LA CONFESIÓN DE LONGINO
Sarmizegetusa Regia
Diciembre de 102 d. C.
Longino encontró una excusa para acudir al palacio real de Sarmizegetusa muy pronto: Decébalo había ordenado la reconstrucción de las murallas de la ciudad, y no sólo eso, además el jefe de la guarnición romana en la capital de la Dacia había recibido informes de sus oficiales que afirmaban que numerosos renegados de las legiones seguían al servicio de los dacios. Ambas cuestiones contravenían de pleno el tratado de paz firmado entre el emperador y el rey. Y esto no ocurría sólo en la capital del reino, sino que se habían iniciado trabajos similares de reconstrucción de los muros de las fortalezas de Blidaru, Costesti o Piatra Rosie, todos ellos fuertemente dañados durante la última guerra. Longino empezaba a intuir que nada iba a ser sencillo en aquel destino, pero aún albergaba la esperanza de hacer entrar en razón a Decébalo hablando con él personalmente. Le costaba admitir que el hermano de la hermosa e inteligente Dochia no fuera alguien noble, fiel a la palabra dada.
El legatus caminaba por la calle principal y empedrada de aquella ciudad seguido de cerca por una veintena de sus hombres armados. Las miradas que recibían eran, en su mayoría, de desprecio. Las otras eran de rabia. Longino fingía no apercibirse ni de las unas ni de las otras. No, no era aquél un destino cómodo.
Nada más entrar en el palacio real, varios guerreros dacios se aseguraron de que Longino quedara desarmado. Luego lo condujeron, solo, a una sala grande donde hasta hacía poco, de forma insultante, habían estado expuestos los estandartes de las legiones V y XXI destruidas por las fuerzas leales a Decébalo en las guerras de la época de Domiciano. Trajano había reclamado esos estandartes y los había llevado de regreso a Roma para ser exhibidos en su gran triunfo, de forma que así todos los romanos pudieran ver que el emperador recuperaba las insignias de aquellas legiones perdidas. En su lugar, Decébalo no había puesto nada, sino que había dejado un espacio vacío en aquel extremo de la gran sala del trono, como si los estandartes no se hubieran ido para siempre, sino como si el rey esperara, en algún momento próximo, disponer de nuevos trofeos similares que exhibir ante su pueblo. Longino inspiró profundamente. Sabía que a Decébalo le gustaba provocar. Él debía permanecer siempre contenido en sus visitas a aquel palacio. Había acudido allí para evitar guerras, no para caer en provocaciones, insultar y dar excusas al enemigo para iniciar acciones agresivas contra el Imperio. Espiró el aire despacio, y justo en ese instante sintió un frío extraño. Se giró y vio a un hombre encapuchado cruzando la sala. Tuvo la sensación de que aquel desconocido lo miraba, pero oculta su faz bajo aquel manto que le cubría la cabeza, resultó imposible verificarlo. El extraño se desvaneció tras la puerta de salida. El legatus romano no le dio más importancia al asunto, entre otras cosas porque Dochia apareció en aquel momento en la estancia de audiencias reales.
—Me han dicho que el legatus ha venido a visitarnos, aunque por la faz seria que veo en Cneo Pompeyo Longino, tengo más bien la sensación de que sólo ha venido con el fin de ver a mi hermano, el rey.
Longino esbozó una leve sonrisa. Tenía la esperanza, sin duda, de que en aquella visita podría ver a Dochia, pero aquella súbita aparición, anticipándose incluso al propio Decébalo, lo había pillado por sorpresa. Era evidente que la princesa dacia se movía con plena libertad por aquel palacio, por toda Sarmizegetusa, quizá por toda la Dacia.
—Es cierto que vengo por asuntos… oficiales —empezó Longino—, pero no es menos cierto que siempre es muy grato poder ver y hablar con la princesa Dochia.
Ella sonrió también, se acercó y lo invitó a caminar con ella.
—Es mejor que Cneo Pompeyo Longino venga conmigo —dijo la joven con aquella voz dulce que embriagaba a su interlocutor—. Mi hermano ha salido de caza. Regresará en poco tiempo, pero no veo correcto que el representante del emperador de Roma tenga que permanecer aquí, solo y de pie mientras espera.
Longino se dejó conducir por la princesa. Al poco tiempo, tras un largo pasillo, se encontraron en una especie de atrio construido en madera, repleto de plantas y árboles que crecían por todas partes entremezclándose con la arquitectura de estilizada carpintería del entorno.
—La Dacia es un vergel, montañas de bosques y plantas; nos gusta que ellas nos acompañen —dijo Dochia—. Por eso me sorprendió ver tantas plantas en el atrio de la residencia del legatus.
Longino explicó que a él también le agradaba la vegetación y que no todos los romanos la rehuían.
—No estoy segura de eso. Nunca antes se habían cortado tantos árboles en la Dacia hasta la llegada de los romanos.
—Vuestras construcciones son de madera —replicó Longino.
—Una cosa es talar árboles para construir algo y otra es talarlos o quemarlos por el mero hecho de que no gusten a los romanos —opuso la joven.
