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SENEX

Anfiteatro Flavio, Roma

Junio de 105 d. C.

Se defendió con el escudo y luego con la espada. Los golpes del otro luchador eran bestiales. Marcio perdió el equilibrio y tuvo que poner una rodilla en tierra. Su contrincante, un fabuloso gladiador germano de apenas veinte años, fuerte, ágil y rápido, arremetió de nuevo contra él con la espada. Se llamaba Maroboduus y era el campeón entre todos los mirmillos. A Marcio le dejaron vestirse de lo que quisiera, y también eligió armas, escudos y yelmo propios de un mirmillo. Era la indumentaria con la que siempre combatió en la arena y la categoría de gladiador con la que se sentía más seguro. No era habitual que dos mirmillos se enfrentaran entre sí, pero Trigésimo, el nuevo lanista del colegio imperial de gladiadores, no le dio importancia al asunto. En cualquier caso, Trigésimo, como el resto de los miembros del colegio, como todo el público en el anfiteatro Flavio, estaba convencido de que aquel viejo combatiente traído al colegio imperial desde las remotas tierras del Danubio no resistiría ni un solo combate contra Maroboduus, por eso no dedicaron mucho tiempo a considerar sobre el tema. Marcio tenía más de cuarenta años en un mundo, el de los gladiadores, donde muy pocos llegaban a la treintena. Era cierto que Trigésimo había observado que Marcio se preservaba fuerte y bastante hábil para el combate pese a su edad, pero daba igual: era demasiado viejo y todos, de inmediato, empezaron a referirse a Marcio con el sobrenombre de Senex, es decir, el anciano.

Marcio consiguió ponerse en pie de nuevo y resistir una nueva acometida de golpes de aquel joven y poderoso gladiador germano. Maroboduus había adoptado aquel nombre en recuerdo a un antiguo rey germano, soberano de los marcomanos, que finalmente sería depuesto por Roma y encarcelado en Ravenna por Tiberio. Por eso aquel sobrenombre era aceptable a oídos del siempre supersticioso pueblo romano, que no habría tolerado el nombre de un germano que los hubiera derrotado, como el caso de Arminius, que aniquiló tres legiones en Teutoburgo, en los míticos tiempos de Augusto. Una derrota que todos borraban de su mente. Maroboduus, sin embargo, fue subyugado al final; era pues un buen nombre para un gladiador que, por muchas victorias que cosechara, no dejaba de ser otro preso más del Imperio.

Las gradas del anfiteatro, henchidas como nunca por la plebe de Roma, estaban disfrutando de aquel combate más largo de lo esperable. Maroboduus llevaba dieciséis victorias consecutivas. Era muy bueno y muy popular. Marcio sabía que lo peor iban a ser los primeros combates, donde, como en aquel caso, lo obligarían a luchar contra los campeones de la arena. Y es que cuando un gladiador conseguía un número elevado de victorias de pronto ya suponía mucho dinero para sus preparadores, una auténtica gran inversión económica: la popularidad de un vencedor hacía que las apuestas a su favor se multiplicasen y lo acostumbrado, la ley no escrita de la arena, era que cuando un campeón era popular se lo enfrentaba contra contrincantes de menor nivel para seguir así engrandeciendo la lista de victorias del campeón y engordando los bolsillos de su lanista, sus preparadores y los corredores de apuestas. Que un campeón cayera siempre era un mal negocio para todos, así que por eso, aquella funesta mañana, emparejaron al viejo que todos llamaban Senex con el gran luchador germano.

Marcio, aprovechando que su oponente parecía tomarse un breve respiro en sus continuados esfuerzos por derribarlo, lanzó su primer ataque con varios giros rápidos de su espada, pero no pudo sorprender al germano, que se defendió con maestría y templanza. Sí, aquello iba a ser muy difícil. Quizá insalvable. Por un momento, Marcio consideró seriamente que estaba ante su fin… pero se acordó de Alana y de Tamura…

—¿Es ése el hombre que intentó matarte? —preguntó Plotina a su esposo mientras comía algo de uva con la mano izquierda y señalaba a Marcio con la derecha.

—Sí, ése es —respondió Trajano, que pensó en añadir que también era el hombre que había cambiado de parecer en el último momento y le había salvado la vida, pero hacía tiempo que el emperador había limitado sus conversaciones con Plotina a breves intercambios de pocas palabras; en particular desde la reciente muerte de Longino, que había hundido a Trajano en una profunda melancolía. Pese a ello, el César había ordenado unos juegos gladiatorios en honor de su amigo caído que, a su vez, servirían como acto previo a la campaña que iba a emprender en el norte. Era una forma de ganarse el favor del pueblo justo antes de partir, una vez más, hacia el Danubio.

—No creo que vaya a sobrevivir a su primer combate —continuó Plotina—. Es demasiado viejo ya para estar en la arena.

