75

LA DELIBERACIÓN

Edificio de la Regia, Roma

Kalendae de enero de 103 d. C.

El día de la deliberación del Colegio de Pontífices para dictaminar sobre la inocencia o la culpabilidad de Menenia llegó puntualmente. El emperador había señalado la hora quarta para el inicio de aquella magna reunión. Y allí estaban todos los sacerdotes y los flamines, la Vestal Máxima y el resto de las sacerdotisas de Vesta, Salinator, el rex sacrorum, con semblante particularmente serio, y Tito Cicurino, el flamen dialis, también con rostro preocupado. Sin embargo, para sorpresa de los allí convocados, el emperador no atribuyó un status especial a aquel cónclave y dejó la deliberación como un asunto más de muchos otros que debían tratarse aquella jornada. De hecho, el César empezó comentando los ajustes necesarios para el calendario del próximo año de forma que los meses se acoplaran correctamente con el desarrollo del año agrícola. Las propuestas que traía el César, elaboradas sobre todo por el flamen dialis y diversos consejeros imperiales del consilium augusti, fue aprobada con rapidez por sensata y bien estructurada. Todas las fiestas tradicionales se mantenían y apenas había que añadir algunos días intercalares.

Hablaron por turnos, siempre sin interrumpirse, rodeados de todo aquello que recordaba el carácter casi milenario de aquella institución, con los libri pontificales, donde, entre otras muchas cosas, se encontraban recogidas las actas de los cónclaves de aquel sagrado colegio de sacerdotes de los últimos siglos; también estaban, en otras mesas repartidas por la gran estancia central de la Regia, los indigamenta, donde se recogían las fórmulas más adecuadas para invocar a cada dios, o los annales, donde se dejaba constancia del nombramiento de los magistrados más importantes cada año y de cualquier otro acontecimiento que fuera merecedor de ser archivado. Muchos pensaban que, de un modo u otro, fuera cual fuese el desenlace de aquella deliberación, el destino de Menenia debería quedar recogido en esos libros.

El rex sacrorum y el flamen dialis apenas habían intervenido en los debates suscitados en torno al calendario, y aquello era extraño. Todos eran conscientes, no obstante, de que ambos se reservaban para el punto final: la discusión sobre la inocencia o la culpabilidad de la vestal Menenia. Del rex sacrorum todos esperaban que se mostrara hostil a la joven sacerdotisa y su destino próximo, pues así lo había dado a entender antes y después del juicio. Salinator había insistido una y otra vez, en conversaciones privadas y no tan privadas, con otros sacerdotes o con senadores, que era esencial salvaguardar la pureza de una institución de sacerdotisas que se dedicaba a custodiar el sagrado fuego de Vesta. Incluso los menos dados a creer en los ritos religiosos, que entre los sacerdotes también los había, se mostraban especialmente cautos con todo lo referente a la llama de Vesta, que ardía en el corazón de Roma desde sus inicios y cuyo fin, si es que llegaba un día en el que dejara de arder, parecía estar destinado a arrastrar consigo a toda Roma y su Imperio. Así que todos quedaron muy turbados cuando el rex sacrorum comentó, durante aquellos días posteriores al eclipse, que aquel fenómeno no estaba ligado a una posible condena a muerte de la vestal, como había argumentado el abogado Plinio, sino que, más bien al contrario, presagiaba tremendos infortunios que sobrevendrían sobre Roma si no se eliminaba de raíz toda sospecha sobre la pureza de las vestales. ¿Que los eclipses de luna se podían predecir? No importaba. Para el rex sacrorum lo esencial era que el evento había ocurrido cuando los sacerdotes y los flamines dudaban sobre si ser firmes ante aquel posible sacrilegio o indulgentes, una indulgencia que sólo conduciría al más terrible de los desastres para todos. Salinator había hablado de todo esto con el aplomo de un hombre que además se mantuvo firme, en lo que pudo, frente al gobierno del temido Domiciano pese a haber sido nombrado por este emperador. Ahora, todos en el Colegio de Pontífices esperaban de su parte una agresiva intervención en contra de Menenia.

De la misma forma, la mayoría de los presentes intuía que el silencio del flamen dialis se debía precisamente a lo contrario: aquel veterano sacerdote había alcanzado el venerado sacerdocio de Júpiter por deseo expreso del nuevo emperador Trajano; en consecuencia, como siempre había hecho en otros acontecimientos y debates, se esperaba que apoyara la línea de argumentación que deseara el emperador, que todos presentían más proclive a ser indulgente con la vestal acusada y no a condenarla. No era que el emperador se hubiera manifestado en forma alguna en un sentido o en otro, pero de igual forma que el César había estado predispuesto a alcanzar pactos con el Senado y a ser más bien cauto que osado en sus decisiones públicas, esperaban que ahora buscara una salida que no lo convirtiera en el segundo emperador en condenar a muerte a una vestal. Pero los otros sacerdotes y flamines y hasta la propia Vestal Máxima esperaban que el flamen dialis fuera su voz, la herramienta empleada por Trajano para dar a conocer a todos su punto de vista sobre aquel juicio.

