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LA CONFESIÓN

Palacio imperial, Roma

Junio de 105 d. C.

Trajano dio dos pasos al frente, dejando a un lado la mesa volcada, y se abalanzó sobre Hermilo. El emperador cogió entonces por la túnica al esclavo griego, que retrocedía, pero demasiado despacio para librarse de su captura. Trajano levantó entonces a Hermilo del suelo.

—¡Mientes! —volvió a gritar el César, y arrojó al esclavo contra el suelo del Aula Regia. Hermilo tuvo suerte, porque uno de los pretorianos de la escolta del César no tuvo tiempo de apartarse y por ello impactó contra este guardia en lugar de contra el duro mármol. Eso mitigó el impacto. Pero Trajano no se detuvo y se dirigió hacia donde estaba Hermilo magullado, en el suelo, intentando rehacerse. Quieto miraba al emperador sin saber qué hacer. Nadie parecía atreverse a interponerse entre la cólera imperial y aquel esclavo mensajero de malas noticias. De hecho, Lucio Quieto, como el resto de legati y consejeros y pretorianos, estaba aún sobreponiéndose a la exhibición de fuerza que había hecho el emperador al derribar aquella enorme mesa sin casi aparente esfuerzo. Trajano seguía siendo el hombre fuerte de antaño: eso era lo único bueno de aquel ataque de ira.

—No miento, César… Longino, mi amo, me dijo algo que debía contar para que se me creyera… Por favor, César, si el emperador me deja puedo explicarlo todo… por Zeus…

Marco Ulpio Trajano se detuvo. El solo hecho de volver a oír el nombre de Longino pronunciado por aquel esclavo le dio esperanzas. Quizá todo fuera un malentendido, quizá el esclavo ni siquiera había comprendido bien las palabras de su amo. Longino sabía escribir mensajes cifrados y era bueno con las palabras. Quizá hubiera algo que el esclavo no había entendido.

—Te escucho entonces, pero dilo todo de una vez o te mataré con mis propias manos —dijo Trajano controlando por momentos su cólera. Y se quedó allí, en pie, mirando fijamente a Hermilo, que, sin atreverse a levantarse, desde el mismo suelo, arrodillado, empezó sus explicaciones.

