LAS LLANURAS DE ADAMKLISSI
Al sur del Danubio, Moesia Inferior
Enero de 102 d. C.
Ejército dacio, sármata y roxolano al sur del Danubio
Los días que siguieron al enfrentamiento nocturno se convirtieron en una especie de carrera en paralelo: Vezinas ordenó que la infantería dacia, con la caballería sármata al norte para proteger ese flanco, avanzaran sin casi descanso en dirección este; Sesagus tenía la misión de ir de avanzadilla con sus jinetes para prever cualquier emboscada del enemigo; pero, al mismo tiempo, las legiones romanas marchaban en la misma dirección, hacia oriente, un poco más al norte, en paralelo a los dacios y sus aliados interponiéndose entre ellos y su acceso al Danubio. Si dacios, sármatas y roxolanos deseaban regresar al norte del río, más tarde o más temprano tendrían que enfrentarse con las legiones de Roma.
Un día de mediados de enero, Vezinas escupió en el suelo, levantó el brazo derecho y ordenó detener su ejército. Desmontó del caballo y caminó junto a los guerreros de su guardia con los brazos en jarras, mirando al suelo y murmurando maldiciones dacias.
—De acuerdo, por Zalmoxis —dijo al fin fijando los ojos en el norte, allí donde se divisaba la silueta de las legiones de Roma—. El emperador romano quiere guerra, pues la tendrá. ¡Montad el campamento y llamad a Sesagus y a los líderes sármatas!
Ejército romano imperial en Moesia Inferior
—Se han detenido, augusto —dijo uno de los decuriones al mando de una de las turmae que patrullaban al sur para controlar los movimientos de los dacios.
—¿Dónde? —preguntó Trajano, y se aproximó a aquel jinete. El emperador caminaba, como hacía siempre que estaba al frente de sus legiones, para marcar el paso de la marcha. El decurion desmontó de su caballo y señaló un punto hacia el sur.
—Están allí, César, en Adamklissi.
—Adamklissi —repitió el emperador entre dientes—. Aquí empezó su ataque. Me parece bien. Es justo que aquí termine lo que nunca debieron empezar. —Y se volvió hacia Liviano, Lucio Quieto y Adriano—. Disponedlo todo para el combate. —Liviano y Adriano partieron de inmediato, pues tenían clara su misión, pero Quieto quedó atrapado por la mirada penetrante del César que, en cuanto se quedaron solos, aprovechó para añadir unas palabras dirigidas a su jefe de caballería—. Ya sabes lo que espero de ti.
Quieto asintió y se llevó el puño derecho al pecho. Aquello satisfizo al César. No era momento para palabras. Valor, unión y lealtad. Eso era lo que precisaban. Era cuestión de ver si los enemigos tenían el mismo arrojo y la misma unión y fidelidad entre ellos. De eso dependía todo.
Llanura de Adamklissi
Trajano había dispuesto una formación de ataque con las cohortes de las legiones V, VII y XII en triplex acies, esto es, con las unidades segunda, cuarta y séptima por delante, las cohortes tercera, quinta y novena por detrás y en retaguardia las cuatro cohortes de hombres más expertos y mejor preparados, es decir, la primera, sexta, octava y décima de cada legión como reserva. Por delante de las legiones, en primera línea, estaban los auxiliares britanos e ilirios y de todas las provincias del Imperio en una compleja amalgama de diferentes razas y culturas que, no obstante, constituía una brutal fuerza de choque.
El emperador puso a Adriano al mando de las legiones. Los auxiliares iban comandados por sus diferentes mandos, pero todos sujetos a las órdenes del emperador. En el flanco derecho del ejército romano, Trajano situó la caballería de Lucio Quieto, de forma que ésta quedara encarada con la caballería pesada de los sármatas, mientras que en el flanco izquierdo, Liviano, como jefe del pretorio, comandaba parte de la caballería pretoriana, con los singulares, junto con varias turmae de jinetes de las legiones que quedaban así enfrentados a la caballería de los roxolanos. Por fin, Trajano había dispuesto una unidad especial de carros justo por detrás de la caballería de Quieto. Ésa era la nueva arma que había concebido. Podía haber distribuido los carros por detrás de ambas caballerías, pero decidió concentrarlos para usarlos por detrás de las fuerzas de Quieto. Los catafractos sármatas eran, sin duda, su mayor temor. Los carros quedaban completamente ocultos por los jinetes norteafricanos y romanos de Quieto.
