ensangrentado tras el golpe que le había propinado y lo aderezó todo con una carcajada final. Varios de sus hombres le rieron la gracia.

Tercio Juliano, que le había dado la espalda para asomarse por la barandilla del puente y comprobar cómo estaban en máxima tensión las maderas que sostenían el cuarto arco sobre el que se encontraban, se reincorporó y encaró al centurión. Se detuvo frente a él. Estaba rodeado por hombres de la legión II. Habría preferido tener algunos oficiales de la VII con él, hombres de confianza y veteranos, pero la vida era como era. Y el puente seguía vibrando. Trajano había dado la contraorden de separar las catapultas siguiendo el consejo de Apolodoro y ahora allí tenían a aquel imbécil que había golpeado al arquitecto imperial mofándose del constructor y desafiándolo a él, negándose a obedecer con rapidez la contraorden imperial.

—Bien —dijo Tercio Juliano en voz baja. Para él. Para nadie más.

Sonrió.

Dio un paso al frente. Y, sin perder la sonrisa, agarró al centurión por el cuello, lo arrastró con una rapidez sorprendente hasta la barandilla del puente y lo empujó con destreza por encima de la misma. El centurión apenas tuvo tiempo de gritar mientras caía del puente. Se oyó un chof ahogado. Varios legionarios se asomaron, descomponiendo la formación militar para ver qué pasaba con el oficial. Tercio Juliano no se molestó en imitarlos. Si sabía nadar se salvaría y si no se ahogaría.

—No sabe nadar —dijo uno de los legionarios mientras comprobaba, con el resto de sus compañeros, que el centurión no salía a flote, pero pronto todos regresaron a la formación al oír la voz de aquel legatus.

—¡Hay demasiado peso sobre este puente, imbéciles! —aullaba Tercio Juliano—. Ya he aligerado un poco la carga al arrojar a ese idiota por la barandilla. ¿Alguien más tiene alguna duda sobre mis instrucciones?

El silencio más profundo se había extendido por todas las filas.

—¡Bien, por Cástor y Pólux! —seguía gritando Juliano—. ¡Entonces que avance la primera catapulta y el resto que espere!

Y sin rechistar ya nadie lo más mínimo, el primero de los carros empezó a alejarse hacia el norte. En cuanto éste se hubo separado unos cien pasos, Tercio Juliano ordenó que el segundo carro echara a andar, y así progresivamente con el resto. Al cabo de un rato, en cuanto la mitad de los carros se hubo separado de aquel punto el puente, por fin, dejó de vibrar.

Orilla norte, Dacia

—Quizá este puente —dijo Trajano al ver los problemas de la estructura para resistir el peso de las catapultas— sólo sea la obra de un César y no de un dios, después de todo.

Lucio Quieto asintió despacio.

—Pero en todo caso de un gran emperador —añadió el legatus norteafricano.

—No me hace falta más —aceptó Trajano—. Un emperador bastará para acabar con Decébalo, que no es otra cosa que un rey… —Y agrió el rostro amargamente—. Un rey que ha conducido a la muerte a mi mejor amigo. No, Lucio, no. El puente es obra de un César, de un hombre. En esta campaña dejaremos de lado a los dioses, que ya deben de estar cansados de nuestras guerras al norte del Danubio. Esta guerra es entre Decébalo y yo. Y te aseguro, Lucio, que no va haber más guerras entre los dos.

Trajano construyó sobre el Íster[30] un puente de piedra por el que no dejo de admirarme lo suficiente. Brillantes como fueron todos sus logros anteriores, éste, sin embargo, los sobrepasa a todos. Pues tiene veinte pilares de sillares de piedra de ciento cincuenta pies de altura desde su basamento y sesenta pies de anchura, y con una distancia de ciento setenta pies de uno a otro, conectados todos por arcadas [de madera]. ¿Cómo no debe uno maravillarse ante el esfuerzo hecho para colocar cada uno de esos pilares en un río tan profundo, con aguas turbulentas y un cauce tan embarrado? (…) Éste supone también, pues, uno de los logros que muestran la magnitud de los objetivos de Trajano.

DIÓN CASIO, LXVIII, 13