Ser flamen dialis era un gran honor pero también conllevaba enormes sacrificios, pues este sacerdocio estaba sujeto a unas muy estrictas normas de comportamiento público y privado que subyugaban enormemente la vida del flamen. Así, quien ejercía este sacerdocio no podía salir de la ciudad más de dos noches ni dormir fuera de su cama más de tres. Esto evitaba que se lo pudiera nombrar gobernador de una provincia. No podía jurar ni mirar a hombres armados ni llevar anillo que no fuera plano y sin piedras o adornos. No podía desnudarse en público, con lo que las termas le quedaban vedadas. No podía tocar la harina, la levadura, el pan con levadura o a un muerto. No podía acariciar perros, ni tocar otros animales como las cabras. No podía entrar en contacto con habas o carne cruda o la hiedra, y sólo un hombre libre podía cortar su pelo. Así un sinfín de especificaciones que terminaban por convertir su vida en un devenir complejo y austero. Tito Cicurino era respetado porque se había mostrado siempre un hombre mesurado en el Senado —hacía honor a su nombre, que significaba manso, amable—, lo que había hecho que Trajano se fijara en él para desempeñar el sacerdocio como flamen dialis. Y desde su nombramiento Cicurino había sido muy escrupuloso en seguir todas y cada una de las tradiciones peculiares que marcaban su sacerdocio, sin importarle lo que éstas le restaran de libertad en su vida pública y privada.

Así, por unos motivos o por otros, ambos, el rex sacrorum y el flamen dialis eran respetados casi por igual y se esperaba un debate que, al fin, conllevara una compleja división de opiniones. Ésta, por costumbre, siempre terminaba favoreciendo más una condena que una absolución de la acusada, de los acusados, aunque allí nadie parecía preocuparse demasiado por el destino de Celer, incluso si, como había argumentado el abogado Plinio, el auriga y las carreras del Circo Máximo eran quizá el origen de todo aquel doloroso juicio.

Trajano miró a ambos lados de la Regia: a su derecha, donde se encontraba sentado el rex sacrorum, y a su izquierda, donde estaba el flamen dialis. El resto, de eso estaba convencido el César, decidirían en función de lo que ambos sacerdotes opinaran. Ante la inminente división de opiniones, él se vería obligado a hacer público su deseo personal de conceder la absolución. Y Trajano no quería eso. Deseaba seguir manteniéndose escrupulosamente imparcial, de forma que nadie pudiera criticarlo. El problema era que ya habían llegado al momento de la deliberación final. En ese instante, Aulo se acercó por la espalda al César y le habló al oído. Liviano, que como jefe del pretorio también se encontraba allí presente, ya había observado que el César parecía haber encomendado a Aulo algún tipo de misión secreta y que éste se afanaba en cumplir con lo ordenado. A Liviano le gustaba ver que el emperador se sabía rodeado de pretorianos en los que podía confiar.

Aulo terminó de hablar. El emperador lo escuchó sin girarse, asintió y el tribuno se alejó del trono. Estaban ya en el último punto de la reunión del Colegio de Pontífices. El rex sacrorum miraba fijamente al emperador. Trajano sabía que Salinator esperaba oír cómo iniciaba una diatriba contra Menenia; de lo contrario, cumpliría su amenaza de desvelar el supuesto origen de la vestal acusada.

