87

EL AUGURIO

Roma

Primavera de 105 d. C.

La Vestal Máxima fue hasta la casa de Plinio. El senador la recibió en su atrio, en pie, y se inclinó ante ella.

—Tu presencia honra esta domus.

Tullia sonrió, pero sólo un momento. Tenía prisa.

—Estoy preocupada, senador Plinio.

El abogado invitó a la Vestal Máxima a que se sentara en un solium que había dispuesto para ella en cuanto recibió un mensaje de un pretoriano sobre su inminente visita. Tullia se acomodó en el asiento, pero Plinio permaneció en pie.

—Si puedo ayudar a la Vestal Máxima en cualquier cosa será un gran honor para mí. Servir a Tullia es servir a Roma.

La Vestal Máxima volvió a sonreír levemente. Sabía de la lealtad de Plinio hacia las instituciones de Roma y hacia el emperador y eso era ahora lo esencial. Las dudas la corroían por dentro.

—Me explicaré con rapidez —empezó la sacerdotisa—. He enviado un mensajero hacia el norte con un salvoconducto imperial con un mensaje… —intentó encontrar un término adecuado—, con un mensaje preocupante, digámoslo así. Temo haber cometido una estupidez, haberme dejado llevar por las intuiciones de una joven sacerdotisa. Quizá me hago vieja. El caso es que he pensado que estaría bien tener confirmación, o no, de lo que hemos enviado al César en ese mensaje.

—¿Y cómo puedo yo ayudar en todo esto, Vestal Máxima?

—El emperador nombró a Cayo Plinio Cecilio Segundo augur, augur publicus populi romani quiritium, hace dos años, y ésa es una dignidad vitalicia. —Lo miró fijamente a la cara—. Necesito un augurio, senador.

—Un augurio, sí, por supuesto. Bien. Esto puede hacerse. No hay ningún problema. Sólo he de saber sobre qué exactamente debo indagar en el futuro: ¿Sobre alguna vestal? ¿Sobre alguna futura guerra?

—Sobre el emperador. Sobre la seguridad del César.

Y ambos, sacerdotisa y senador, permanecieron en silencio. Plinio empezó a pasear lentamente por el atrio con las manos en la espalda y mirando al suelo. Se detuvo y la miró.

—De acuerdo. Necesito un día para realizarlo todo según los ritos. Mañana al atardecer espero poder dar una respuesta a la Vestal Máxima.

Tullia se levantó, se despidió y salió del atrio de la casa de aquel senador, abogado y augur de Roma.

Plinio abandonó su residencia al poco tiempo y ascendió, acompañado por varios esclavos y un perito del silencio, hasta lo alto de la colina del Capitolio, donde se encontraba el auguraculum. Entró en aquel espacio sagrado y lo dispuso todo según lo acostumbrado: se volvió hacia el sur y trazó una línea con el lituus o bastón sagrado de los augures, así obtuvo el cardo de aquel espacio sagrado; luego trazó una segunda línea con el bastón de este a oeste y obtuvo el decumanus. Plinio miró entonces hacia el cielo. Estaba sereno y sin nubes.

—Perfecto —dijo para sí mismo.

Hizo todo esto pasada la medianoche, según la tradición, pero tanto para poder observar el vuelo de los pájaros como para obtener silencio necesitaría esperar allí durante horas. Las calles atestadas de la gran ciudad, repletas de los carros de transportes, no daban descanso en toda la noche, hasta que con la llegada del nuevo día, por ley, desaparecían y justo con los primeros rayos del alba llegaba un poco de calma a la gran urbe que gobernaba el Imperio.

—Ahora parece que no se oye nada —dijo el perito del silencio, responsable de certificar al augur que no había ruido y que se podía, en consecuencia, proceder a preguntar a los dioses.

Plinio miró hacia el cielo sin nubes de la capital del mundo conocido y habló con voz clara para lanzar su pregunta a las deidades.

—¿Ocurrirá algo terrible o algo bueno al Imperator Caesar Nerva Traianvs Germanicus Dacicus? —Podría haber usado más títulos para el emperador, pero Plinio, siempre prudente, intentó no hacer parecer al César demasiado pretencioso ante los ojos de los dioses.

A partir de ahí vino la lenta y tensa espera.

No pasó nada durante un rato, hasta que, de pronto, se escuchó el batir de alas y una bandada de pájaros pasó por encima de ellos trazando un vuelo muy bajo de derecha a izquierda.

Plinio, cabizbajo y algo confuso, bajó la mirada.

Aves inferae [de vuelo bajo] —dijo.

—Y de derecha a izquierda —añadió el asistente.

Plinio estaba meditando sobre si la observación había sido la correcta cuando aconteció algo aún mucho más terrible.

Tullia estaba en el Atrium Vestae, ayudando a las vestales más jóvenes a prepararse para los rituales de la jornada, cuando un pretoriano de los que vigilaban aquella residencia especial entró súbitamente en la sala.

—Alguien busca a la Vestal Máxima.

Tullia asintió y salió al vestíbulo del Atrium Vestae. Cayo Plinio Cecilio Segundo, aún con la túnica de augur, estaba allí esperándola.

—¿Y bien? —preguntó Tullia.

—Es mucho peor de lo que nunca imaginé —respondió Plinio.

—¿Qué has visto?

—He visto el vuelo de las aves, rasante, aves inferae sin duda alguna. Mi asistente ha tenido la misma impresión. Y volaban de derecha a izquierda. Pero cuando nos íbamos, pese a que teníamos un cielo sin nubes, se ha oído un trueno poderoso. Y también del lado derecho.

La Vestal Máxima tardó en responder mientras paseaba despacio por la Casa de las Vestales.

—Tres augurios terribles —dijo al fin la sacerdotisa.

—Algo funesto le va a pasar al emperador —sentenció Plinio, y como buscando una esperanza preguntó—: ¿Hace mucho que enviasteis ese mensajero?

—Hace unas semanas.

—Esperemos que llegue a tiempo. ¿Quién era? ¿Un pretoriano?

—No —respondió Tullia—. Envié a Celer, el auriga del Circo Máximo.

Plinio cabeceó afirmativamente.

—No hay nadie más rápido —añadió el senador como quien se aferra a una esperanza en la que apenas cree.