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LOS TESTIGOS DE LA ACUSACIÓN

Edificio de la Regia. Tribunal del Colegio de Pontífices, Roma

Diciembre de 102 d. C.

Trajano se dirigió a todos desde su cathedra. No quería decir lo que iba a decir, pero sabía que no tenía más remedio que pronunciar aquellas palabras. Su obligación ineludible como Pontifex Maximus era leer la acusación que pesaba sobre una vestal, fueran cuales fuesen los cargos y fuera quien fuese la vestal acusada.

—Yo, Marco Ulpio Trajano, como Pontifex Maximus, con potestad sobre todas las vestales de Roma, acuso a la sacerdotisa Menenia de haber cometido el peor de los sacrilegios posibles, el de crimen incesti, con el auriga Celer.

Calló, y un murmullo se extendió por todo el patio del Colegio de Pontífices. Plinio miró por un instante al suelo. Pronunciada la acusación por el emperador sonaba mucho peor, más solemne, más terrible y, lo más peligroso, sonaba mucho más inamovible. Frunció el ceño. Trajano quería que él la defendiera, sí. Miró hacia el público presente. El César no estaba en contra de aquella vestal; más bien todo lo contrario, pero las circunstancias lo empujaban a adoptar el papel de acusador al que lo obligaba la ley, y Trajano se había mostrado, al menos hasta la fecha, muy escrupuloso en el cumplimiento de las leyes. Plinio empezó a sudar, pese a todo el tiempo que había pasado preparándose para aquel juicio, pese a toda su experiencia, no se sentía capaz de actuar con soltura si tenía que rebatir constantemente al propio emperador; tendría que sobreponerse, tendría que… Pero Trajano volvió a hablar.

—Y yo, Marco Ulpio Trajano, he decidido delegar la acusación formal y su ejecución en el honorable senador Pompeyo Colega, que presentó dichos cargos contra la vestal Menenia en un primer momento. Pompeyo Colega, a partir de ahora, tomará la palabra y proseguirá con las actuaciones de la acusación.

Y el emperador calló de nuevo.

Pompeyo se levantó entonces de su asiento con clara determinación. Plinio tuvo la acertada intuición de que el senador Pompeyo Colega ya había sido advertido por el César de que sería él personalmente el que representaría a la parte acusadora en nombre del emperador. A Plinio, por un lado, le habría gustado estar avisado de aquello, pero, por otro, enfrentarse a Pompeyo Colega le parecía algo mucho más a su alcance y, por qué no admitirlo, mucho más motivador que tener que rebatir al todopoderoso emperador de Roma. Sí, Trajano se habría asegurado antes, en privado, de que Pompeyo aceptaría de buen grado ejercer la acusación en público. El César no querría arriesgarse a que Pompeyo declinara ante todo el mundo y tener que ser él quien siguiera acusando y convocando, uno a uno, a los testigos. El emperador había estado hábil en su estrategia. Plinio ya había litigado contra Pompeyo en más de un juicio en el Senado, en particular en el juicio por corrupción de Mario Prisco, y había salido vencedor en aquella contienda. Podía volver a ganar, podía hacerse. Pero Pompeyo ya hablaba.

