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LA DECISIÓN DE LONGINO

Unas semanas antes

Palacio real de Sarmizegetusa

Cneo Pompeyo Longino se sentó junto a Dochia, el lugar que habitualmente se le reservaba cuando asistía a un banquete en la corte del rey de la Dacia. Parecía que Decébalo, aunque lo tuviera ahora secuestrado, quería seguir tratándolo de igual forma que cuando estaba libre y era, en efecto, el jefe de la guarnición romana de Sarmizegetusa. La realidad, no obstante, era bien diferente: las tropas romanas habían sido masacradas y él era un rehén, moneda de cambio mediante la cual Decébalo controlaba al mismísimo emperador de Roma. Longino miró al suelo. Trajano. ¿Qué pensaría Trajano de él? Lo que pensaran los demás lo imaginaba, pero eso no le importaba. Sabía que todos lo menospreciaban y que nunca entendieron ese afecto fraternal, más que fraternal, del emperador hacia él. Sólo le preocupaba qué es lo que estaría pensando de él Trajano. Longino se sentía estúpido, un imbécil, un ingenuo. Tenía que haber estado más atento. Trajano se lo advirtió, le avisó cuando le cedió el mando de la guarnición de Sarmizegetusa: «Ábrete paso con tus hombres y sal de Sarmizegetusa a toda prisa si crees que Decébalo nos va a traicionar; por Júpiter, prométeme que si intuyes una rebelión eso será lo que harás.» Él, sin embargo, en su ineptitud lo había hecho al revés. Para cuando quiso enmendar el error ya no existía la guarnición romana de Sarmizegetusa y él estaba siendo arrestado cuando aún quemaba el último mensaje cifrado de Trajano. Ahora era sólo un prisionero de Decébalo. Longino se sabía capaz de cometer errores, pero no pensó que pudiera cometer uno tan grande. ¿Por qué había estado tan… incapaz? Miró un momento a su izquierda. Dochia no se atrevía ni a devolverle la mirada. Sí, Dochia lo había cegado, lo había manipulado con sueños absurdos de una Dacia y una Roma amigas, aliadas; la princesa dacia le había hecho creer, sentir, vivir cosas imposibles y ahora lo había traicionado vilmente, lo había embelesado con aquellos ojos azules hermosos… lo había engañado como una sirena… Él, Cneo Pompeyo Longino, sólo había desvelado a una persona en toda su vida el secreto de su amistad eterna con Trajano y el origen de la gratitud imperial permanente del César para con él y esta persona, y Dochia, poseedora única de ese conocimiento, había usado esa confesión para entregarlo a él, y a las tropas de Sarmizegetusa, a su hermano Decébalo. ¿De quién si no podía haber obtenido Decébalo información sobre la gran amistad que lo unía con Trajano? ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Traicionado por aquellos ojos azules como el mar…

—Yo no he sido, lo juro por Zalmoxis —le dijo Dochia en voz baja, con un temblor nervioso en cada palabra, como si contuviera el llanto al tiempo que había intuido sus pensamientos sobre ella—. Yo no he sido. Te lo juro. El rey no ha sabido nada por mí. Estoy segura de que es…

Pero la mirada de odio y desprecio y asco de Longino fue tan demoledora que Dochia enmudeció de pura pena.

Decébalo los miró un instante. Había algo entre su hermana y aquel romano, pero ahora eso no era lo esencial. Tenía controlado a Trajano. Ganaría tiempo. El suficiente para hacer entrar en razón a los germanos, los sármatas, los roxolanos y los bastarnas. Éstos se mostrarían pronto proclives a un nuevo pacto si veían que él, Decébalo, tenía controlado al emperador de Roma como si fuera un perro atado con una correa al cuello.

Entraron varios esclavos y empezaron a repartir las bandejas de comida. Diegis, Vezinas y el resto de pileati no dudaron en empezar a comer, pero el romano no probaba bocado.

