LAS DUDAS DE QUIETO
Campamento del emperador al sur de Vinimacium, Moesia Inferior
Primavera de 105 d. C.
Habían pasado tres horas desde que el emperador había salido de caza. Lucio Quieto acababa de regresar de una inspección a la caballería apostada en el campamento imperial. Caminaba rápido, movido por una inquietud silenciosa. Vio al auriga comiendo el rancho de la tropa junto a los rescoldos de un fuego nocturno. El César había ordenado que se lo atendiera en todo lo necesario y que se le proporcionara un caballo para regresar a Roma. Un buen caballo. El legatus norteafricano se aproximó al auriga.
—¿Desde cuándo dice la vestal que arde tan débilmente la llama sagrada de Roma? —preguntó Quieto.
—No sé —respondió Celer dejando el cuenco de comida en el suelo y poniéndose en pie—. Nos vimos hace unas semanas y llevaba unos días preocupada por el tema.
—¿No puedes ser más preciso? —preguntó Quieto con cierta irritación en la voz.
Celer no entendía bien a qué venían aquellas preguntas, pero como las formulaba aquel hombre de quien Menenia había hablado como leal al César, pensó con intensidad e hizo cálculos.
—Nos vimos hace seis semanas y ella parecía estar preocupada desde unos días antes. Eso harían siete semanas —respondió Celer en un esfuerzo por ser lo más exacto posible.
—Siete semanas… —repitió Quieto. Y sin decir nada, sin despedirse de Celer, dio media vuelta y fue en busca de Tercio Juliano mientras seguía pensando en mil cosas a un tiempo. El emperador necesitaba aire fresco, eso había dicho, y en Moesia Superior, en pleno mes de abril, aún había bastante aire fresco que respirar. De hecho aquél era un día frío. Al César le había gustado así.
«Me gusta el frío para cazar», había dicho Trajano. Ésas fueron las últimas palabras que dijo el emperador al despedirse. Quieto aún recordaba la silueta de Trajano sobre el caballo negro de aquel auriga alejándose rodeado por una densa escolta de pretorianos. Los guardias eran de plena confianza. Ante cualquier contingencia lucharían a muerte por salvar al César. Pero ¿quién iba a atreverse a atacar a Trajano allí, rodeados de campamentos militares? Aunque también estaba próxima la frontera, el Danubio, la Dacia. Sesenta pretorianos y cincuenta renegados y decenas de esclavos, calones de las legiones, que debían actuar también con uestigatores, hostigando a los animales al inicio de la caza. Todo parecía estar bien y, sin embargo… Quieto se detuvo frente a la tienda del praetorium, sin decir nada, mirando al suelo. Con los brazos en jarra.
—¿Estás bien? —La voz de Tercio Juliano venía de detrás, pues también había salido para organizar el asunto de los suministros que faltaban. Quieto se giró.
—¿Dónde están el resto de los renegados? —preguntó el legatus norteafricano.
—En aquella tienda —respondió Tercio Juliano señalando hacia un extremo del campamento.
—¿Han ido a la uenatio los cuatro líderes renegados con los que hablamos ayer?
Tercio meditó un momento.
—No. El César decidió que sólo fueran dos de ellos, el que parecía su jefe, Décimo y ese otro tan silencioso… Marcio creo que lo llaman. No estoy seguro del nombre.
—Entonces los otros dos oficiales siguen aquí —afirmó Quieto.
—Sí.
—¡Por Hércules! ¿Puedes hacer que traigan a esos dos oficiales renegados? —preguntó Quieto.
—Claro. —Y al instante Tercio ordenó que trajeran allí a aquellos dos hombres—. ¿Qué ocurre? ¿Crees que ese mensajero, Celer, tiene razón?
—Pienso en el poder sagrado de una vestal, Tercio, en eso es en lo que pienso. Y es una vestal que tiene una conexión especial con el emperador. No me preguntes por qué, porque no lo sé, pero yo asistí a aquel juicio y el César no quería condenar a esa sacerdotisa por nada del mundo. Hay algo entre ellos, no sé bien qué; algo que los une, de forma que si esa vestal dice que el emperador está en peligro es muy posible que sea así… ¿Cuándo cruzaron el Danubio esos renegados?
