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UN JINETE DEL SUR

Campamento del emperador al sur de Vinimacium, Moesia Inferior

Primavera de 105 d. C.

—Hemos detenido a alguien que cabalgaba hacia el norte, legatus.

El tono de aquel centurión era demasiado marcial, demasiado serio. Tercio Juliano levantó la mirada de las tablas que contenían el último recuento de suministros de la legión. Faltaba trigo y aceite y sal. Eso era lo que realmente le preocupaba, pero el tono extraño del centurión junto con su fina intuición de perro viejo de la frontera del Imperio lo pusieron sobre aviso. Lucio Quieto también miró al oficial que acababa de entrar en la tienda. Estaba amaneciendo, era la jornada en la que el emperador iba a salir de caza y Quieto apenas había podido dormir. Estaba intranquilo pese a que Liviano había garantizado la seguridad del César.

—¿Y cuál es el problema, centurión? —preguntó Tercio, pues no era habitual que se le interrumpiera por cada detención que tuviera lugar en Moesia Superior.

El oficial se lo pensó un momento, pero fue, al fin, directo al asunto. Sabía que iba a incomodar a su superior, pero no había remedio.

—Lleva un salvoconducto, legatus —y en medio del silencio y la mirada fría de Tercio Juliano, terminó la frase—; un salvoconducto imperial.

El legatus de la VII legión acuartelada en Vinimacium suspiró profundamente. Un segundo salvoconducto imperial. Aún no había digerido los problemas del mensajero con el primer salvoconducto imperial, con aquel arquitecto y su inacabable puente, cuando llegaba otro más.

—Es raro —dijo Quieto—, y más estando el emperador aquí, pero puede haber dejado algún salvoconducto en Roma, para algún amigo, quizá.

Tercio Juliano carraspeó y escupió en un plato de cerámica que había en la mesa. Decididamente se hacía viejo para aquel trabajo.

—Un salvoconducto imperial —repitió el legatus dejando caer su espalda en el respaldo de su asiento antes de hacer una pregunta precisa—. ¿Algo más que deba saber?

El centurión asintió.

—Viaja sin escolta, legatus.

Tercio Juliano frunció el ceño. Había visto muchas cosas peculiares en su vida militar pero nunca que un portador de un salvoconducto imperial viajara sin escolta. Hasta Apolodoro de Damasco se presentó con una escolta de pretorianos.

—¿Solo? ¿Ese hombre viaja completamente solo?

—Sí.

Tercio Juliano se pasó los dedos de la mano derecha por la barbilla mal afeitada. No es que se estuviera abandonando en su higiene sino que su piel se resentía si se afeitaba a diario y había decidido hacerlo sólo de vez en cuando. Quieto, por su parte, fruncía el ceño pensativo. Alguien que podía obtener un salvoconducto del emperador debía de ser lo suficientemente importante como para viajar con algún tipo de escolta, oficial o privada.

—¿Y no es un correo imperial? —preguntó Quieto mirando a Tercio, pues estaba en la provincia que comandaba este último, pero Juliano asintió como invitando al legatus norteafricano, jefe de la caballería, a intervenir con libertad.

—No, no lo es —respondió el centurión.

—Traednos a ese hombre —dijo al fin Tercio—. Traednos a ese hombre, por Marte, y veamos qué tiene que contarnos.

Apenas le dio tiempo al legatus de la VII legión Claudia a servirse un poco de vino con agua. Quieto lo estaba imitando cuando irrumpieron en la tienda de aquel praetorium de campaña cuatro legionarios, el centurión de antes y un hombre joven, recio, fuerte, con la mirada decidida y el semblante serio. El centurión se adelantó y dejó el salvoconducto imperial extendido sobre la mesa. Tercio Juliano lo cogió en sus manos y lo leyó con detenimiento. Parecía real, tan real como el que exhibiera aquel maldito arquitecto unos años antes, cuando sólo tenía que preocuparse de los bárbaros del norte. Cuando su vida era simple.

Quo vadis? [¿Adónde vas?] —preguntó Tercio Juliano sin rodeos mientras dejaba el salvoconducto sobre la mesa—. ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?