Longino sabía que la princesa se refería a aquellos valles donde los legionarios, para facilitar el avance de las tropas y para evitar emboscadas, habían talado grandes extensiones con el fin de sentirse más seguros, a salvo de las temidas encerronas de los dacios, los sármatas o los roxolanos, entre otros muchos enemigos de Roma en aquella región. Pensó en cambiar de tema. Sabía, pues todo el mundo hablaba de ello en Sarmizegetusa, y varios renegados lo habían confirmado, que la princesa Dochia tendría pronto que casarse con uno de los pileati de confianza del rey dacio, aunque la joven no parecía tener mucha predisposición a que semejante enlace tuviera lugar.
—En algunas cosas somos diferentes los dacios y los romanos, pero en otras nos parecemos mucho. Yo, por ejemplo, tomé esposa como fruto de un pacto con una familia de Roma. He oído que esos pactos no son infrecuentes aquí en la Dacia.
Como esperaba, aquellas palabras hicieron que la joven callara, primero, y mirara luego al suelo algo sonrojada.
—Hasta al legatus han llegado las murmuraciones sobre mi futura boda. Ése, sin duda, es un tema del que le gusta hablar a mi hermano, el rey.
La incomodidad de la joven era manifiesta y Longino tuvo miedo de que Dochia decidiera dejarlo a solas.
—Ha sido un comentario inadecuado por mi parte. Si vale de algo mi experiencia, mi boda con Julia, aunque no fundada en sentimientos, no ha resultado… desagradable.
—Por eso ella está en Roma y el legatus, su esposo, se encuentra aquí, a varios miles de millas de distancia.
—No he querido imponerle a Julia una estancia tan larga lejos de su familia —respondió Longino sin demasiado convencimiento.
Dochia suspiró.
—Pensaba que aunque fuéramos diferentes nos respetábamos lo suficiente como para no mentirnos —dijo con tono de decepción.
—Supongo que busco las palabras adecuadas. Realmente lo intento y, sin embargo —se explicó Longino—, todo lo que digo resulta inoportuno. No he faltado a la verdad, pero es cierto que no he dicho toda la verdad.
—Ahora sí escucho al legatus de Roma —comentó entonces ella más interesada.
—Es cierto que no he querido alejar a mi esposa de su familia, una familia, la Julia, muy importante en Roma, por eso el emperador quiso que me casara con ella, pero es verdad que tampoco hay entre nosotros un vínculo de amistad o de amor tan intenso como para que esta separación nos resulte dolorosa, en especial a ella. Yo soy mucho mayor, bastante más feo y… —Movió un poco el brazo derecho tullido.
—¿Años, arrugas y un brazo incapaz es lo que la esposa del legatus ve en su esposo? —preguntó Dochia.
Longino asintió.
Guardaron silencio un rato. La brisa era fresca, intensa en aromas del bosque que rodeaba la ciudad.
—Yo no quiero que me pase eso —dijo ella al fin—. No quiero casarme y que mi esposo se encuentre más cómodo lejos de mí. Creo que en eso sí somos diferentes. Es cierto que en lo de pactar matrimonios Roma y la Dacia se parecen, pero en aceptarlo o no el legatus imperial y yo nos diferenciamos.
—Es posible. Yo no pensaba en casarme pero fue una petición directa del emperador.
—¿Y no podías negarte? —preguntó ella.
—No quise negarme.
—El emperador debe de ser un gran amigo de Longino.
—Lo es.
Dochia tuvo una intuición. Pudiera ser porque Longino, al responder antes, se llevó la mano izquierda al brazo tullido, como si recordara el pasado.
—Quizá esa herida del brazo, que todos cuentan que se debe a un accidente de caza, está relacionada con el emperador de Roma.
Longino la miró perplejo. Se dio cuenta de que estaba acariciándose el brazo herido y comprendió cómo la joven podía haber llegado a esa conclusión. Aun así, era muy observadora y muy intuitiva. Curiosamente, Longino no lo negó. Tuvo la sensación de que aunque lo hubiera hecho ella no lo habría creído. Y con tres palabras, brevemente, sin casi darse cuenta, Longino confesó a Dochia aquello que había guardado en silencio durante años. Quizá fue el embrujo de aquellos ojos azules sin límite que lo miraban con la dulzura de una sirena.
—Así fue, sí.
En ese momento se oyó un gran tumulto en el interior del palacio.
—Creo que el rey ya está aquí —dijo Dochia—. Será mejor que no retenga al representante del emperador de Roma.
Y la joven, en cuanto vio acercarse a varios guerreros de su hermano en dirección adonde se encontraban, dio media vuelta y echó a andar. Longino, por su parte, se giró un instante para ver quién se aproximaba, y para cuando volvió a mirar hacia Dochia, ella era ya una fina silueta que se desvanecía entre los árboles del jardín.
Longino, a una señal de los dacios, siguió entonces a aquellos guerreros. Al poco estuvo en pie frente al rey Decébalo, que lo miraba, sudoroso aún por el ejercicio de la caza, desde su trono real.