—Hace unas semanas…
—¿Cuántas semanas, Tercio? ¿Cuántas?
—No sé, déjame pensar… Yo estaba en Drobeta cuando llegaron los informes con el puente en construcción… cinco, seis, quizá siete. Sí, seguramente unas siete semanas.
—Siete semanas. ¿Lo ves? —preguntó Quieto tenso, como un lobo agazapado antes de abalanzarse sobre su presa.
—¿Es el mismo tiempo, más o menos, en el que comenzaron los temores de la vestal? —preguntó Tercio Juliano.
—El mismo tiempo, exacto —confirmó Quieto.
En ese momento llegaron los dos oficiales renegados.
—Esta vez déjame que yo haga las preguntas. Déjame a mí —dijo Quieto adelantándose a Juliano.
—De acuerdo —concedió el otro legatus. No seguía bien los razonamientos de Quieto, pero también estaba intranquilo con todo aquello.
—Ave —dijo el norteafricano como saludo en cuanto se presentaron ante él los dos renegados escoltados por media docena de legionarios. Hasta que no se decidiera qué hacer con todos ellos, estaban desarmados y bajo vigilancia.
—Ave, legatus —dijeron los dos con voz tímida. No parecían demasiado cómodos.
—Vuestros nombres son Cayo y Secundo, ¿no es así? —Tardaron un instante en confirmarlo y Quieto no estaba para perder demasiado tiempo en titubeos—. ¡Por Hércules! ¡Responded!
—Sí, así es —dijo Cayo con más rapidez que su compañero, que repitió la respuesta pero un momento después.
—Renegados de Roma —los definió Quieto.
—Obramos mal en el pasado. Sabemos que vamos a ser castigados pero esperamos una nueva oportunidad. Hemos matado a muchos dacios para poder regresar a Roma.
—Eso decís vosotros —apuntó Quieto.
—Matamos a muchos junto al río. Los de la patrulla de caballería pudieron verlo. Estoy seguro.
—Lo vieron, lo vieron —repitió Quieto como si intentara tranquilizarlos—. ¿No es así, Tercio?
—Sí, eso es lo que informó el oficial al mando, un duplicarius, un tal Máximo.
—¿Y es ese Máximo un hombre dado a exageraciones, a falsear, a transmitir malos informes? —preguntó Quieto.
—No —respondió Tercio negando con la cabeza al mismo tiempo—. Lo que dice Máximo siempre es cierto. Por lo menos hasta ahora. Fue este duplicarius el que informó del ataque dacio en Adamklissi y fue condecorado por ello.
Quieto se volvió hacia los renegados.
—Un buen informe de un hombre valiente que atestigua que os vio matar a los dacios junto al río. Un ataque más de los muchos que tuvisteis que hacer para salir de la Dacia, ¿verdad? —Lucio Quieto se aproximaba a los renegados al tiempo que hablaba.
—Sí, legatus —dijo Cayo, que parecía ser el que llevaba la voz cantante, pero con poca energía, como si estuviera apagado. Quieto se detuvo justo delante de él.
—Veo que sudas —dijo el jefe de la caballería imperial.
—Tengo calor, legatus.
—Es raro, porque es un día frío. Eso mismo dijo el César, que era un día frío.
—Es posible, legatus… quizá tenga fiebre. Creo que estoy algo enfermo.
—Tienes mala cara, sin duda —replicó Quieto acercándose aún más y, muy poco a poco, desenfundando un pugio que colgaba de su cintura—. Yo creo, sin embargo, Cayo, que atacasteis de día, algo absurdo si lo que queríais era cruzar el río, para que os viéramos matando dacios, para que así pareciera que realmente abandonabais la Dacia y a su rey; pero Cayo, yo me pregunto si a lo mejor había alguna orden que ejecutar aquí, algún mandato de Decébalo por el cual tuvierais que fingir que ya no erais lo que siempre habéis sido: traidores y miserables hasta el fin.