—Sí —confirmó Trajano—. Al final todos nos hacemos viejos.

El germano sudaba profusamente, como Marcio, pues el combate se alargaba, pero había una diferencia entre ambos sudores: Marcio estaba acostumbrado al sufrimiento en el combate, mientras que para Maroboduus aquella dilación en terminar con su contrincante de la arena era algo nuevo. Nuevo y muy incómodo. Tuvo fortuna en sus primeros emparejamientos y salió vencedor de ellos sin demasiadas complicaciones y, a partir de ahí, sus preparadores le habían hecho combatir contra una larga serie de gladiadores claramente inferiores. Maroboduus estaba acostumbrado, malacostumbrado, a derribar a sus contrarios tras un intenso pero breve intercambio de golpes. La resistencia de aquel guerrero venido del Danubio empezaba a indigestársele.

Marcio caminaba alrededor del germano sin dejar de mirarlo en todo momento, pero a cierta distancia, lejos del alcance de su espada. Los dos estaban respirando con fuerza, tomándose un descanso en medio de aquel largo ya intercambio de espadazos y golpes que había dejado los escudos de ambos contendientes mellados por todas partes. Clang. La espada de Marcio, en un veloz movimiento, alcanzó el yelmo de bronce del germano. Éste, aturdido por primera vez en varios meses invicto, puso una rodilla en tierra. Cualquier otro gladiador habría aprovechado aquel instante para abalanzarse sobre Maroboduus e intentar herirlo de muerte, pero Marcio no. Él no buscaba la victoria. Él buscaba mucho más. Tenía que convertirse en héroe de la plebe y pronto. Estaba, además, exhausto, y sabía que no podría salir victorioso de muchos combates similares a aquél, con enemigos jóvenes y formidables en la lucha. No, Marcio tenía que salir de allí adorado por la plebe, y la plebe admiraba, por encima de todo, combates largos, igualados y sangrientos. Y finales sorprendentes, heroicidades inexplicables, como un viejo que derrotara con habilidad a un guerrero más joven y fuerte. A los corredores de apuestas no les gustaban esos finales, pero a la plebe sí, y Marcio lo sabía: conocía aquella arena mejor que nadie en toda Roma. Así, concedió a Maroboduus la oportunidad de levantarse de nuevo y reincorporarse a la lucha con energías que parecían renovadas al haberse visto humillado por aquel golpe seco en su casco. Marcio se vio obligado a retroceder varios pasos ante la furia incontenible del germano, recuperado para la contienda, pero se defendió bien con el escudo y la espada hasta que Maroboduus, una vez más, necesitó detenerse y recobrar el aliento. Fue entonces cuando Marcio dio varios pasos rápidos hacia un lado para salir del estrecho ángulo de visión del visor del yelmo de Maroboduus y se agachó al tiempo, a sabiendas de que el germano barrería a ciegas con su espada a media altura todo el espacio a su espalda por temor a un ataque de Marcio, pero éste, agazapado, no buscó un ataque mortal, sino que se limitó a herirle en el gemelo, atacando por detrás de la greba que protegía una de las piernas del germano.

—¡Aaggghhh! —aulló Maroboduus y se dobló hacia atrás. Consciente de que se jugaba la vida y de que no había tiempo allí para palparse la herida, se mantuvo en pie, cojeando pero en pie, sangrando pero en pie, buscando rápidamente reubicar en su ángulo de visión a Marcio, lo que consiguió al fin y contra quien lanzó varios golpes brutales que resonaron entre las infinitas arcadas del gigantesco anfiteatro Flavio.

Marcio sobrevivió, una vez más, al nuevo ataque, pero en cuanto percibió lo que era ya el último golpe de la nueva serie que le había lanzado su enemigo, se dejó caer hacia atrás, a sabiendas de que su oponente aún necesitaría unos instantes para recuperar energías y poder aprovecharse de su caída. Se trataba de hacerse ver como vencido, dejar que los corredores recrecieran las apuestas en su contra, para entonces, y sólo entonces, contra las previsiones de todos, volver a levantarse y encarar, de nuevo, a Maroboduus. Marcio tenía que hacer entender a los que controlaban las apuestas que la apuesta buena cuando él combatía era a su favor. Eso lo protegería en el futuro. El público rugía emocionado. Eso era. De eso se trataba. Marcio, ya en pie, arremetió con nuevos golpes contra Maroboduus. «Clang, clang, clang.» El germano trastabilló y Marcio lo golpeó de nuevo en el pesado casco con la espada mientras Maroboduus caía de espaldas. Y lo hirió ahora en un brazo. El germano gateaba sangrando por un antebrazo y una pierna. Gemía. Intentó incorporarse, pero la espada de Marcio lo hirió en el otro brazo y Maroboduus perdió su espada. Era el final. Pese a todo, el germano, valiente, intentó incorporarse, pero Marcio le dio un puntapié en el yelmo y Maroboduus, vencido, se derrumbó de nuevo de espaldas, debilitado por la pérdida de sangre, mareado, hundido. La gente empezaba a aclamar al gladiador victorioso.