—Mi amo, César, me ordenó que le consiguiera veneno. Me dijo que no veía que las negociaciones entre Decébalo y el emperador de Roma fueran por buen camino, es decir, que pensaba que el rey de la Dacia buscaba sólo ganar tiempo para retrasar la campaña del César y que él no podía permitir que las legiones del emperador estuvieran detenidas en el Danubio por su causa, por su torpeza, eso dijo de sí mismo. Se consideraba culpable por no haber podido impedir la masacre de la guarnición de Sarmizegetusa y por haberse dejado atrapar vivo. Insistió en que su único camino era realizar una devotio, quitarse la vida y dejar así libre al emperador para realizar su campaña militar sin presiones de ningún tipo. Mi amo Longino vio el miedo en mis ojos, pues el rey Decébalo vigilaba muy de cerca a los pocos que podíamos hablar con «el amigo de Trajano», que es como lo llamaban los guardias dacios. Le dije a mi amo que si descubrían que yo le había entregado el veneno me matarían. —Hermilo miró al suelo mientras seguía hablando—. Lo sé, soy un cobarde y un miserable: mi amo se iba a sacrificar y yo sólo temía por mi vida, pero cuento esto para que se vea la bondad de mi amo. —Y levantó la mirada para ver los ojos del César fijos sobre él, atentos, interesados. Hermilo continuó con su relato—: Me dijo que no debía temer por mi vida, que había pactado con Decébalo que el próximo mensaje entre la Dacia y el emperador de Roma sería llevado por mí, por un servidor de él, de Longino, pues había hecho creer al rey que el emperador me conocía personalmente y que, en consecuencia, se fiaría de mis palabras, pero que yo antes debía conseguirle el veneno. Así podría servirle en su propósito de suicidarse y, al mismo tiempo, podría salvar la vida, pero debía encontrar un veneno que fuera lento, para que yo tuviera tiempo de escapar. Me arrodillé entonces ante mi amo y le agradecí que pensara tanto en mí, pero él me apartó de sus rodillas y me dijo que aunque con ello me conseguía salvar la vida no lo hacía sólo por misericordia hacia mí, sino porque necesitaba que el emperador supiera de su muerte lo antes posible. Estaba seguro de que si se suicidaba, Decébalo haría todo lo posible porque las noticias no llegaran nunca al César, de forma que el emperador siempre tendría la duda sobre su vida y eso lo retendría. Por eso el veneno debía ser lento, para garantizarme varias horas de ventaja, una jornada entera si era posible. Me dio entonces un saco con monedas de oro. Los dacios no se habían molestado en incautarle el dinero que llevaba encima cuando lo atraparon. Constantemente registraban la habitación en la que estaba recluido porque temían precisamente que mi amo intentara quitarse la vida, pero el dinero se lo dejaban. Yo creo que era una forma más de humillarlo, como si quisieran decirle a mi señor que les daba igual que tuviera oro. Salí de aquel encuentro y fui en busca de un medicus. Los dacios tienen varios en Sarmizegetusa, casi todos griegos, como yo, pues pagan bien, en particular los nobles próximos al rey. Como mi amo había estado indispuesto en alguna ocasión ya habíamos acudido con anterioridad a alguno de ellos y eran eficaces. Fui a uno que trabaja en las afueras de Sarmizegetusa y que no me conocía. Le dije que necesitaba un veneno poderoso, letal, y que actuara lentamente. Al principio el medicus no quería seguir escuchando, pero las monedas de oro fueron un buen reclamo y me ofreció dos venenos a cambio de todo el dinero. Uno de los venenos era indoloro, sumía a quien lo tomaba en un sopor profundo del que luego nunca despertaba, pero tenía el inconveniente de ser muy rápido; antes de una hora el que lo hubiera ingerido quedaba dormido. El segundo veneno, sin embargo, podía tomarse y no parecía tener efecto alguno durante varias horas, hasta que, de pronto, empezaba a manifestarse con unos dolores horribles en el estómago y el vientre. Me aseguró que era lento y brutalmente doloroso en esa parte final y que no le daría esto ni a un enemigo, pero que si lo que quería era que hubiera un espacio de tiempo entre la ingesta y el efecto mortal, ése era el mejor veneno del mundo. Le llevé los dos venenos a mi amo y él no lo dudó: de inmediato se decidió por el segundo veneno, por el lento pero terrible. Si no registraran su habitación tantas veces habría podido recurrir al segundo, al rápido, una noche, pero no quiso correr el riesgo de que encontraran el frasco y endurecieran luego su cautiverio. Estaba convencido de que sólo tendría una ocasión para quitarse la vida y no quería desaprovecharla. Eso me dijo. Quedaba en ese momento apenas una hora para que se lo llevaran a cenar con el rey de la Dacia. Esperó hasta el último momento y justo cuando empezamos a oír a los guardias dacios que se aproximaban a la puerta de la estancia donde lo tenían recluido, mi amo Longino cogió el frasco, este frasco, César. —Y sacó de debajo de la túnica un pequeño botellín de vidrio que estaba envuelto en una tela para protegerlo de los golpes; el frasco estaba medio vacío, pero aún quedaba algo de líquido en él—. De aquí bebió Longino todo el contenido que falta; el medicus insistió en que sólo debía beber la mitad para que el efecto fuera lento, tal y como deseaba él, pues si se bebía más el proceso se aceleraba. Los guardias entraron, pero para entonces el amo ya me había devuelto este frasco medio vacío y yo lo había vuelto a guardar bajo mi túnica. Ya nada podrían encontrar en la habitación aunque la registraran de nuevo. Longino se despidió de mí diciendo en voz alta ante los guardias que llevara el mensaje del rey de la Dacia tal y como Decébalo había solicitado. Mi amo desapareció custodiado por aquellos guerreros dacios y ya nunca más he sabido de él. Otro soldado dacio me condujo al patio del palacio. Allí me proporcionaron una montura y varios guardias más me acompañaron hasta fuera de la ciudad. En las murallas los guardias me dejaron en manos de un pequeño regimiento de caballería, todos con armadura, que me escoltaron durante varios días. Tuve suerte de que los jinetes tenían orden de ir a toda velocidad hacia el sur, pues el rey parecía que había dado prioridad a que este mensaje, en el que volvía a exigir las mismas condiciones de paz, llegara al emperador lo antes posible. Me dejaron junto al río Danubio en cuanto avistaron una turma de caballería romana al otro lado, a la que me entregué hace unos días, unas semanas, César. Es cierto que yo no he visto morir a Longino, pero si ese medicus no mentía, mi amo debe de estar ahora completamente muerto. Lo siento, augusto César, lo siento mucho, mi señor. —Y se postró en el suelo de forma suplicante. Junto al esclavo estaba el frasco medio vacío de aquel supuesto veneno. El emperador se acercó, se agachó y, sin decir nada, lo cogió con la mano izquierda. Se levantó y alzó la mano con el frasco para ver su contenido a contraluz. Imposible saber si aquel líquido era realmente un mortífero veneno; imposible saberlo sin dárselo a probar a alguien o sin beberlo uno mismo.

