LA LLAMA SAGRADA
Roma
Marzo de 105 d. C.
Los pretorianos dejaron entrar a Celer en el sagrado Templo de Vesta, pero, recelosos, se giraron en cuanto el auriga los sobrepasó. Si había algo que un pretoriano no podía soportar era a aquellos que ganaban más dinero que ellos mismos y Celer, con sus últimas victorias en el Circo Máximo, estaba amasando, una vez más, una enorme fortuna. Pero los pretorianos habían recibido instrucciones muy precisas de Tullia, la Vestal Máxima.
—Esta noche vendrá el auriga Celer. Le dejaréis pasar y vigilaréis que nadie se acerque al Templo de Vesta. —Ésas fueron las palabras de Tullia. Los pretorianos recordaban, como todo el mundo, el juicio contra una de las vestales por causa de una supuesta relación ilícita, de un posible crimen incesti, relacionado con ese mismo auriga, pero las órdenes de la Vestal Máxima no podían ser desatendidas. Con el emperador fuera de Roma desde hacía unos días, la más veterana de las vestales decidía lo que era conveniente o no con relación a las sacerdotisas de Vesta. Si luego había algo inapropiado ya rendiría ella cuentas al Pontifex Maximus.
Celer entró en el Templo y caminó hasta detenerse en un punto muy próximo a la llama sagrada que ardía en el interior. Las sombras se arrastraban trémulas por el suelo de mármol. Había poca luz. Celer tenía la sensación de que en otras ocasiones en las que había podido acceder allí por la noche, antes del juicio que lo separó por completo de Menenia, había habido más luz en aquella gran sala circular.
—Espera aquí —oyó Celer a su espalda, y se giró con un sobresalto. La figura de la Vestal Máxima, enjuta, envuelta en su túnica blanca, se movía en dirección a un extremo de la sala. Celer escuchó cómo Tullia susurraba palabras a otra silueta blanca que se recortaba entre las sombras extrañas que proyectaba aquella débil llama desde el centro del Templo.
—Sé breve y céntrate en el asunto por el que se le ha llamado —dijo Tullia a la hermosa Menenia, que asentía mirando al suelo.
—Sí, Vestal Máxima.
—Bien. Ve entonces, habla con él, dile lo que nos preocupa. Yo permaneceré aquí observándoos, tal y como convinimos. Ve y que Vesta nos proteja a todos.
Celer la vio acercarse despacio. Hacía tres años que no veía a Menenia. Sabía que no lo habría llamado por algo personal, sino porque querría algo de él sobre cualquier otro asunto. Estaba convencido de ello. ¿De verdad eso era todo? Sacudió levemente la cabeza. En el fondo nunca se había resignado a que Menenia lo hubiera olvidado por completo. Quizá ella quisiera… ¿recuperar la vieja amistad perdida? Pero ¿qué podía querer ella? ¿Qué podía hacer ella, atrapada allí, entre aquellas paredes, sirviendo por siempre a Vesta? No, su amistad no tenía futuro. Y su amor mucho menos. Apenas tenía un pasado más allá de ese aprecio especial que desarrollaron mutuamente, el uno por el otro, durante la infancia. La vio acercarse. Estaba más hermosa que la última vez que la vio de cerca, en aquel maldito juicio que terminó con todo. La sentencia les dio la vida, pero una vida eternamente separados. El corazón de Celer latía con más fuerza que nunca, más aún que cuando entraba con su cuadriga en la recta final de una carrera del Circo Máximo, aunque él no se diera cuenta.
—Gracias por venir —empezó Menenia—. Pensé que igual no querrías verme más.
Celer guardó silencio. No verla adormecía aquella pasión que sentía por ella. Estar allí, de nuevo, tan cerca pero a la vez tan infinitamente lejos, era una tortura que no podía soportar. Menenia respetó su silencio y no preguntó por la causa del mismo. Leyendo en sus ojos los sentimientos de Celer resultaban transparentes para la joven vestal.
—Siempre que me has llamado he venido —contestó al fin Celer y aquella respuesta sosegó el ánimo de Menenia, pero el auriga añadió dos palabras más que amargaron enormemente el placer de aquel reencuentro—. Hasta ahora.
Menenia asintió. «Hasta ahora», había dicho él. Celer estaba al límite de su resistencia. ¿Querría ayudarlas?