—¡Senex, Senex, Senex! —bramaban con la felicidad de disponer de un nuevo héroe. De pronto aquel sobrenombre que había nacido como insulto se había transformado en un sobrenombre de victoria.

—¡Senex, Senex, Senex!

Marcio se situó encima del derrotado, poniendo su sandalia sobre el pecho del gladiador malherido y miró hacia el palco imperial al tiempo que levantaba su espada para asestar el golpe de gracia.

Trajano primero dirigió su vista hacia las gradas. El público estaba dividido, pero muchos indicaban con sus gestos que deseaban el perdón para Maroboduus. A fin de cuentas, el germano les había hecho ganar a muchos bastante dinero durante varios meses. Y había luchado bien siempre, y con bravura en aquel último combate hasta el final, intentando sobreponerse a sus heridas. Cualquier otro habría abandonado la pugna antes, tras la primera herida, pero Maroboduus había insistido en seguir combatiendo, incluso cuando Senex parecía tener ya el control absoluto de la lucha.

Trajano se levantó de su trono imperial e indicó con su mano el perdón.

Marcio sudaba y respiraba entrecortadamente. Había ganado, pero había sido llegando al límite de sus fuerzas. Vio la señal del César. Bajó entonces lentamente su espada y, en lugar de clavarla en el gladiador herido, tendió su mano a Maroboduus. Éste la aceptó y se levantó sorprendido e inmensamente agradecido por aquel perdón imperial. La gente aplaudió el gesto noble de Marcio y siguió aclamando a su nuevo héroe:

—¡Senex, Senex, Senex!

Marcio sabía lo que le quedaba aún por hacer. Fue caminando despacio hasta situarse en el centro de la arena del anfiteatro Flavio. Se detuvo, alzó los brazos con la espada en alto y los agitó en el aire rítmicamente, como si fingiera el vuelo de un pájaro, al tiempo que el público de Roma seguía vitoreándolo con su nuevo sobrenombre:

—¡Senex, Senex, Senex!

Y Marcio habló en voz alta, pero en medio de aquel mar de gritos sus palabras quedaron silenciadas, sólo escuchadas por él mismo.

—¡He vuelto! ¡Némesis, estoy aquí, dispuesto a pagar mi deuda contigo!

Todo estaba bien. Conseguiría salir de allí de nuevo. Ahora estaba seguro. Pagaría su deuda a la diosa de los gladiadores a la que siempre imploró por la vida de su esposa sármata. Alana cuidaría de Tamura y, pronto, él conseguiría la rudis, la espada de madera que le concedería el César y que significaría su libertad. Podría salir de allí y partir hacia el norte, una vez más, para reencontrarse con ellas. La generosidad de Trajano con aquel germano que acababa de derrotar anticipaba liberaciones próximas de gladiadores victoriosos que lucharan con bravura ante los ojos de un emperador magnánimo. Sí, saldría de allí y nadie podría detenerlo e impedir su reencuentro con Alana y Tamura…

Pero el público bramaba con tal fuerza que aquella atronadora aclamación, como hacía tiempo que no se oía en el anfiteatro Flavio, sacudió las entrañas del edificio: los gritos de «Senex, Senex, Senex» descendieron por los túneles del hipogeo subterráneo hasta penetrar en los intersticios más remotos de aquel submundo pétreo, húmedo y oscuro, y despertaron el interés de un ser olvidado por Marcio, convencido como estaba el viejo gladiador de que ya no quedaba nadie en el anfiteatro de Roma que pudiera acordarse de su pasado.

Pero se equivocaba.

—¡Senex, Senex, Senex! —Era el clamor que retumbaba en las paredes más profundas, bajo la arena, bajo los túneles, hasta llegar a la última celda del laberinto de terror del subsuelo del anfiteatro. Allí, entre dos fieros leones que rugían ante su amo, un hombre encogido, musculado y con voz de ultratumba desplegó sus labios y dijo lentamente, palabra a palabra:

—¿Qué - ocurre - allí - arriba?

Eso dijo, y Carpophorus entregó entonces el último pedazo de carne humana que le habían traído los esclavos a sus dos fieras favoritas. Cerró la celda, e inició un lento ascenso para averiguar a quién estaba aclamando la plebe. Y, de esa forma, el temido bestiarius de Roma, viejo, letal y retorcido, arrastraba sus pies entre las sombras de las galerías oscuras de aquel olvidado y sanguinolento vientre del anfiteatro Flavio.