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DE ENTRE LOS MUERTOS

Roma, 91 d. C., once años antes del juicio,

bajo el gobierno del emperador Domiciano

En medio de la noche, secunda vigilia

Un muchacho de diez años corría por las oscuras calles de Roma. Se detuvo jadeante frente a la puerta de la domus del senador Menenio y la golpeó con fuerza.

—¡Abrid, por Hércules, abrid! —gritaba aquel niño que ya se atrevía con misiones propias sólo de un hombre adulto.

La puerta cedió hacia dentro y los esclavos descorrieron una de las hojas de la entrada por completo para que el muchacho pudiera pasar. Al instante, la volvieron a cerrar. Y mientras esos mismos esclavos se ocupaban de atrancar por dentro la puerta para que no pudiera ser forzada desde fuera, el chico se situó en el centro del atrio frente al señor de aquella casa.

—Es cierto, senador, es cierto —dijo una y otra vez.

—¿Estás bien seguro? —preguntó Menenio, amo de la domus.

—Los he visto saliendo del Foro… un montón de pretorianos… —El chico hablaba a impulsos, pues aún no había podido recuperar el aliento después de su larga carrera desde el centro de la ciudad hasta la casa del senador—. Los he visto deteniéndose en domus de otros patres conscripti y se llevan a las niñas, mi señor… se llevan a las niñas. —Y aunque el muchacho era capaz de heroicidades de hombre, rompió a llorar como el niño que aún seguía siendo—. Vendrán a por Menenia, señor… Vendrán a por su hija y se la llevarán…

El senador Menenio inspiró profundamente el aire de la noche romana. Tenía que pensar bien. No podía enfrentarse con el emperador Domiciano. Nadie podía. Todos los que lo intentaban morían, incluso los que sólo lo habían pensado.

—Veamos, veamos, por Cástor y Pólux —dijo el senador—. Me has servido bien, Celer, muchacho, pero te necesito fuerte esta noche, ¿me oyes?

El chico contuvo su llanto infantil y se recompuso con bravura.

—Bien, eso está mejor —dijo de nuevo el senador—. Dime ahora: ¿cuántos son y quién los dirige?

—Más de cuarenta pretorianos, mi señor, y los lidera Casperio, el jefe del pretorio.

—El emperador Domiciano ha enviado a su perro de presa —comentó desde detrás del senador Cecilia, su esposa y madre de Menenia—. No puedes enfrentarte a ese hombre, a ese… animal.

—Lo sé, lo sé… —admitió el senador nervioso, alzando los brazos impotente. Se detuvo. Miró al suelo un instante y luego al muchacho—. Celer, me fío de ti. Ve con nuestra hija y protégela de todo y de todos y no la entregues a no ser que yo mismo te lo ordene, ¿me has entendido?

—Sí, señor.

—Bien, toma esto entonces. —El senador le entregó un puñal que extrajo de debajo de su túnica. Celer cogió el arma por la empuñadura, pues el senador se lo entregaba asiéndolo por el peligroso y cortante filo. Una vez en su poder, el muchacho salió disparado hacia el pasillo que daba acceso a los cubicula de la familia y entró raudo en la habitación de la niña.

Entretanto, en el atrio, Cecilia habló a su esposo.

—Si cogen a las niñas es que el emperador Domiciano se ha decidido al fin a reemplazar a las vestales que él mismo ejecutó hace unos meses.

—Sí, seguramente de eso se trata.

—Y si se llevan a Menenia y la seleccionan, quedará bajo el poder personal de ese lunático de Domiciano.

—Sí —respondió Menenio.

—Es nuestra única hija, Menenio, nuestra única hija —continuó Cecilia empezando a llorar de forma descontrolada—; has de hacer algo, has de hacer algo… nos ha costado tanto… y ahora… ahora que la teníamos nos la va a arrebatar…

En otro tiempo, que una hija fuera elegida como vestal podía ser un gran honor, pero bajo el gobierno de Domiciano las vestales estaban en tan gran peligro, sujetas a los cambios de humor de un emperador trastornado, que ser seleccionada como sacerdotisa de Vesta parecía más una sentencia que un honor. El senador Menenio sabía que no podía detener a aquellos pretorianos que venían a por la niña y menos aún si los encabezaba el cruel Casperio Aeliano. Algún día alguien sería capaz de acabar con aquel perro de lucha que era ahora jefe del pretorio, incluso quizá algún día alguien acabara con Domiciano, pero no iba a ser aquella noche ni él tenía el poder para enfrentarse a semejantes enemigos. Habían tardado años en tener una hija, como decía Cecilia, y ahora que la habían conseguido, ahora que había crecido hasta convertirse en una hermosa niña, obediente y respetuosa con ellos, una preciosa patricia romana, se la iban a llevar de su lado, y si al final la seleccionaban, nunca más podrían tocarla. Nunca. Apenas podrían verla y, lo peor de todo, la niña quedaría sujeta a la locura absurda e imprevisible del emperador Domiciano, que ya había ejecutado sin motivo real, bajo acusaciones falsas, a tres vestales.