—Eso es asunto mío —espetó Celer con cierta destemplanza y, como para intentar mitigar el efecto desagradable de su respuesta la reformuló en un tono más conciliador—. Es asunto… privado, legatus.

Tercio Juliano empezaba a perder la paciencia. A Lucio Quieto le gustó ver la autoridad con la que su colega de Moesia se dirigía a aquel impertinente.

—Un salvoconducto imperial, muchacho —y pronunció la palabra «muchacho» con el máximo desprecio posible—, raramente es un asunto personal.

—En cualquier caso el legatus responsable de esta provincia está obligado a dejarme pasar…

—¡Por Marte! ¡Eres un insolente y un…! —exclamó Tercio Juliano pegando un puñetazo en la mesa, pero se controló antes de insultar de forma directa a aquel desconocido pues, en efecto, estaba en posesión de un salvoconducto imperial. Dominó sus nervios, pero fue muy claro en el asunto de quién era el que tomaba las decisiones en Vinimacium y en toda la provincia de Moesia Superior—. No te atrevas a decirme cómo he de hacer mi trabajo. Sólo el emperador puede ordenarme qué hacer.

Celer no se arredró.

—De acuerdo —convino el auriga—. Ese salvoconducto dice que se me debe dejar pasar sin ser molestado. Es la firma del emperador. Es el emperador quien te dice que me dejes pasar.

Tercio Juliano se reclinó de nuevo en su asiento y esbozó una sonrisa. Le había hecho gracia la rapidez con la que aquel desconocido defendía su causa. No estaban ante un miserable, pero ¿ante quién estaban?

—Es un buen argumento —admitió Lucio Quieto mirando su copa de vino ya vacía. Estaba pensando que aquel hombre joven del salvoconducto le resultaba familiar. ¿Dónde lo había visto?

—Es cierto lo que dices —admitió Tercio Juliano sin dejar de sonreír. El centurión que había entrado junto con Celer se llevó la mano a la empuñadura de su gladio; conocía bien al legatus y sabía que aquella sonrisa no anticipaba nada bueno para el portador del salvoconducto imperial—. Sí, es verdad que el emperador dice en este salvoconducto que se deje pasar a su portador, pero esto no resuelve una duda que me corroe desde que has entrado a este praetorium. ¿Fue el emperador en persona el que te concedió y entregó este salvoconducto o se lo has arrebatado a alguien? Quizá sólo seas un criminal que ha robado a un senador o a un patricio y está empleando este documento para escapar de sus crímenes.

Fue aquí donde la sonrisa de Tercio Juliano desapareció de su rostro. Celer comprendió que su situación empezaba a ser delicada. Sintió la mirada gélida del centurión, de los legionarios a su espalda y de los dos altos oficiales que estaban frente a él.

—Soy Celer —dijo al fin; sabía que tenía que empezar a dar algunas explicaciones o aquel legatus nunca lo dejaría proseguir con su camino—. Soy auriga en el Circo Máximo.

Quieto asintió. Eso era. Lo había visto en las carreras de cuadrigas.

Celer detuvo su relato un instante. No estaba seguro de que el legatus que lo estaba interrogando estuviera interesado en todo aquello, pero el otro oficial que estaba en pie confirmó esa parte de su historia.

—Eso es cierto —dijo Quieto—. Lo he visto correr en el Circo Máximo. Un gran auriga, aunque eso no explica por qué alguien infame como él tiene un salvoconducto imperial. De hecho este mismo auriga estuvo envuelto en un juicio acusado de crimen incesti con una vestal. Eso también lo recuerdo.

—El emperador me absolvió, nos absolvió a los dos —replicó Celer con rapidez.

—Eso también es cierto —apostilló Quieto.

—Te escucho… Celer —intervino entonces Tercio Juliano—. Espero que tengas una buena explicación que justifique que estés en posesión de un salvoconducto imperial.

El auriga asintió, pero decidió ser cauto en las palabras que iba a usar a partir de ese momento.