—Parece que nuestro legatus ha perdido el apetito —dijo Decébalo con un tono que fingía preocupación—. No quiero que el emperador pueda decir que no trato bien a su viejo amigo. —Y sonrió orgulloso.

—Yo ya no soy legatus, ni tan siquiera oficial de Roma —respondió Longino—. Para eso tendría que tener hombres a mi mando y no muertos. Mi incompetencia ha anulado mi rango.

Decébalo le replicó moviendo las manos en el aire, como quien busca excusas, alternativas.

—Cneo Pompeyo Longino es excesivamente severo consigo mismo. Siento lo de tus hombres, pero era necesario. Era, además, muy humillante su presencia: legionarios armados en el corazón de la Dacia —y negaba con la cabeza al tiempo que hablaba—; eso no podía ser. Las cosas están, simplemente, volviendo a su cauce natural: los dacios al norte del Danubio, los romanos al sur. Por el momento…

Lanzó una carcajada mientras cogía un trozo de carne de ciervo adobada en una jugosa salsa. Todos los nobles se unieron a la carcajada real. Todos menos Diegis, incómodo con las últimas actuaciones del rey, que eran, a su parecer, peligrosamente provocadoras. Si algo salía mal… Pero el rey no atendía a otros consejeros que no fueran Vezinas y aquel viejo romano al que éste atrapara años atrás en Moesia Inferior, durante la última guerra.

—No sé cómo puede estar tan seguro el rey Decébalo —apuntó entonces Longino— de que el emperador va a detener a todo un ejército de varias legiones sólo por mi causa. El rey debe creerme: no me une una amistad tan grande con el emperador. —Y calló a la espera de respuesta y de reacciones: a Longino realmente todo aquello ya no le resultaba importante, pero quería hacer sufrir a Dochia; la única mujer hermosa y libre y noble que lo había hecho sentir… atractivo, interesante para una mujer bella. Su traición dolía tanto que sólo podía dejar aquel maldito mundo arañándola de la única forma que podía: con palabras.

—No importa que insistas en la poca importancia de tu amistad con Trajano —le dijo el rey con seguridad—. Sé, y sé muy bien, que eso no es así. Sé que siempre estabas presente en su consilium augusti y que siempre estabas a su lado en Roma en todo momento y que todos saben allí de tu profunda amistad, una amistad que te une al emperador desde antes incluso de que éste ascendiera al trono. No, Longino, mis fuentes son seguras. —Y volvió a reír satisfecho de sí mismo. Había estado preocupado, realmente temeroso de Trajano tras el fracaso de la conjura para asesinarlo, pero era cierto que este nuevo plan estaba dando resultados y que el César se había detenido. Tiempo. Ganaba tiempo. Luego las alianzas, luego la victoria.

Longino miró a Dochia. La muchacha parecía querer negar con la cabeza y pugnaba por retener el llanto y sus ojos azules, inmensos, preciosos, brillaban. «Bien —pensó Longino—. Si ella lo había traicionado estaba bien que sufriera.» Aunque no entendía bien por qué sufría si todo lo había hecho con el único fin de sonsacarle esa información. ¿Llegó ella en algún momento a sentir algo real por él? ¿Hasta dónde puede mentir una mujer? ¿Puede mentirse a sí misma, a sus sentimientos más íntimos? ¿Podemos hacerlo alguno acaso? Pero Longino volvió a encarar al rey.

—¿Ha respondido Trajano a las peticiones que le realizasteis?

—Ha respondido —dijo el rey con la boca llena. Tragó el pedazo de carne. Sonrió mostrando la salsa granate entre los dientes. Volvió a hablar mientras bebía vino, entre sorbo y sorbo, una sabrosa costumbre adquirida de Roma—. Ha seguido negándose a aceptar la retirada completa de Roma de mi reino, pero continúan solicitando que respete tu vida. Te quiere tanto… —Y volvió a reír—. Nos hemos dado un tiempo de reflexión, los dos.

