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UN PUENTE MAL CONSTRUIDO

Drobeta, Moesia Superior

Noviembre de 102 d. C.

Tercio Juliano examinaba la construcción del nuevo pilar desde una de las pequeñas barcas que usaban para transportar materiales. Las obras habían ido avanzando a buen ritmo desde su llegada. Los ingenios hidráulicos del arquitecto para el rápido drenaje de las ataguías y así poder cimentar los pilares habían funcionado bien. Aquellos gigantescos caracoles egipcios eran capaces de extraer agua fangosa de cualquier espacio. Y no eran menos impresionantes las enormes machinae tractoriae que se habían construido para levantar los pesados sillares de piedra que se traían al lecho mismo del río desde la cantera, donde los metalarii no paraban de trabajar junto con los esclavos. Además, la reciente rendición de los dacios había permitido que el emperador destinase más cohortes a la construcción del puente y habían llegado cinco mil legionarios más dispuestos a trabajar en las obras, toda una legión, la VII Claudia, dedicada a aquella locura de levantar aquel puente infinito. Y se esperaban aún más hombres. Sin embargo, pese al aumento de efectivos, Tercio Juliano desconfiaba del proyecto. El emperador en persona lo había reclamado al praetorium en Vinimacium cuando regresaba victorioso de la campaña en el norte, durante un alto en el camino que hizo en la capital de Moesia Superior.

—Tercio —le había dicho Trajano—, te has mostrado como un hombre valioso y de confianza en el campo de batalla. Reconozco tu valor en la guerra, en especial tu esforzada intervención en Tapae. Lo sabes y lo saben todos. Ahora regreso a Roma. He dejado a Longino, uno de mis hombres de mayor confianza, en la guarnición de Sarmizegetusa, para que vigile a Decébalo. Sigo sin fiarme del rey dacio, aunque se haya rendido. Intuyo que no está dispuesto a conformarse con esta derrota. Pero ése es otro asunto. Te he llamado porque hay otra cuestión pendiente de la que deseo que tú te hagas responsable a partir de este momento.

—Para mí será un honor servir al César, allí donde éste considere que mis servicios puedan ser más útiles, augusto.

—Bien, no esperaba menos de ti —respondió Trajano satisfecho. Calló un instante, en el que mantuvo los ojos fijos en la mirada de su interlocutor—. Se trata del puente que se está construyendo en Drobeta. No estoy complacido con la lentitud con que avanzan las obras. Sé que el arquitecto y que tu hombre al mando allí… ¿Cómo se llama?

—Cincinato es su nombre, César —dijo Tercio Juliano.

—Ese tribuno, sí. No dudo de él. Tú dijiste en su momento que era capaz. Me consta que han tenido pocos legionarios y esclavos por causa de la guerra, pero ahora que puedo ceder toda una legión para esta empresa es momento de que un legatus se haga responsable de la misma. Tercio Juliano, quiero ese puente sobre el Danubio, ¿me entiendes? No se trata de un puente simplemente: se trata de que los dacios entiendan que Roma ha venido para quedarse. Ese puente manda un mensaje claro en ese sentido, pero hemos de poder levantarlo. Si no lo conseguimos los dacios mismos se reirán de nosotros. Se envalentonarán. Y eso no puede ser. Quiero que los dacios vean que Roma puede incluso con el Danubio. Con ese puente, la frontera natural que los dacios reclaman ya no existirá. ¿Lo has entendido?

—Sí, César.

Ésa había sido la conversación.

Ahora, unas semanas después, Tercio Juliano estaba allí, en Drobeta, al mando de la VII Claudia, con miles de legionarios a su mando pero con una obra imposible. Preferiría que el emperador le hubiera ordenado adentrarse más hacia el norte, en busca de los sármatas, que no se habían rendido nunca. Pero no era posible discutir con el emperador. Lo que más le fastidiaba era que, como le pasaba a Cincinato, él mismo, Tercio, no aguantaba a aquel maldito arquitecto, engreído y soberbio, que apenas se dignaba a dar explicación alguna sobre todo lo que hacía. Así, Tercio Juliano había tenido que informarse de todo, de los árboles alisos que hacían falta para el puente, del problema de los siphones, de las nuevas máquinas que se habían construido, de la cantera seleccionada, de todo cuanto se había hecho con relación al puente, a través de Cincinato. Para aquel arquitecto era más importante hablar con los metalarii o con los carpinteros que con el legatus al mando.

—No puedo con él —dijo Cincinato una tarde al concluir su informe ante Tercio Juliano. Su superior no le criticó por aquella apreciación. Era lo de siempre: un engreído con salvoconducto imperial con una misión de locos metiéndolos a todos en problemas.

