¿QUIÉNES SON MÁS VALIENTES: LOS DACIOS O LOS ROMANOS?
Sarmizegetusa Regia
Abril de 105 d. C.
Longino aceptó la invitación a asistir a la gran cena en el palacio real de Decébalo. Una celebración que tenía lugar después del sacrificio a Zalmoxis. El legatus acudió con agrado porque eso le permitiría poder ver de nuevo a Dochia, pero aún fue mucho más afortunado de lo que podía imaginar. El rey, en un gesto con el que intentaba evidenciar que deseaba congratularse con Roma, dispuso que lo sentaran muy próximo a él, exactamente a su derecha, al lado de la mismísima Dochia. A la izquierda del monarca, Longino pudo ver a los pileati de más confianza del rey: Diegis y Vezinas. También estaba aquel misterioso sumo sacerdote, Bacilis, que había oficiado el terrible sacrificio del día anterior.
Longino había recibido información sobre un supuesto numeroso grupo de renegados romanos que habían escapado de la Dacia y se habían entregado a Roma. Aquello era una muestra más de la debilidad de Decébalo. Quizá por ello no salió bien el sacrificio a Zalmoxis con el primer guerrero. Longino había informado al emperador de aquel asunto en un mensaje cifrado, pero, en cualquier caso, no pensaba mencionarlo durante aquella cena para no incomodar al rey dacio.
La comida era excelente, con varios guisados de venado, cabra y ave y el ambiente relajado por unos músicos que amenizaban el banquete. Sin embargo, Longino, justo en el momento en el que disponía de una inmejorable oportunidad para hablar con la princesa dacia, no encontraba qué palabras emplear. Nunca fue inteligente en la seducción del sexo opuesto. Su brazo tullido siempre había alejado a cualquier patricia que pudiera haber sido de su interés, y con las prostitutas no hacía falta hablar, sólo pagar con oro o plata o sestercios. Y su matrimonio, forzado por las presiones del emperador, no había devenido en que la joven Julia Afrodisia, su esposa actual, sintiera mayor interés personal por él. ¿Cómo se podía despertar el interés de una hermosa princesa dacia? ¿Qué podía ofrecer él que pudiera ser atractivo para ella? Llevaba años en la Dacia y sólo había cosechado sonrisas y, eso sí, conversaciones memorables, pero… era un hombre. Quería más.
—Imagino que aún estás turbado por el sacrificio de ayer —dijo la joven Dochia.
—Fue… extraño… sí —admitió él. No quería resultar ofensivo, pero sacrificar a varios guerreros sanos y leales le parecía, como mínimo, absurdo.
—Estoy segura —continuó ella con aquel latín bien aprendido que pronunciaba despacio, como teniendo cuidado de no cometer errores—, completamente segura de que el legatus Cneo Pompeyo Longino considera que los dacios somos unos bárbaros con costumbres brutales.
A Longino le encantó escuchar su nombre completo pronunciado por la hermosa Dochia, pero se centró en la conversación.
—Parece algo ilógico sacrificar a hombres sanos y leales, buenos guerreros para satisfacer a un dios.
—Zalmoxis no es un dios cualquiera —intervino Decébalo desde su asiento real, pues estaba atento a las palabras que su hermana estaba cruzando con el representante del emperador Trajano en Sarmizegetusa—. Zalmoxis es el dios supremo y se merece el mejor sacrificio que podamos proporcionarle. Ser sacrificado ante Zalmoxis es un gran honor.
—No he querido ofender ni al rey ni a los dacios con mis palabras —se excusó Longino, que no quería que un comentario suyo pudiera ser utilizado por el rey de Dacia para presentar una queja a Trajano sobre su comportamiento o para cualquier reacción aún más airada por parte del rey, como sugerir al emperador su relevo y alejamiento de la Dacia. No. Longino quería quedarse en Sarmizegetusa. Había evitado hablar de los renegados y ahora parecía entrar en conflicto con el monarca por algo trivial, pero la princesa iba a ayudarlo.
—¿Es acaso mejor sacrificar a esclavos a los que obligáis a luchar a muerte en la arena de vuestros anfiteatros para divertimento del pueblo? —intercedió Dochia para mitigar la tensión.
—Supongo que es difícil que las luchas de gladiadores puedan ser entendidas en la Dacia —concedió Longino.
—No hay mucho que entender —dijo Decébalo algo más calmado—: obligáis a aquellos a los que habéis vencido a que mueran luchando ante vosotros para reíros de ellos.
Longino pensó en argumentar que eso no era exactamente así, pues había quien se incorporaba a los colegios de gladiadores de forma voluntaria. En cualquier caso, era cierto que la mayoría de los luchadores lo hacían obligados.
—Tenemos costumbres diferentes —admitió Longino en lugar de discutir con el rey—. Y es muy admirable el valor de los guerreros dacios que se presentan al sacrificio al dios Zalmoxis. Eso me ha impresionado. Es muestra de la valentía del pueblo dacio —añadió con sinceridad.
—Sí, los dacios son capaces de sacrificarse hasta morir por su dios, por aquello en lo que creen —confirmó el rey.
Dochia miró a Longino. La muchacha percibió el esfuerzo de autocontrol que hacía el legatus romano.
—¿Tienen los romanos alguna costumbre parecida? —preguntó ella. Quería darle la oportunidad de añadir algo de modo que pudiera sentirse más a gusto y no salir humillado de aquel banquete.