Frente a ellos, Vezinas se había situado justo por detrás de su propia infantería dacia, a la que había emplazado en el centro para detener el avance de las legiones romanas. Contaba con el apoyo de la caballería sármata en un extremo y de los jinetes roxolanos en el otro para proteger los flancos. Las fuerzas de ambos ejércitos, a razón de unos 30.000 efectivos cada uno, estaban igualadas, pues los dacios habían reagrupado a todos los contingentes que habían dispersado por la región. Vezinas no se sentía cómodo en esa igualdad de fuerzas, pero el maldito emperador romano no le había dejado otra salida que combatir.
Por su parte, el rey Sesagus miraba a la caballería romana que tenía frente a sí con una expresión sombría, mientras que en el otro extremo de la llanura, Akkás y Marcio debatían sobre la mejor estrategia a seguir.
—Cargaremos frontalmente, despacio —dijo Akkás—. Nuestras corazas nos darán ventaja en el cuerpo a cuerpo. Poco a poco ganaremos terreno y si huyen podremos lanzarnos contra las legiones por la retaguardia. Eso desnivelará el combate.
Marcio asintió. La propuesta era lógica, pero, no sabía bien por qué, intuía que el emperador romano ya habría valorado la superioridad de los sármatas.
—Se les ve muy seguros —dijo Marcio.
—La legión XXI Rapax también se nos presentó con mucho aplomo —comentó Akkás mientras se ajustaba el casco—, y ahora ya no existe.
Vanguardia romana
Adriano miraba hacia su espalda. No tenía nada claro que aquel combate fuera a terminar en victoria. Su tío no parecía albergar duda alguna sobre el asunto, pero Adriano no veía resuelta la cuestión de las caballerías sármata y roxolana. Temía que en cualquier momento unos u otros, o incluso ambas caballerías bárbaras, derrotaran fulminantemente a los jinetes de Quieto y Liviano y encontrarse entonces rodeado por las hordas enemigas. No, a Adriano aquella batalla no le gustaba en absoluto, pero no tenía ahora otra opción que dirigir el ataque de las legiones de forma coordinada según las instrucciones de su tío. Inspiró profundamente. Le costaba admitirlo pero tenía miedo, un pánico que, no obstante, controlaba con gran esfuerzo. Sudaba profusamente por la frente pese a que estaban en enero. Era una mañana con cielo nublado. Llegó a desear incluso que lloviera, pero aquellos nubarrones no estaban lo suficientemente oscuros. No. Aquella jornada habría una gran batalla campal, exactamente lo que su tío venía pidiendo desde el principio de la guerra. En medio de su temor, Adriano se dio cuenta de que lo único que le daba algo de esperanza, aunque no quisiera admitirlo conscientemente, era que su orgulloso tío no había perdido nunca cuando las tropas estaban bajo su mando. Adriano no deseaba grandes victorias para su tío, pero aquella mañana de enero del año 854 desde la fundación de Roma estaba dispuesto a hacer una excepción.
Trajano levantó el brazo. Unos instantes tensos… lo bajó.
Adriano se volvió hacia los buccinatores.
—¡Al ataque, por Marte! ¡Al ataque!
Las cohortes segunda, cuarta y séptima de cada una de las tres legiones se pusieron en marcha en cuanto los centuriones oyeron las trompas romanas que tocaban a guerra. Nueve cohortes más las tropas auxiliares avanzaban en formación contra el enemigo. Los britanos e ilirios abrían el ataque romano lanzando horribles gritos de guerra, seguidos de cerca por auxiliares de todos los rincones del Imperio. Ya no había marcha atrás. La locura había empezado.