—Traedme mi toga —ordenó Menenio con sensatez—. Si va a venir el jefe del pretorio que por lo menos le quede claro que está ante un senador de Roma.

—¿Crees que Domiciano sospecha algo sobre Menenia, sobre cómo llegó hasta nosotros? —preguntó Cecilia mientras ayudaba a su esposo a ajustarse bien la toga senatorial que había traído un esclavo con enorme rapidez, al haber previsto de antemano aquella petición.

—No lo sé —respondió Menenio. Pero sus pensamientos volvían una y otra vez sobre aquellos dos libertos y la esclava que trajeron a la niña, los cuales aparecieron muertos unos días más tarde; hecho que nunca comentó a su esposa para no preocuparla—. Quizá todo sea una simple casualidad: es normal que el emperador busque entre las hijas de los patricios sustitutas para las vestales condenadas y ejecutadas el año pasado —continuó, buscando argumentos con los que tranquilizar a su esposa, con los que tranquilizarse él mismo.

—Con Domiciano nada es nunca casual —sentenció Cecilia.

En el interior de la domus, el niño Celer entró en el dormitorio de la pequeña Menenia.

—Vienen a por mí, ¿verdad? —preguntó la niña de nueve años.

Había habido rumores durante semanas sobre la idea que el emperador tenía de reemplazar a las vestales ejecutadas y esos rumores habían sido objeto de conversación en más de una cena en casa de sus padres.

—Creo que sí —dijo Celer—. Pero tu padre me ha ordenado que te defienda si vienen… a no ser que tu padre… acepte que te lleven…

—Tendrá que aceptar —respondió la niña con admirable aplomo—. Nadie puede oponerse a la voluntad del emperador. Eso han dicho siempre todos.

Celer se sentó junto a Menenia en el borde de la cama. Los dos miraban al suelo. Al niño le pareció poca cosa aquel puñal que sostenía en la mano derecha. Menenia le tomó la otra mano con sus dedos suaves. Celer la cogió con fuerza, a la vez que con un cariño tan profundo como la amistad que los unía desde siempre, desde que tenían recuerdos. Siempre habían estado juntos.

—Iré a verte a donde te lleven, siempre pensaré en ti y nunca podrán separarnos, no importa si llegan a elegirte como vestal. Siempre estaremos unidos.

Menenia no dijo nada. Las lágrimas corrieron silenciosas por sus mejillas sonrosadas.

—¡Abrid, por Hércules! ¡Abrid en nombre del emperador Domiciano!

La voz del jefe del pretorio resonó como los rugidos de una fiera del circo en el exterior de la casa.

Menenio hizo una señal a sus esclavos y éstos retiraron el travesaño que trababa la gran puerta de entrada. Fueron los propios pretorianos los que abrieron las pesadas hojas de madera a empujones y patadas. En un instante el jefe del pretorio Casperio Aeliano se encontró en el atrio de aquella domus.

—Vengo a… —empezó Casperio.

Pero Menenio, firme en el centro de aquel patio, lo interrumpió sin miramientos.

—¡Ésta es mi casa, te he abierto la puerta y sé por qué vienes! Que yo sepa no vienes ni a por un traidor ni a por un perro, sino a por una niña virgen de una de las más antiguas familias patricias de Roma. Así que, por todos los dioses, ¡muestra el respeto adecuado ante el padre de una posible vestal!

Casperio Aeliano no era hombre de amilanarse por mucho que elevaran el tono de voz, y más si lo hacía un hombre solo y desarmado.

—No me digas cómo he de hacer mi trabajo… senador.

—No seré yo quien te diga eso, pero estoy a punto de entregarte a una niña virgen, patricia, con ambos padres vivos, sin problemas de dicción y sin marca alguna en su cuerpo, tal y como se estipula en la ley Papinia y según las más antiguas tradiciones de Roma. No hay tantas niñas en la ciudad que reúnan esas condiciones. Vas a llevarte un bien precioso que necesita el emperador para servir a Vesta. Cometerás un gran error si le causas el más mínimo mal a esa niña; cualquier golpe, cualquier arañazo puede invalidarla como sacerdotisa. Y yo personalmente iré a hablar con el emperador Domiciano y le diré cuál ha sido la causa de cualquier marca en el cuerpo de mi hija. Serás entonces tú, Casperio Aeliano, el que tenga que tratar con la insatisfacción del César, no yo.