Trajano, no obstante, parecía haber conseguido recuperar el autocontrol sobre sus actos. Regresó caminando despacio al solitario trono del Aula Regia y volvió a sentarse, siempre con el frasco en la mano. Lucio Quieto miraba con cierto nerviosismo aquella pequeña botella en manos del emperador. No estaba seguro sobre cómo de sereno estaba Trajano en ese momento ni hasta qué punto era consciente de sus acciones, pero el César volvió a hablar.

—Es una historia curiosa la que has contado, esclavo —dijo Trajano—, pero sigo pensando que pueden ser sólo un gran montón de mentiras. ¿Por qué he de creerte? No hay nada en todo lo que has dicho que me resulte verosímil, más allá, eso es verdad, de que Longino podría ser muy capaz de hacer lo que has dicho. Pero necesito algo que me haga creer en tus palabras o simplemente ordenaré que te ejecuten por mentirme.

El esclavo, que seguía arrodillado en la esquina donde había sido arrojado por el César, asintió varias veces.

—Sin duda, augusto, el César tiene razón. Pero mi amo me dijo que lo que debía decir para que el emperador creyera en mis palabras debía decírselo a él a solas. Es una confesión extraña que no debe oír nadie más que el César. —Y calló a la espera de que el emperador ordenara que todos los que allí estaban salieran.

—Si tienes algo más que decir, más te vale decirlo ahora mismo —respondió el emperador.

Hermilo tragó saliva. No sabía bien cómo actuar. Su amo había insistido mucho sobre ese punto: «El César debe estar solo cuando le digas estas palabras.»

—Es que mi amo me obligó a jurar que esto sólo lo diría ante el emperador, a solas, sin nadie más presente…

—No me parece prudente que el emperador se quede a solas con este esclavo enviado por Decébalo —interrumpió Lucio Quieto, que temía que Trajano, aturdido por los efectos del vino y cegado por su amistad con Longino, pudiera acceder a una petición peligrosa para su seguridad o ingerir algo del líquido de aquel maldito frasco. Decébalo ya había intentado matar a Trajano una vez—. El César ya ha sido víctima de un intento de asesinato por parte del rey de la Dacia y muy bien podría ser éste un segundo intento.

—Eso es cierto —confirmó Liviano, que también miraba nervioso la mano derecha del emperador con aquel frasco enigmático. Y lo mismo Sura.

Nada más terminar de decir aquello, los pretorianos se pusieron firmes y empezaron a mirar al que hasta entonces consideraban un insignificante esclavo griego con cierta prevención y desprecio. Todos estaban atentos a desenfundar las armas en cuanto fuera preciso. De hecho, Quieto hizo una señal a Liviano y éste a su vez a uno de los tribunos pretorianos, quien salió del Aula Regia en busca de refuerzos de la guardia personal del emperador.

Trajano, entretanto, miraba de nuevo a Hermilo.