—Necesito que lleves un mensaje al emperador —dijo Menenia en voz baja. Hablaban en susurros. Ninguno de los dos quería que la Vestal Máxima, que los observaba desde la distancia, pudiera oírlos. Una cosa era que no pudieran tocarse ni verse a solas, pero, al menos, los dos querían disfrutar de esa mínima intimidad: palabras intercambiadas sin que nadie más las oyera. Era una búsqueda imaginaria de secretos, pues Menenia había explicado a Tullia lo que iba a pedir a Celer y por qué. De lo contrario aquel encuentro no habría sido posible.
—¿Un mensaje? —repitió Celer algo confuso, pero su sorpresa se disipó rápido. Para eso lo habían llamado. Para utilizarlo de mensajero. Eso era todo—. ¿Por qué no recurrís a los pretorianos?
Menenia miró a su alrededor. Luego dio un paso al frente y se acercó aún más a Celer. Estaban apenas a un palmo de distancia. El auriga podía oler el cuerpo de la joven vestal, perfumado con los aceites más selectos del Imperio, y sintió cómo todo su ser hervía por dentro.
—No me fío… no nos fiamos de nadie —explicó ella en un murmullo que, aunque perfectamente audible para Celer, hizo que éste se aproximara a ella aún más para poder oírla mejor; el aliento de la muchacha le acariciaba el cuello mientras Menenia seguía hablando—. Sabemos que Salinator, el antiguo rex sacrorum, nos vigila y muchos sacerdotes también. Tú sabes que el emperador tiene enemigos en Roma, como los tiene en las fronteras del Imperio. Tememos… —Y calló un instante; ella también percibía el olor intenso de hombre, de hombre recio y fuerte, de Celer, muy cercano. El cuerpo de Menenia, virgen, jamás tocado por nadie desde hacía años, vibraba por dentro, pero tenía que contenerse y centrarse en el mensaje—. Tememos por la vida del emperador. —Se alejó entonces un poco y señaló hacia el centro del Templo—. La llama de Vesta arde cada vez con menos fuerza. Lo observé yo antes que ninguna otra, pero ahora es evidente para todas las vestales. El Imperio está en peligro. La Vestal Máxima está segura de que ése es el mensaje y yo… yo…
—Dime —y en la voz de Celer, por un momento, no hubo rencor ni distancia ni amargura.
—Presiento que es el emperador mismo quien está en peligro.
Celer apretó los labios y murmuró un asentimiento.
—El César ha viajado al norte. Quizá vaya a entrar en combate de nuevo contra los dacios. Eso dicen. Tal vez ése sea el peligro.
—No, no… —Y Menenia negó con la cabeza—. Ya sé que el emperador puede iniciar una nueva guerra contra los dacios o contra cualquier otro pueblo que nos aceche en cualquier momento, pero estoy segura de que el César sabe dirigirse con valentía y prudencia en una campaña militar. No, la llama de Vesta nos advierte de algo diferente.
—¿De qué nos advierte según tú? —preguntó el auriga.
—De una traición —respondió Menenia de forma tajante, inapelable.
Celer se separó entonces un par de pasos de Menenia para aproximarse a la llama de Vesta y examinarla con detalle. Era cierto que apenas daba luz. Eso era lo que había advertido él nada más entrar, sin saber bien cuál era la diferencia en aquella estancia sagrada con respecto a otras visitas previas. Sí, la llama era mucho más débil, pero de ahí a que eso significara una traición…
—¿Cómo puedes estar tan segura de que se trate de eso? Podría referirse a mil cosas diferentes, o no ser nada —dijo él.
—Tú eres el mejor auriga de Roma. Nadie sabe más que tú sobre cómo ganar una carrera de cuadrigas en el Circo Máximo —respondió ella con seriedad y energía—. De eso no tengo duda alguna, pero para interpretar los designios de la llama de Vesta te garantizo que mi intuición está más preparada. Y la Vestal Máxima ha terminado creyéndome.
En efecto, él no era experto en interpretar los designios de los dioses. Sin duda ahí, como en tantas otras cosas, Menenia sabía mucho más, pero todo aquello no dejaba de resultarle algo distante, ajeno. Y si había una traición, ¿qué? Todos los emperadores de Roma habían sufrido traiciones, conspiraciones, conjuras. ¿Por qué iba a ser diferente con Trajano?
—El César sabrá cuidar de sí mismo —dijo entonces Celer con una voz temblorosa, que mostraba que le resultaba muy difícil controlar su pasión, su rabia, su amor…—. Pero ¿y nosotros?
