LA RENDICIÓN
Sarmizegetusa
Finales de marzo de 102 d. C.
—Ha caído Fetele Albe, mi rey —dijo Diegis con voz vibrante por el dolor y el miedo—. Tenemos que llegar a un acuerdo con el emperador romano.
Decébalo miraba al suelo desde su trono. Dochia estaba en Fetele Albe. ¿Cómo habían podido tomar aquella fortaleza sagrada, aquel santuario? Debería haber dejado a Dochia con él y no conducirla a Fetele Albe. Eso había sido un error, pero los romanos nunca deberían haber pasado de Blidaru y Costesti. Nunca. Tenía que haber dotado a aquellas fortalezas de más hombres y mejores muros. Entonces todo habría sido distinto en los montes de Orastie. Pero, sobre todo, los romanos nunca deberían haber llegado a Adamklissi tan rápido. Y si Vezinas no hubiera sido un completo inútil, al menos habría sabido regresar con la mayor parte de aquel ejército expedicionario intacto, lo cual habría obligado a Trajano a retirarse de los montes Orastie a riesgo de ser cogido entre las fortalezas y el ejército que regresaba del sur. En lugar de eso Vezinas había perdido a más de diez mil hombres, muertos en aquella región de Adamklissi, de infausto recuerdo ya para siempre; y otros tres mil dacios más habían sido hechos esclavos según lo que contaban los pocos supervivientes a aquel absoluto desastre, guerreros que el propio Trajano había liberado para que esparcieran aquella historia de horror y derrota por toda la Dacia. Era una estratagema tan burda y simple como asquerosamente eficaz. Su pueblo tenía ahora más miedo al emperador romano que confianza en su rey dacio. Los roxolanos lo habían abandonado. Sesagus se había mostrado como el miserable traidor que era. Y la alianza con los sármatas también era ya endeble. ¿Cómo supieron los romanos lo de Adamklissi? ¿Tenían espías? Sí, algo así. ¿Alguno de los renegados quizá que, a la postre, actuaba para Roma y no para él…?
—Mi rey, tenemos que pactar —insistió Diegis.
—¿Tienen a Dochia? —preguntó al fin Decébalo como si recuperara la consciencia—. ¿Tienen a mi hermana?
—Sí —respondió Vezinas, que disponía de esa información hacía un rato, pero que no la había compartido con Diegis para que éste sufriera y para así, además, ser él quien aportara al rey ese dato clave—. La tienen presa. El emperador ha prometido respetar su vida, pero hemos de… —No se atrevió a pronunciar la palabra.
—Hemos de rendirnos, ¿no es eso? —preguntó Decébalo—. ¡¿No es eso?! —gritó levantándose del trono—. ¡Si es eso lo que dicen que tenemos que hacer, por Zalmoxis, Vezinas, dilo con claridad! ¡Sólo eres un portador de malas noticias y un inútil en el campo de batalla! ¡Debería ordenar que te ejecutaran aquí y ahora por lo de Adamklissi! ¡Ni siquiera vales para ser sacrificado ante Zalmoxis! ¡No pienso irritar más a nuestro gran dios con la sangre de un cobarde!
Vezinas agachó la cabeza. Tenía que encontrar pronto algo con lo que congratularse con el rey o Diegis se quedaría con todo, incluso si sólo eran despojos de lo que antaño fue un gran reino.
El rey se sentó y se dirigió a Diegis. En aquel momento necesitaba a alguien con sentido común.
—¿Qué sugieres tú?
Diegis dio un paso al frente. Saber que Dochia estaba viva, le dio, de pronto, mucha energía. En un instante supo qué debía hacerse y cómo.
—Hemos de pactar con los romanos —empezó el noble pileatus—. Puede parecer una rendición; de hecho a los ojos de los romanos debe parecer una rendición, pues aceptaremos todas sus exigencias: entregaremos a muchos de los desertores romanos que tenemos en nuestras filas, rendiremos muchas armas y las máquinas de guerra romanas que aún tenemos; entregaremos los estandartes de las legiones V y XXI que nos reclaman, nos comprometeremos a derruir las fortalezas que aún tenemos y aceptaremos que alojen una guarnición romana aquí mismo en Sarmizegetusa, tal y como nos están exigiendo. Eso parece una derrota absoluta, pero no lo es. Trajano ofrece aún al rey permanecer al mando de la Dacia como un reino independiente…
—Como un reino esclavizado. Si aceptamos esas condiciones nos convertiremos en eso, en esclavos de los romanos —lo interrumpió Vezinas.