El jefe del pretorio se contuvo. Era cierto que tenía orden de reclutar a una decena de esas niñas vírgenes patricias en la edad que correspondía, y que no había sido fácil seleccionar a un grupo que reuniera las condiciones necesarias. La altivez de aquel senador le causaba asco y rabia, pero se reprimió. Lo esencial era cumplir su cometido escrupulosamente. Y no enfadar al César.

—He de entender de lo que dices que vas a entregarme a la niña sin problemas.

—Si se me confirma que será tratada como corresponde a su condición de posible futura vestal de Roma, entonces sí —confirmó Menenio.

Casperio se engulló la vanidad un instante.

—Ésa y no otra es mi misión.

Se hizo entonces un silencio que a Cecilia se le hizo eterno, hasta que su marido pronunció la única respuesta posible, que a ella le sonó como si de una sentencia de muerte se tratara.

—Entonces te entregaré a mi hija. Cuento con que velarás por su seguridad. —Menenio elevó la voz sin dejar de mirar al jefe del pretorio—. ¡Celer, trae aquí a Menenia!

—Mi padre llama —dijo la niña. Celer, no obstante, no parecía dispuesto a moverse; fue ella la que se levantó primero—. Hemos de acudir —añadió mientras se secaba las lágrimas con el dorso de las manos.

Celer se puso en pie también y la abrazó con fuerza, pero con cuidado de no herirla con el puñal que sostenía en la mano derecha.

—Yo no te dejaré nunca, no te olvidaré nunca y siempre, siempre estaré contigo —dijo el muchacho al oído de la niña.

—¿Siempre podré contar contigo? ¿Pase lo que pase? —preguntó ella con un sollozo ahogado.

—Aunque te hagan vestal, aunque ya nunca pueda verte o tocarte o estar contigo; si alguna vez me necesitas yo te ayudaré siempre —confirmó el muchacho.

—¡Celer! ¡Trae a Menenia, muchacho! —La voz del senador resonaba con potencia.

Los niños se separaron y Menenia echó a andar hacia el atrio. Celer la acompañó hasta el umbral. Allí se detuvo y vio cómo primero el senador y luego su esposa abrazaban a la niña, la bendecían y se despedían de ella. En cuanto salieron los pretorianos por la puerta, el senador se volvió hacia él.

—Corre detrás de ellos, Celer, y asegúrate de que la conducen sana y salva al Atrium Vestae —le ordenó Menenio. El muchacho no lo dudó y salió a toda velocidad tras Menenia y los pretorianos.

En el atrio de aquella casa desolada, Cecilia intentaba rehacerse del único golpe del cual una mujer nunca puede reponerse: la pérdida de una hija.

—Si la eligen, Cornelia cuidará de ella. La Vestal Máxima y yo fuimos amigas en la infancia. Es una buena mujer. Cuidará de ella, cuidará de ella…

Su esposo la abrazó.

—Cornelia cuidará de ella… —repetía Cecilia una y otra vez.

En el Atrium Vestae

Las desnudaron a todas. Las diez niñas que habían traído los pretorianos estaban en pie, muy quietas por el puro terror que sentían, esperando… no sabían bien qué. Entonces una voz de mujer mayor, pero serena, las tranquilizó.

—Soy Cornelia, la Vestal Máxima, y estáis desnudas para que compruebe que no tenéis ninguna marca en vuestro cuerpo. Eso es todo. Nadie os hará nunca daño en el Atrium Vestae; no al menos mientras yo esté aquí. —Empezó a pasear por delante de las pequeñas niñas, todas de entre seis y diez años, examinándolas con atención—. No os tapéis con los brazos. Dejadlos desplegados junto al cuerpo. Nadie más os mira, sólo yo. Nadie os va a molestar. —Terminó de desfilar ante ellas. Se detuvo—. Daos la vuelta. —Todas las niñas le dieron la espalda. La Vestal Máxima repitió su paseo y su examen atento una a una. Se paró al ver una marca alargada en la espalda de una de las niñas. Cornelia se acercó y le habló a la niña en voz baja—. ¿Cómo te llamas?

—Livia… Vestal Máxima —respondió la niña utilizando el apelativo adecuado para dirigirse a Cornelia, tal y como le habían dicho sus padres que debía hacer.

—¿Te ha pegado alguien? —preguntó Cornelia.

—No… Caí hace tiempo y me quedó esa cicatriz, Vestal Máxima.

