UN POCO DE QUESO DE CABRA
Roma
Enero de 103 d. C.
—He de hablar con tu amo —dijo Atellus al atriense de la casa de Plinio. El esclavo se hizo a un lado y lo dejó pasar.
—Puedes esperar en el tablinum —dijo el sirviente de Plinio—. El amo está fuera y no sé cuándo regresará.
Atellus pasó al despacho personal de Plinio. Toda la mesa estaba llena de papiros con anotaciones y había estanterías repletas de cestos con más volúmenes enrollados. A los abogados les gustaba pensar que era ahí, entre tantos documentos, donde se encontraban las soluciones a sus problemas, pero luego, al final, siempre acababan contratándolo a él o a alguien como él para resolverlo todo. Igual que acababa de pasar con el juicio a aquella vestal que habían absuelto. Sin sus averiguaciones, Atellus estaba seguro de que el abogado Plinio nunca habría podido hacer ver al tribunal de pontífices que la clave de aquel juicio estaba en el auriga Celer y no en la vestal misma. La sacerdotisa Menenia absuelta, los senadores que la acusaban libres, el auriga Acúleo condenado a cien latigazos por mentir. Ése había sido el resultado. Atellus sonrió con algo de vanidad. Tantos papiros y luego tenía que ser él el que lo averiguara todo. Como siempre, los infames y de baja condición, como el auriga Acúleo, se habían llevado la peor parte, la de los latigazos. A un conductor de cuadrigas se lo podía azotar brutalmente, no importaba cuánto dinero hubiera ganado, pues a los ojos de los romanos, los aurigas, como los gladiadores, eran para siempre gente infame, sin los derechos que poseía un ciudadano romano normal, incluso si el auriga o el gladiador en cuestión era un hombre libre. No obstante, quizá el dinero salvó a Acúleo de la pena capital. Atellus había visto cómo lo fustigaban en público sin misericordia y cómo su cuerpo quedaba ensangrentado en medio de una multitud que apostaba sobre si sobreviviría o no. Ganaron los que pensaron que viviría. Ahora apostaban por si volvería a correr y, sobre todo, por si volvería a correr contra Celer. Si esa carrera tenía lugar algún día, las apuestas serían las mayores en años y las gradas del Circo Máximo se quedarían pequeñas.
Atellus seguía repasando el resultado del juicio. Tenía que entretenerse hasta que regresara a casa el abogado Plinio. Los senadores Pompeyo Colega, Salvio Liberal y Cacio Frontón quedaron libres sin cargo alguno. No habían mentido: sólo habían creído ver algo inapropiado que luego resultó ser incierto a juicio del Colegio de Pontífices. Para Atellus era evidente que los poderosos evitaban enfrentarse directamente entre sí y de esa forma el emperador soslayaba sus diferencias con aquella parte del Senado que no lo veía con buenos ojos. Los esclavos y libertos que habían «confundido» a sus amos al decir que habían visto salir a la vestal sola del Atrium Vestae también fueron castigados o condenados. Algunos a muerte. Sentenciados por seguir, sin duda alguna, al pie de la letra, las instrucciones de sus dueños, que los obligaron a mentir ante un jurado implacable.
Las horas pasaban y el abogado no regresaba a casa.
Atellus era hombre de acción y esperar tanto tiempo se le hacía interminable. Era cierto que, en ocasiones, tenía que hacer guardia durante toda una noche frente a alguna casa, pero siempre se llevaba algo de vino con él, o se permitía pasear un poco por la calzada oscura en la que estuviera vigilando, pero allí, encerrado en aquel pequeño despacho, se sentía atrapado. Él tampoco era hombre de letras y escribir no era lo suyo, pero sabía leer y anotar algunas palabras legibles, y cualquier cosa era mejor que seguir allí esperando, así que decidió dejar una nota al abogado y salir de allí para relajarse en una de las tabernas del río. Ya regresaría mañana para ver la reacción del senador Plinio a su última averiguación y, sobre todo, a cobrar el dinero que se le debía. Cogió una hoja de papiro en blanco y un stilus con torpeza que evidenciaba su falta de práctica, y, muy lentamente, esbozó unas frases. «Hasta el fin del mundo», le había dicho el abogado. Que siguieran a aquel hombre de la nariz larga y la voz rota hasta el fin del mundo, y eso habían hecho. Y tenía nuevas averiguaciones. Muy sorprendentes.
Terminó la nota, la dejó con cuidado encima de los otros papiros desplegados que había en la mesa y salió del tablinum.
—Dile a tu amo que regresaré mañana —dijo al atriense, que asintió mientras le abría la puerta.