—Como ves, esclavo, ya no soy yo el único que duda de tus palabras. La última vez Quieto, aquí a mi derecha, sonsacó con tortura a uno de los conjurados que había enviado Decébalo para acabar conmigo. Quizá debiera dejarte a ti en sus manos para que sea él quien averigüe si es cierto algo de todo lo que cuentas. O quizá —y miró el frasco que sostenía en la mano— sería una buena idea que tú ingirieras la mitad del líquido que aún queda aquí y así podremos ver todos si sus efectos son tan letales como dices.

—¡No, por todos los dioses, el César debe creerme…!

—¡Pues di de una vez las palabras que te pidió Longino que me dijeras para que creyera en ti! —exclamó el César con voz amenazadora—. ¡La paciencia del emperador tiene un límite y tú has llegado a él! ¡Habla o bébete este frasco ahora mismo! —Y Trajano le entregó la botella de vidrio a Quieto, que se alegró sobremanera de ver cómo el emperador se desprendía de aquel líquido sospechoso. Quieto se aproximó hacia Hermilo con intención de abrirle la boca a la fuerza, y hacerle tragar aquel líquido sin contemplaciones y acabar con aquella absurda entrevista de una vez por todas, pero entonces el esclavo se levantó y volvió a hablar deprisa.

—Longino me dijo, César, que el emperador Trajano me creería si yo contaba lo que pasó hace muchos años en una cacería en Hispania, cuando tanto el César como mi amo eran sólo unos muchachos…

Trajano levantó la mano derecha.

—¡Un momento! —dijo, y Lucio Quieto se detuvo. Dos pretorianos habían cogido a Hermilo por los hombros y lo sostenían inmovilizado, pero al ver el gesto del emperador decidieron dejarlo libre por un momento—. Continúa —dijo el César, y como vio que Hermilo aún dudaba por la presencia de todos aquellos oficiales romanos y guardias y consejeros, añadió—: Cuenta lo que te dijo Longino. No importa quién haya aquí. Si no mientes ya nada importa.

Hermilo no estaba ya por discutir más con el emperador del mundo. Lamentó tener que transgredir las instrucciones de su amo, pero no vio otra posibilidad para salir con vida de todo aquello.

—Longino y el César salieron a cazar un lince. Llevaban semanas tras él. Pero discutieron, una pelea absurda entre jóvenes que estaban compitiendo por quién sería capaz de cazar el lince antes. Mi amo se despertó al alba y descubrió que el César había salido en busca del lince sin él. Mi amo siguió el rastro del César y del lince, y se encontró al mediodía con ambos, sólo que el lince estaba junto a un precipicio y el César había caído por él. Longino consiguió herir al lince y el animal salió corriendo o bien murió; no recuerdo bien esta parte. Mi amo se aproximó al precipicio y vio al emperador cogido a unas ramas de un arbusto cuyas raíces estaban cediendo. Mi amo se tumbó en el suelo y cogió con la mano al emperador, pero el peso del César era muy grande y no podía tirar de él para sacarlo del abismo. Estuvieron así unidos un rato.

Lucio Quieto, Liviano, Sura, Nigrino, Celso, Palma, Adriano, el resto de legati y tribunos y oficiales y consejeros y todos los pretorianos allí reunidos escuchaban con la boca abierta el relato de aquel esclavo, que daba voz a la confesión de aquel al que todos, en mayor o menor medida, habían menospreciado siempre por su brazo derecho tullido.

—El emperador le pidió a Longino que lo soltara, que lo dejara caer —continuaba Hermilo—, porque no veía posible que mi amo pudiera subirlo y, al final, terminarían cayendo los dos al abismo. Pero mi amo no soltó nunca, César; Cneo Pompeyo Longino nunca soltó y consiguió sacar al emperador vivo de aquel precipicio, aunque ello le costó que su brazo se quebrara y que nunca jamás sanara, de modo que no pudo volver a combatir con la maestría con la que lo hacía antes de aquella jornada de caza y se convirtió en un tullido a los ojos de todos para siempre. Ni mi amo ni el emperador confesaron nunca a nadie lo que había pasado. Todos pensaron que el accidente sufrido por Longino había sido por su culpa. Y así hasta… ahora, César. Mi amo me dijo que nunca había desvelado esto a ningún otro hombre en el mundo.