Ejército dacio
Vezinas, siguiendo las instrucciones que Decébalo le había dado si entraba en combate en campo abierto contra los romanos, había copiado, al menos parcialmente, el estilo de lucha de las legiones. Por eso había dividido sus fuerzas de infantería en dos grandes secciones, de modo que la que estaba en retaguardia pudiera reemplazar a la primera línea cuando los guerreros de ésta estuvieran agotados. Vezinas vio cómo los mercenarios que combatían para los romanos se lanzaban al ataque con gran furia y ordenó que su primera línea de infantería empezara a avanzar contra aquellos vendidos a Roma.
—¡Avanzad, por Zalmoxis, avanzad! Dǎrîma, Dǎrîma!
Y la primera línea dacia empezó a caminar esgrimiendo sus peligrosas falces, con arrojo y sobreponiéndose al temor que les infundían aquellas hordas de enemigos que corrían hacia ellos como una tormenta de rabia y odio descomunales.
El choque fue en medio de la llanura. Decenas de britanos e ilirios sintieron con rapidez las afiladas hojas de las armas dacias segándoles brazos y piernas. Su arrojo inicial y sus gritos se ahogaron en el fragor eterno de una contienda descarnada y sin redención posible. Los dacios arañaban pieles, escudos y protecciones con sus largas falces mientras los auxiliares romanos que conseguían acercarse lo suficiente a los dacios blandían espadas y lanzas contra los cascos enemigos, sus pechos o escudos. Lo primero que encontraran. Lo importante era pinchar, atacar, morder si hacía falta cuando se caía al suelo herido o por un mal tropiezo. La sangre de unos y otros empezaba a salpicarlo todo.
Retaguardia romana
Pronto ya nadie gritaba sino por ser herido. En el cuerpo a cuerpo no hay tiempo ni circunstancia para perder fuerza en aullidos sin sentido. Y llega un momento, en medio del fragor de la locura, en el que la mayoría ya sólo piensa en seguir matando y matando para sobrevivir, pero sin orden, sin estrategia. Los buenos legati sabían detectar cuándo había llegado ese momento en la vanguardia de su ejército y Marco Ulpio Trajano había sido legatus durante años antes de ser emperador.
—¡Que las primeras cohortes sustituyan a los auxiliares! —ordenó, y los buccinatores transmitieron sus instrucciones con las trompetas. Adriano asintió y repitió la orden en el frente. Las cohortes segunda, cuarta y séptima de las legiones V, VII y XII de Roma entraron en combate por los pasillos que abrían los auxiliares en su retirada.
Retaguardia dacia
—¿Hacemos lo mismo? —preguntaron algunos pileati a Vezinas.
—No, esperaremos —respondió el líder dacio. Vezinas sabía que él sólo disponía de dos líneas de combate, mientras que los romanos usaban más. Además, tenía la sensación de que los auxiliares habían sufrido más que sus hombres en aquel primer encuentro—. Los nuestros los ven retirarse y creen que tienen miedo. Eso les dará fuerzas para enfrentarse a la segunda línea romana —añadió con aplomo.
Todos los nobles dacios reunidos a su alrededor pensaron que su líder tenía razón.
Retaguardia romana
Trajano miró entonces a ambos lados de su ejército e hizo señales a Quieto y Liviano. Éstos se llevaron el puño al pecho y situaron sus caballos al frente de sus fuerzas en cada flanco.
Flanco izquierdo romano
El jefe del pretorio desenfundó su spatha y la esgrimió en alto mientras agitaba las riendas de su caballo y empezaba a galopar contra los roxolanos.
—¡Por Marte, por el César, por Roma!
—¡Por Marte, por el César, por Roma! —repitieron los singulares, los jinetes pretorianos y los de la caballería de las legiones al unísono.
Flanco derecho romano
Lucio Quieto emuló a Liviano. Cabalgaba ya galopando sobre su caballo, pero en lugar de la espada, asía con fuerza una poderosa jabalina. Sus enemigos eran los acorazados sármatas. Había que arremeter contra ellos desde la distancia. En el cuerpo a cuerpo tenían las de perder. Y ojalá no hubiera arqueros.
