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EL EJÉRCITO DE RENEGADOS

Lederata, orilla derecha del Danubio. Norte de Moesia Superior

Marzo de 105 d. C.

Tres años después del juicio a la vestal Menenia, la endeble paz del Danubio amenazaba con romperse una vez más.

Tiberio Claudio Máximo estaba con las unidades de caballería avanzadas en Lederata, una fortificación a media jornada de marcha río abajo desde Vinimacium, donde se concentraba el grueso del ejército romano en la región. Condecorado por el propio Trajano por su audacia al informar del ataque dacio en Adamklissi, y mostrado su valor en batalla en los montes de Orastie, Tercio Juliano había decidido que no había mejor hombre para vigilar un amplio sector del Danubio que Máximo. La misión de los jinetes allí emplazados era asegurarse de que los dacios no cruzaran el gran río en ese punto y, si lo hacían en gran número, avisar de inmediato —con mensajeros o con señales desde las torres— a Tercio Juliano, legatus de Vinimacium, de forma que éste pudiera enviar refuerzos para detener cualquier ataque. De hecho había que enviar mensajeros y señales hacia Vinimacium pero también hacia Drobeta, pues el legatus estaba con frecuencia en aquella otra población río abajo supervisando la construcción de un inmenso puente.

Llevaban unos años de tranquilidad, desde la última guerra contra Decébalo, pero en los últimos meses los dacios habían optado por levantar un campamento permanente al otro lado del río. No estaba fortificado ni había muchas tropas, pero sí una treintena de jinetes dacios armados que patrullaban por la orilla norte del río. Máximo empezaba a temerse lo peor. Le habían llegado noticias también de que en Vinimacium se estaban concentrando tropas una vez más, como en los meses que precedieron a la última guerra, y estaba seguro de que los dacios también lo sabrían. Y se hablaba sin parar del puente que el emperador había ordenado levantar en Drobeta. Para Tiberio Claudio Máximo todo aquello era demasiado movimiento para una paz duradera.

—¡Allí, duplicarius! —exclamó uno de los jinetes que acompañaban a Máximo en aquella ronda rutinaria por la ribera del Danubio. El oficial miró hacia donde se le indicaba.

—¡Por Júpiter! —dijo Máximo—. ¡Hay que avisar a Vinimacium… y a Drobeta!

Al norte del Danubio, frente a la fortificación romana de Lederata

Unos instantes antes de que Máximo los vea

Apostados entre los árboles, en territorio dacio, al norte del Danubio, Décimo y varios oficiales romanos más, todos ellos renegados como él mismo, junto con el ex gladiador Marcio, observaban el campamento dacio al norte del río, a la vez que miraban también más allá del Danubio, al sur, allí donde una patrulla de jinetes romanos vigilaban atentos cualquier movimiento. El sol estaba en lo alto, pero había nubes que venían por el este y amenazaban lluvia, aunque, de momento, Marcio tenía que protegerse los ojos con la palma de la mano para poder ver bien el horizonte. Debían de estar próximos al mediodía.

—Atacaremos a los dacios ahora —dijo Décimo con determinación. El resto de los oficiales dudaban.

—¿No sería mejor esperar a la noche o, al menos, a que llueva? —propuso Marcio—. Si se trata de cruzar el río, podremos hacerlo mejor por la noche o en medio de una tormenta. Eso dificultaría que los dacios nos vieran.

—No, lo haremos ahora —contrapuso Décimo mirando con desprecio a aquel antiguo gladiador. En un principio pensó que había sido una buena idea reclutarlo de entre los sármatas, por ser un guerrero tan bueno en combate, e incorporarlo a su grupo de renegados que retornaban hacia Roma, pero ahora ya no estaba tan seguro de ello. Marcio pensaba demasiado por sí mismo—. Somos muchos más. Los derrotaremos sin problemas —apostilló.

—Habrá muchos muertos —insistió Marcio mirando hacia el río—. Los dacios luchan bien. Ya lo sabes.

Décimo lanzó una mirada fulminante al antiguo gladiador y éste optó por no decir nada más.

—Atacaremos ahora y no se hable más. Todos a los caballos. Somos un pequeño ejército. Los derrotaremos. —Y los dejó para ir en busca de su montura.