—Gracias, Pontifex Maximus —empezó el recién designado acusador con energía—. Senadores, pontífices, flamines y… vestales, me dirijo hoy a todo el conjunto del Colegio de Pontífices por una causa triste y grave. Quisiera antes que cualquier otra cosa que los dioses y los sacerdotes de los dioses de Roma sepan que todo cuanto voy a referir a continuación lo voy a hacer con notable pesadumbre y dolor. —Hizo una breve pausa para subrayar la importancia de lo que acababa de decir y para confirmar que tenía la atención de todos. Se tomó su tiempo; miró hacia el ajustador de clepsidras con tranquilidad pero éste negó levemente con la cabeza, y Pompeyo frunció el ceño con visible consternación: aquel cobarde de Scaurus se había asustado por las advertencias del emperador. Pompeyo Colega no se puso nervioso por aquel mínimo contratiempo; no pasaba nada; no necesitaba tiempo extra para destrozar a los acusados y disponía de testimonios demoledores. Menenia y Celer no iban a salir vivos de aquel juicio; daba igual qué argucias de abogado retorcido utilizara Plinio: aquel caso estaba más allá de sus fuerzas. Ni siquiera el emperador podría salvarlos—. Pero aunque sea con dolor y con pesadumbre hemos de referir lo siguiente —continuó Pompeyo Colega—: la vestal Menenia, amiga desde la infancia del auriga Celer, convivió con éste en la domus de su padre, Menenio. El senador es un hombre recto, sin duda, no lo juzgamos a él, pero a veces los hijos… o las hijas, no están a la altura de sus progenitores. Menenio es recto, sí, y quizá sólo debamos criticarle su indulgencia para con su hija y la falta de acierto en la selección de las amistades cuando ésta era pequeña; desafortunada, por Júpiter, fue la decisión de permitir que Menenia trabara amistad con un futuro auriga. Los conductores de cuadrigas, todos lo sabemos aquí, son de natural impetuosos e incontrolables. Están acostumbrados a jugarse la vida cada día en el Circo Máximo, hasta el punto de que para ellos la vida vale poco, como seguramente deben de considerar que valen poco las de todos los demás, incluidos sus amigos o sus amistades de infancia. Así, el auriga Celer, haciendo uso de la amistad que lo unía antaño a la ahora vestal Menenia, aprovechó sus encuentros con ella no ya sólo para tocarla o acariciarla (acciones que de por sí ya serían crímenes terribles, pues nadie, absolutamente nadie, puede tocar a una vestal, ni siquiera pueden tocarse entre ellas); pero es que hay más: no sólo demostraré que se tocaron, sino que, como expondrán los testimonios que presentaré, testimonios incuestionables, el auriga Celer decidió jugárselo todo y arrebató a la vestal Menenia, a una sacerdotisa de Vesta (y al hacerlo nos arrebató a todos la paz y el sosiego, el equilibrio que necesitamos en Roma), Celer, os digo, nos quitó todo eso al robarle a Menenia su… virginidad.

Detuvo su primera intervención. Los murmullos regresaron a la sala. Plinio escuchaba atento. Pompeyo había mencionado testimonios, pero no tenía pruebas. Sólo lucharían contra mentiras. Ahora todo dependía de lo persuasivos que fueran los mentirosos contratados o confabulados con Pompeyo Colega.

—El primero que referirá todo cuanto sabe sobre este terrible crimen incesti —continuó Pompeyo— es el senador Salvio Liberal, cónsul y gobernador de Macedonia en el pasado. No es un cualquiera el que os hablará a continuación. Estoy seguro de que el tribunal —y aquí Pompeyo Colega se giró hacia los pontífices y se inclinó ante ellos— sabrá apreciar y valorar este testimonio en su justa medida.

Liberal se levantó entonces y se situó frente al emperador y el resto de los pontífices, sacerdotes y vestales. Pompeyo, en pie junto a su propio asiento, empezó a preguntarle:

—¿Acude aquí el senador Salvio Liberal sin presión alguna?

—Así es, por Marte. Acudo aquí movido sólo por el horror de lo que sé y que toda Roma debe conocer.

—¿Y qué es esto que sabe el senador Salvio Liberal con relación a la vestal Menenia que tanta preocupación ha generado en su honorable persona?

Parecía que a Salvio Liberal le costara hablar. Plinio lo miraba boquiabierto. ¡Qué gran actor! Ya lo conocía de sus intervenciones en el Senado, pero parecía mejorar en su puesta en escena cuanto mayor se hacía.