—No, eso es lo que parecerá, pero no es cierto —contrapuso Diegis con decisión; se escuchó entonces un enorme golpe, el impacto brutal de una piedra y numerosos gritos. Las catapultas que los romanos habían traído desde Blidaru y Costesti ya habían llegado a los muros de la capital dacia y empezaban a arrojar muerte sobre Sarmizegetusa. Diegis siguió hablando—. Parecerá que nos rendimos, pero los romanos están exhaustos. Sufrieron mucho en Tapae y durante el invierno. Rendir algunas de nuestras fortalezas les ha supuesto un esfuerzo ímprobo. Incluso en Adamklissi, aunque ganaran tuvieron algunas bajas y el desplazamiento de tropas fue costoso y agotador, más aún por los pasos nevados. Esta guerra de asedio en asedio se les ha hecho mucho más penosa de lo que nunca habían imaginado. Trajano ofrece ese pacto porque le permite regresar a Roma presentando que ha conseguido una gran victoria, y es cierto que será una victoria pero no nos ha aniquilado ni mucho menos. Por eso insiste en querer dejar tropas en Sarmizegetusa y quizá en otras poblaciones, porque no se fía. Y hace bien. Los romanos han destruido en parte Tapae, Piatra Rosie, Blidaru, Costesti, pero tenemos otras muchas fortalezas que no han caído aún, aunque caerán pronto por falta de alimentos; las han debilitado y eso les permite avanzar dejando pequeñas guarniciones para mantener los asedios a la espera de que el hambre termine con su resistencia, pero aún se mantienen amenazadoras a sus espaldas, y eso les pone nerviosos; y Fetele Albe… sí, el santuario está ya en sus manos, pero, como decía, nos quedan aún muchos más fortines donde tenemos suministros, armas y tropas. Están intactos Buridava, Banita, Germisara, Cugir, Capilna, Tilisca, Cumidava, Piatra Craivii y muchísimos más. Trajano sabe que incluso si cae Sarmizegetusa todas estas fortalezas pueden seguir resistiendo durante años y que la guerra se le puede alargar eternamente teniendo que invertir una cantidad enorme de recursos que necesita en otros puntos del Imperio. Los partos siguen acechando a Roma en oriente, y los germanos en el Rin. No, el emperador prefiere pactar una victoria rápida en la que no tenga que invertir más esfuerzos y le permita presentarse en Roma triunfalmente y olvidarse de nosotros. Por eso es bueno aceptar ese pacto que nos propone. Luego… luego… no tenemos por qué cumplirlo todo. Podemos entregar bastantes armas y sus máquinas de asedio y los estandartes de sus legiones destruidas, pero no tenemos por qué derruir las fortalezas. Se quejarán, pero después de lo que han sufrido se lo pensarán dos veces antes de volver a cruzar el Danubio. Estoy convencido de que si no les atacamos al sur del río de nuevo, ellos tampoco nos atacarán al norte, incluso si no cumplimos con todo lo pactado. El rey Decébalo puede ser el rey de todo el norte del Danubio. Es ahí donde nos tenemos que hacer fuertes. Los sármatas y los roxolanos y los bastarnas, todos respetan aún a Decébalo porque saben que es el único con el que Roma trata de tú a tú. Incluso después de Adamklissi. Pactar ahora con Trajano es sobrevivir. No hacerlo nos abocará a una lenta destrucción total. Todos perderemos, puede que hasta el propio Trajano, pero no quedará nada de la Dacia al final. Hay que pactar. Y, además, de ese modo, estoy seguro de que el emperador romano devolverá a la hermana del rey sana y salva si lo exigimos como condición para la paz.
Decébalo había escuchado a Diegis con mucha atención. Todo lo que decía tenía perfecto sentido. Dacia estaba gravemente herida tras las derrotas de Tapae, Adamklissi y el férreo asedio al que estaban sometidas algunas de sus fortalezas más importantes, pero su reino era aún una enorme fiera herida que podía dar grandes zarpazos. Si pactaba una paz a gusto de Roma, eso le daría tiempo para lamerse las heridas. Luego ya se vería. ¿No volver a atacar al sur del Danubio? Eso le gustaría a Diegis… y a la mismísima Dochia. Los dos eran débiles, les faltaba ambición, pero tampoco quería la muerte de Dochia. ¿Afecto…? Se encogió de hombros sin decir nada mientras pensaba. Dochia era útil para mantener la lealtad de Diegis y Vezinas y era querida por el pueblo. Pactar con Roma. Quizá ése fuera el camino. Después podría rehacerse y ya se vería si volvía a cruzar el Danubio o no. Ya se vería…
—El problema es Trajano —se atrevió a añadir Vezinas rompiendo su silencio. Decébalo lo miró aún con ira, pero había un interrogante en sus ojos. Vezinas intuyó que había encontrado el camino para no ser alejado del cerrado círculo de poder en la Dacia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el rey—. Habla claro. No estoy de humor para acertijos.
—Sí, mi señor —dijo Vezinas, y dio un paso al frente situándose al mismo nivel que Diegis—. El problema de esta guerra ha estado en Trajano. Ese maldito emperador hispano es el problema. Decébalo se sabe vencedor contra las legiones de Domiciano y sus legati incompetentes, pero Trajano es… capaz, demasiado capaz, y rendirse ahora quizá sea lo adecuado. En eso estoy de acuerdo con Diegis —esto le costó decirlo, pero era necesario—, pero una paz con los romanos con otros fines diferentes a los que él puede tener en mente… —Y señaló a Diegis un instante—. Pero de esto, mi rey, preferiría hablar a solas.