—Hace unos días contactó conmigo una persona. Esta persona tenía un salvoconducto imperial y me lo entregó para que llevara un mensaje privado al emperador lo antes posible.

—¿Y quién es esa persona? —preguntó el legatus de la legión VII Claudia.

«No debes decir a nadie quién te envía. A nadie.» Las palabras de Menenia estaban grabadas en su cabeza como si las hubieran tallado en su mente, pero aquel legatus no lo iba a dejar pasar. Peor aún. Era muy posible que si no lo persuadía de que debía seguir lo detuviera allí indefinidamente y el objetivo del viaje, entregar el mensaje al emperador Trajano, no se cumpliese. Aquella misión le daba rabia. No quería ayudar a quien lo mantenía separado de Menenia, pero había prometido entregar aquel mensaje y, aunque fuera esto lo último que hiciera por ella, pensaba cumplir su palabra. Todo dependía de si estaba ante unos militares honestos que actuaban con celo en su tarea de control de las fronteras o si se encontraba ante alguien corrompido que pudiera sospechar de una vestal, como hacían en Roma algunos sacerdotes y senadores enemigos del César. ¿De qué lado estaban aquellos hombres?

—Es tu última oportunidad, Celer o quienquiera que seas —dijo Tercio Juliano—. O me dices quién te envía o no te permitiré hablar con el César y ordenaré tu arresto indefinido.

—¡Sea! ¡Por todos los dioses! —exclamó el auriga—. Me envía una vestal. Una vestal me entregó este salvoconducto imperial y me pidió que llevara un mensaje de su parte al emperador Marco Ulpio Trajano.

El centurión y los legionarios que ya se habían adelantado para reducir a Celer se detuvieron en seco ante el brazo levantado del legatus de la VII Claudia. Los cinco retrocedieron. Celer se mantuvo firme, en pie, frente a Tercio Juliano. El legatus de la legión VII Claudia no era un hombre muy religioso, pero había instituciones que seguía respetando con ese fervor extraño que se transfiere de forma casi inconsciente de padres a hijos.

—¿Una sacerdotisa de Vesta te entregó este salvoconducto? ¿Y un mensaje para el emperador?

—Sí.

—¿La misma vestal por la que te acusaron en aquel juicio? —preguntó Quieto.

—Sí.

Quieto asintió levemente con la cabeza. Aquélla era una vestal de la máxima confianza del César. Eso había quedado patente durante el juicio, pero Quieto se calló. Muchos pensamientos se apretaban en su mente, de forma atropellada, confusa. Estaban pasando demasiadas cosas extrañas a la vez.

Para Tercio Juliano la explicación era también demasiado peculiar, tanto que quizá fuera cierta. Miró a aquel auriga o lo que fuera de arriba abajo.

—¿Y por qué no recurrió esa vestal a los sacerdotes o al jefe del pretorio? ¿Por qué viajas solo?

—El jefe del pretorio ya había partido junto con el César en su viaje al norte y la vestal que me entregó este mensaje no se fía de nadie en Roma.

—Pero se fía de ti —dijo Tercio Juliano.

—Sí —confirmó Celer.

—¿Por qué? —preguntó el legatus.

Aquí Celer meditó su respuesta. No era por temor a la reacción de Tercio Juliano, sino porque responder a aquella pregunta implicaba examinar sus sentimientos, los que había entre Menenia y él. Creía que los había enterrado para siempre con aquella última conversación antes de salir de Roma, pero ahora se daba cuenta de que seguían allí con él, de que habían viajado con él desde el sur y lo acompañaban… siempre. El auriga volvió a hablar, pero miraba al suelo, como si pusiera voz a pensamientos muy secretos.

—En la niñez fuimos amigos. Crecimos juntos hasta que a ella la seleccionaron para servir en el Templo de Vesta. De ahí viene nuestra amistad. De la infancia.

Se hizo un breve silencio.