Pontifex Maximus, pontífices, sacerdotes, vestales y senadores… Una noche, regresando de casa de un amigo bien entrada la tercera vigilia (pues se nos hizo tarde con la larga comissatio que siguió a la cena), allí donde termina el Argiletum, resultaba imposible avanzar a causa de los carros que llevaban mercancías para el gran mercado Macellum, así que ordené a mis esclavos que nos dirigiéramos por una de las bocacalles que conducen al Foro. Y así hicimos cuando oímos unas risas. La luz de las antorchas de mis esclavos me permitió ver con claridad a una mujer vestida con una palla blanca —empezaron de nuevo los murmullos, pero el emperador alzó la mano derecha y todo el mundo calló; Salvio Liberal prosiguió con su relato—, una mujer con una palla blanca, lo cual me extrañó porque a esas horas una mujer riendo con un hombre sólo podía tratarse de una prostituta, pero observé que no llevaba el pelo tintado ni suelto, sino recogido y, además, no sólo la palla, sino el resto de su ropa era blanca. —Nuevamente los murmullos se apoderaron del patio del Colegio de Pontífices. La mayoría de los sacerdotes miraban directamente a Menenia, impecablemente vestida de blanco como le correspondía por su condición de vestal; Salvio Liberal elevó la voz para hacerse oír por encima de las conversaciones desatadas por sus últimas palabras; quería que le escuchasen—. Como comprenderán, todo aquello me alarmó y no pude sino fijarme con más atención; entonces los vi, con claridad y precisión: eran la vestal Menenia y un acompañante, un hombre que parecía ser el auriga Celer; allí estaban los dos hablando, riendo en medio de la noche; podía verlos tan bien que hasta distinguí el broche con el que la vestal se ajusta la palla en el hombro. —Salvio Liberal acompañó su testimonio llevándose la mano izquierda sobre el hombro derecho, indicando el punto exacto donde la muchacha llevaba aquella noche el broche; los murmullos volvieron a extenderse rápidamente por todo el patio y hasta por el Foro. Plinio estaba muy serio, con los ojos clavados sobre el hombro derecho de Salvio Liberal; el hombro derecho… Plinio asentía imperceptiblemente para sí mismo, pues nadie parecía darse cuenta de un detalle de suma importancia… Pero Salvio volvía a elevar el tono de su voz—: Y eso no es lo peor, no lo es… —Consiguió de nuevo silencio y atención: todos querían saber más.

Celer, que estaba sentado delante de Plinio, se giró hacia el abogado.

—Todo eso es falso, es mentira; nunca nos hemos visto a solas y menos fuera de la Casa de las Vestales. Es mentira… —dijo en un susurro quebrado, henchido de rabia contenida. Plinio asintió y puso su mano en el hombro del auriga para que se tranquilizara.

—Mi hija nunca haría nada así —apuntó por su parte Menenio. Plinio, separándose de Celer, cogió entonces por el brazo a su amigo.

—Tranquilo. Van a mentir. Cuento con ello. No pasa nada. Luego será nuestro turno. Tranquilos los dos —dijo Plinio—. Aún dirán cosas peores, pero tranquilos. Y silencio. Es importante que oiga bien lo que dicen y cómo lo dicen.

El comentario del abogado sobre el hecho de que se dirían cosas peores pronto se hizo realidad.

—Se tocaron —continuó Salvio Liberal. Se volvió hacia Celer y lo señaló con el dedo—. Vi con mis propios ojos cómo ese miserable auriga se atrevió a tocar a una vestal, lo vi, ya lo creo que lo vi, y no sólo eso, sino que la besó, y ella no hizo nada por apartarse. Eso es lo que vi bajo la luz de las antorchas. Y por Júpiter que me juré que semejante delito no quedaría impune. Lo que no podía imaginar es que llegaran a más. Roma está en peligro, sacerdotes, pontífices, Roma está en peligro si los dioses no ven que castigamos a semejantes sacrílegos.

De nuevo los flamines, sacerdotes y muchos de los presentes se pusieron no ya a murmurar, sino a discutir abiertamente en voz alta sobre qué debía hacerse, y la palabra muerte se dejó oír en todos aquellos debates improvisados. Salvio Liberal, con el rostro satisfecho, retornó a su asiento. Pompeyo Colega se tomó un tiempo antes de volver a intervenir. Todo marchaba según lo planeado, así que no tenía prisa por acelerar el ritmo con el que sus testigos debían declarar ante el tribunal. Eso sí, la clepsidra, de forma silenciosa pero constante, iba contabilizando el tiempo. El emperador había dictaminado que tanto la acusación como la defensa dispondrían tan sólo de seis clepsidras, y Pompeyo Colega lo había interpretado como una maniobra del César con el fin de disminuir el tiempo para poder presentar una larga serie de testimonios en contra de la vestal Menenia. Por eso había sido minucioso en la selección de los mismos. Serían pocos pero demoledores, incontestables. La segunda clepsidra estaba ya a punto de agotarse.[17] Pompeyo miró con desdén hacia Scaurus. Tras la sutil advertencia del César, aquel miserable cojo estaba siendo muy meticuloso con el agua.