El silencio más absoluto se apoderó del Aula Regia del palacio imperial de Roma. Se podía oír a los pretorianos que estaban agrupándose en los atrios del edificio ante el temor de que alguien volviera a intentar atentar contra Trajano: las sandalias pisando el suelo de mármol, el ruido de las vainas de las espadas enfundadas chocando con la lorica segmentata, las voces de mando de los oficiales… pero dentro del Aula Regia no hablaba nadie. Así durante un largo espacio de tiempo. Todos permanecían inmóviles, mirando al César.

Marco Ulpio Trajano asintió una vez.

—Dices la verdad. —Suspiró—. Y si dices la verdad en esto es que es Longino quien te envía y entonces dices la verdad en todo cuanto cuentas. —El emperador se levantó, se quedó detenido un instante, miró al suelo—. Ya no hay duda: Longino ha… muerto.

Trajano se agachó y, de rodillas, empezó a recoger los trozos del vaso de vino que había roto al principio de toda aquella conversación. Era como si necesitara algo que hacer, pero aquella imagen resultó demasiado insoportable para todos: ver al emperador de Roma allí, acurrucado en el suelo recogiendo pedazos de cerámica de un vaso que estaba hecho añicos. Quieto se aproximó al César, pero Trajano se levantó. Tenía una expresión extraña en el rostro: era la mirada de quien ha perdido lo más preciado. El emperador echó a andar entonces en dirección a la puerta de salida del Aula Regia, pero cuando estaba a la altura de su sobrino segundo se detuvo un momento.

—Sí, Adriano, parece que el tullido Longino ya no está ahí fuera… molestando. Parece que el tullido Longino —y dedicó una rápida mirada a todos los oficiales y consejeros— se ha quitado la vida. Parece que el más cobarde de todos nosotros, aquel al que todos considerabais poco menos que medio inútil en el campo de batalla, resulta que ha sido, que siempre fue, el más valiente. Más valiente que todos vosotros. Más valiente que yo. —Y detuvo la mirada de nuevo en el rostro sombrío de Adriano—. Me pregunto, sobrino… ¿qué habrías hecho tú, Adriano, en el lugar de Longino? ¿Te habrías suicidado o habrías rogado, implorado, hasta llorado por tu rescate? —Y de nuevo, mirando al resto—: Todos pensabais que sólo era un tullido. —Trajano no esperó respuesta ni de su sobrino ni de nadie, sino que volvió a andar—. Voy a mi cámara —dijo cuando estaba pasando a la altura de Lucio Quieto—. Que me traigan más vino, Lucio. Luego, por la tarde, a la caída del sol, decidiremos qué haremos ahora que Longino ha muerto. Ah… —Se volvió un instante hacia el esclavo griego que estaba acurrucado en una esquina del Aula Regia con la esperanza de que el emperador lo hubiera olvidado. Al ver de nuevo a Hermilo, la faz del César se transformó en un tenebroso rictus de asco y odio y rabia mezclados con grandes cantidades de alcohol—. Matadlo —dijo en voz baja, pero perfectamente audible para todos—. Quien entregó veneno a Longino para que se quitara la vida no merece vivir. No quiero verlo… nunca más.

—¡No, augusto, no! —aulló el pobre Hermilo y se arrastró hacia el emperador para implorar, pero varios pretorianos le impidieron que pudiera acercarse. Sus ruegos y sollozos se oían como gemidos inútiles, demasiado débiles para conmover a un emperador que acababa de perder a su mejor amigo—. ¡Yo no tengo la culpa, César! ¡Yo sólo obedecí a mi amo! ¡César, César, César…!

Pero Marco Ulpio Trajano, escoltado de cerca por su guardia pretoriana, abandonó la gran sala de audiencias de la inmensa Domus Flavia y se adentró en las entrañas del palacio. Quieto se había percatado de que Trajano había pronunciado mal sus últimas palabras. El vino le estaba afectando mucho más de lo acostumbrado, aunque quizá en ese momento fuera el único consuelo que le quedara al emperador.