Al poco, el resto de los oficiales lo siguió. Marcio empezaba a intuir por qué Décimo estaba empecinado en atacar a plena luz del día. Tenía sentido teniendo en cuenta el objetivo final de la misión. Pensó en Alana… y en Tamura. No, no debería haber discutido con Alana. Ahora dejaba la Dacia y regresaba al Imperio. No se expresó bien cuando tuvieron aquella desagradable discusión. En aquel momento estaba confundido, aturdido por el convencimiento de que se avecinaba una nueva guerra. Luego las circunstancias no le habían dado otra opción y ahora marchaba con un ejército de renegados romanos que abandonaban la Dacia para entregarse de nuevo al poder del Imperio. Marcio regresaba allí donde siempre se juró no volver. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Nunca pensó que el hecho de que él cruzara el Danubio en dirección a Roma pudiera ser necesario para salvaguardar lo que él más quería en aquel mundo de locos.

Campamento dacio junto al Danubio,

frente a la fortificación romana de Lederata

Un jinete dacio había llevado su caballo junto al río para que el animal pudiera saciar la sed que tenía después de haber galopado buena parte de aquella mañana con el fin de llevar hasta la frontera un mensaje del rey Decébalo: un grupo de renegados romanos había decidido abandonar la Dacia para volver a la disciplina de Roma, pero estos hombres no debían nunca cruzar el Danubio, sino ser apresados o ejecutados antes de escapar para dar ejemplo y desanimar a otros que quisieran emularlos. El guerrero había cumplido su misión y había entregado el mensaje; ahora era momento para un descanso bien merecido. Se agachó y llevó una mano al agua. Él también quería beber. Se oyeron gritos a su espalda. Se levantó y los vio. Los renegados traidores estaban allí mismo. Desenfundó la espada y montó rápidamente en la grupa del caballo. Tiró de las riendas. No había tiempo para más agua.

Décimo, en lo que parecía un gran acto de valor ante el resto de sus compañeros, se lanzó el primero al ataque, pero con la habilidad de muchos años de supervivencia en combate —pasándose de un bando a otro, luchando al fin y al cabo siempre por y para sí mismo— refrenó su caballo para que éste dejara que otros de los renegados lo adelantaran antes de que se iniciara la lucha cuerpo a cuerpo. No interesaba entrar nunca en una refriega el primero, si esto podía evitarse. Observó que a su derecha tenía al gladiador. Aquel luchador del anfiteatro, reconvertido durante un tiempo en guerrero sármata y ahora recuperado para el Imperio como renegado que buscaba reincorporarse a Roma, también sabía cómo sobrevivir. Décimo tomó nota de aquel detalle.

Los primeros renegados llegaron a la posición de un jinete dacio que se había alejado del campamento para beber en el río. Lo abatieron sin problemas, pero habían hecho demasiado ruido en su avance y una treintena de soldados de la Dacia los recibió pie a tierra, pues aunque no habían tenido tiempo de montar, sí se habían dispuesto esgrimiendo sus peligrosas falces. Los caballos dacios estaban atados a un centenar de pasos de distancia. No esperaban un ataque por la espalda tan pronto y ése había sido su gran error. Habían concluido que si acababan de recibir el mensaje del rey sobre los renegados traidores ahora a la Dacia, éstos aún tardarían en llegar al río, si es que lo hacían justo en aquel punto del Danubio. Pero aun así, más allá de todos los errores de cálculo cometidos, estaban dispuestos a defenderse hasta la última gota de sangre. Y, a ser posible, a intentar cortar el paso a aquellos miserables. A la mayoría de los dacios nunca les gustaron aquellos romanos, incluso si se habían pasado a su bando, y, por lo que se veía, sólo por un tiempo.

—¡Aaaggh! —aulló uno de los renegados romanos al caer al suelo con el vientre clavado en la punta curva de una de aquellas malditas falces. Y otro, y otro. Hasta diez renegados fueron arrojados de los caballos, pero también se veía a muchos dacios caminando agonizantes con lanzas clavadas en el pecho que les atravesaban el cuerpo de lado a lado. Entonces llegó Décimo a la escena y se afanó en abatir a dos de aquellos heridos de muerte. Los que no habían sufrido daño alguno los dejaba para el resto de los renegados. Lo suyo era rematar.