—Ahora, Pontifex Maximus, flamines, sacerdotes, vestales y senadores —dijo Pompeyo Colega al cabo de la larga pausa bien henchida de conversaciones, murmuraciones y sentencias mortales—, conmino al senador Cacio Frontón a presentar su testimonio ante este sagrado tribunal.

Cacio, al igual que había hecho Salvio Liberal, se levantó con decisión y se situó frente al tribunal de sacerdotes.

—¿Qué ocurrió, senador, una vez que Salvio Liberal compartió con algunos senadores lo que había descubierto? —preguntó Pompeyo Colega sin circunloquios.

—Salvio quería denunciar a la vestal Menenia —empezó Cacio mirando fijamente a la joven que, aturdida por aquellos testimonios que la acusaban inmisericordemente de sucesos y hechos que ella ni recordaba ni nunca había imaginado realizar, miraba al suelo, haciéndola parecer aún más culpable. Plinio observó aquella actitud de la vestal y percibió lo que pensaban los sacerdotes ante la reacción de la muchacha, pero sabía que era mejor parecer culpable ante los sacerdotes que mantener una mirada desafiante. La aparente vergüenza de Menenia no era lo que preocupaba a Plinio, sino el hecho de que Pompeyo se hubiera esforzado en disponer de varios senadores como testigos en aquel juicio; él, por el contrario, no disponía de ningún pater conscriptus que aportara un testimonio contrapuesto a los que se acababan de presentar; él, Plinio, era senador con rango consular, pero no sería suficiente, no… pero Cacio seguía hablando—. Sí, Salvio quería denunciar a la vestal Menenia, pero yo lo detuve. Ahora me arrepiento, porque quizá una denuncia a tiempo hubiera impedido que el peor de los crímenes, el crimen incesti, se cometiera, pero en su momento los besos y tocamientos de los que hablaba Salvio me parecieron una acusación tan terrible que me costó creerla, aunque me consta la honestidad de su testimonio por sus honorables servicios al Estado en el pasado y por sus capacidades excelsas. Aun así, lo persuadí de que nos aseguráramos de que el comportamiento de la vestal Menenia era, en efecto, corrupto, vil y sacrílego. Y eso hicimos.

Todos escuchaban de forma atenta, incluido el emperador, que no dejaba de fruncir el ceño en todo momento.

—¿Y de qué forma se buscó asegurar que lo que el senador Salvio Liberal había visto aquella noche era cierto? —inquirió Pompeyo Colega.

La pregunta era la que todos tenían en mente. Plinio sabía apreciar cuándo un abogado, incluso si era un oponente, hacía bien su trabajo. De momento sólo había detectado un fallo. Necesitaba más.

Cacio Frontón carraspeó.

—Ejem… en fin… decidí que algunos de los libertos que trabajan para mí vigilaran el Atrium Vestae a todas horas, de día y, sobre todo, de noche. Quería confirmar si algo raro estaba pasando allí y, en efecto, a los dos días mis hombres vieron cómo la vestal Menenia salía de noche, sola, sin lictores ni pretorianos ni ninguna otra vestal.

—¿Y adónde acudía la vestal Menenia sola en medio de la noche? —preguntó Pompeyo.

Todo el mundo callaba.

Cacio Frontón asentía pero tardaba en dar la respuesta esperada. Plinio sonrió. Habían ensayado bien: Salvio y Cacio y Pompeyo podrían actuar en el teatro y ni siquiera necesitarían máscara.

—La vestal acudió a un encuentro con el auriga Celer en las cuadras de Roma —dijo Cacio.

