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EL SACRIFICIO A ZALMOXIS

Sarmizegetusa

Marzo de 105 d. C.

Longino acudió en respuesta a la invitación enviada por el rey de la Dacia. Decébalo iba a celebrar un gran sacrificio al dios supremo de los dacios, Zalmoxis, y deseaba que el legatus romano estuviera presente. Ése era el tipo de petición que a Longino le gustaba recibir: podía satisfacer el requerimiento real sin ceder un ápice el poder de Roma y, además, podría, estaba seguro de ello, ver de nuevo a la hermosa hermana del rey. Dochia asistía siempre a cualquier acto público que celebrara su hermano.

Longino se levantó temprano aquella mañana y se aseó lo máximo que le permitían las instalaciones no muy lujosas del jefe de la guarnición romana de Sarmizegetusa. Había unos pequeños baños con un caldarium, un tepidarium y un frigidarium, aunque realmente aquello, por el mal funcionamiento del sistema de calentamiento de agua, parecía más una triple sucesión de piscinas heladas. Pero estaba limpio. No se perfumó porque Longino no consideraba aquello adecuado en un hombre del ejército, pero, al menos, quiso presentarse ante el rey, su hermana y su séquito aseado y con el uniforme reluciente. Dos esclavos se habían ocupado de pulimentar bien la coraza de su pecho y de sacar brillo a la spatha.

Longino salió del campamento romano levantado en el interior de la ciudad, en un área de antiguas cabañas que el rey había cedido para tal fin, y se dirigió junto con una pequeña escolta hasta el enclave de Fetele Albe. El sacrificio iba a tener lugar en un espacio contiguo al gran círculo de piedras gigantes donde había visto a Dochia por primera vez. El jefe de la guarnición romana ya había asistido a varios sacrificios de animales en honor al dios Zalmoxis y aquellos ritos no se diferenciaban mucho de los sacrificios que los romanos hacían a sus propios dioses; sin embargo, aquella mañana Longino detectó algo distinto en el ambiente: en primer lugar, las calles de Sarmizegetusa estaban atestadas de gente, como si no sólo estuvieran allí los habitantes de la capital del reino dacio, sino que además hubieran venido todos los pileati de la Dacia y miles, decenas de miles, de campesinos y ciudadanos de diferentes puntos de la región. ¿Era aquél un sacrificio diferente a los demás? Probablemente. Los romanos también tenían algunos sacrificios más importantes que otros. Éste debía de ser el caso, pero le extrañaba porque él ya había pasado más de tres años allí y nunca había observado nada igual. En cuanto llegó al emplazamiento seleccionado para el sacrificio en cuestión, el propio rey dacio le despejó aquellas dudas.

—¿Has visto qué multitud, romano? —le preguntó el monarca exhibiendo una vez más sus conocimientos de latín.

Longino miró a su alrededor. Todo estaba atestado de gentes diversas venidas, en efecto, según se podía deducir por sus diferentes formas de vestir, no ya de todos los puntos de la región central del Bánato, sino incluso desde los más distantes confines del reino dacio. También estaba allí, como había esperado Longino, sentada junto al rey en aquella especie de tribuna de madera levantada frente a una gran fosa, la hermosa Dochia, la cual, nada más ver al legatus, le dedicó una pequeña sonrisa como forma de reconocimiento. Él respondió de igual modo, al tiempo que se dirigía al monarca.

—Un enorme gentío, sin duda, rey de la Dacia. Algo que me sorprende para un sacrificio. Ya he visto otros de vuestros rituales y nunca había venido tanta gente.

—Ah, romano, pero es que éste no es un sacrificio más. Éste es el sacrificio más importante que los dacios hacemos a nuestro dios supremo. Zalmoxis nos lo exige cada cuatro años y, después de tanto tiempo entre nosotros, he creído conveniente que asistas al mismo. Seguramente concluirás que nosotros, los dacios, somos unos salvajes, pero me conformaré con que concluyas también que somos, al menos, unos salvajes valientes. —Y lanzó una carcajada; luego se volvió hacia el sumo sacerdote Bacilis y le dijo varias palabras en su lengua.

