UN ASUNTO PERSONAL
Cámara privada del César. Palacio imperial, Roma
Junio de 105 d. C.
Lucio Quieto se detuvo frente a la cámara del emperador.
—¿Ha bebido más? —preguntó el legatus norteafricano a los pretorianos que custodiaban la habitación del César.
Éstos negaron con la cabeza.
—Bien —dijo Quieto—. Abrid la puerta.
Los pretorianos obedecieron, no ya por la orden recibida, sino porque el emperador había especificado que sólo permitieran que entrara en su habitación Lucio Quieto. Nadie más.
Las hojas de bronce se separaron lentamente debido a su enorme peso. Quieto dio varios pasos al frente y los pretorianos volvieron a cerrar las puertas.
Trajano no levantó la mirada, que tenía hundida en los mapas de la Dacia desplegados sobre la mesa.
—Está cayendo el sol, César —dijo Quieto en un intento por sacar al emperador de su mundo de silencio.
—Así es —concedió el emperador, pero siguió callado.
—He llevado el frasco con el veneno que trajo ese esclavo griego a uno de los presos que tenemos, a uno de los renegados que intentó asesinar al César —dijo el legatus para intentar captar de una forma u otra la atención de Trajano.
—¿No sería el gladiador?
—No. El César ordenó que ese hombre regresase al anfiteatro Flavio, y allí está. He llevado el veneno a otro, uno de los cobardes que se quedó en el campamento mientras se hacía la cacería.
—Bien —dijo Trajano—. ¿Y?
—Le di el veneno nada más terminar la audiencia con el esclavo griego y el renegado traidor acaba de morir ahora. El veneno es realmente efectivo.
El emperador asintió.
—¿Cómo ha muerto el traidor? —preguntó entonces el César—. ¿Ha sufrido mucho?
Lucio Quieto inclinó la cabeza hacia un lado y se paseó la punta de la lengua por los labios. Suspiró.
—Ha sido una muerte muy dolorosa, César.
Los ojos del emperador de Roma estaban húmedos y brillantes. Sabía que Quieto lo miraba. Un César no puede llorar. Nunca. Ante nadie.
—Longino escogió la peor de las muertes para dar tiempo a que el esclavo nos trajera la noticia de su devotio —dijo Trajano con voz emocionada.
—Eso parece, augusto.
—Sólo los más valientes son capaces de algo así.
—Sólo los más valientes, César —confirmó Quieto.
De nuevo el silencio los envolvió.
—Algo debemos hacer, César; todos esperan —dijo el legatus casi suplicante.
—Y algo haremos —le respondió Trajano, levantándose y poniendo su mano derecha en el hombro de Quieto—. He convocado al Senado. Pronto partiremos hacia el norte. Esta vez cruzaremos el Danubio para quedarnos. Longino no puede haber muerto por una batalla más, por una guerra más. No. Longino habrá muerto por una nueva provincia de Roma, Quieto. ¿Me entiendes? Por Júpiter, ¿me entiendes?
—Sí, César.
Pero Trajano no estaba seguro de que Lucio Quieto le hubiera entendido del todo.
—Esto, legatus —insistió el emperador—, ya no es una guerra, amigo mío, esto es algo personal.
—Sí, César —dijo Quieto, aunque no estaba seguro de que personalizar aquella guerra fuera algo necesariamente positivo, pero, por otro lado, era bueno ver al emperador dispuesto para el combate.
—¿Y el esclavo griego, el esclavo de Longino? ¿Lo has matado?
Lucio Quieto guardó silencio un instante antes de responder.
—No, César.
Trajano asintió una vez más. No parecía enfadado. Lucio suspiró algo más tranquilo.
—¿Por qué no lo has ejecutado como ordené?
Quieto midió bien las palabras que iba a utilizar para explicarse.
—Porque me pareció que el emperador estaba… —no era fácil terminar aquella frase—; me pareció que el César había bebido mucho esta mañana. Así que decidí, siguiendo mi criterio, obedecer la orden previa del César, la que me dio hace meses, antes de empezar esta nueva campaña.
—¿Y esa orden era…? —preguntó Trajano.
—Esa orden decía que no debíamos obedecer al emperador si estaba muy bebido. Eso dijo el César hace tiempo. Eso he hecho.
Trajano cabeceó afirmativamente. Era verdad que había dicho eso, hacía meses, desde que se dio cuenta de que con frecuencia perdía el control sobre sus actos cuando estaba bajo la influencia del licor de Baco, aunque había olvidado aquella orden. Era evidente que Lucio Quieto no olvidaba nada.
—Has obrado bien, Lucio —confirmó el César—. Esta mañana no me encontraba bien. Ejecutar a ese esclavo habría sido una injusticia. Longino lo envió con una misión y el esclavo ha cumplido la misión. No importa lo desagradables que sean las noticias que me ha traído. —Miró a Lucio con agradecimiento—. Has obrado bien. Sigue así: si vuelvo a dar órdenes borracho espera a que se me pase el efecto del vino antes de obedecerme, como has hecho hoy. —Y se volvió un instante hacia la mesa donde el mapa de la Dacia seguía desplegado—. Ahora hemos de ponernos en marcha. Decébalo quería guerra y va a tener guerra, por Cástor y Pólux que la va a tener.
Trajano se giró de nuevo y se encaminó entonces hacia la puerta. Lucio se hizo a un lado para dejarlo pasar.
—¿Qué hago al fin entonces con el esclavo griego? —preguntó el legatus africano justo después de que el emperador ordenara que los pretorianos abrieran las puertas.
—Déjalo libre —respondió el emperador empezando a caminar de nuevo—; ése era el deseo de Longino. Dale un buen puñado de sestercios y déjalo libre. Pero que se vaya de aquí. No quiero verlo nunca más. —Y luego, mirando al suelo—: Al final se ha cumplido el augurio de Plinio: algo horrible me ha ocurrido. —Levantó los ojos con una mirada siniestra—. Me queda la venganza.