—Sacerdotes, flamines y vestales —empezó Trajano—; hemos de decidir ahora sobre el juicio a la vestal Menenia, no presente aquí por estar acusada del más terrible delito, un crimen incesti, que pueda cometer nunca una sacerdotisa de Vesta. Es éste, pues, un momento de especial gravedad para el Colegio de Pontífices. Sólo Domiciano, maldito para todos, fue capaz de sentenciar a muerte a vestales. No querría yo seguir sus pasos sin tener una fundada causa que no me deje otra alternativa. Por eso, en este instante de pesadumbre creo más pertinente que nunca confiar en el criterio de aquellos de vosotros que sois más veteranos y que ejercéis sacerdocios de la mayor importancia, como es el caso de nuestro rex sacrorum y de nuestro flamen dialis. —Miró al primero, que asintió parcialmente satisfecho; Trajano continuó sin dejar de mirarlo—. Pero justo es que antes de escuchar a estos sacerdotes sobre una causa tan grave el Pontifex Maximus se cerciore de que ambos flamines se encuentran en condiciones de emitir sus opiniones. —Aquí el rex sacrorum, como muchos de los presentes, frunció el ceño, pues Trajano estaba empezando a transformar la parte final del juicio a la vestal Menenia en una especie de evaluación o juicio paralelo a los sacerdotes… ¿Qué buscaba el emperador? Trajano siguió hablando—. Veamos. Por un lado tenemos al flamen dialis. Dime, sacerdote —dijo mirando a Tito Cicurino—: ¿has seguido con atención todos los preceptos y restricciones que concurren en tu sacerdocio?

El aludido se levantó para responder, algo confuso por aquella pregunta pero dispuesto a satisfacer la curiosidad imperial.

—Sí, como siempre, Pontifex Maximus —dijo el flamen dialis.

—Bien. ¿Y todos los aquí presentes están conformes con que el flamen dialis se conduce de acuerdo a las tradiciones de Roma? —preguntó el César mirando a su alrededor. Todo el mundo asintió—. Bien, por los dioses, esto está bien. Eres respetado, de acuerdo. Esto es lo que necesitamos. ¿Y tu esposa? ¿Sigue tu esposa, la flaminica, todos los preceptos que se le exigen? ¿Lleva su vestido convenientemente teñido y se cubre con la rica [manto o pañuelo]? ¿Lleva el pelo trenzado con un lazo púrpura terminado en el tutulus [cono]? ¿Nunca sube escaleras de más de tres escalones? ¿Ha sacrificado un carnero a Júpiter cada nundinae? ¿Ha hecho todo esto?

—Sí, Pontifex Maximus; mi esposa, la flaminica, ha cumplido también con todas las obligaciones que tiene impuestas por ser esposa del flamen dialis.

—¿Estáis todos los presentes de acuerdo? —preguntó Trajano nuevamente mirando a un lado y a otro de la Regia. Y una vez más encontró un asentimiento general. El emperador decidió entonces seguir preguntando, pero ahora a Salinator—. Perfecto. Comprobado que todos respetáis la opinión de nuestro flamen dialis, veamos si acontece lo mismo en todo lo relacionado con el rex sacrorum. —Clavó entonces de nuevo su mirada en el otro gran sacerdote—. Te pregunto a ti ahora, Salinator, ¿cumples con todos los preceptos de tu sacerdocio? Pero no… —Trajano, al ver cómo el gran sacerdote se ponía nervioso y corría riesgo de que en un ataque de indignación revelara lo que él creía saber de Menenia, se detuvo en sus preguntas y las transformó en aseveraciones—. No, no me parece correcto preguntar de igual forma al más importante de nuestros sacerdotes, y menos cuando estamos aquí reunidos, en la Regia, que no es otra sino que su casa por ley, la casa del rex sacrorum. No, de Salinator diré yo personalmente, como Pontifex Maximus, que siempre ha cumplido con sus obligaciones: siempre va vestido con el calceus, su toga sin decoración alguna; siempre va acompañado de su hacha a los actos religiosos, tal y como estipula la tradición, y siempre realiza los sacrificios a los dioses capite velato, con la cabeza cubierta, en particular en marzo y mayo, cuando éstos tienen lugar en el Comitium. Todo esto puedo certificarlo porque lo he visto con mis propios ojos. Y en las nonae lo he visto anunciar las celebraciones que han de tener lugar durante el resto del mes, y en las kalendae de principio de cada mes ha hecho sacrificios mientras su esposa, la regina sacrorum, hacía lo propio sacrificando una cerda o una cordera a Juno. Cada kalenda. Sin falta… —El César se detuvo un instante mientras veía cómo la faz del rex sacrorum empezaba a palidecer. Continuó entonces aún con más seguridad—. Sin falta, decía, hasta hace un mes, porque el mes pasado la regina sacrorum no realizó el sacrificio preceptivo alegando enfermedad. Esto lo entiendo, lo entendemos todos. Es, no obstante, preocupante, pues la salud de la esposa del rex sacrorum es asunto de Estado, ya que, como es bien sabido, si ella fallece el rex sacrorum ha de abandonar su sacerdocio, de la misma forma que si la que fallece es la flaminica es el flamen dialis quien debe dejar de ser flamen. La cuestión es que todos los aquí presentes habéis visto recientemente a la flaminica, pero, pregunto yo, ¿ha visto alguien aquí a la regina sacrorum en los últimos treinta días?