—¡Todos a mi orden! —aulló Quieto—. ¡Jabalinas! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!
Y la caballería norteafricana, la mejor unidad montada de las legiones de Roma, se lanzó contra un enemigo pétreo, invencible, imposible.
Flanco izquierdo del ejército dacio, sármata y roxolano
—Vamos allá —dijo Akkás.
—Vamos allá —repitió Marcio.
Los pesados catafractos sármatas empezaron a avanzar sobre la llanura de Adamklissi. La tierra comenzó a temblar.
—¡Escudos en alto! —ordenó Akkás. Por un momento pensó en que habría estado bien contar con el apoyo de los arqueros que se habían quedado en los montes de Orastie, pero aun así estaba convencido de salir victorioso de aquel enfrentamiento contra la caballería romana.
Todos los jinetes sármatas se cubrieron con sus armas defensivas. Sabían que iba a llover hierro sobre sus cabezas. Todos sus enemigos intentaban lo mismo. Habría algunas bajas, pero luego… luego sería su turno. Y no tendrían compasión.
Retaguardia romana
—¡La segunda línea de cohortes! —exclamó Trajano—. ¡Ahora!
Primera línea de combate del ejército romano
Adriano escuchó a los buccinatores y ordenó el nuevo reemplazo de las primeras cohortes por la segunda fila de unidades que entraban de refresco en la lucha. Para Adriano aquel cambio era demasiado temprano. Era cierto que así se mantenía siempre a hombres a pleno rendimiento en la primera línea, pero estaba convencido de que eso forzaría que las cohortes de reserva finales, las de los hombres más experimentados, entraran en la batalla demasiado pronto, en un momento en el que aún no estaría claro qué iba a ocurrir por los flancos y cuando, en caso de derrota en alguno de los extremos de la formación del ejército, aquellas unidades experimentadas pudieran hacer más falta aún en esos flancos que en vanguardia. Pero, pese a sus dudas, Adriano no se vio con arrestos para discutir las órdenes de su tío en medio de una gigantesca batalla campal.
—¡Cohortes tercera, quinta y novena! ¡Al frente! —aulló.
Retaguardia del ejército dacio
Los pileati miraron a Vezinas. Esta vez sí pensaban que era conveniente reemplazar a los hombres de primera línea que habían resistido consecutivamente el ataque brutal de los auxiliares romanos primero, y el de la primera línea de cohortes después. Forzarlos a resistir un tercer ataque sin darles descanso parecía excesivo, pero Vezinas no miraba al frente, sino a sus flancos: en el extremo izquierdo desde su posición los sármatas se habían lanzado con todo contra la caballería romana de ese sector, pero en el flanco derecho, el rey Sesagus aún no había dado órdenes a sus jinetes.
—¿Por qué no ataca ese imbécil de Sesagus? —preguntó Vezinas.
Caballería roxolana en el flanco derecho del ejército dacio
Sesagus permanecía inmóvil, como una estatua ecuestre, rodeado por sus más fieles seguidores. El emperador romano le había hecho llegar mensajeros con una propuesta interesante: si se retiraba del campo de batalla y abandonaba a los dacios y a los sármatas a su suerte, el César se comprometía a no atacar los territorios de los roxolanos y respetar su gobierno; incluso apuntaba la posibilidad de pagar algo de oro en compensación. Eso sí, los roxolanos deberían permitir luego a los romanos cruzar al norte del Danubio para dirigirse a Sarmizegetusa Regia y atacar a Decébalo pasando por sus territorios.