Cincinato, no obstante, se había mostrado esperanzado en que se pudiera concluir la obra a tiempo. El César había marcado un plazo de no más de tres años. Tercio Juliano sabía que su tribuno sólo pensaba así porque no quería perder la ilusión de que si se cumplían los plazos estipulados quizá conseguiría su ansiado ascenso a praefectus castrorum. Pero Tercio Juliano andaba preocupado desde hacía días: estaban construyendo el tercer pilar del puente y el arquitecto había ordenado levantarlo a más de cien pies de distancia del anterior; la misma distancia se había dejado entre el segundo y el primer pilar y un espacio parecido, quizá algo menor, entre el primer pilar y la orilla. Al principio, Tercio Juliano había pensado que Apolodoro iba a construir más pilares entre aquellos primeros que había erigido, pero empezaba a intuir que el arquitecto no tenía en la cabeza levantar ningún otro, sino que pretendía seguir alzando el resto de las apoyaturas de piedra sobre las que debía descansar el puente a esa misma distancia unas de otras.

—Son ciento veinticinco pies,[15] tribuno —dijo uno de los legionarios de la barca que había recibido órdenes de su superior de medir la distancia exacta entre un pilar y otro.

—De acuerdo —respondió Tercio Juliano.

Miró el agua del Danubio sacudiendo la cabeza. Aquello no tenía sentido, era demasiado espacio. Estaban empezando a construir las cimbras de madera, los grandes armazones que iban de un pilar a otro y sobre los que se tendrían que poner las enormes dovelas de piedra que debían conformar los gigantescos arcos, pero era imposible que aquellas estructuras de madera pudieran aguantar el peso de toda aquella piedra que estaban preparando en las canteras para superponer sobre las cimbras. Los pilares estaban a demasiada distancia unos de otros. Toda la estructura se vendría abajo y todo aquel trabajo, todos aquellos meses de esfuerzos ímprobos, agotadores, no habrían valido para nada. Y Tercio Juliano estaba seguro de que no sería sólo el arquitecto quien sufriera la ira del emperador de Roma.

—Regresemos a la orilla —ordenó el legatus. Tercio Juliano no había interferido con los planteamientos que había dispuesto Apolodoro en las obras: las enormes grúas, las máquinas de extracción de agua y aquellos enormes pilares de piedra emergiendo desafiantes en medio del lecho del río lo habían impresionado; durante las últimas semanas, pese a su desconfianza, incluso había empezado a pensar que el arquitecto quizá sí sabía bien cómo acometer la obra. Pero aquella absurda distancia entre los pilares no tenía sentido. No podía ser. Él no era como Cincinato, que no sabía nada de ingeniería; él, Tercio Juliano, sí sabía que había normas en la construcción de los puentes que simplemente no pueden contrariarse.

Desembarcó de un salto, antes incluso de que la barca varara en la orilla. Sus sandalias se hundieron en el barro de la ribera del río, pero no se detuvo ni a limpiarse ni a secarse, estaba demasiado preocupado. Se había contenido durante días y era como si de pronto toda su rabia estallara. Quizá aún podría arreglarse aquel desatino. Bastaría con que aquel maldito arquitecto entendiera que había que hacer más pilares entre los ya construidos. Eso, desde luego, alargaría la obra, pero era preferible tardar más tiempo a que todo se viniera abajo. El derrumbe de una estructura de ese tamaño sería un desastre. Todo aquello, además, costaba una barbaridad de sestercios en financiación, y lo último que Tercio Juliano quería hacer era tener que escribir un informe relatando el desplome de alguna parte del puente porque un arquitecto inútil había hecho unos cálculos ilógicos.

—¿Está dentro? —preguntó el legatus a los dos legionarios que hacían guardia frente a la tienda de Apolodoro.

—Sí, legatus.

—Bien. —Entró sin detenerse.

Apolodoro de Damasco estaba en pie, junto a una mesa grande, y no levantó la mirada de los planos y los papiros que tenía repartidos por su mesa de trabajo.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó con voz distante, absorto como estaba en entender unas anotaciones de medidas de un manual de Vitruvio.

—Sí —respondió Tercio Juliano de forma seca y autoritaria.

Apolodoro detectó una agresividad mal contenida en aquel monosílabo y dejó de mirar lo que estaba leyendo para fijar sus ojos en el legatus, pero no dijo nada, sino que se limitó a guardar silencio.

—Pasa que los pilares están demasiado lejos unos de otros —precisó Tercio Juliano—. Todo se vendrá abajo cuando se pongan las dovelas de los arcos de piedra. Eso pasa, arquitecto.

La última palabra fue pronunciada por el militar con un marcado desprecio.