Aquello fue fulminante. Si pensar en una vestal cometiendo crimen incesti era algo ya de por sí terrible, imaginarla tumbada en un establo, como una yegua en celo, como un animal, entregándose a un hombre sin escrúpulos y de condición infame, era algo más allá de lo esperado.

—No tengo más preguntas, senador —dijo Pompeyo Colega.

Cacio Frontón regresó a su lugar mientras los murmullos pasaron ya al nivel de tumulto. El agua de la clepsidra seguía vertiéndose gota a gota, de forma perenne, impasible a las palabras de los hombres. Pompeyo Colega volvió a tomarse su tiempo en llamar a más testigos; jugaba a que las opiniones a favor de la condena a muerte de los acusados se fueran solidificando en la mente de todos los presentes en aquel juicio, algo que haría más difícil que luego cambiasen de opinión, pero al fin convocó a más personas y por el tribunal de la Regia fueron presentando sus testimonios varios libertos al servicio de Cacio Frontón que confirmaron palabra por palabra el relato que acababa de referir el propio Cacio.

Plinio estaba muy serio, con la faz pétrea. Tenía algo con lo que atacar el testimonio de Salvio Liberal. Éste siempre era demasiado orgulloso, siempre estaba demasiado seguro de sí mismo, y ése era su punto débil, pero para revertir el testimonio de Cacio y aquel desfile de testigos, libertos y esclavos a su servicio, Plinio sabía que necesitaba algo más que juegos de abogado. Estiró el cuello para ver por encima de los que le rodeaban, pero no vio a quien buscaba.

—¿Esperas a alguien? —preguntó el senador Menenio en medio de la algarabía que había concertado el último testigo de la acusación.

—Sí —dijo Plinio—. He convocado aquí a Atellus. Es un… ayudante que trabaja para mí.

—Ya —dijo Menenio en voz baja—. Las cosas van mal, ¿verdad? No me mientas.

Plinio miró a su viejo amigo y le puso de nuevo la mano en el hombro.

—Van mal, pero siempre van mal cuando es el turno de la acusación. Vamos a ver, se les acaba el tiempo —añadió mirando a Scaurus. El ajustador estaba llenando la última clepsidra—. Pompeyo Colega ha invertido mucho tiempo en confirmar el testimonio de Cacio Frontón. No creo que le quede más que para un testigo. Ya no puede hacer mucho daño. Y luego será nuestro turno.

Menenio agradeció con un leve esbozo de sonrisa las palabras y el afecto de Plinio, pero no estaba seguro de que su amigo estuviera siendo plenamente sincero, pese a que él se lo había rogado. Justo en ese momento, Pompeyo Colega volvió a intervenir para llamar a su último testigo.

—Y por fin, es deseo de este senador, en su objetivo de hacer que la verdad resplandezca, incluso si ello no hace sino ensombrecer el cielo de Roma, que el auriga Acúleo declare ante este tribunal.

Plinio tragó saliva; cualquiera hubiera pensado que tenía miedo a lo que aquel auriga de los azules pudiera decir, sin embargo, su preocupación radicaba en la expresión que Colega había empleado: «ensombrecer el cielo de Roma». Por un instante Plinio tuvo miedo de que Colega hubiera realmente hecho a conciencia su trabajo, pero pronto se tranquilizó, pues aquella referencia no condujo a más, sino que el acusador se lanzó a interrogar al auriga de los azules con varias preguntas cortas y directas, olvidándose ya de los cielos de Roma. Quizá la falta de tiempo, el hecho de estar ya en la última clepsidra, empezaba a limitar las capacidades de Pompeyo. El senador acusador estaba tan seguro de su victoria que no había tenido en cuenta lo más elemental en un juicio como aquél y había olvidado lo supersticiosos que eran los romanos. Plinio pensó que eso le daba alguna posibilidad, sólo alguna… Pero ¿dónde estaba el maldito Atellus?

—¿Tu nombre es Acúleo? —preguntó Pompeyo al auriga que se había presentado a declarar.

