LAS CARTAS DE PRISCO
Praetorium de campaña
Dos horas más tarde, prima vigilia
Trajano estaba realmente cansado. Ya había terminado de hablar con Lucio Quieto, Liviano, Adriano y varios tribunos militares sobre el plan a seguir. Esencialmente se trataba de retornar al norte por territorio roxolano para evitar así que Decébalo pudiera enviar nuevas tropas a Moesia Inferior. Dejarían una legión, la XII, en Adamklissi, para asegurarse de que los roxolanos no quisieran iniciar una campaña por su cuenta, algo que, no obstante, no parecía probable tras dejar al ejército dacio abandonado a su suerte en medio de la batalla.
También había ordenado que se liberara a un pequeño grupo de dacios, unos treinta, con el fin de que se les dejara cruzar el río para que así contaran lo que habían visto: su gran ejército arrasado al sur del Danubio por las legiones de Roma.
—Selecciona a los que veas más aterrorizados —le había dicho Trajano a Lucio Quieto—. Ésos serán nuestros mejores embajadores en Sarmizegetusa.
Sí. Todo estaba ya decidido, preparado.
Ahora se trataba de descansar un rato.
Trajano estaba algo confuso con respecto a Adriano. Su sobrino había combatido bien en Adamklissi y luego ese gesto suyo de aclamarlo ante las tropas había sido… emotivo. Sí, estaba confundido sobre su sobrino por primera vez en mucho tiempo. Quizá lo había juzgado mal, pero que pusiera triste a Vibia era algo que no le resultaba fácil de perdonar. Quizá su sobrina nieta era, después de todo, una joven demasiado caprichosa. Pudiera ser…
—¡Aulo! —llamó el emperador.
El tribuno, que estaba como de costumbre en la puerta de la tienda imperial, entró de inmediato. Trajano observó que estaba sudando y no hacía calor. Como si estuviera preocupado por algo.
—Ave, César —dijo el pretoriano.
—Las cartas de ese Prisco, ¿dónde están? Te las entregué a ti, ¿no es cierto?
—Sí, César —admitió Aulo.
—¿Y? ¿Dónde están?
Aulo tragó saliva.
—Las he perdido, César.
Trajano se reclinó para atrás en su sella curulis.
—¿Qué has dicho? —preguntó Trajano, que no daba crédito a lo que acababa de oír.
Aulo habría tragado más saliva si le hubiera quedado en la garganta reseca, pero no había más.
—No sé qué ha ocurrido, César. Las llevé a mi tienda. Las dejé junto con mis armas de reserva, César, y una coraza nueva que había comprado en…
—No me interesa dónde compras corazas, tribuno —lo interrumpió Trajano irritado.
—Lo siento, César. Lo siento. —El pretoriano miraba al suelo—. El caso es que cuando he regresado esta noche para traer las cartas al praetorium, ya no estaban.
Trajano guardó unos minutos de silencio.
—Y esa coraza tuya que tanto estimas ¿sigue allí? —inquirió el César.
—Sí, augusto.
—Es raro que se lleven unas cartas y que no te roben otras cosas de más valor, ¿no crees? —comentó el emperador.
—Eso mismo pensé yo, César. Lo siento, augusto… ha sido un honor servir al emperador Trajano. —Y se arrodilló como si esperara que la ira imperial se desatara sobre él.
Trajano suspiró.
—Sólo se han perdido unas cartas de un senador corrupto condenado a destierro, tribuno —dijo con voz más serena—. No parece ésta una falta por la que vaya a prescindir de un hombre que siempre se me ha mostrado como leal, desde antes incluso de ser elegido emperador. Levántate.
Aulo se levantó. No sabía bien qué decir.
—Lo siento, augusto —acertó a balbucir con una lengua que se le pegaba al paladar—. Nunca más ocurrirá algo parecido. Lo juro por todos los dioses, por mi vida.
—Bien. No pasa nada. No creo que hubiera nada en esas cartas tan importante como para ser cambiado por tu vida, Aulo. Ahora déjame descansar y no pierdas nada más que te entregue.
Aulo no dijo nada y se llevó la mano al pecho. Dio media vuelta, caminó tres pasos; estaba a punto de salir cuando la voz del emperador le retuvo.
—¿Y el propio Prisco? ¿Ha aparecido su cadáver?
Aulo se volvió y se encaró de nuevo al César.
—Se han encontrado muchos muertos con túnicas y togas romanas por las inmediaciones de esa villa destruida, pero entre los dacios, los lobos y los buitres ha quedado poco más que los huesos.
Trajano asintió.
—Seguramente ese rastrero de Prisco habrá encontrado el fin que se merecía. Ni los dacios ni los buitres son tan magnánimos con los traidores como lo fui yo en el pasado.
Aulo cabeceó afirmativamente una vez más, saludó otra vez de forma militar, dio media vuelta y salió de la tienda. Una vez en el exterior una lágrima se deslizó por su mejilla izquierda. Si había alguien a quien quería servir bien ése no era otro que el César y le había fallado. Sentía asco de sí mismo. Sólo anhelaba que la vida le diera una posibilidad de redimirse ante el emperador.
En el interior de la tienda imperial, Trajano se sentó de nuevo. Miraba al suelo. Era peculiar aquella extraña desaparición de las cartas de Prisco… pero estaba cansado. Cerró los ojos.
Se durmió.