—En la niñez es cuando se hacen los verdaderos amigos, sin duda —comentó entonces Tercio Juliano; ahora era el militar quien parecía hablar solo, para sí mismo, revisando recuerdos casi perdidos en el pasado—. A mí ya no me quedan amigos de ésos. Los perdí a todos en las campañas de las fronteras del Imperio. Éramos cinco. Nos ayudamos los unos a los otros para sobrevivir, pero luego a cada uno nos destinaron a emplazamientos diferentes y las guerras con los bárbaros son cruentas. —Hubo un silencio; ni Celer, que seguía mirando al suelo, ni Quieto ni el centurión ni ninguno de los legionarios se atrevieron a interrumpir aquel espacio abierto por el legatus para el regreso a su pasado—. Mis cuatro amigos murieron. Siempre luchando. Uno en Germania, otros dos con Agrícola en Caledonia y el último aquí mismo en el Danubio. Todos llegaron a ser grandes oficiales y todos murieron con honor. Sólo espero mi turno. —El legatus que había hablado mirando a Celer bajó los ojos ahora y suspiró—. Sólo soy un guardián de las fronteras del Imperio que intenta hacer bien su trabajo. —Parpadeó un par de veces y, como si despertara de un sueño, recuperó su tono marcial—. Así que una vestal te envía con un mensaje para hablar con el emperador.

Celer levantó también la cabeza.

—Así es —confirmó el auriga.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó Tercio a Lucio Quieto.

En lugar de responder el norteafricano se dirigió de nuevo al auriga.

—¿Cuál es el mensaje?

Pero Celer permaneció en silencio. «Habla sólo con el emperador o, si no puedes llegar a él, con alguien próximo a él. Sólo te puedes fiar de Longino o de Lucio Quieto. Son sus hombres de más confianza.» Ésas habían sido las palabras de Menenia susurradas al oído después de decirle el mensaje.

—El mensaje es para el emperador en persona y ni siquiera estoy seguro de con quién estoy hablando ahora, legatus —dijo Celer, tenso, haciendo crujir los dientes de arriba con los de abajo, como si estuviera a punto de darse la salida en una nueva carrera del Circo Máximo.

—Yo soy legatus, como tú muy bien has sabido reconocer, auriga —dijo Tercio Juliano—, al mando de la VII legión Claudia. Y quien me acompaña hoy es Lucio Quieto, jefe de la caballería imperial, al servicio siempre del emperador Marco Ulpio Trajano.

En cuanto Celer escuchó el nombre de Quieto sus ojos se clavaron en él. Desde el principio aquel oficial había estado atento a todo lo que decía y pensativo.

—La vestal Menenia me dijo que podía fiarme de Lucio Quieto o de Longino. —Pero seguía sin hablar.

—El emperador está a punto de salir a una cacería —explicó Quieto, más interesado que nunca en saber cuál era el mensaje. La vestal había sabido escoger bien los destinatarios de la máxima confianza, completamente leales a Trajano—. No volverá hasta el anochecer. Si tienes algo importante que decir puedes hablar. Yo te garantizo que el legatus Tercio Juliano también es leal. —Y dio un paso al frente—. ¿Cuál es el mensaje de la vestal?

Celer miró a Quieto, luego a Tercio Juliano, y de nuevo a Quieto.

—El emperador está en peligro de muerte —dijo el auriga.

—¿Cómo lo sabe la vestal? —preguntó Tercio Juliano—. ¿Cómo puede saber algo así?

—No lo sabe —respondió Celer—; lo intuye. Dice que la llama de Vesta arde muy débilmente y ella interpreta que es porque el César está en peligro. Yo no entiendo de estas cosas, son mágicas, son…

—Augurios, premoniciones —dijo Tercio Juliano pero sin desprecio alguno, admirado, pues respetaba a las sacerdotisas de Vesta. Miró a Quieto—. ¿Qué hacemos?

—Voy a llamar al emperador; aún no ha partido el grupo que va a salir de caza —dijo el norteafricano y salió en busca del César.

Al poco tiempo, Marco Ulpio Trajano, seguido por Lucio Quieto, Liviano y un grupo de pretorianos armados entraron en la tienda del praetorium.

—¿Es éste el hombre que trae ese mensaje que os ha perturbado? —preguntó el emperador mirando a Celer.