—Sí… senador. —Acúleo no tenía muy claro cómo dirigirse a quien le preguntaba, pero al ver que Pompeyo asentía se tranquilizó un poco. Éste detectó el sudor en la frente del auriga. Tenía que hacerle hablar lo menos posible o aquel imbécil era capaz de decir alguna estupidez.

—¿Eres auriga? En consecuencia, ¿entras en las cuadras de Roma con libertad? —preguntó.

—Sí… —Pompeyo lo interrumpió antes de que pudiera volver a añadir dubitativamente la palabra «senador» al final de su tímida respuesta.

—Bien —continuó el abogado de la acusación—. ¿Y qué es lo que el auriga Celer solía contar con relación a la vestal Menenia?

Acúleo tardaba en responder. Plinio también observó el sudor en la frente de aquel auriga. Le pareció curioso que quien estaba acostumbrado a jugarse la vida a diario en el Circo Máximo sudara al mentir, pues calor no hacía en aquel final de diciembre en el patio de la Regia. Los senadores habían mostrado mucha más templanza al mentir. La experiencia era importante en estos casos.

—Celer… el auriga Celer… —empezó con intermitencias Acúleo—. Celer decía… se jactaba de haber estado con la vestal Menenia en muchas ocasiones.

—«Estar» es impreciso —apuntó Pompeyo.

—Que se había acostado con ella, quiero decir…

—Entonces ¿la vestal Menenia no es virgen? —concluyó Pompeyo, aún de forma interrogativa. Plinio no dejó de admirar cómo ninguno de los tres senadores, ni el acusador ni los dos que habían actuado de testigos, se habían atrevido a pronunciar esas palabras. Pompeyo lo preguntaba y forzaba a Acúleo a mentir personalmente sobre ese asunto, el más grave.

—No, la vestal no puede ser virgen ya —concluyó Acúleo. Una vez más flamines y sacerdotes y todos cuantos se habían congregado en el patio de la Regia discutieron en voz alta. Y los comentarios se extendieron más allá de aquel recinto, de boca en boca, avanzando camino del Foro de Roma.

—Pero quizá —apuntó Pompeyo haciéndose oír con su potente voz por encima de toda aquella algarabía—, quizá Celer se vanagloriaba de algo que no había hecho; quizá Celer… mentía.

—No, senador —respondió Acúleo.

—¿Y cómo estás tan seguro? —insistió Pompeyo Colega.

—Porque una noche yo los vi a los dos juntos —señaló hacia los acusados— en los establos de los rojos; los vi juntos, desnudos.

—¡Es mentira, mentira! ¡Por Cástor y Pólux y todos los dioses! ¡Te mataré, Acúleo, te mataré! ¡No sé cuándo ni cómo, pero te mataré! —vociferó Celer, incapaz de contenerse ya por más tiempo.

Dos pretorianos obligaron a Celer a sentarse y callarse, a riesgo de ser arrastrado afuera a golpes. Plinio miró al suelo y suspiró. No podía contar con Celer como testigo. Sería un gran auriga, pero incapaz de controlarse ante un tribunal. Menenia se mostraba más contenida, pero al observarla vio que lloraba en silencio. Buenas lágrimas, pero no serían suficientes para conmover a aquellos flamines y sacerdotes. Las lágrimas eran más eficaces ante un tribunal en una basílica o en el mismísimo Senado, pero no allí, no ante el Colegio de Pontífices. Plinio veía cómo iba perdiendo testigos con los que refutar toda aquella retahíla de mentiras. Buenas mentiras y bien urdidas. ¿Y Atellus? Ese maldito tendría que haber averiguado algo, porque él se sentía, cada vez, más impotente. No entendía bien por qué aquellos senadores se empeñaban en condenar a muerte a una vestal inocente. ¿Qué ganaban con ello? El César podría verse forzado a conceder la ejecución, ¿y qué ganaban? Si el emperador le hubiera dejado investigar más sobre el origen de Menenia… pero todo aquello ya estaba fuera de su alcance. Tenía que luchar con lo poco que tenía. Y con las palabras.

