EL VIAJE HACIA EL NORTE
Bánato, sudoeste de la Dacia
Primavera de 105 d. C.
Alana corría como si se deslizara sobre la hierba. Tamura la seguía como podía, con zancadas más pequeñas, pues se veía obligada a acelerar para no perder distancia respecto a su madre. Tras ellas venían unas treinta más, guerreras sármatas y mujeres roxolanas, junto con medio centenar de niños y niñas pequeños. Alana se volvió y pudo ver que Tamura jadeaba. No podían seguir así. Los niños no aguantarían.
Alana se detuvo y buscó a Amage con la mirada. Ésta, pese a tener sólo veinticinco años, era, junto con ella, la más veterana del grupo, valiente y decidida como Alana. Era roxolana, como algunas otras, pero ahora todas estaban unidas para escapar. Habían acordado ir al oeste y luego al norte a la región dominada por los sármatas, con el pacto de que luego Alana solicitaría, a su pueblo ayuda para enviar a las roxolanas de regreso a su tierra. Amage vio cómo Alana la buscaba con la mirada y se acercó.
—No podemos seguir así —dijo Alana en dacio. La lengua de sus antiguos aliados les servía ahora para comunicarse entre ellas—. Los niños están agotados.
—Lo sé —respondió—, pero ¿qué podemos hacer?
Alana se volvió hacia el horizonte. Llevaban dos días corriendo en dirección oeste.
—Estamos en el Bánato —dijo la guerrera—. Aquí los romanos tienen algunas pequeñas guarniciones que dejaron después de la guerra.
—¿Y?
Alana la miró fijamente. Tenía que saber si Amage estaría con ella o no. Sin el apoyo de las roxolanas no llegarían lejos. Aunque las que más sabían guerrear eran las sármatas, las roxolanas habían luchado con bravura para escapar de los dacios cuando una patrulla romana sembró la confusión en el campamento donde estaban custodiadas.
—Los romanos tienen caballos —se explicó Alana.
Amage cabeceó levemente de forma afirmativa.
—No será fácil —respondió al fin.
—No, pero a caballo podremos regresar al norte, con Akkás —añadió Alana—, y allí estaremos seguras, sobre todo los niños. De allí podréis viajar de regreso al reino de Sesagus.
—¿Cuántos caballos crees que necesitamos? —preguntó Amage.
—Treinta —respondió Alana—. Los niños pequeños pueden montar en la grupa. Un caballo puede llevar a una de nosotras y dos niños si hace falta si vamos al paso.
—De acuerdo. ¿Cómo lo haremos?
—No lo sé —dijo Alana.
Avanzaron un poco más aquella tarde. Hicieron noche y montaron guardia por turnos. Al día siguiente continuaron avanzando hacia el oeste hasta que encontraron una pequeña fortificación romana. Dejaron a los niños en retaguardia bajo la vigilancia de las roxolanas mientras Alana y las guerreras sármatas se adelantaron para examinar la situación. Amage iba con ellas. Escondidas tras unas rocas, inspeccionaron los alrededores del campamento romano: había una empalizada, un foso y torres en la puerta principal y en las esquinas de la empalizada. No era un campamento grande, quizá para ochenta hombres, lo que los romanos llamaban centuria. Un puesto de frontera. Dispondrían de unos pocos caballos.
—Demasiado riesgo y ni siquiera tendrán los animales que necesitamos —dijo Amage. A Alana le costaba admitirlo, pero lo que había dicho la roxolana era cierto. Dejó de mirar hacia el campamento y se sentó desesperada.
—Tendremos que seguir a pie —dijo Alana—, pero la lentitud de los niños nos retrasa. Pronto toda la región estará en guerra y será más difícil llegar al norte.
—¡Mirad! —dijo una de las guerreras sármatas. Amage y Alana se levantaron y se asomaron de nuevo por entre las rocas: varios carros salían del campamento escoltados por una decena de jinetes.
—Van a por suministros —dijo Alana.
—¿Por qué llevan tan poca escolta? —preguntó Amage.
—Los dacios no los han atacado en el Bánato en los últimos años. Están confiados. —Y calló un instante mientras seguía observando con su mirada felina la salida de los carros del campamento—. Dos, tres, cuatro carros y diez caballos. Con eso sí podemos llegar al norte. Nos turnaremos en los caballos y pondremos a los niños en los carros.
Alana hablaba como si los carros ya estuvieran en su poder. Ninguna de las sármatas le replicó. Todas estaban dispuestas.
—¿Cuándo lo haremos? —preguntó Amage.
—Los seguiremos hasta que entren en un bosque.
Los jinetes romanos cabalgaban en silencio. No les gustaban los hayedos de la Dacia. Si por ellos fuera los quemarían todos, pero de momento sólo talaban los árboles que necesitaban para construir los campamentos o los precisos para las hogueras. No se oía nada en aquel bosque de árboles inmensos. Si hubieran estado atentos a aquel silencio absoluto en el que no se oía a ningún pájaro quizá hubieran podido reaccionar más rápido, pero de pronto el jinete que encabezaba el convoy oyó varios gritos a su espalda.
—¡Agh!
—¡Ahh!
—¡Por Hércu… les…!