—Así es, augusto —respondió Tercio Juliano levantándose y sintiéndose muy incómodo con aquella situación. Habían interrumpido la salida del emperador y no estaba seguro de que el César fuera a premiarlos por ello.

—Tú eres el auriga del Circo Máximo, ¿no es cierto? —preguntó Trajano buscando confirmar con rapidez la información que le acababa de transmitir Quieto.

—Sí, César —respondió Celer poniéndose muy erguido. Él nunca había estado tan cerca de un emperador y Trajano imponía enormemente. Su porte, su andar decidido y el respeto con el que el resto lo miraba: hombres como Tercio Juliano o Quieto, que no parecían arredrarse ante nada, sin embargo, se mostraban dóciles ante aquel César. Era imposible abstraerse a todo aquello y no contemplar al emperador con una mezcla de admiración y temor.

—¿Y te envía la vestal Menenia? —siguió preguntando Trajano.

—Sí, augusto, así es.

—¿Y dice que estoy en peligro de muerte porque la llama de Vesta arde con menos fuerza?

Dicho con aquella frialdad, todo parecía una enorme tontería.

—Sí… César… —respondió Celer trastabillando entre palabra y palabra.

Trajano se giró y encaró a Liviano.

—Tú eres mi jefe del pretorio. A ti he encomendado mi seguridad. ¿Qué piensas de todo esto?

El jefe de los pretorianos se encogió levemente de hombros, levantó las cejas y alzó ligeramente las manos. No había esperado aquella pregunta.

—No sé… yo no sé nada de ninguna conjura, César. Si esto nos hubiera llegado en Roma, en el palacio imperial… allí todavía hay enemigos del César, eso es seguro, pero no los veo capaces de algo así. No desde la victoria contra los dacios de hace unos años. Y aquí, entre las legiones, me parece imposible. El ejército es completamente leal al César, a un emperador que los ha llevado a la victoria y que comparte con los legionarios las servidumbres de las campañas cuando éstas tienen lugar. No, aquí es imposible.

—¿Y la guardia? —siguió preguntando Trajano.

Liviano negaba con la cabeza mientras volvía a responder.

—No, imposible, augusto. Casperio y Norbano fueron… suprimidos. Suburano hizo luego un excelente trabajo y no dejó a ningún oficial, ni siquiera un pretoriano, que pudiera ser afín a Domiciano. Y me he ocupado de que el César esté constantemente rodeado de los tribunos más fieles, como Aulo. —Y señaló al tribuno en cuestión, que se llevó automáticamente el puño al pecho.

Trajano asintió. Todo lo que decía Liviano tenía sentido. Podía cancelar aquella cacería, pero todo estaba perfectamente dispuesto, preparado para un magnífico día, y tenía ganas de cabalgar y buscar aquel oso que habían visto en la región. El aire fresco de las montañas, los bosques, los riachuelos, los pájaros… todo le haría bien. Necesitaba algo de acción.

—¿Cuántos pretorianos me acompañan a la cacería?

—Quieto y yo convinimos en que fueran sesenta, César —dijo Liviano—, pero puedo hacer que sean más…

—No, sesenta parece un número más que prudente —lo interrumpió el César mirando a Quieto con una sonrisa al comprobar que el norteafricano había intervenido para que doblaran su escolta—. Si ponéis más hombres, al final entre pretorianos, uestigatores, pressores y alatores no quedará sitio en el bosque para los animales. —Y soltó una de sus grandes carcajadas. Y todos rieron con el emperador. Al final, cuando todos se hubieron relajado un poco, Trajano volvió a mirar a Celer.

—Yo creo, muchacho —dijo dirigiéndose al auriga y a todos los presentes— que el mensaje es bienintencionado y el mensajero también. Creo que la vestal Menenia está muy agradecida por… en fin, creo que es una sacerdotisa muy escrupulosa en su vigilancia de la llama sagrada de Vesta, pero pienso que quizá haya sobredimensionado ese extraño fenómeno. Estoy seguro de que la llama volverá a arder pronto con su habitual fuerza, si es que no lo hace ya. —Y se volvió a Liviano—. Nos vamos a ir de cacería. Si acaso, por la noche, más relajados después de un buen día de ejercicio, quizá podamos volver a pensar en todo esto con más calma. No quiero desaprovechar esta jornada con este magnífico tiempo. —Se volvió de nuevo hacia el auriga—. Sólo una cosa más. Ese caballo negro que he visto fuera… ¿es tuyo, auriga?