Longino miró entonces a Hermilo, un esclavo griego que le servía desde hacía un par de años y que hacía de traductor o intérprete, según la ocasión, tras haber sido comprado por los romanos, y que acompañaba al legatus a sus encuentros con los dacios. Longino era un amo generoso y la vida de Hermilo había mejorado sustancialmente desde que lo servía, así que el esclavo se mostraba solícito y eficaz en su tarea. Incluso leal.

—El rey ha ordenado que empiece la ceremonia —susurró Hermilo al oído de Longino.

El oficial romano asintió. Estaban situados a unos pasos de la tribuna real, donde se encontraban los principales pileati del rey y otros mandos del ejército dacio. Había un pasillo sin gente entre la tribuna y el lugar donde se encontraba la delegación romana. Bacilis empezó a caminar y se alejó del rey hasta situarse en el centro de la dava, el gran círculo de piedras mágicas de aquel santuario, justo en el lugar donde Longino había visto a Dochia por primera vez. Al oficial romano le sorprendió que la multitud, aunque seguía con atención los movimientos del sumo sacerdote, hablasen entre ellos, de forma que había una gran algarabía de conversaciones cruzadas que parecía impropia para un momento solemne, pero en cuanto Bacilis se quedó quieto y levantó las manos al cielo, la muchedumbre de dacios venidos de todos los puntos del país calló por completo y un silencio estremecedor se apoderó de todo el santuario de Fetele Albe. Bacilis empezó a hablar. Palabras dacias, cientos de ellas, que la multitud escuchaba extasiada. Longino miró a Hermilo.

—Oraciones —aclaró el esclavo griego—. El sumo sacerdote ruega a Zalmoxis para que los haga fuertes siempre.

Longino aceptó aquella traducción, aunque tenía la noción de que era un relato suavizado de las palabras que Bacilis estaba pronunciando. No obstante, no atribuyó la imprecisión de Hermilo a una falta de lealtad, sino más bien a que el esclavo griego no quería herir de forma innecesaria el orgullo de su nuevo señor. Las oraciones o las imprecaciones o lo que fuera terminaron al cabo de un rato y empezó entonces un extraño desfile de guerreros dacios armados cada uno de ellos con tres largas y muy afiladas lanzas. Éstos pasaron por el pasillo que había entre la tribuna y la delegación romana y, por una escalinata excavada en la misma tierra, descendieron hasta la gran fosa situada frente al emplazamiento del rey y su séquito. Una vez en el interior de la fosa, cada guerrero dacio clavó en el suelo las largas lanzas, con el mango hacia abajo y la punta hacia arriba. Decenas de guerreros repitieron la operación hasta que toda la gran fosa —de más de quince pies de ancho y unos treinta pies de largo— quedó totalmente poblada de lanzas afiladas con sus amenazadoras puntas mirando al cielo. Longino imaginó que el ritual consistiría en arrojar al animal seleccionado contra esas lanzas. Era original. No había visto nunca nada parecido, pero aun así le sorprendía todo aquel gentío y es que en Roma sólo se reunía una multitud similar en un triunfo o cuando se arrojaba a algún condenado desde lo alto de la roca Tarpeya. O por supuesto, en el Circo Máximo o en el anfiteatro Flavio. Es decir, en honor del emperador o atraídos por la sangre de algún miserable. Lo raro era tener tanta gente para ver cómo se sacrificaba un animal, o animales, por grandes que éstos pudieran ser. Quizá se tratara de alguna fiera exótica, y eso era lo que atraía a la gente. Hermilo parecía poder leer todas aquellas preguntas en la frente arrugada de su señor.

—Ahora van a seleccionar al mensajero que van a enviar a Zalmoxis para que interceda por ellos —explicó Hermilo a un Longino aún más confuso.

—¿Un mensajero?

—Sí, mi señor —insistió Hermilo.