Cuando se volvió para mirar vio que varios de sus compañeros habían caído de los caballos con flechas clavadas en la espalda. Desenfundó el gladio pero fue entonces cuando le llegó su turno. El dardo le atravesó la garganta y no pudo gritar siquiera. Los que conducían los carros salieron corriendo. Ninguno llegó lejos. Aquél sería el último convoy de suministros que saldría de un campamento romano del Bánato sin una escolta adecuada, pero eso ya no era asunto de Alana y sus guerreras.
Las sármatas vaciaron los carros de cestos y cántaros vacíos e instalaron a los niños en el interior. Luego despojaron de todas las armas a los caballeros romanos abatidos. Tomaron los caballos y emprendieron el largo viaje hacia el norte.
—Esta tarde cazaremos —dijo Alana—, mientras vosotras cuidáis de los niños.
Amage asintió.
No eran mujeres de muchas palabras, pero solas, en medio de una región inhóspita al borde de la guerra, eran más capaces que nadie de velar por sus hijos.
—Silencio —dijo Alana en un susurro.
Tamura asintió.
Un par de conejos colgaban del cinturón de su madre. No estaba mal pero era insuficiente para tantos como eran. Se les había escapado un venado por muy poco. Las dos caminaban despacio. Alana, hasta hacía un instante, sólo pensaba en que ojalá las otras hubieran tenido más suerte con la caza, pero ahora sólo tenía oídos para escrutar el bosque.
—Quieta —dijo entonces de nuevo en voz muy baja y puso el brazo para que la niña se detuviera. Tamura no entendía a qué venía la prevención de su madre. Ella aún no percibía el peligro. Le faltaba algo de adiestramiento aún y estar más atenta. La pequeña se llevó las manos a su propia cintura y se dio cuenta de que le faltaba algo.
Alana no se percató de los movimientos de su hija. Estaban justo junto a un gran árbol, un haya inmensa de tronco muy grueso, tanto que desde el otro lado no las podrían ver. Eso tranquilizó a Alana. El viento, además, iba hacia ellas. Tampoco podrían olerlas. Los lobos aparecieron en manada al otro lado del árbol. Tres, cuatro, cinco. Grandes y fuertes y con los ojos y los hocicos buscando. Ellas no eran las únicas que estaban de caza. Pero no pasaba nada. No podían verlas ni olerlas. Sólo se trataba de no hacer ruido y no salir de detrás de aquel árbol. De pronto el corazón de Alana se saltó un latido. Un pequeño crujido a su derecha, que resonó en su cabeza como el gruñido de un oso, hizo que los lobos se detuvieran y se volvieran a mirar. Alana también giró la cabeza: Tamura había salido de detrás del árbol y se agachaba para coger algo del suelo. Los lobos la miraban fijamente. Era pequeña, era asequible para ellos. Alana salió entonces de detrás del gran tronco con el arco preparado, apuntándolos y gritando.
—¡Aaaaaahhh!
No disparó porque si los lobos cargaban contra ellas sólo habría tiempo para una flecha. Esperaba que la sorpresa fuera suficiente y que el hambre de los lobos no fuera inmensa. Los animales salieron corriendo. No por miedo a Alana, sino por temor a que hubiera más humanos ocultos entre los árboles.
Hubo suerte. Aun así, Alana permanecía con el arco preparado con una flecha, girando sobre sí misma, jadeando por la tensión, mirando a un lado y a otro. Escuchaba atentamente. No se los oía. Se habían marchado. Dejó entonces de apuntar con el arco y fue adonde estaba Tamura, quieta, petrificada por el tremendo susto de verse rodeada por lobos. Su madre no se anduvo con explicaciones y le dio una sonora bofetada. La niña no lloró, pero empezó con un gimoteo nervioso.
—Te dije que no te movieras —le dijo su madre—. Cuando te diga que no te muevas, no te muevas. ¿Te ha quedado claro o tengo que darte otra bofetada?
—Lo siento… —gimió la niña mientras recogía del suelo aquello que había perdido y por lo que había desobedecido a su madre.
Alana vio que su hija recogía el pequeño arco que su padre le había hecho antes de irse con los renegados romanos, el día en el que los dacios las secuestraron para controlar la voluntad de Marcio y que así él tuviera que aceptar la misión que le habían encomendado. Al principio Marcio se reía de que Tamura pudiera disparar flechas bien, pero cuando vio que la niña era excelente con aquella arma, él mismo se preocupó de hacerle a la pequeña el mejor de los arcos a medida de sus brazos pequeños. Tamura cogió el arma del suelo entre gimoteos y empezó a seguir a su madre. Alana se detuvo, se volvió y se agachó.
—Tu padre volverá —le dijo a la niña intentando tranquilizarla—. Tu padre hará lo que tenga que hacer y regresará al norte.
—¿Por qué se ha ido? —preguntó la niña.
—Tu padre no se ha ido. Se lo han llevado, pero nadie puede controlarlo. Y te juro por Bendis que tu padre regresará de entre los romanos a buscarte. —Y Alana abrazó a su hija mientras pronunciaba unas palabras más al oído de la niña—. Quien se interponga entre tu padre y nosotras es… hombre muerto.