Todos seguían allí, como clavados en el suelo, sin saber muy bien qué hacer. Hermilo, de rodillas, en medio del Aula Regia, lloraba como un débil niño. Un espectáculo nada reconfortante. Nadie parecía sentir lástima por él.

—Ya habéis oído al emperador. Nos reuniremos por la noche, a la caída del sol —dijo Quieto al fin.

Todos fueron abandonando la sala sin decir nada, excepto el esclavo griego y Adriano, el sobrino del César. Este último se acercó a Quieto para susurrarle unas palabras.

—Es un día más perdido. Deberíamos empezar ya a actuar.

Lucio sonrió.

—Si quieres, puedes hablar tú con el César. Por mi parte, esperaré a la caída del sol.

Adriano miró con desprecio a Quieto, con esos ojos de quien no olvida una humillación, pero Lucio no estuvo atento porque se había vuelto para observar el contenido líquido de aquel frasco que aún sostenía en la mano. Adriano, al fin, salió.

—¿Y yo? —La voz tímida y aún asustada de Hermilo captó la atención de Quieto—. Por favor, noble legatus, por favor… —Y, arrodillado ante Quieto, rogó una y otra vez por su vida—. El César no puede querer decir lo que ha dicho; yo sólo servía a mi amo, sólo servía a mi amo…

Lucio Quieto era un hombre disciplinado que nunca jamás desobedeció a Trajano.

El legatus norteafricano se volvió lentamente hacia Hermilo.

—Sígueme —dijo Quieto y el esclavo griego, encogido, casi gateando, se arrastró detrás de aquel hombre como el buey que, lentamente, va camino del sacrificio.

Al cabo de una hora

Después de haberse ocupado del asunto del esclavo griego, Lucio Quieto fue a la prisión de la ciudad. Llegó acompañado de varios pretorianos. Los legionarios que custodiaban la entrada a aquel submundo pétreo y húmedo y maloliente de las celdas de la ciudad se hicieron de inmediato a un lado.

—¿Dónde están los renegados? —preguntó Quieto—. ¿Se los han llevado ya a las fieras del anfiteatro Flavio?

—Aún están aquí, legatus —respondió uno de los centinelas—. Se los llevan mañana.

—Bien —dijo entonces Quieto—. Busco a uno de sus oficiales. Un tal Secundo. Está herido en un brazo.

—Sí, legatus —confirmó el legionario—. Se queja de esa herida como una mujerzuela.

Hizo un gesto para que Lucio Quieto lo siguiera a través del laberinto de pasadizos estrechos y pobremente iluminados de aquella vieja prisión cuyos orígenes se remontaban a los principios mismos de Roma. Se detuvieron frente a una pequeña puerta de hierros entrecruzados que chirrió terriblemente al ser abierta. El legionario se apartó no sólo para dejar pasar al legatus sino sobre todo para no hacer sombra y detener con su cuerpo la única luz que entraba en aquel estrecho recinto. Quieto entró en aquella celda sin ventanas. El oficial norteafricano necesitó unos instantes para acomodar su visión a aquella semioscuridad permanente. Allí, acurrucado en una esquina a la que no llegaba nunca ni un mínimo rayo de luz solar, estaba Secundo, el único oficial superviviente de la conjura de los renegados que intentaron asesinar a Trajano.

—Dicen que aún te duele la herida —dijo Quieto señalando el brazo del desertor. Secundo, instintivamente, al oír la voz de quien lo había apuñalado en el pasado reciente, se acurrucó aún más contra la pared.

—¿Qué vais a hacerme? —preguntó aterrorizado.

Lucio Quieto sonrió.

—Nada, hombre. El emperador se siente magnánimo y ha decidido que no seas entregado mañana a las fieras del anfiteatro Flavio.

—¿A cambio de qué? —preguntó el renegado.

Quieto miró a los pretorianos que lo acompañaban y que habían entrado también en la celda para velar por la seguridad del legatus.

—Es listo nuestro desertor —y se rió y todos los pretorianos rieron. Quieto se volvió entonces hacia Secundo y continuó hablando—: Sólo tienes que beber el contenido de este frasco. —Lo extrajo de debajo de su uniforme y lo puso en el suelo frente al encarcelado.