Longino observó que mientras los guerreros que habían traído las lanzas se situaban rodeando la fosa, aparecía un segundo grupo de guerreros, todos fuertes y sanos y con la mirada feroz de quien ha luchado en varias batallas, desfilando una vez más por el pasillo entre la tribuna real y el espacio reservado para la pequeña delegación romana. La multitud rompió entonces a gritar de un modo enfervorecido. También observó Longino que había mujeres que lloraban, mujeres jóvenes, niñas y ancianas.

—¿Qué animal o animales van a sacrificar? —preguntó Longino aprovechando todo aquel griterío de la gran masa de gente concentrada en el santuario de Fetele Albe. Fue entonces Hermilo quien miró confundido al legatus romano.

—Hoy no van a sacrificar ningún animal, mi señor —respondió el esclavo griego.

—¿No? —preguntó Longino, pero no aguardó respuesta, sino que mirando a aquel último grupo de guerreros, firmes, recios, fuertes, exhibidos con orgullo ante el rey de la Dacia, por un lado, y siendo testigo de los llantos de todas aquellas mujeres, el oficial romano empezó a intuir lo que estaba a punto de pasar—. ¿Van a sacrificar a uno de esos hombres, de sus hombres? —preguntó al fin sin dar crédito a lo que estaba imaginando.

—Sí, mi señor —respondió Hermilo, satisfecho al ver que no tenía que explicarlo todo.

—Son esclavos, sin duda, vestidos con el uniforme de guerra dacio, ¿no es cierto? —inquirió Longino—. ¿O acaso se trata de criminales condenados a muerte?

—No, mi señor, no. Son dacios. Dacios libres. Son los mejores guerreros que tienen. Todos ellos han combatido con valor en el campo de batalla y han derribado a muchos enemigos de la Dacia en combate. Uno de ellos será seleccionado. No pueden enviar a Zalmoxis un mensajero que sea un esclavo o un criminal. Su dios se ofendería. Tienen que ir ellos mismos, uno de ellos, uno de sus mejores guerreros —precisó Hermilo con la pasión de quien, sin ser dacio, al llevar allí tanto tiempo, parecía ya creer en las tradiciones de la región como si fuera ya uno más de aquellos bárbaros.

Sí, Longino detectó admiración en las palabras de su intérprete griego. Hermilo era un hombre culto, al que su conocimiento de diferentes lenguas le había ayudado a sobrevivir en aquel mundo embrutecido hasta quedar ahora al servicio de Roma, pero incluso él parecía sentir un profundo respeto ante aquella exhibición de valor o de locura. Para Longino era difícil saber si estaba ante los guerreros más valerosos que hubiera visto nunca o quizá ante unas gentes enajenadas que se mataban entre ellos, sacrificando de forma absurda a aquellos que eran los mejores de su pueblo.

Bacilis paseó frente a los orgullosos guerreros que lo miraban desafiantes, todos dispuestos a morir. El sacerdote cerró los ojos, siguió andando ante los valientes soldados y, al fin, se detuvo frente a uno de ellos. Abrió entonces los ojos y se quedó mirándolo fijamente. Volvió a decir unas palabras. Longino no necesitaba intérprete. Volvieron los llantos de las mujeres y los gritos de la muchedumbre. Cuatro de los guerreros no seleccionados, justo aquellos que se encontraban a su lado, los dos de la derecha y los dos de la izquierda, cogieron por los pies y las manos al guerrero dacio que iba a ser sacrificado. El soldado elegido no opuso resistencia. Se limitó a gritar el nombre de Zalmoxis una y otra vez, con más energía en cada ocasión. Todo ocurrió con rapidez. Los dacios no eran dados a ralentizar algo si esto era inexorable. Lo balancearon entre los cuatro fornidos guerreros. Hacia arriba, hacia abajo y de nuevo hacia arriba, como si el hombre seleccionado se hubiera transformado en un gran saco de harina o trigo; así dos, tres veces, para coger el impulso adecuado. En el último momento, al escuchar la voz grave y poderosa del sumo sacerdote, los cuatro guerreros que lo estaban columpiando frente a la gran fosa, soltaron los pies y las manos del soldado casi a la vez y voló por los aires. Pero uno de los cuatro que lo columpiaban soltó más tarde que el resto y el sacrificado no voló de forma regular para caer boca arriba, todo extendido, sobre las mortales puntas de aquel bosque de lanzas, sino que su cuerpo giró en el aire y cayó como en picado, de modo que sólo se clavaron un par de lanzas en uno de sus hombros y en una pierna, sin matarlo inmediatamente.