Sesagus veía cómo la caballería pretoriana se lanzaba contra sus jinetes y sentía las miradas de todos sus nobles esperando su señal para dar la orden de ataque. Y no sólo eso. Sesagus sentía, muy en particular, la mirada de Vezinas fija en él. Pero las dudas lo reconcomían por dentro: Vezinas había prometido una invasión de Moesia Inferior rápida y sin casi oposición; el líder dacio no se había cansado de repetir una y otra vez que el emperador romano estaba muy lejos, en los montes de Orastie, en el corazón de la Dacia, demasiado ocupado en los asedios a las fortalezas de Decébalo como para desplazarse allí, y menos con la rapidez con la que lo había hecho. ¿Cómo se había enterado el emperador romano con tanta rapidez de la invasión de Moesia Inferior? Eso ya no importaba. Sesagus tragó saliva. ¿Y si los sármatas hubieran recibido una propuesta similar por parte de Trajano? Pero miró hacia la izquierda y pudo ver cómo Akkás había dado la orden de ataque a todos sus jinetes. Si los sármatas habían recibido una propuesta similar no parecían estar por la labor de pactar con el emperador romano, pero eso era porque la guerra ya estaba luchándose en sus tierras del norte. Sesagus, por el contrario, sabía que si pactaba ahora aún tenía una posibilidad de mantener sus territorios intactos y la opción de un premio en oro o plata… sin mayores esfuerzos… los pretorianos estaban cargando… sus nobles lo miraban…
—¡Cargad con un tercio de los jinetes! —ordenó Sesagus—. El resto esperad mis instrucciones.
Necesitaba tiempo. Ver cómo se desarrollaba el combate y entonces, sólo entonces, decidir. Aunque sabía que tampoco podía demorar su retirada mucho tiempo o el emperador romano ya no la valoraría como eficaz para cambiar el curso de la batalla. No sabía qué hacer.
—¡Un tercio! ¡Sólo un tercio de los jinetes! ¡Pero con furia! —exclamó Sesagus. Y un contingente de los roxolanos se lanzó al galope para interceptar a la guardia pretoriana que se les acercaba amenazadoramente. Ubi per turmas advenere vix ulla acies obstiterit. sed tum umido die et soluto gelu neque conti neque gladii, quos praelongos utraque manu regunt, usui, lapsantibus equis et catafractarum pondere. id principibus et nobilissimo cuique tegimen, ferreis lamminis aut praeduro corio consertum, ut adversus ictus impenetrabile ita impetu hostium provolutis inhabile ad resurgendum. [Y en un ataque de la caballería los roxolanos se mostraban impetuosos, feroces, irresistibles. Sus armas consistían en largas lanzas o sables de enorme tamaño, que manejaban con ambas manos. Los jefes llevaban cotas de malla de hierro o de pieles duras de animales, impenetrables para las armas enemigas, pero incómodas para ellos mismos, hasta el punto de que cuando uno caía en el campo de batalla, ya no podía volver a levantarse.].[14]
No, un roxolano no debía dejarse derribar de su montura. Luchaban a todo o nada. Por eso todos los temían. Por eso los respetaban.
Retaguardia del ejército dacio
Vezinas seguía mirando hacia la posición de Sesagus.
—¡Por Zalmoxis! ¿Por qué no carga con toda la caballería? —seguía preguntando Vezinas a sus hombres.
—Quizá hace como nosotros y quiere mantener una reserva —se aventuró a decir uno de los pileati.
—Quizá —repitió Vezinas, pero no estaba muy convencido. Entretanto todos allí parecían haberse olvidado de la vanguardia, donde la primera línea de combate dacia resistía a duras penas un tercer ataque contra las nuevas cohortes de refresco enemigas.
Enfrentamiento entre la caballería de Quieto y los sármatas
—¡Ahora! ¡Lanzad! —gritó Lucio Quieto al tiempo que arrojaba su jabalina. Las lanzas romanas volaron por el cielo de Moesia marcando arcos perfectos. Llegaban hasta un punto alto, en el horizonte de aquel mundo de frontera, dejaban de ascender e iniciaban su mortífero descenso en busca de sangre enemiga.
Akkás y Marcio y el resto de los sármatas recibieron aquella lluvia protegidos por sus escudos. La mayor parte de los jinetes y bestias resistieron la tormenta mortal gracias a las armas defensivas y a las corazas de hombres y bestias, aunque algunos habían sido heridos y al caer desplomados sobre la tierra arrastraban a algún otro caballo y su jinete. Se creó cierta confusión en el lento avance, pero la mayoría de los sármatas se repuso a aquellas dificultades y continuó trotando tras sus líderes. Los romanos estaban ya allí.