—Longino, legatus —dijo el rey como saludo, pero luego miró a un hombre que estaba a su lado y le habló en su lengua. El hombre, esclavo o sirviente, tradujo al latín mirando al oficial romano.
—El rey quiere saber a qué debe esta visita.
Longino creyó reconocer cierto acento tracio. Mejor. No le habría gustado encontrar un perfecto latín que delatase, de nuevo, a otro renegado más al servicio de Decébalo.
—Dile al rey que he detectado muchos trabajos de reconstrucción en las fortificaciones de todo el valle de Orastie y que estas obras contravienen… —el intérprete no pareció entender bien aquella palabra—; estas obras de reconstrucción van en contra del acuerdo de paz con Roma.
El esclavo tradujo. Decébalo, impasible, respondió con unas frases breves.
—El rey no cree que proteger sus ciudades de los lobos y los bandidos vaya contra el acuerdo con Roma —tradujo el sirviente tracio.
—Dile a tu rey que la diferencia entre un muro contra los lobos y un muro contra torres de asedio es muy grande. Dile que ya he enviado un informe al emperador sobre estos muros, pero que estoy a tiempo de enviar otra carta donde explique que éstos se atienen a unas medidas aceptables para Roma.
El intérprete iba a traducir, pero el rey levantó la mano y él mismo en persona se dirigió directamente a Longino en latín; un latín bastante más tosco que el de Dochia, pero sorprendentemente fluido.
—¿Y cuál es la diferencia entre un muro contra lobos y un muro contra Roma?
Longino tardó un poco en responder. Por un lado, estaba digiriendo que Decébalo supiera latín; por otro, meditaba la respuesta apropiada. Fue el rey el que volvió a hablar de nuevo, esta vez con una sonrisa.
—Me gusta conocer al enemigo —dijo el monarca, como explicando por qué hablaba latín.
—Yo creía que Roma y la Dacia ya no eran enemigos —respondió Longino mientras seguía pensando en la altura de los muros.
—Es cierto —se corrigió el rey—. Es bueno conocer a los vecinos, a los amigos, eso es lo que he querido decir. —El tono irónico era inconfundible.
Se hizo un silencio.
—Seis pies[18] es suficiente altura para un muro cuyo fin sea mantener a los lobos fuera del recinto de la ciudad —dijo entonces Longino.
—Seis pies —repitió el rey.
Un nuevo silencio.
—¿Hay algo más, legatus? —preguntó el rey.
—Nada más, no.
—Entonces seguramente el legatus deseará retornar a su residencia y descansar —dijo Decébalo. En ese momento entró Dochia. Al rey no se le escapó la mirada que Longino le dedicó a su hermosa hermana—. Pero el legatus debe saber que siempre es bienvenido en el palacio real de Sarmizegetusa —añadió Decébalo con lo que intentó que pareciera una sonrisa conciliadora.
Longino no dijo nada. Se limitó a saludar militarmente con el puño cerrado sobre su pecho, inclinarse levemente ante Dochia, que le devolvió el saludo con un asentimiento, y dar media vuelta para dirigirse a la salida del palacio.
Nuevamente, al caminar por aquellos pasillos tuvo la sensación de ver al hombre encapuchado, pero Longino tenía, una vez más, demasiadas ideas en la cabeza como para dedicarle tiempo a aquel detalle. Salió del palacio.
En el interior, de entre las sombras de una esquina, emergió la figura del hombre misterioso embozado bajo una caperuza de lana, caminando sigilosamente. El rey lo había convocado de nuevo. Eso estaba bien. Había llegado preso y ya estaba próximo al círculo de confianza del rey, pero no debía descuidarse. El legatus romano podría haberle reconocido y, por el momento, era mejor para él que todos pensaran en Roma que era un cadáver pasto de los lobos o los buitres de Adamklissi. Una vez que se aseguró de que Longino había salido, se descubrió la cabeza y la faz ajada por los años y el odio, y la rabia de Mario Prisco se dibujó con nitidez a la luz de una antorcha. Pero Prisco no entró en la sala de audiencias, pues el rey aún departía con su hermana.
Entretanto, en la sala del trono real del gran palacio de Sarmizegetusa Regia, Decébalo miraba a Dochia, que se había sentado a su derecha.
—¿Has averiguado algo esta vez? —preguntó el rey—. ¿Algo relevante sobre nuestro legatus? Ya llevas varios encuentros con él. Y he visto cómo te mira. Un hombre que mira así a una mujer es capaz de hacer confesiones interesantes.
Dochia, en silencio, observaba el suelo.
—Te he hecho una pregunta —insistió Decébalo.
—Y te he oído —dijo Dochia.
—¿Y bien? —repitió el rey—. ¿Has averiguado algo?
Dochia seguía muda. Estaba claro que su hermano se había dado cuenta de que el legatus empezaba a sentir algo por ella. ¿Se daba cuenta también Decébalo de que el sentimiento era recíproco?
—Sí, algo he averiguado, hermano —dijo Dochia al fin. Tenía que contar alguna cosa relevante o Decébalo empezaría a sospechar. La joven continuó hablando—. He averiguado el origen de la herida del brazo derecho del legatus Longino.