Apolodoro se sentó en un solium y, sin dejar de mirar al tribuno, que permanecía en pie frente a él, le respondió con un tono de prepotencia. De hecho le daba hasta lástima ver que aquel legatus, que tan inteligente se creía, no había caído en la cuenta de la enorme distancia que separaba un pilar de otro hasta que no vio el tercero. Había que ser lento haciendo cálculos para tardar tanto en percatarse.

—No se caerá nada… legatus. Porque que yo sepa, el Tercio Juliano que me habla es legatus militar y el Apolodoro que le responde ahora es arquitecto. Creo que en lo referente a lo que puede construirse o no, mi opinión es bastante más importante. Así que, si no hay nada más, tengo que seguir trabajando.

Y Apolodoro se levantó con parsimonia, regresó junto a la mesa y volvió a fijarse en el papiro de Vitruvio que había estado leyendo, aunque no pudo continuar leyéndolo por mucho tiempo más. Tercio Juliano dio dos pasos al frente, se agachó ligeramente y puso su mano derecha sobre el papiro que estaba intentando leer el arquitecto impidiéndole toda visión.

—Yo no he visto construir puentes —dijo el legatus sin retirar la mano del papiro de la mesa del arquitecto—, pero sí los he visto finalizados y los he observado con admiración. En ningún puente de piedra se pueden poner los pilares a tanta distancia unos de otros. No necesito ser arquitecto para saber que eso es imposible, y si estás haciendo una obra absurda que se va a derrumbar, el desastre, el fracaso, me salpicarán a mí también. Ya es bastante que por tu culpa, que por este maldito puente, no haya podido desfilar junto al emperador en el gran triunfo que éste debe de estar celebrando ahora, en estos mismos momentos, en Roma. Hasta ahí bien, pero lo que no pienso permitir es que me arrastres a mí en tu locura. ¡Por Marte! ¡El emperador quiere un puente sobre el Danubio y me ha hecho responsable! ¿Me has entendido, arquitecto? ¡Responsable! Y no te equivoques, arquitecto: yo no soy Cincinato ni ningún otro tribuno. Si he de escribir esta misma tarde a Roma para informar al emperador de que el arquitecto que construye su puente está completamente loco, no dudes que lo haré al instante. —Y entonces sí, por fin, retiró la mano del manual de Vitruvio y dio un paso atrás.

Apolodoro de Damasco se quedó inmóvil. Estaba poco acostumbrado a que alguien que no fuera el emperador dudara de sus proyectos. Le había costado mucho hacer todos los cálculos. Era cierto que los había llevado al extremo máximo y que la luz entre pilar y pilar, el espacio que se debía salvar de uno a otro, era el mayor que se hubiera diseñado nunca, pero podía hacerse. Aquel legatus, simplemente, no entendía nada. Pero necesitaba su colaboración. Si se perdían en disputas irracionales las obras nunca avanzarían a buen ritmo. Sería mejor explicar bien el proyecto ahora. Aquel legatus lo despreciaba desde el principio, pero no era un estúpido. Desde su llegada los trabajos del puente se habían acelerado sobremanera y Apolodoro sabía que no era sólo porque hubiera más legionarios, sino porque el legatus tenía una autoridad enorme sobre cada uno de sus hombres y éstos se esforzaban en tenerlo satisfecho.

—Siéntate y te explicaré por qué no se caerá nada —dijo el arquitecto.

Tercio Juliano dudó un instante, pero al final aceptó y se acomodó en una de las sellae que había junto a la mesa del arquitecto. Apolodoro se puso en pie y empezó a amontonar papiros y rollos en un lado de la mesa, para dejar al descubierto los planos del puente. Tercio Juliano se convirtió de ese modo en la primera persona a la que Apolodoro mostraba sus planos finales.

—Diecinueve pilares —dijo el arquitecto—: eso es todo lo que necesitamos. Y no es poco. Tenemos que salvar una distancia de unos dos mil quinientos pies de río, que terminarán siendo unos tres mil quinientos pies[16] con toda la estructura del puente para salvar el espacio embarrado de las riberas. Con diecinueve pilares sobre el lecho del río tendremos suficiente. Es cierto que los he separado todo lo que he podido. Ya has visto lo que cuesta construir cada uno de esos inmensos gigantes de piedra que han de sostener el puente: cuantos menos sean necesarios más pronto tendremos la obra terminada, y el emperador quiere que este puente se termine pronto. Luego haremos unos pilares adicionales junto a cada ribera, además de unas fortalezas en cada extremo para proteger el acceso al puente, tanto por el sur como por el norte, pero estoy seguro de que esos trabajos se harán rápido si los legionarios ven que hemos salvado el lecho del río con estos grandes pilares que estamos haciendo. Es mejor empezar una obra de estas dimensiones por la parte más difícil.