—El tiempo se te acabará en algún momento —le respondió Longino— y la paciencia del emperador también.

—Es posible. Entonces tendré que matarte —argumentó Decébalo sin acritud, con cierto aire de indiferencia, mientras cogía otro trozo de carne.

—Trajano arrasará la Dacia entera cuando eso pase.

—Lo intentará, pero el tiempo que está transcurriendo no corre contra mí sino contra Roma.

Longino lo miró intrigado.

—No entiendo lo que quieres decir. Por muchos hombres que reúnas la Dacia no podrá resistir el ataque combinado de varias legiones de Roma. Ya fuiste derrotado en el pasado, ¿qué te hace pensar que ahora las cosas serán… diferen… tes? —Aquí sintió la primera punzada en el estómago, pero acabó su pregunta, se llevó la mano izquierda al vientre y fingió que todo estaba bien. Quería escuchar la respuesta del rey.

—Estoy ganando tiempo, amigo de Trajano, un tiempo precioso. Contigo retenido por mí, el emperador no atacará en varios meses. Luego llegará el invierno. Es muy difícil combatir en campo abierto entre la nieve. Resistiremos en las fortalezas. Las hemos mejorado. Tú lo sabes bien. Has visto cómo hemos recrecido los muros y construido más torres. La verdad es que no he cumplido ninguna de las cláusulas de la paz firmada con Roma —y volvió a reír—, pero eso no es lo importante. La clave está en lo que has dicho: no está claro que pueda resistir solo contra Trajano y sus legiones, pero estoy preparando una serie de alianzas con los roxolanos, los bastarnas, los sármatas y más pueblos; en poco tiempo tendré una nueva alianza segura con los catos y otros germanos al norte del Rin. ¿Podrá tu querido Trajano defenderse de un doble ataque en el Rin y el Danubio a la vez? Domiciano no pudo y no han aumentado tanto las legiones desde su época. No. Trajano tendrá que defenderse y pactar, y entonces será la Dacia y no Roma la que imponga condiciones. Las cosas, amigo de Trajano, van a cambiar mucho en el Danubio. Puede que incluso cambien en Roma después de este gran fracaso de tu amigo el César.

Longino empezó a comprender la dimensión del plan de Decébalo. Era una buena estrategia y él, al haberse dejado atrapar, le había dado el tiempo necesario para ponerla en marcha.

—Es un buen plan… —respondió Longino con la mano izquierda ahora en el estómago; el dolor era siempre punzante, agudo—. Una estrategia digna de un rey… sólo tiene un fallo.

Aquella apreciación de su invitado, de su rehén, captó la atención del rey.

—¿Un fallo? —Decébalo negó con la cabeza—. No, no lo creo. No creo que haya ningún fallo.

—Sí lo hay, rey de la Dacia —insistió Longino, no sin cierto esfuerzo para hablar.

—¿Qué fallo?

Fue Longino el que sonrió ahora, echándose hacia atrás en su asiento, buscando una postura que le aliviara algo aquel dolor salvaje, incontrolable. Era curioso que el rey aún no se percatara de nada. Debía de estar completamente absorbido por la dimensión de sus sueños de grandeza.

—Trajano… atacará mucho antes… No esperará tanto…

Pero Decébalo volvió a negar con la cabeza. Levantó la mano derecha ensuciada por la salsa de la carne de ciervo e hizo un gesto, como si llamara a alguien.

—Que lo traigan, que traigan al viejo senador romano —dijo—. Va a ser la única forma de que nuestro invitado entienda que mis informaciones sobre su amistad con Trajano están bien confirmadas.