Se hizo un silencio largo.
Súbitamente otro gran estruendo sobrecogió el palacio. Más gritos. Una segunda piedra había caído sobre Sarmizegetusa. Sin embargo, en el palacio real nadie hablaba.
—Diegis… —empezó al fin Decébalo—, déjanos solos.
El aludido se inclinó y no sin antes dedicar una mirada de desprecio a Vezinas salió del salón del trono.
Decébalo se quedó frente a Vezinas.
—Espero que tengas algo interesante que decirme —dijo el rey dacio—, porque por Zalmoxis que lo único que me apetece es atravesarte con mi propia espada después del desastre de Adamklissi.
Vezinas optó por no defenderse sobre lo que había pasado en Moesia Inferior, aunque podía contraargumentar que ni el propio Decébalo pensó nunca que Trajano pudiera enterarse primero de aquel contraataque con tanta rapidez y luego que pudiera desplazar tres legiones en tan poco tiempo desde Orastie hasta el sureste del reino. Pero no. Decidió abrirse un nuevo hueco como consejero del rey para una próxima paz, compleja y repleta de tensión, donde aún tendría margen para alcanzar el poder.
—Mi rey, en Adamklissi apresé a un romano, no uno cualquiera, sino un poderoso terrateniente de la región de Moesia Inferior que me confesó que tiene un plan para eliminar a Trajano.
—¿Eliminar a Trajano? —dijo el rey inclinando todo su cuerpo hacia adelante.
—Sí, mi rey: asesinar al emperador. Me explicaré: estoy de acuerdo con Diegis en que se puede pactar esa paz que ansían los romanos, pero, como decía antes, no para rendirnos de verdad, sino para preparar una nueva guerra, pero una nueva guerra donde nos aseguraremos de que el que esté al frente de Roma no sea ese emperador. Este romano que tengo en mi poder odia a Trajano. Según me ha confesado es un antiguo senador que el nuevo César condenó al destierro cuando llegó al poder. Este romano quiere regresar a Roma, pero sabe que sólo podrá si Trajano muere. Aquí sus intereses y los nuestros, mi rey, se unen. Él tiene un plan que, aunque parezca algo difícil, puede resultar y si resulta bien estoy seguro de que quien sustituya a Trajano no estará nunca a la altura del gran Decébalo. Entonces, todo lo que mi rey sueña podrá llevarse a cabo.
Decébalo miraba a Vezinas con la faz seria.
De nuevo otro impacto de una gran piedra en las proximidades del palacio y más tumulto en el exterior.
—¿Y cuál es ese plan?
Vezinas, como si tuviera consigo un enorme secreto, miró primero a ambos lados y luego se aproximó al rey de la Dacia hasta poder hablarle al oído, en voz baja, en un susurro propio de los conjurados.
Una vez que hubo terminado, Vezinas dio unos pasos atrás y se inclinó ante su rey a la espera de ver cuál era la reacción del monarca.
—¿Y este romano se llama…? —preguntó Decébalo.
—Mario Prisco, ése dice que es su nombre, mi rey.
Decébalo estaba ponderando la propuesta con detenimiento. Ciertamente la idea de deshacerse de Trajano, además de un gran ardid estratégico sería una victoria moral que le llenaría de enorme satisfacción. El emperador romano había desarbolado su ejército, saqueado todo el oeste de su reino y había destrozado multitud de fortificaciones dacias. Y ahora lo obligaba a humillarse aceptando unas condiciones de paz vergonzantes.
Vezinas detectó las dudas en la frente arrugada de su rey.
—Mi señor, sé que es un plan insólito y que precisará de unos años para su ejecución, pues es esencial que los romanos primero se confíen, sobre todo el propio Trajano, pero estoy seguro de que al final todo saldrá según lo planeado y el emperador de Roma estará… muerto. Trajano no puede ni tan siquiera imaginar que estemos pensando en algo como esto. Y ése será su gran error. Nos infravalora.
Decébalo asintió muy lentamente. Meditó unos instantes más mientras se escuchaban los impactos de otros dos proyectiles de piedra que caían sobre la ciudad.
—Di a Diegis que vuelva a pasar —dijo el monarca.
Al momento, Vezinas cumplió la orden recibida y de inmediato Diegis estaba, de nuevo, frente a su rey, mirando con enorme desconfianza a Vezinas. Diegis no podía evitar preguntarse con qué malévola idea o con qué nueva locura habría estado aquel miserable envenenando la mente del rey de la Dacia. Pero aquellos pensamientos podían esperar. Lo que no podía esperar era dar una rápida respuesta a Roma. La que no podía esperar era Dochia.
—Los enviados romanos aguardan fuera, mi rey —dijo Diegis, nervioso por la lentitud del monarca a la hora de tomar una decisión—. Hemos de darles una respuesta, mi señor. Y ha de ser la de aceptar sus condiciones o Dochia morirá.
Decébalo inspiró profundamente antes de responder con voz extrañamente tranquila.
—Diles que acepto. Habrá paz entre la Dacia y Roma.