La situación se recomponía en el patio de la Regia. La tranquilidad parecía regresar al juicio. Lo único bueno de todo aquel revuelo que había creado Celer con sus gritos era que el tiempo había seguido pasando. La última clepsidra de la acusación estaba a punto de acabarse.

Pontifex Maximus —dijo Pompeyo Colega mirando primero al ajustador Scaurus y luego al propio emperador—. Se ha consumido parte de esta última clepsidra con los gritos de uno de los acusados. Solicitaría una clepsidra más para resumir lo presentado por la acusación.

Trajano lo miró con el rostro serio, casi impenetrable. Plinio quería pensar que el emperador no estaba cómodo con todo lo que allí se había dicho sobre la vestal Menenia, pues si era cierto tendría que condenarla a muerte. ¿Qué pensaba en ese momento? Plinio habría dado su fortuna entera por saberlo.

—La acusación disponía de seis clepsidras —respondió Trajano con voz grave al principio, pero se relajó y continuó—: y seis clepsidras tiene. Cuando el César entra en guerra no aparecen legiones adicionales cuando desearía. Los dioses no suelen hacernos esos regalos. Si entro con seis legiones en una guerra, con seis he de combatir hasta el final. Los días tampoco se alargan a nuestro antojo cuando en una batalla nos falta tiempo para aniquilar al enemigo. Cuánto habría dado yo por disponer de más horas de sol sin tormenta la jornada de la batalla de Tapae el año pasado. Pero no dispuse de ese tiempo extra. Seis clepsidras tenías, Pompeyo Colega, y cinco has consumido. Te queda el final de la última. Aprovéchala, senador.

El comentario del emperador levantó alguna pequeña risa entre alguno de los presentes. Muchos veían a Pompeyo Colega y a Salvio Liberal, incluso a Cacio Frontón, como senadores petulantes. Si bien todos estaban convencidos de que el juicio era cosa ganada para Pompeyo y sus testigos, no estaba de más aquella llamada de atención del emperador a ajustarse a las normas establecidas. Muchos estaban convencidos de que Pompeyo sólo buscaba más tiempo para regodearse en su victoria sobre un Plinio que poco tendría que hacer tras todo lo escuchado aquella mañana. Pompeyo le estaba devolviendo la humillación sufrida tiempo atrás en el Senado, cuando Plinio lo derrotó en el juicio por corrupción contra Prisco.

—Por supuesto, César —dijo Pompeyo al fin. Se inclinó levemente ante el emperador y se dirigió entonces hacia el tribunal de flamines, sacerdotes y vestales—. Pues rápidamente, ya que de más tiempo no dispongo, hablaré: he presentado testigos, hombres honorables, sin tacha en sus servicios al Estado, patres conscripti de Roma que han expuesto con nitidez cómo la vestal Menenia —y la señaló agresivamente con el dedo índice de su mano derecha. Ella, con lágrimas en las mejillas, se limitó a negar con la cabeza sin decir palabra alguna, tal y como le había aconsejado Plinio que hiciera—; sí, esa vestal que ahora intenta ablandarnos con su llanto culpable, se ha entregado carnalmente a un hombre. ¡Una vestal de Roma ha cometido crimen incesti! Todos lo han certificado y hay hasta quien ha manifestado verlo con sus propios ojos. —Se volvió hacia el auriga Acúleo, que asintió levemente mientras seguía sudando profusamente en aquel frío diciembre—. Un crimen terrible, flamines, sacerdotes, vestales, rex sacrorum y Pontifex Maximus, que requiere la única pena que puede satisfacer a los dioses ante una ofensa semejante —miró entonces la clepsidra y con las últimas gotas de agua, Pompeyo Colega pronunció su sentencia—: pena de muerte. La vestal Menenia ha de ser conducida a una fosa abierta en la tierra, debe descender a la misma, la fosa ha de cubrirse con una pesada losa y sobre la losa echaremos tierra, la tierra de Roma. Allí, enterrada en vida, morirá esa sacrílega para expiar así su terrible y execrable crimen y librarnos a todos, a Roma entera, de la cólera brutal de los dioses. ¡Muerte! ¡Muerte para esa vil sacrílega!