Aquello sí sorprendió a Longino. Sabía que Decébalo tenía informadores de origen romano, incluso había oído algo de un antiguo senador que habían atrapado en Moesia Inferior, que parecía haberse ganado un lugar de confianza en la corte del rey, pero nunca aparecía en público; era como un pequeño gran secreto de Decébalo. Ahora se lo iba a mostrar. Hasta ese momento Longino pensó que era sólo un falso rumor.

Mario Prisco apareció en el salón de banquetes del palacio real de Sarmizegetusa bien vestido, con una hermosa túnica blanca, limpia, caminando con orgullo, tranquilo.

—Creo que os conocéis —dijo el rey.

Longino asintió. No daba crédito: el miserable Prisco, ese vil traidor, corrupto hasta la médula, se había pasado al bando del rey Decébalo.

—¿Es de este hombre de…? —Por todos los dioses; Longino estaba sudando y le venían arcadas—. ¿Es este hombre quien te ha informado de mi amistad con el emperador?

—El mismo —dijo Decébalo satisfecho de que por fin su rehén comprendiera que la información sobre el asunto no dejaba mucho margen a la duda: él, rey de la Dacia, había conseguido a aquel antiguo senador, resentido con Trajano, como informador—. Pero parece que te encuentres mal; te ha sorprendido lo de Mario Prisco, ¿verdad? Es de las pocas cosas útiles que me quedaron de la anterior guerra. Ha cometido algún error grave como consejero —siguió comentando en clara alusión a la fallida conjura para asesinar a Trajano—, pero ha sabido enmendarse y le estoy dando una segunda y última oportunidad.

Mario Prisco se inclinó ante el rey sin decir nada, pero había tomado buena nota de las palabras «última oportunidad».

Longino estaba sumido en un tremendo dolor y una pléyade confusa de sentimientos. Por un lado, seguía allí con él la sorpresa porque aquel traidor corrupto siguiera vivo, ahora en la Dacia, y aliado con Decébalo en vez de muerto o perdido en algún otro rincón del Imperio. Nunca pensó en dónde había sido desterrado. Moesia Inferior. Ése había sido el lugar. Claro. Allí podría haber sido atrapado. Por otro lado, Longino empezaba a entender que Dochia, después de todo, quizá no lo hubiera traicionado: Prisco no sabía todo sobre la amistad entre él y Trajano pero sí lo suficiente para transmitirle al rey de la Dacia que eran amigos, muy amigos, aunque no entendiera, como tantos otros, por qué, y también podía saber que él asistía al consilium augusti habitualmente. Cualquier senador de Roma sabía esas cosas. Longino miró entonces a Dochia. Las lágrimas caían pequeñas pero nítidas, cristalinas, por una de las mejillas de la princesa. Ella miraba al suelo.

—No fui yo; no dije nada nunca sobre tu brazo y el César… —volvió a decir ella en latín en voz baja. Decébalo miró a su hermana.

—Dochia, ¿tú también estás preocupada? —la interpeló el rey.

—Sólo hablas de guerra y de muerte —replicó ella con una furia que pilló desprevenido a Decébalo y a los nobles de la Dacia—. Todos, todos habláis de la guerra como algo grande y bueno y glorioso y sólo trae muerte y sufrimiento y dolor a nuestro pueblo. Jugáis a provocar al emperador de Roma, os aliáis con traidores que no dudarán en traicionaros mañana mismo si con ello sobrevivieran, y os llamáis nobles. El último sacrificio de Zalmoxis salió mal, ¿o acaso olvidáis cuántas veces tuvimos que repetirlo? ¿Creéis que podéis engañar al dios supremo? Zalmoxis nos estaba avisando…

—¡Calla! —ordenó Decébalo en dacio a su hermana—. He contemplado tu creciente interés por este legatus romano, y lo he tolerado porque servía a mis fines que lo tuvieras distraído, menos atento a lo que planeaba que a pasear contigo por los palacios de la ciudad, pero estas palabras son próximas a la traición. ¡Calla y no hables de aquello que desconoces, mujer!