—¡Agggghhh! —gritó el dacio al sentir las lanzas rasgando su piel.

La multitud suspiró. Longino miró a un lado y a otro y luego a la tribuna real. Decébalo estaba muy serio. El sumo sacerdote se volvió hacia su rey como si quisiera disculparse.

—No es un buen augurio —le aclaró el esclavo griego a Longino hablándole al oído—. El guerrero sacrificado debe morir en el acto, de lo contrario Zalmoxis no está satisfecho: es como si en el último momento el guerrero seleccionado hubiera temido morir. Pronto empezarán a insultarlo.

Apenas había acabado Hermilo de pronunciar aquella frase cuando la muchedumbre empezó a increpar al malherido guerrero, que seguía agonizando de forma terrible entre el bosque de lanzas de la fosa. Decébalo se levantó e hizo aspavientos con los brazos al tiempo que vociferaba. Bacilis se arrodilló, se alzó, se volvió hacia los soldados que habían traído las lanzas y les ordenó algo. Varios descendieron a la fosa y desclavaron rápidamente, sin atender al sufrimiento del herido, al guerrero que se resistía a fallecer. Arrastraron su cuerpo de forma ignominiosa por el suelo, entre las lanzas, y lo retiraron alejándose de allí hasta que Longino no pudo verlos al quedar ocultos por el gentío que rodeaba todo el santuario. Entretanto, el sumo sacerdote ya había seleccionado a un segundo sacrificado y éste fue, como en el caso anterior, rápidamente cogido por pies y manos y columpiado ante la fosa de lanzas.

—¿A cuántos van a matar? —preguntó Longino con auténtica curiosidad.

—A tantos como haga falta hasta que salga bien —respondió Hermilo.

El segundo cayó perfectamente, de plano, boca arriba, y varias lanzas, tres o cuatro, lo atravesaron, pero, por lo que fuera, ninguna lo mató en el momento y los gritos agónicos, la retirada del cuerpo moribundo y los insultos se repitieron. Lo mismo ocurrió en una tercera ocasión. Decébalo parecía, a cada momento, más y más irritado.

—Son malos augurios para los dacios —volvió a explicar Hermilo.

—Hace cuatro años, cuando se realizó este sacrificio, justo antes de la guerra que venció Trajano, ¿cuántas veces repitieron el sacrificio? —preguntó Longino.

—Sólo dos veces. A la tercera salió bien —concretó Hermilo.

Pero esta vez, el cuarto mensajero dacio tampoco murió en el acto. Designaron un quinto. Longino volvió a mirar al esclavo griego.

—Hasta que salga bien —repitió Hermilo.

Arrojaron el cuerpo del nuevo guerrero aún más alto y con más fuerza. Éste cogió una enorme velocidad por su propio peso en la caída y su cuerpo se destrozó contra cinco lanzas. Una le atravesó la cabeza de parte a parte, asomando por la cuenca vacía de un ojo que fue destrozado por la afilada punta de hierro de una de las armas clavadas en aquel foso repleto de manchas rojas oscuras. El guerrero no dijo nada. Quedó con la boca entreabierta, el ojo sano mirando fijamente hacia el cielo. Se hizo un silencio intenso. El guerrero no se movió un ápice. Estaba muerto. El sumo sacerdote sonrió y levantó los brazos satisfecho. El rey Decébalo lo imitó y la muchedumbre aulló henchida de júbilo.