El puñal de Quieto estaba acercándose peligrosamente a la garganta de Cayo.
—No sé a qué se refiere el legatus con lo que está diciendo. No lo sé… por todos los dioses… Fuimos desertores en el pasado, pero queremos combatir de nuevo… por Roma… por el emperador…
En cuanto Cayo pronunció la palabra imperator Lucio Quieto bajó la daga, y cuando el renegado parecía recuperar el sosiego, el legatus norteafricano hundió el puñal, hasta el fondo, en medio del pecho de aquel hombre, hasta que la punta asomó por el otro extremo. Quieto tuvo que empujar con las dos manos, con saña, para quebrar huesos y músculos y corazón y todo lo que encontró a su paso. El oficial renegado, con los ojos bien abiertos, escupiendo sangre por la boca como si vomitara las entrañas, se derrumbó, incrédulo, a los pies de Quieto. Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Tercio Juliano iba a decir algo, pero Quieto ya tenía a Secundo, el otro oficial renegado, asido por un brazo, retorciéndolo hasta casi quebrarlo, con el puñal en el cuello de aquel sorprendido desertor.
—¿Quieres morir como tu compañero o vivir, miserable? —preguntó Quieto entre dientes. El odio le salía a raudales, lo tenía tan claro que sólo sentía rabia por no haberlo visto antes…
—¡Vivir, vivir, vivir! ¡Lo diré todo! ¡Lo diré todo!
Lucio Quieto arrojó al renegado contra el suelo. Un nutrido grupo de legionarios habían hecho un corro en torno a aquella escena macabra. El cuerpo de Cayo seguía desangrándose sin parar. Secundo, al dar de bruces con el polvo de Moesia, se manchó la cara con la sangre espesa de su compañero muerto. Los legionarios no sabían qué hacer. Tercio Juliano tenía su mano derecha alzada, indicando que dejaran actuar al otro legatus. A nadie le molestaba que se ejecutara uno a uno a todos aquellos desertores, pero Quieto no pensaba en ejecuciones. Quería respuestas.
—¡Habla entonces o seguirás el destino de tu compañero!
—¡Hablaré, hablaré, hablaré, pero no me matéis luego! —Y se arrodilló llorando como un niño.
—No estás en situación de negociar, miserable. —Quieto le arreó un sonoro puntapié en el rostro con su sandalia militar que le partió los labios. La sangre de Secundo empezó a mezclarse con la del fallecido Cayo que ya tenía en las mejillas. Secundo se arrastraba, gateando, buscando huir de más golpes, gimoteando y hablando entre gritos agudos, como los que da un cerdo cuando lo sacrifican.
—¡Tenemos que matar al César! ¡Matar al emperador y luego huir de regreso a la Dacia! ¡Decébalo nos dará lo que queramos, lo que queramos! ¡Íbamos a ser libres y ricos para siempre! ¡Ésa es la misión! ¡Matar al emperador!
Lucio Quieto dirigió su puñal a un brazo de Secundo y se lo clavó con la rabia de quien lleva sospechando horas.
—¡Aaaggh! —aulló el renegado retorciéndose de dolor en el suelo empapado de sangre.
—Y esto no es nada, miserable —le dijo Quieto al oído mientras seguía hundiendo el arma en el brazo del desertor—. Reza a los dioses por que no le pase nada al César, pues si el emperador sufre algún daño desearás no haber nacido.
Quieto se olvidó entonces de Secundo. Ya no era importante. Miró al cielo y luego a Tercio.
—¡Nos llevan tres horas de ventaja! —dijo el legatus norteafricano.
—Es mucho tiempo —reconoció el líder de la VII legión Claudia—, pero son sesenta pretorianos contra cincuenta renegados. Esos traidores no podrán hacerlo.
—No lo sé —dijo Quieto—, son hombres desesperados, dispuestos a todo y, Tercio, esto ya no es una cacería de osos. Hoy la presa es el emperador.