Y Dochia calló, pero rompió a llorar en un sollozo que no podía apagar. Longino la miraba, orgulloso de ella. Aunque no había entendido lo que había dicho el rey era evidente que Dochia había pronunciado palabras que lo habían enfurecido. Era Dochia, la Dochia que él siempre había creído ver, conocer, sentir, tocar, besar… el dolor se había apoderado ya de todo su cuerpo, pero por un instante, aunque sólo fuera por un minúsculo instante, Longino sintió una felicidad que inundó todo su ser, y el dolor, durante ese pequeño resplandor, desapareció; pero fue sólo eso, un parpadeo del tiempo. El sufrimiento del mundo real y las ganas de vomitar regresaron. ¡Por Júpiter Óptimo Máximo! ¡El dolor era horrible! Se levantó y al hacerlo volcó las bandejas que tenía delante. El ruido del metal cayendo al suelo reverberó por toda la sala. Todos lo miraban. Estaba pálido, pero feliz, feliz.

—Trajano atacará mucho más pronto… de lo que el rey… imagina… —dijo y caminó como si cojeara, como si estuviera borracho, como si fuera a caer en cualquier momento. Decébalo lo miraba extrañado, confuso, con muchos interrogantes en sus ojos; Longino cayó de rodillas, pero seguía hablando y mirándolo—: Mi esclavo griego era un hombre leal, rey de la Dacia… me sirvió hasta el final… y hace horas que cabalga hacia el sur con el mensaje de mi… muerte.

—Pero ¿qué ha hecho este insensato? —exclamó el rey levantándose de su trono. Dochia negaba con la cabeza y sólo pronunciaba una palabra que repetía una y mil veces como un lamento triste de dolor incontenible.

—No, no, no…

Longino vomitó a los pies de Decébalo, pero se rehízo con rapidez. Una vez terminó con aquellas arcadas pareció recuperarse, casi sentirse bien. Así que volvió a hablar mientras se levantaba, despacio, con la pesadumbre del moribundo, pero con la determinación del héroe.

—Trajano atacará en cuanto sepa que he muerto; porque me muero, rey de la Dacia, el rehén se muere… —Y sonrió con la sonrisa de la venganza—. El veneno es inapelable, como los dioses… —Todos lo miraban, todos y cada uno de aquellos nobles que se vanagloriaban de jugar a provocar a Roma lo miraban entre nerviosos y confundidos; él nunca ganaría ya una batalla en campo abierto; aquel momento era lo más próximo a una victoria que vería ya nunca más; así que los miró a todos y cada uno de ellos con la lástima de quien se dirige a quien está perdiendo y es tan ingenuo que aún no lo sabe—. Un día, rey de la Dacia, me llevasteis a ver… a admirar vuestro gran sacrificio a Zalmoxis… una escena memorable, impresionante… vuestros mejores guerreros muriendo como mensajeros para comunicar con vuestro dios… y me dijisteis que los romanos no son capaces de tanto valor… que somos cobardes… que erais superiores… algo así… no recuerdo bien las palabras… aggghh. —Volvió a caer de rodillas; el alivio tras el vómito ya había desaparecido; aquel veneno era terrible, pero hacía su asqueroso trabajo; sentía cómo su corazón se aceleraba; se encogió; miró un momento en la dirección de Dochia—. Lo siento… —le dijo a la princesa, y Dochia vio que ya no había rencor en su mirada y eso le dio paz y al mismo tiempo una pena aún mayor que la sufrida antes—, quizá en otro tiempo, en otro lugar… lo siento… —añadió él; a Longino le habría gustado morir mirando aquellos ojos azules que tanto había admirado, pero tenía aún algo que decir y pensaba decirlo todo hasta el final. Volvió a encarar la mirada de rabia y odio y miedo de Decébalo—. He perdido a mis hombres por mi estupidez… cuando un oficial romano sufre una derrota tan humillante lo más noble es… quitarse la vida… El rey de la Dacia puede ver ahora lo que una vez le expliqué… lo que en Roma llamamos… devotio… —Y cayó de lado escupiendo sangre por la boca. Pero parecía seguir hablando.