—¿Si bebo eso ya no me entregarán a las fieras?

—Así es.

Secundo tomó el frasco con la mano derecha y medio cerró los ojos en un esfuerzo por distinguir el color de aquel líquido.

—¿Qué es? —preguntó Secundo—. ¿Veneno?

—La verdad, renegado —respondió Lucio Quieto—, es que no lo sabemos. Puede que sea veneno pero puede que no. Si lo bebes y no te pasa nada, no vas a las fieras. Si no lo bebes terminarás con el resto de tus compañeros mañana por la tarde en el anfiteatro Flavio. Yo creo que tienes más oportunidades de sobrevivir bebiendo esto que con las fieras, pero tú decides.

Secundo continuó esforzándose en ver al trasluz casi inexistente de la celda el contenido del frasco.

—Traedme algo para sentarme —dijo Lucio Quieto a los pretorianos—. Esto va para largo.

El legatus podía ordenar que sus hombres cogieran al renegado y lo obligaran a beber el líquido, pero prefería disfrutar del espectáculo de torturar mentalmente a uno de aquellos conjurados que habían intentado atentar contra la vida de Trajano. Era un placer ver cómo aquel miserable retorcía su mente ponderando qué opción era mejor: el frasco o las fieras.

Trajeron un taburete, sucio y con algo de carcoma.

—Es todo lo que hay —se disculpó el pretoriano esgrimiendo aquel pequeño asiento.

—Está bien —dijo Lucio Quieto, y se acomodó en el taburete situándolo junto a una pared de forma que pudiera descansar la espalda en el muro húmedo y frío. Mal lugar aquel para pasar más de unos días. Los presos tenían que ser conducidos a sus ejecuciones en la roca Tarpeya o en el anfiteatro Flavio en poco tiempo; si no, tras unas semanas en aquella cárcel, muchos no llegaban vivos y el pueblo se perdía el espectáculo.

—Beberé —dijo al fin Secundo, y antes de volver a pensarlo ingirió de un trago el contenido del frasco—. Ya está. Ya lo he hecho.

—Bien, muchacho, bien —comentó Quieto—; ahora esperaremos.

Pasó una hora y Secundo no parecía encontrarse mal.

Trajeron un cuenco con gachas algo pasadas. Era la comida de los presos.

—¿Puedo comer? —preguntó Secundo—. Tengo mucha hambre. Parece que ese líquido me da hambre.

—Come si quieres —respondió Quieto.

Pasaron dos horas.

Nada.

Quieto pensaba en el Senado. Trajano pediría esa tarde que fuese convocado para declarar una nueva guerra. No era probable que hubiera mucha oposición. Aunque el César seguía teniendo senadores enemigos éstos veían cada guerra como una oportunidad para que el César, que no rehuía el combate en primera línea, pudiera ser abatido por los bárbaros. Y, en cualquier caso, todos estaban hartos del problema de Decébalo. Un rey que una y otra vez, desde hacía años, se rebelaba contra Roma y osaba atacar fortificaciones, patrullas y ciudades fronterizas. Decébalo era un mal ejemplo para el resto de los bárbaros, que podían interpretar que una Roma que no castigara sus constantes desafíos era una Roma que estaba tornándose débil, y ése no era un lujo que pudieran permitirse.

Tres horas y nada.

Quieto se levantó.

—Quizá éste sea tu día de suerte, desertor —dijo.

Dio media vuelta y encaró la puerta de la celda. Los pretorianos se hicieron a un lado de inmediato. El legatus norteafricano emprendió entonces el ascenso por aquellos túneles en busca de la luz exterior. Estaba confundido. Hubiera apostado cualquier cosa a que Hermilo no mentía, aunque ahora no sabía bien qué pensar, pero justo en ese instante se oyó el primer grito de Secundo.

—¡Aagggh! ¿Qué me habéis dado, miserables?

Lucio Quieto no se detuvo. El esclavo griego no había mentido. Si no fuera porque aquellos gritos de Secundo confirmaban que Longino había sufrido una muerte horrible, se habría permitido una sonrisa.