Guardó unos momentos de silencio. Por primera vez desde que empezara la larga sesión, el emperador no encontró asentimientos, sino sólo ceños fruncidos e interrogantes en cada faz que examinaba.

—Mi esposa ha estado… indispuesta, Pontifex Maximus —se aventuró a decir el rex sacrorum a modo de explicación—; por eso no ha podido estar presente en los sacrificios de las kalendae de diciembre…

—Y hoy mismo —lo interrumpió Trajano de forma cortante y severa—. Hoy, en las kalendae de enero tampoco ha acudido la regina sacrorum a su sacrificio a Juno. Eso me ha informado la guardia pretoriana. ¿Estoy acaso equivocado? ¿Llevamos dos meses sin el preceptivo sacrificio de la regina sacrorum a la diosa Juno?

—Sigue indispuesta, Pontifex Maximus —volvió a argumentar en su defensa un rex sacrorum encogido, empequeñecido en comparación con el orgulloso sacerdote que hacía sólo unos días se había atrevido a chantajear al propio Trajano.

El emperador se levantó de su trono, que no había abandonado en toda la reunión, y caminó hasta situarse en el centro de la Regia. Puso los brazos en jarras y miró al suelo mientras hablaba.

—Yo creo que sería importante que la regina sacrorum se mostrara aquí, en el Colegio de Pontífices, ahora, antes de iniciar una deliberación tan grave. Si hay alguno de los pontífices que han de juzgar sobre la inocencia o culpabilidad de una vestal que no cumple con todos los preceptos necesarios para emitir su opinión ante el resto temo desatar la cólera de los dioses y, como Pontifex Maximus —levantó la mirada y se dirigió a todos, paseando sus ojos por la faz de cada uno de los allí presentes—, sí, como Pontifex Maximus me compete y me importa asegurarme de que todos los aquí congregados son, en efecto, merecedores en este mismo instante de ejercer los sacerdocios para los que habéis sido elegidos. —Detuvo su mirada en el semblante ya totalmente pálido de Salinator, que temía que el emperador lo acusara abiertamente de haber ocultado la muerte de su esposa y, en consecuencia, pudiera ser condenado incluso a… muerte—. Dime, rex sacrorum, ¿puedes hacer que tu esposa se presente aquí y ahora ante todos nosotros? ¿Es esto posible? Verás, sacerdote, sólo te pido que vayas al interior de la Regia y traigas a tu esposa enferma en una litera, si su salud es débil, para que podamos verla aquí un breve instante. Luego podremos continuar con la deliberación. Como podrá ver el rex sacrorum, basándome en mi sabiduría como Pontifex Maximus sólo estoy intentando decidir lo correcto.

Salinator recibió aquellas palabras como lo que eran: una bofetada en la cara por parte del emperador, que le devolvía la última frase con la que amenazó al César hacía tan sólo unos días. El rex sacrorum sintió las miradas de todos sobre su persona. Había venido aquella mañana dispuesto a cazar a la vestal, a la última descendiente de Domiciano según sus informaciones, pero ahora se encontraba que el cazado era él. ¿Por qué Trajano se empeñaba en defender a aquella maldita? Podía romper su silencio y decirlo todo, pero si no era capaz de exhibir a su esposa viva quedaría sólo como un mentiroso que había ocultado el fallecimiento de su esposa para poder estar allí presente aquella mañana, en esa deliberación. Tenía, no obstante, una salida digna que el emperador le ofrecía: acudir al interior de la Regia, a los aposentos personales suyos y de su esposa, y decir luego a todos los sacerdotes que la regina sacrorum acababa de fallecer. Eso lo incapacitaría como rex sacrorum de forma fulminante, pero si el César no deseaba profundizar en el asunto lo dejaría libre y sin culpa.

—Voy en busca de mi esposa, Pontifex Maximus —dijo al fin con un hilillo de voz quebrada. Salió de la sala central de la Regia seguido de cerca por varios pretorianos que obedecieron a una mirada del César—. Esperad aquí —les dijo en cuanto llegó a la cámara personal de su esposa.

El rex sacrorum entró entonces en la habitación y se sentó al lado de su anciana mujer que, en efecto, había fallecido el día anterior. El retraso con el que había jugado el emperador había hecho que él no pudiera llegar a la deliberación como rex sacrorum. La vestal iba a escapar. Salinator se levantó y salió solo, igual que había entrado en la habitación. Los pretorianos lo escoltaron en su triste regreso a la sala central de la Regia.

—Mi esposa acaba de fallecer —dijo el sacerdote.