—Eso está claro, pero en cuanto pongas piedra sobre las cimbras de madera de los arcos sobre el río todo se vendrá abajo —insistió Juliano. A continuación pronunció cada sílaba una a una, como quien habla a un niño que parece no entender lo que se le dice—, por-que-los-pi-la-res-es-tán-de-masia-do-le-jos-u-nos-de-o-tros.

—Mira el plano —dijo Apolodoro sin inmutarse, y, haciendo un esfuerzo sobrehumano por controlarse añadió—: por favor.

—No importa un plano. Importa la realidad —respondió Tercio Juliano con terquedad.

—¡Por Hércules! ¡Mira el plano, te digo! —ordenó el arquitecto.

Tercio Juliano empezó a considerar la posibilidad de arrestar a aquel maldito y enviar un informe sobre su locura al emperador. Quizá de esa forma toda aquella pesadilla terminara. Aun así miró el dibujo del puente: vio una bella construcción que salvaba el Danubio con sólo esos diecinueve pilares. Pero era sólo un dibujo, y el legatus se reafirmó en su opinión.

—Esto no prueba nada.

—¡Por todos los dioses! ¡Fíjate bien, legatus!

—¿Qué? ¿Qué he de ver? —preguntó también con un grito Tercio Juliano.

Apolodoro suspiró exasperado. Aquel hombre era ciego. Es curioso cómo los hombres muchas veces sólo ven lo que han decidido ver y no lo que hay realmente ante ellos.

—No es un puente de piedra, legatus. No estamos haciendo un puente de piedra. La estructura de madera que hemos empezado a construir para salvar el espacio entre el primer pilar y el segundo no es una cimbra; no se trata de un armazón sobre el que luego pondremos dovelas de piedra que sostengan pesados arcos de roca. Esa estructura de madera es el puente mismo. —Tercio Juliano lo miraba ahora con los ojos bien abiertos y miraba también, en pequeños intervalos, los planos de la obra extendidos sobre la mesa. Apolodoro siguió hablando—. Sí, la base ha de ser de piedra. El río es demasiado fuerte y demasiado poderoso para hacerlo sobre soportes de madera. Por eso estamos construyendo esos enormes pilares con sillares de piedra, pero la distancia entre un pilar y otro la salvaremos con arcos de madera, que es infinitamente más ligera y me permite separar mucho más unos pilares de otros. Si el puente fuera todo de piedra, tal y como lo diseñé en un principio, tendríamos que construir más de cuarenta pilares, quizá cincuenta o sesenta, no estoy seguro, pero muchos más; y cuarenta o cincuenta o sesenta arcos también. Tardaríamos más del doble de tiempo. Quizá tres veces más, pues tampoco hay tanta roca en las canteras; tendríamos que traerla de más al oeste. De hecho ese tema sí me preocupa, que se nos agote la piedra, pero no la estructura de mi diseño. Yo sé hacer mi trabajo, legatus, y en este puente no se caerá nada, nunca. A este puente no lo derribará nunca ni el río ni los dacios. Mis pilares resistirán el paso de los siglos y ni el viento ni la lluvia ni la nieve ni las heladas ni las tormentas podrán con ellos jamás.

Tercio Juliano asintió levemente, pero tenía el ceño fruncido.

—Pero la madera no es tan sólida como la piedra… —contrapuso el legatus.

—La madera de aliso que estamos usando es muy resistente al agua y a la humedad en general. Un puente de madera sobre una base sólida de piedra puede resistir centenares de años y, sobre todo, puede construirse en mucho menos tiempo. El emperador quiere la obra terminada en menos de tres años. Sólo así será posible.

Hubo un rato de silencio. Tercio Juliano estaba digiriendo toda la información recibida.

—¿Sabe el emperador que estás construyendo un puente de piedra y madera… no sólo de piedra?

Apolodoro de Damasco se mordió el labio inferior con los incisivos al tiempo que se sentaba de nuevo.

—No. —Pasó un largo rato antes de que añadiera algo más; el legatus tampoco dijo nada, sino que esperó a que el arquitecto terminara su respuesta—. El emperador pidió un puente permanente sobre el Danubio construido lo más rápido posible: eso he diseñado y eso construiremos. Si luego quiere que sea todo de piedra se pueden ir construyendo más pilares con más tiempo y hacer todos esos pesados arcos de piedra, pero algo me dice que cuando vea la obra concluida ésta será tan impactante que le parecerá bien.

Tercio Juliano se levantó entonces.

—Eso espero —dijo el legatus justo antes de salir de la tienda—. Por tu bien.

Apolodoro se quedó a solas con sus planos. Aquel oficial romano sabía cómo dejar intranquilo a cualquiera.