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LA NATURALIS HISTORIA E HIPPARCUS

Roma

Octubre de 102 d. C.

Plinio estaba nervioso. Sí, el emperador había conseguido una gran victoria contra los dacios: había rendido la mayor parte de sus fortalezas y el rey Decébalo había tenido que entregar armas y renegados, oro y plata y, sobre todo, aceptar que Roma tenía ahora dominio sobre una parte de su reino al norte del Danubio. Trajano había forzado incluso al rey dacio a tener que ver cómo una guarnición romana se establecía en su capital. Una gran victoria, sin duda. Pero eso significaba que el emperador estaba a punto de regresar a Roma y, en consecuencia, la hora del juicio a la vestal Menenia se acercaba.

Atellus no parecía encontrar algo relevante sobre lo que informar y Plinio sentía que no tenía nada con lo que defender a Menenia; aunque no había admitido esto ante su amigo Menenio en sus conversaciones privadas. ¿Qué ganaba con perturbar aún más al viejo senador, padre —legalmente al menos— de la vestal? ¿Quién era Menenia? Plinio seguía convencido de que ahí estaba la clave de todo, pero sacudió la cabeza. Tenía que centrarse en lo que sabía. Estaba seguro de que Pompeyo Colega reuniría una amplia serie de testigos dispuestos a dar testimonio falso en contra de la vestal. Por el motivo que fuera querían destruir a aquella muchacha, pero si Atellus no encontraba nada, Plinio no podría avanzar en la defensa de la vestal. Averiguar el origen auténtico del nacimiento de la joven, quiénes eran sus padres en realidad, podría arrojar luz sobre aquellas acusaciones; su pensamiento siempre volvía a ese punto, pero el emperador mismo le había atado las manos: no podía investigar en esa dirección. Plinio, sin embargo, se negaba a permanecer inactivo y simplemente esperar a ver cómo condenaban a aquella joven vestal sin, al menos, plantear una defensa bien trabada, como fuera, con lo que fuera. Cualquier otro abogado, desesperado, habría salido a la calle en busca de más información, pero para eso ya tenía a Atellus trabajando. Lo que no descubriera éste en las calles de Roma o más allá de la urbe, no lo averiguaría él tampoco. No, lo suyo era trabajar en casa, con palabras, papiros y códices.

Le acababan de informar de la fecha del juicio y Plinio tuvo una intuición. Sería en diciembre, pues el emperador quería aprovechar su posición de fuerza tras derrotar a los dacios para presidir el tribunal del Colegio de Pontífices investido con la máxima autoridad que otorgaba una gran victoria militar como aquélla y tras un vistoso desfile triunfal. A finales de diciembre, sí, y ya hacía tiempo que… ¿podía ser que las fechas coincidieran…? Plinio se dirigió al tablinum de su domus, cerró las cortinas y seleccionó varios rollos de las estanterías que poblaban su nutrida biblioteca privada. Desplegó el primero sobre la mesa, con mimo especial. Se trataba de unos textos elaborados por su propio tío.

Naturalis Historia —leyó en voz alta—. Libro II. Éste es —añadió, y empezó a leer con avidez, aunque sería más preciso decir releer, pues Plinio conocía muy bien las decenas de libros que componían aquella magna obra, donde su tío se había esforzado en recoger todo el conocimiento sobre animales, plantas, medicina, geografía y hasta astronomía. Repasó todo el libro II con atención y volvió su mirada hacia una esquina de la mesa donde tenía un calendario. Todo empezaba a cuadrar, pero le faltaba calcular bien las fechas. Había que ser muy preciso. Y no, no bastaría con la Naturalis Historia de su tío. Necesitaba algo más exacto. Debía revisar ahora la Arateia, con los cálculos del griego Hipparcus sobre más de ochocientas cincuenta estrellas. Y también ver otros textos adicionales del astrónomo griego. Plinio removió nervioso alguno de los cestos. ¿Dónde estaban las mediciones de aquel griego sobre la luna y el sol? Los necesitaba. Tenía que encontrarlos como fuera.

—¡Al fin, por Júpiter! —exclamó con satisfacción. Ahí estaban las tablas de Hipparcus. Las dispuso sobre la mesa, junto al calendario romano donde había marcado el día seleccionado por el emperador en calidad de Pontifex Maximus para el juicio a la vestal Menenia. Plinio arrugaba la frente mientras seguía con los dedos las tablas de cálculos astronómicos—. Por Cástor y Pólux —exhaló en un suspiro contenido.

Las fechas coincidían. Plinio, que sin darse cuenta se había levantado para examinar de cerca aquellos datos, volvió a sentarse despacio. Las fechas coincidían: eso decían las tablas de Hipparcus. Pensó entonces en lo que había releído en el libro II de la Naturalis Historia. Su tío no estaría contento si hacía uso de esa información de la forma en la que estaba pensando utilizarla.

—Pero no tengo nada, nada más —habló en voz alta, como si quisiera disculparse ante su tío fallecido años atrás durante la erupción del Vesubio—. No tengo nada más. Y ni siquiera esto puede que sea suficiente. Pero es algo. Y lo usaré.

Plinio nunca daba un juicio por perdido. Aunque todo estuviera en su contra.