Atellus descendió por las calles que cruzaban la Subura hasta llegar cerca del puerto fluvial de Roma. Iba solo, pero no tenía intención de seguir a nadie, ni de interrogar ni de entrar en ningún lugar especialmente peligroso. Pensaba verse con sus germanos mañana por la tarde. En cualquier caso, Atellus era corpulento y no era probable que nadie osara atacarlo.
Una vez en el puerto fluvial, entró en la segunda taberna, donde tenía costumbre cenar cada noche. Se sentó a una mesa, pidió una jarra de vino y algo de queso de cabra y pan. Lo habitual en él. Bebió y comió hasta quedar satisfecho. Estaba feliz. Mañana cobraría una buena cantidad y después se vería con sus hombres en esa misma taberna, tal y como había acordado con ellos. Luego se irían todos a un buen prostíbulo a celebrarlo.
Atellus salió de la taberna y caminó junto al Tíber. Iba armado, como de costumbre, y miraba de cuando en cuando hacia atrás para asegurarse de que nadie lo seguía. Se sentía orgulloso de su enorme desconfianza, la misma que lo había sacado con vida de más de un mal encuentro. Le había parecido ver algunas sombras tras él, pero no estaba seguro.
De pronto se sintió mal. Muy mareado. Se detuvo un instante junto al río. Todo pasó muy rápido. Se arrodilló y empezó a vomitar. No entendía bien lo que pasaba porque ni había bebido demasiado ni comido tanto como para sentirse así, pero cada vez se encontraba peor. Y le costaba respirar. Su rostro palidecía en medio de la noche. De pronto inhalar aire se le hizo imposible. Atellus comprendió que se moría cuando estaba tumbado boca arriba mirando la luna blanca en lo alto. No entendía qué pasaba. Recordó entonces, con su último aliento, que el queso tenía un sabor extraño.
Pasaron unos momentos en que el cuerpo de Atellus quedó junto al río, solo, inmóvil. Se acercaron entonces unos hombres que llevaban una jarra de vino llena y la echaron sobre el cadáver.
—Ya está bien, dejadlo —ordenó una voz grave y rota que salía de una sombra de nariz larga reflejada en la ribera del río por la luz tenue de la luna—. Un borracho más que muere junto al Tíber. Ahora marchad y pagad al tabernero lo acordado.
Sus hombres obedecieron. El hombre de la voz grave caminó en dirección contraria hasta que llegó a una esquina donde otro sirviente lo esperaba con su caballo. Montó en el animal y lo azuzó. El caballo arrancó al galope y el ruido de sus cascos hizo extraños ecos entre las casas oscuras de aquel siniestro barrio de Roma.
Cayo Plinio Cecilio Segundo llegó tarde a su casa. Había estado celebrando la absolución de Menenia en casa del senador Menenio y de Cecilia, en compañía de su propia esposa Pompeya y otros amigos.
—Voy a acostarme —dijo Pompeya a Plinio en cuanto llegaron a la domus—. Estoy agotada.
—De acuerdo —respondió su marido—. Yo voy a revisar algunos documentos y luego iré a descansar.
Plinio fue entonces directo al tablinum. La mesa estaba, como siempre, atestada de papiros. De pronto, como si todo el vino que había ingerido en casa de Menenio le hiciera efecto de golpe, se sintió cansado. Pero no se preocupó: había sentido lo mismo otras veces. Era el cansancio que le llegaba de golpe después de haber resuelto un caso complejo en los siempre imprevisibles juzgados de Roma. Sin embargo, ya no se veía con energías de ordenar todo aquello con atención. Cogió uno de los cestos vacíos que había debajo de la mesa, enrolló rápidamente todos los papiros desplegados y los fue introduciendo en aquel cesto. Había también schedae, hojas sueltas con notas. No se molestó ni en mirarlas. Si lo hubiera hecho, quizá hubiera advertido la presencia del mensaje de Atellus. A punto estuvo incluso de tirar las hojas sin más, pero decidió simplemente guardarlas en el mismo cesto con el resto de los documentos del juicio. Sólo se tomó la molestia de guardar en su lugar de costumbre los textos de Hipparcus y los papiros de la Naturalis Historia de su tío. El resto de los papiros y schedae quedó dentro de aquel otro gran cesto que dejó debajo de la mesa. Ya lo revisaría todo y lo ordenaría bien cuando hiciera limpieza y pusiera sus escritos del tablinum en orden. Sólo había un pequeño problema: Cayo Plinio Cecilio Segundo nunca hacía limpieza.