—¿Nosotros? —preguntó Menenia en un susurro casi inaudible.
—Sí, nosotros. ¿Por qué tenemos que estar separados? ¿Por qué?
—Soy una vestal.
—Porque te obligaron. —Y como un torrente, siempre en voz baja pero sin detenerse, sin dejar espacio para que ella pudiera contradecirlo, Celer sacó todo lo que tenía enterrado en su ser durante meses, años—. Ésta no tiene por qué ser nuestra vida, Menenia. Yo siempre juré estar contigo y ayudarte y lo haré si me necesitas, pero ¿no lo ves? Quizá hasta la misma Vesta quiera ayudarte, ayudarnos. ¿No lo ves? Ésta es nuestra oportunidad perfecta. Podemos aprovechar esta ocasión para escapar. ¿Cómo pensabas hacer para que yo pudiera llegar hasta el César?
—La… la Vestal Máxima dispone de un salvoconducto imperial que te entregará si llevas nuestro mensaje —respondió Menenia entre aturdida y confusa.
—Eso es. ¡Eso es! Usaremos ese salvoconducto imperial para que nos abran paso en todos los puestos de guardia, en todas las ciudades y puestos de vigilancia hasta los confines del Imperio. Allí podemos escondernos e iniciar otra vida. Sé de caballos. En cualquier lugar del Imperio se puede uno ganar la vida cuidando caballos. A mí no me importa ganar carreras ni el Circo Máximo. Huyamos, Menenia, escapemos de Roma. Y estaremos juntos. Y tengo mucho dinero. Puedes vivir igual que ahora o mejor, si quieres. Lo tengo todo pensado desde hace tiempo, pero nunca tenía la oportunidad ni tan siquiera de hablar contigo; pero Vesta y su llama nos ha dado esa oportunidad. Podemos hacerlo. Yo partiré primero, pero puedes reunirte conmigo por la noche. A ti te dejarán salir si pones una excusa. Luego huiremos. Podemos estar juntos. Siempre… Y tocarnos y abrazarnos y amarnos…
Menenia dio un par de pasos hacia atrás y negó con la cabeza.
—No, no, no puede ser, Celer. Lo que me pides es imposible. Ya no puede ser. —Y se volvió hacia la Vestal Máxima—. Nos miran.
—Olvídate de esa sacerdotisa, de todas las sacerdotisas y, por una vez, por una sola vez, Menenia, piensa en ti, en ti y en mí, como si no existiera nada más en este mundo.
—Pero sí existen otras cosas, otras personas. Existe el emperador —replicó ella— y nos debemos a él. Le debemos nuestra vida. Estoy segura de que sin su intervención nos habrían condenado a muerte en aquel maldito juicio. Le debemos la vida.
—Una vida sin ti no es una vida —respondió él con rabia.
Ella bajó la mirada.
—Entonces… ¿no vas a ayudarnos? —preguntó suplicante la joven vestal.
Ahora era Celer el que se había alejado, buscando espacio para pensar. A unas decenas de pasos, desde el otro extremo del Templo, la Vestal Máxima los miraba atentamente. Si Tullia, en lugar de una sacerdotisa virgen, hubiera sido mujer, esposa o madre, habría detectado una pelea de enamorados de inmediato, pero a ella sólo le preocupaba que no se tocaran y que Celer aceptara ser su mensajero.
—Nunca pensé que no fueras a ayudarme —repitió Menenia con enorme tristeza.
—Yo no he dicho eso —replicó Celer con rabia—. ¿Cuál es el mensaje?
Menenia habló entonces con energía renovada. Le dijo exactamente qué debía decir y a quién.
—Y no debes decir a nadie quién te envía. A nadie. Sólo puedes fiarte del emperador o de las personas que te he dicho —concluyó la vestal.
Celer asintió.
—Te ayudaré —dijo— y llevaré ese maldito mensaje al emperador si es lo que deseas, pero nunca, ¿me oyes?, nunca más volverás a verme. Nunca.
Menenia cayó de rodillas al suelo, exhausta, negando una y otra vez con la cabeza, sumida en un mar de lágrimas que no podía controlar.
—No puedo ir contigo, no puedo… Soy una vestal, una sacerdotisa de la llama sagrada; siento que la sangre de Roma está en mi cuerpo, en mis entrañas, y no puedo alejarme de mi destino… Te quiero, Celer, te quiero con todas mis fuerzas, pero… soy una vestal… Soy Roma.
Pero él ya estaba demasiado lejos para oírla.