—¿Qué dice? ¡Quiero saber qué dice ese maldito! —gritó el rey desde el trono—. ¡Por Zalmoxis! ¿Qué dice?

Longino miraba hacia el techo de madera de aquel salón real. Sería lo último que vería físicamente, pero su mente viajaba hacia atrás en el tiempo, hacia aquellos días felices cuando salían a cazar linces en la lejana Hispania. Recordó el aire de los bosques con el rocío del alba, el olor de la mañana recién nacida, las risas junto a la hoguera en compañía de Trajano, el día que se enfadaron, la búsqueda del amigo, aquel precipicio y Trajano ordenándole que lo soltara, que lo dejara caer para salvarse él.

—¡No podrás subirme nunca! ¡Suéltame y sálvate tú! —le decía Trajano.

Y aunque nadie se diera cuenta, allí, rodeado por los nobles de la Dacia, Longino cerró su mano derecha con más fuerza que nunca mientras se decía a sí mismo eternamente: «Nunca soltaré a mi amigo, nunca soltaré, nunca abriré esta mano, nunca…» Y entonces dos palabras más y todo quedó en nada. Pero no… había algo más… un par de ojos azules… a lo lejos… esperándolo…

Todos parecían tan petrificados como incapaces de reaccionar. Sólo Diegis parecía controlar sus sentidos y su voluntad. Se levantó y de un salto voló por encima de las mesas y se arrodilló junto al agonizante romano que parecía querer decir aún unas últimas palabras, pero apenas producía un hilillo de voz inaudible. Diegis se agachó aproximando su oído a la boca ensangrentada de Longino y pudo, al fin, escuchar sus dos últimas palabras. Luego el cuerpo del romano se quedó quieto. Diegis se separó entonces y lo miró a la cara: el romano tenía los ojos abiertos mirando a un vacío desconocido y la boca llena de sangre con la lengua hacia un lado en una desagradable mueca mortal.

—¿Qué ha dicho? —insistió el rey, pero antes de que Diegis pudiera responder, Decébalo señaló hacia el cadáver—. ¡Tiene la mano derecha cerrada, en un puño! ¡Esconde algo! ¡Quiero saber qué esconde!

Vezinas había imitado, aunque algo más tarde, a Diegis y estaba también junto al cuerpo de Longino y no dudó en agacharse e intentar abrir la mano del romano muerto, pero no pudo: aquella mano estaba cerrada como un cepo. Nadie podría abrirla. Vezinas levantó la mirada. Decébalo sabía lo que iba a decir, así que no le dio margen.

—¡Rompedle los dedos si hace falta! ¡Quiero saber qué esconde!

Vezinas suspiró, pero extrajo una daga de debajo de su capa y hundió la punta entre los dedos. Le costó más trabajo del que hubiera pensado nunca. Diegis negaba con la cabeza, Dochia seguía llorando desconsolada, Mario Prisco contemplaba el desastre, Decébalo estaba de pie sobre su trono real.

—¿Qué tiene, qué tiene ese miserable?

Los dedos de Longino estaban quebrados, había sangre por todo el suelo.

—No tiene nada, mi rey.

—Nada —repitió Decébalo y se sentó despacio en su trono—. ¿Y qué es lo que ha dicho? —preguntó de nuevo el rey, mirando al suelo, abatido—. ¿Cuáles han sido sus últimas palabras?

Diegis se aclaró la garganta. Tenía sangre del legatus romano por toda la ropa pero no parecía importarle. La sangre de un valiente no mancha.

—Ha dicho: «Ave, César» —dijo Diegis—. Sólo ha dicho «Ave, César» y ha muerto.