Marcio entró en combate sin perder de vista al veterano centurión que los dirigía. Un dacio le hizo frente desde el suelo. Al veterano gladiador, en medio de aquel cuerpo a cuerpo, clavada ya su lanza en otro guerrero enemigo que yacía postrado y muerto en el suelo, se le hacía incómodo seguir a caballo. Marcio desmontó entonces y dejó que el animal se alejara. Detuvo dos golpes secos de un nuevo contrincante con el escudo. Luego lanzó su ataque. La primera embestida del gladiador fue brutal. El dacio cayó de espaldas y Marcio lo remató clavándole la espada en la boca, buscando siempre partes blandas mortales. Lo pisó, no por humillar, sino porque era la ruta más rápida para sorprender por la espalda a otro dacio que luchaba contra Décimo. A Marcio no le gustaba aquello de matar a traición, pero había aprendido que en un combate cuerpo a cuerpo en medio de una guerra, o de lo que se intuía una nueva guerra, matar era lo importante, como fuera. Todo valía. Si morder hubiera sido lo más eficaz, habría mordido. Eran ellos o tú. Décimo lo miró. No se detuvo a decir nada pero asintió con un leve gesto y el ex gladiador fue en busca de otros guerreros. Quedaban pocos dacios; los renegados eran más de doscientos. Un pequeño ejército contra un grupo de infelices.

Los derrotaron a todos. Luego remataron a los heridos. Con saña. Algunos renegados reían. Habían combatido junto a dacios durante años y ahora, sin embargo, en la despedida, se mofaban de aquellos hombres. Marcio tenía mocos. Había cogido algo de frío. Le pasaba con frecuencia en aquel clima del norte, pero era fuerte y siempre aguantaba sin caer con fiebre. Se limpió los orificios de las fosas nasales con el dorso de la mano pero dejó la nariz y la boca manchadas de sangre enemiga. Era un olor al que estaba muy acostumbrado. Era el olor de su vida.

—Esto ya está —dijo Marcio.

Habían perdido a unos veinte renegados.

—Ahora cruzaremos el río —dijo Décimo. Y añadió una frase con desdén mirando al gladiador—: ¿Ves como podía hacerse?

Marcio no respondió. Se limitó a enfundar la espada. Claro que podía hacerse, pero de noche podrían haber cruzado sin que muriera nadie. Aunque para… no, no dijo nada. No todos sabían de qué iba aquello. Su silencio ahora salvaguardaba a Alana y a Tamura. Se concentró en ellas. Volvería a por su mujer y su hija. No sabía cómo ni cuándo, pero lo haría. Y no importaría quién se pusiera por delante.

Lederata, orilla derecha del Danubio

Norte de Moesia Superior

—¿Qué está pasando? —preguntó uno de los jinetes romanos.

Tiberio Claudio Máximo no respondió de inmediato. Estaba pensando.

—No lo sé —dijo al fin.

—¿Quiénes han atacado a los dacios? —preguntó otro de los miembros de la turma de Máximo.

—No lo sé, pero van a cruzar el río —dijo el duplicarius mientras veía cómo aquel grupo de jinetes armados que había arrasado el puesto de guardia enemigo se aproximaba a unos botes que los dacios tenían allí preparados.

—¿Y qué hacemos? —preguntó el primero de los jinetes—. Sólo somos diez y ellos doscientos; quizá más.

—No son doscientos, no creo que lleguen a ese número —replicó el oficial al mando—, pero es cierto que son muchos más. —Calló un instante—. ¿Han salido ya los mensajeros hacia Vinimacium y Drobeta?

—Sí, duplicarius.

—Bien. Entonces esperaremos aquí.

—Pero duplicarius —arguyó nervioso el segundo jinete de los que se atrevían a hablar con el oficial al mando—, nos masacrarán.

—No lo creo. —Máximo hablaba con seguridad y lógica—. No creo que después de haber matado a treinta dacios vayan también a matar a jinetes de la caballería romana. Tendrían que estar muy locos para enfrentarse a los dos bandos a la vez. No, hemos enviado mensajes al legatus informando de que un regimiento desconocido de unos doscientos jinetes se aproxima al río. Nuestra obligación ahora es averiguar quiénes son esos hombres.