—Sí, César.

—¿No es uno de tus caballos de carreras?

—Sí, augusto. Es Niger, mi mejor caballo.

—¿Y ese caballo tuyo se dejaría montar por el emperador de Roma en una cacería? El mío se ha hecho viejo y ya no es el que era. Me han ofrecido varios mejores, pero el tuyo es el más espectacular que se ha visto en años.

Celer no supo bien qué decir. Niger era su mejor caballo. Era cierto que por un lado sentía rabia, no ya hacia el emperador, sino hacia Roma entera, cuyas leyes habían forzado que él ya nunca pudiera estar con Menenia, ni tocarla ni casi verla; pero no era menos cierto lo que la propia Menenia había dicho con respecto al emperador: sin duda le debían la vida, una vida de la que él mismo había abominado ante Menenia, pero una vida, al fin y al cabo, en la que Menenia, aunque inalcanzable, seguía existiendo. Celer no era ingrato, educado siempre en la generosidad de la familia del senador Menenio. Y, aparte de todos esos pensamientos, ¿se puede decir que no a una petición del César?

—Si el emperador lo desea, ese caballo es suyo, augusto.

Trajano miró entonces con admiración a aquel auriga. En su afán por proteger a Menenia durante el juicio, nunca dedicó un solo instante a pensar en el carácter de la otra persona cuya vida dependió de aquel trance. Tampoco dedicó entonces tiempo a considerar que ese auriga era amigo de la propia Menenia y que quizá hubiera conseguido esa condición de amistad por méritos propios, por honor, por nobleza, por valentía. No, Trajano nunca había pensado en que quizá aquel auriga ganaba tantas veces en el Circo Máximo por algo más que la pura suerte.

—Si ése es tu mejor caballo éste es un regalo muy grande —respondió Trajano—. ¿Estás seguro?

—No es sólo generosidad lo que me impulsa a hacer este regalo, César. En el fondo estoy pensando en el propio caballo —explicó Celer—. Niger ha sobrevivido a muchas carreras en el Circo Máximo. Se merece vivir mejor y estoy seguro de que no encontraría a nadie que apreciara más su valía que el emperador de Roma. Esto será bueno para Niger y Niger servirá bien al César. El emperador sólo debe saber una cosa sobre él.

—Te escucho.

Niger no entiende de golpes ni de látigos. Obedece a la voz. —Y explicó entonces las palabras que el caballo entendía y a las que obedecía de forma automática, detallando cómo en lugar de dextrorum y sinistrorum para indicar derecha e izquierda, Niger respondía a las expresiones dextrorum y ad laevam. Trajano escuchó la explicación del auriga con atención. Salieron entonces todos de la tienda y el César se dirigió junto con Celer al lugar donde el caballo estaba atado a un poste. El auriga desató las riendas, acarició con cariño el lomo del animal y entregó el caballo al César.

Trajano no lo dudó y de inmediato, de un salto que denotó fuerza y habilidad a partes iguales sorprendentes en alguien ya veterano, se encaramó a lo alto de Niger. El animal relinchó, pero respondió con obediencia y docilidad a un nuevo amo, al que intuía fuerte y a quien sentía seguro sobre su lomo.

—¡Vamos allá entonces! —exclamó Trajano—. ¡Me gusta el frío para cazar! —Y apenas agitó las riendas, Niger inició un suave trote que al momento se transformó en un galope que levantó una enorme polvareda. La guardia pretoriana apenas tuvo tiempo de montar en sus caballos para, al instante, seguir al emperador envolviendo la silueta del César y Niger en una nube de arena que disolvió sus figuras fusionadas en el horizonte del campamento.