—No, no sacrificamos a hombres a un dios, pero… sí, tenemos una costumbre parecida. —Y miró a los ojos a Dochia; se sentía mucho más relajado dirigiéndose a ella que al rey; a Diegis y a Vezinas no les pasó desapercibida la forma en la que el oficial romano miraba a Dochia—. En Roma, cuando es necesario, si hay que quitarse la vida para salvar el honor perdido, por ejemplo por una mediocre acción militar, un buen romano se suicida. Lo llamamos devotio.
Dochia mantuvo la mirada de Longino. No se sintió intimidada. Fue el rey quien respondió, con una pregunta.
—¿Y ha habido algún caso de devotio reciente en Roma? —Decébalo estaba realmente interesado. Conocer bien al enemigo siempre era interesante, y Roma, pese al acuerdo de paz, seguía siendo el enemigo, aunque no lo reconociera en público… por el momento.
—Bueno, recuerdo que el emperador me contó que uno de nuestros legati, Corbulón, se suicidó al verse acusado de haber participado en una conspiración contra el emperador Nerón. Se le ofreció la posibilidad de suicidarse a cambio de que se les perdonara la vida a sus hijas y al resto de su familia y descendencia, y el legatus Corbulón así lo hizo.
—Para encontrar un ejemplo has tenido que retroceder hasta los tiempos de Nerón —respondió Decébalo con una sonrisa—. Desde entonces han pasado muchos emperadores por Roma. Veamos… Galba, Vitelio, Otón, Vespasiano, Tito, Domiciano, Nerva… Como ves, estoy al tanto de quién gobierna Roma. Aquí en la Dacia, mis guerreros se sacrifican a Zalmoxis con mucha más frecuencia. Creo que eso deja bien a las claras qué pueblo es más valiente.
Longino asintió. No quería discutir más. Cualquier cosa que intentara argumentar para defender el valor de Roma sólo despertaría la ira y el desprecio de Decébalo. Era más prudente callar. El rey se mostró satisfecho con el silencio de su interlocutor, que interpretó como una gran victoria moral, e inició una conversación con Diegis y Vezinas sobre otro asunto en un tono de voz que no resultaba fácil de seguir con el ruido de la música y del resto de los invitados que iniciaban, cada uno por su lado, decenas de conversaciones diferentes. Quizá, si Longino no hubiera estado cautivado por la mirada de Dochia, se hubiera dado cuenta de que Decébalo se mostraba extrañamente seguro, pese a que al rey dacio nunca le había gustado aquella paz. Quizá, si Longino hubiera estado más atento se habría percatado de que Decébalo se sentía enigmáticamente cómodo con el statu quo entre Roma y Dacia. Quizá, si Longino no fuera también un hombre, sino sólo un soldado, se habría preguntado por qué Decébalo estaba tan tranquilo, en particular, en unos días en los que no se hablaba de otra cosa en Sarmizegetusa que no fuera la traición de los renegados romanos que abandonaban el servicio al rey de la Dacia. Pero Longino, en aquel momento, era más un hombre enamorado que un buen servidor del Imperio. Lo era inconscientemente, pero lo era. Y era tan fácil concluir que a lo mejor simplemente el monarca dacio se autocontrolaba para no mostrar su rabia ante él por la traición de los renegados que, ¿para qué pensar más? Además, Dochia lo miraba con aquellos ojos azules infinitos y seguía hablando con él. ¿Para qué pensar más si todo estaba claro?
—¿Y la comida dacia le gusta a nuestro invitado? —le preguntó Dochia con voz serena y una pequeña sonrisa—. He visto que el legatus no ha comido demasiado.
Longino agradeció de nuevo la deferencia de la princesa.
—Sí, me gusta de veras. He estado absorbido por la conversación, pero esta carne está deliciosa. —Y no dudó en llevarse un nuevo pedazo a la boca, sabroso de verdad. En realidad, Longino había estado observando cómo les habían servido de una misma cazuela a todos los presentes y había esperado a que el rey y sus pileati comieran antes. Sólo entonces había empezado a comer algo. Pese a su enamoramiento, seguía siendo cauto.
—Quizá Longino teme que lo envenenemos —añadió ella en voz baja.
—¿He de temerlo? —preguntó él también en un susurro. Ella sonrió. Cogió un trozo de carne con sus finos dedos y se lo llevó a la boca.
—No —le respondió la princesa en cuanto terminó de deglutir el bocado—. Estamos en paz con Roma.
A Longino le costaba entender bien a aquella mujer: la princesa era atenta con él, parecía agradecida por la forma en la que él la trató durante su cautiverio tras ser apresada en Fetele Albe, pero, al mismo tiempo, Dochia se mostraba tan orgullosa de ser dacia que parecía divertirse jugando a intimidarlo, como si quisiera dar a entender que ella no se consideraba derrotada ni por Trajano ni por nadie.
—Me gustaría saber más de Roma, de sus costumbres, de su pueblo —dijo ella inquisitiva.
Longino sonrió, inclinó levemente la cabeza y empezó a hablar. Eso era lo que le interesaba a ella. Eso era lo que él podía ofrecer a aquella princesa dacia. Bien. Era perfecto. Podía contar muchas cosas sobre Roma y, mientras hablara, esos ojos azules como el cielo no dejarían de mirarlo.