—Muy bien. No pasa nada. Coge tu ropa, vístete y ponte en la pared. Otra vestal vendrá a recogerte y los pretorianos te conducirán de regreso a tu casa. Estoy segura de que serás una gran patricia, pero no puedes ser vestal.

La niña se vistió y se separó de las demás; una vestal entró en la sala a una indicación de Cornelia y se la llevó. Luego la Vestal Máxima pidió que el resto se vistiera también, para que estuvieran más tranquilas, y que cada una de ellas recitara un poema o una frase de algún escritor famoso si la sabían, o cantara una canción. Todas lo hicieron. Menenia recitó un epigrama de Publilius Syrus que su madre le había enseñado:

In malis sperare bene nisi inocens nemo solet. [En la desgracia sólo el inocente tiene buena esperanza.]

La Vestal Máxima miró a la niña.

—Tu madre es Cecilia, ¿verdad? La esposa del senador Menenio.

—Sí.

—Ser una vestal no tiene por qué ser una desgracia, aunque una pueda sentirlo así al principio. En cualquier caso, el poeta tiene razón: siempre que seas inocente habrá esperanza.

Realmente Cecilia también estaba preocupada por aquellas niñas y su futuro. El terror de Domiciano había entrado ya en aquella sagrada orden de vírgenes y no era aquél un poder que ella pudiera controlar. Alguien muy fuerte tendría que suceder a Domiciano para barrer todo el daño que el autoproclamado Dominus et Deus estaba haciendo. Pero no podía compartir aquellos pensamientos con esas niñas. Parpadeó un par de veces e inspiró aire.

—Bien —dijo entonces Cornelia—. Ahora vendrá el emperador Domiciano. —Pronunció su nombre en voz muy baja, como si hubiera preferido no tener que hacerlo; le resultaba imposible olvidar las muertes de tres vestales por condenas injustas de hacía unos años, pero ella tenía que seguir allí, velar por la llama de Vesta, por las sacerdotisas supervivientes a la locura imperial y por las nuevas niñas que serían seleccionadas aquella noche; quién sabía si quizá allí, entre ellas, alguna tuviera una misión especial, un destino que pudiera cambiar el curso de la historia y mantener Roma fuerte y poderosa durante años—. Sí, el emperador en persona —repitió ante los ojos llenos de asombro y temor de las niñas—. Él, como Pontifex Maximus, seleccionará a tres de vosotras para ser instruidas y preparadas como futuras vestales. Responded si os pregunta. Callad si no se dirige a vosotras. Y dirigíos al emperador siempre como Dominus et Deus. Esto último es muy, muy importante. No lo olvidéis: Dominus et Deus.

Las pisadas de los pretorianos volvieron a retumbar aquella noche en el interior del Atrium Vestae. Otros emperadores no habían osado perturbar la paz de aquella casa sagrada donde vivían las sacerdotisas de Vesta con su guardia personal, pero Domiciano, siempre temeroso de alguna conjura contra su persona, se hacía acompañar por los pretorianos a todas partes. Al instante, la sombra alargada del Dominus et Deus se proyectó sobre el suelo de la sala donde estaban las niñas. Éstas, sin darse cuenta, se habían ido juntando instintivamente, unas a otras hasta casi tocarse, buscando en su unión la fuerza suficiente para superar una audiencia con el ser más terrible que nunca hubieran imaginado. En las casas de todas y cada una de ellas, hijas de senadores que habían sufrido ya en su familia el zarpazo inmisericorde del emperador, sólo se hablaba con odio y rabia y temor de aquel César que ahora entraba allí mismo y que, rodeado por sus gigantescos guardias pretorianos, se acercaba hacia ellas agachado para observarlas mejor.

—Tú y tú —dijo con rapidez, señalando a la segunda y tercera niñas.

Menenia estaba situada en último lugar desde la puerta por la que había entrado el César. El emperador siguió caminando. Observó a la cuarta niña, a la quinta, a la sexta, pero no dijo nada. Menenia cada vez estaba más asustada. La séptima. La octava. El emperador se detuvo entonces ante ella.

—Tú eres Menenia, ¿verdad?

—Sí… —y se quedó callada, pero por detrás del emperador la niña vio a la Vestal Máxima moviendo los labios con las palabras que ella había olvidado decir y Menenia se apresuró a corregir su error—; sí, Dominus et Deus.

Dominus et Deus, sí, ése soy yo —dijo el emperador—. Te habría reconocido entre un millar de niñas, Menenia, pues, en efecto, tienes los mismos ojos de tu madre.