Trajano, que se había sentado de nuevo en su trono, no mostró ningún sentimiento de alegría en su rostro. Más bien al contrario.

—Ésta es una lamentable pérdida para Roma. La regina sacrorum era respetada y admirada por todos. Siento lo ocurrido.

—Gracias, Pontifex Maximus.

—Ahora, Salinator, te ruego que abandones esta sala y el edificio de la Regia. Tu presencia aquí, así como tus opiniones, ya no pueden ser tenidas en cuenta por el sagrado Colegio de Pontífices.

El hasta hace un instante rex sacrorum dio media vuelta y empezó a caminar hacia la salida del edificio. Aún se debatía entre decir a gritos su verdad sobre la vestal Menenia o salvar la vida. El instinto de supervivencia es muy grande, incluso entre los fanáticos. Salinator abandonó la Regia.

En el interior, Trajano se dirigió entonces al flamen dialis.

—Sea. Escuchemos entonces la opinión de aquellos que sí merecen ser oídos en el Colegio de Pontífices con relación a este grave asunto.

Tito Cicurino se levantó y se situó en el centro de la sala para iniciar su discurso.

—Sí, Pontifex Maximus, veamos… —El flamen dialis, como el resto de los sacerdotes, estaba aún intentando asimilar todo lo que acababa de ocurrir y le costaba poner en marcha su discurso—. Nos reúne, en efecto, un motivo grave, y cautos hemos de ser en consecuencia. Yo también soy de esa opinión —y miró al emperador—; la cautela misma debe gobernar nuestra decisión en este asunto: ¿Es la vestal Menenia culpable de crimen incesti? ¿Se han presentado pruebas irrefutables de ello o más bien al contrario? Veamos, a mi parecer el abogado y senador Plinio ha sabido mostrarnos a todos la endeble base sobre la que se intenta sostener una acusación de tanta gravedad: un crimen incesti que sólo han visto los ojos del auriga enemigo del acusado de mancillar a la vestal Menenia. El resto de los testigos, por muy cualificados que sean, sólo han creído ver a la vestal Menenia en la calle o sólo han sabido de lo que supuestamente ha hecho la vestal Menenia a través de los testimonios de sus esclavos o libertos. La Vestal Máxima Tullia, por otro lado —se inclinó ante ella—, manifiesta que todo lo expuesto es imposible, que la sacerdotisa Menenia siempre ha obrado correctamente y que siempre ha estado vigilada. Mucho me temo, sacerdotes, flamines y vestales, que estamos ante un montón de mentiras, urdidas desde el rencor de un auriga derrotado que, a mi parecer, es quien debe ser condenado por mentirnos a todos y abocar a Roma al límite mismo de cometer una barbarie brutal como la de ajusticiar y sentenciar a muerte a una vestal inocente. Y yo me pregunto: ¿dónde queremos vivir? ¿En una Roma donde las sacerdotisas de Vesta sean ultrajadas sin respeto por cualquier ser infame o en una Roma donde las vestales sean respetadas y no acusadas por cualquiera de cualquier barbaridad? —Hizo una breve pausa—. Éste es mi parecer: debemos declarar a la vestal Menenia inocente.

Se hizo un silencio del que emergió la mesurada y potente voz del emperador.

—Por mi parte, sacerdotes, flamines y vestales, sólo os diré una cosa. —Se detuvo para asegurarse de que todos lo miraban y lo escuchaban sumamente atentos, pues en todo aquel tiempo no había dado su opinión sobre aquel espinoso asunto—. Yo, Marco Ulpio Trajano, como vuestro Pontifex Maximus, como vuestro emperador y César, necesito verdades y no mentiras; verdades sobre las que construir una Roma fuerte y sabia y temida en el exterior, más allá de nuestros limes. Los tiempos de Domiciano y sus mentiras, los tiempos de las condenas a las vestales sin pruebas irrefutables, han de ser tiempos que queden, éstos sí, enterrados en las entrañas de la ciudad para siempre, olvidados y finiquitados. Una nueva Roma renace después de años de terror, una Roma fuerte en sus fronteras vigiladas por nuestras legiones hábiles en la guerra, comandadas por vuestro César, un César que ha de saber que cuando lucha en el Rin o en el Danubio, lo que tiene a su espalda no es una enorme mentira, germen eterno de la traición, sino una gran verdad, una verdad poderosa que lo arropa y lo capacita con la fuerza necesaria para doblegar a todos los bárbaros que nos acechan. —Volvió a detenerse un instante antes de terminar su breve intervención—. Dadme verdades, sacerdotes, dadme verdades y no mentiras.