Aquello confundió enormemente a la niña, pues siempre le habían dicho que el color de sus ojos era igual al de su padre, oscuros y no claros como los de su madre Cecilia, pero el emperador insistió.

—Sí, los mismos ojos oscuros y desafiantes. —Domiciano se irguió. Le dolía la espalda de estar agachado tanto tiempo—. ¿Recuerdas a tu madre, pequeña?

La pregunta le pareció extraña a la niña. Acababa de despedirse de ella hacía una hora sólo.

—Sí, Dominus et Deus, recuerdo a mi madre Cecilia, esposa del senador Menenio.

El emperador sonrió.

—Es conmovedora la ingenuidad infantil. —Domiciano volvió a agacharse para hablar a la niña a la misma altura, mirándola directamente a aquellos ojos aterrorizados que tanto lo divertían—. Este mundo, pequeña, es mucho más complicado. Te digo tu madre y piensas en esa mojigata con la que se casó el viejo Menenio. Sea, por el momento. No importa lo que pienses o lo que te hayan contado. Ya te desvelaré yo todo cuanto has de saber. —Se acercó aún más, hasta que su aliento rancio y maloliente penetró en las fosas nasales de la niña causándole unas arcadas que consiguió controlar con gran esfuerzo—. Veo que mi presencia provoca en ti una reacción similar a la que provocó en tu madre, si es que tu madre es realmente quien me han dicho que es. El parecido está ahí, esos ojos sobre todo, esa mirada, pero no me veo reflejado en tus facciones… estoy confundido a ese respecto… ¿Será tu madre quien me han dicho que es? ¿Seré yo, Domiciano, Imperator Caesar Augustus Dominus et Deus, tu padre? ¿O acaso alguno de mis traicioneros legati de las fronteras del Imperio? No lo sé, Menenia. —Se irguió de nuevo para descansar la espalda, pero siempre mirando fijamente a la niña—. Eres un pequeño gran misterio. Pero puedes estar segura de que es un misterio que desentrañaré con esmero, con paciencia. Ahora tengo otros divertimentos, pequeña. Tengo a la preciosa Flavia Julia, tan tierna, de piel tan suave… pero tú, Menenia, crecerás y he de divertirme contigo seas hija de quien seas, algo que por descontado averiguaré a su debido tiempo.

—Con respeto y humildad, Dominus et Deus —dijo Cornelia desde detrás del emperador—, las niñas seleccionadas han de ser servidoras de Vesta, nada más…

—Por supuesto —la interrumpió Domiciano volviéndose hacia ella y aproximándose con pasos decididos, que hicieron que la Vestal Máxima retrocediera hasta dar con su espalda en la pared del muro del Atrium Vestae—. Servidoras de Vesta; eso serán, pero como Pontifex Maximus puedo hablar con las vestales y así divertirme con ellas, en eso no hay daño alguno para nadie. La conversación de las vestales me entretiene. Son cultas, son hermosas y son disciplinadas. ¿Hay algún problema en ello?

—No… no, el Pontifex Maximus, el Dominus et Deus, puede hablar siempre que lo desee con las vestales…

—Con mis hijas —especificó el César—, pues esas tres niñas, técnicamente, pasarán a ser mis hijas y yo su pater familias tras el ritual.

—Así es —concedió la Vestal Máxima.

—Bien, bien, bien —dijo Domiciano, pero acababa de apuntar mentalmente a Cornelia en su lista de próximos condenados a muerte por la osadía con la que se había atrevido a dirigirse a él. Acto seguido, se volvió de nuevo hacia Menenia y habló a la niña una vez más en voz muy baja—. Mi hija. Ya lo sabes, pequeña. Eso me dicen unos, eso me niegan otros. ¿Qué hay de cierto en este enigma? No lo sé, pero a mí no me gustan nada los enigmas. Y yo no quiero hijos, no… ¿Sabes lo que le pasó a mi hijo? —Menenia no dijo nada; ella sólo sabía que el hijo del emperador había muerto de niño, pero el César siguió hablando—. Y ahora… ¿una hija? No sé, ya veremos. Aquí, por el momento, crecerás bien custodiada y vigilada. Tengo muchos enemigos de los que ocuparme ahora, pero retornaré a ti. —Y volvió a agacharse para hablar, una vez más, echando su aliento infecto a la pequeña Menenia, hablándole al oído en un susurro completamente inaudible para los demás pero imborrable para ella—. Vendré a por ti, pequeña, y si eres hija de quien me dicen, puedes estar segura de que más tarde o más temprano, incluso si te crees ya fuera de mi alcance, regresaré a por ti, aunque tenga que hacerlo desde el mismísimo reino de los muertos.

Y se alejó riendo.