Akkás se llevó por delante a un primer jinete enemigo con su propia lanza. Luego desenfundó la espada y arremetió contra otro. A su derecha, Marcio lo apoyaba cubriéndole bien ese flanco y derribando a otro romano. Y así por todas partes. Antes incluso de lo esperado, los sármatas vieron cómo los romanos se retiraban.
—¡Retroceded! ¡Retroceded! —ordenaba Lucio Quieto a sus hombres—. ¡Abrid pasillos!
Marcio, que había oído las instrucciones del jefe de la caballería romana, entendía bien lo de «retroceded» pero no comprendía a qué venía aquello de «abrir pasillos».
—¡Seguidlos! ¡Por Bendis, seguidlos! —vociferó Akkás con rabia y luego se dirigió a Marcio—. Sé que nos quieren alejar de la batalla, pero podemos seguirlos un poco. Eso también dará moral a los dacios y a lo mejor así hacen al fin bien su trabajo Vezinas y los suyos.
Marcio asintió y animó con golpes de sus talones a su caballo para seguir junto a Akkás.
—Pero hay algo que no entiendo —dijo el gladiador.
—Tú siempre te preocupas por todo —respondió Akkás.
—Es posible… pero ¿por qué han abierto esos pasillos? —preguntó Marcio.
Akkás iba a añadir algo mientras se limpiaba un poco de sangre romana de una mejilla con el dorso de una mano, pero pronto se olvidó de aquellas palabras y respondió a la pregunta del gladiador con otro interrogante.
—¿Qué es eso?
—No lo sé —dijo Marcio.
Por entre los pasillos que habían abierto los jinetes romanos aparecían decenas de bigas, carros tirados por dos caballos, que se lanzaban contra ellos a toda velocidad.
Enfrentamiento entre la caballería pretoriana y la vanguardia de jinetes roxolanos
Los roxolanos combatían con furia y los pretorianos, aunque ya curtidos en las batallas del valle de Tapae y de los montes Orastie, no se encontraron cómodos ante un enemigo que luchaba con tanta ferocidad.
—¡Manteneos en formación! —gritó Liviano en un intento por evitar que todo aquello se convirtiera en una masa incontrolable de bestias y guerreros de ambos bandos, pero no parecía que sus hombres pudieran obedecerlo, pues varios grupos de roxolanos, blandiendo sus enormes espadas con ambas manos, se abrían paso destrozando hombros, brazos, escudos, cascos o lanzas. Daba igual lo que encontraran. Lo partían todo. Cierto era que muchos de aquellos terribles contrincantes también eran derribados y que cuando caían al suelo apenas podían levantarse por el gran peso de sus armaduras, lo que los hacía entonces presa fácil de los singulares de la guardia pretoriana, pero hasta que caían cada uno de aquellos jinetes se llevaba por delante al menos a un par de pretorianos. Y eso que Liviano podía ver que los roxolanos habían mantenido a muchos de sus jinetes en reserva. A punto estaba el jefe del pretorio de ordenar el repliegue de sus propios jinetes para organizar un nuevo ataque situando a los pretorianos de retaguardia en primera línea de combate, pues no veía claro que fuera a ser posible desbordar al enemigo por aquel flanco. Sí, Liviano empezaba a darse por satisfecho con mantener la posición… pero justo en ese momento algunos líderes roxolanos repetían órdenes que, sin duda, debían de venir de la retaguardia. Para sorpresa del jefe del pretorio, aquellos aguerridos combatientes daban media vuelta y se alejaban no ya sólo de aquella zona, sino que se reunían con el resto de sus compañeros que habían estado en reserva e iniciaban un trote constante y veloz en dirección este… alejándose de la batalla.
—Se van —dijo Liviano al viento, como si necesitara repetirlo para creérselo—. Se van. Los roxolanos se van.
Retaguardia dacia
—¡Maldito miserable! ¡Maldito una y mil veces seas, Sesagus! —Vezinas escupía su rabia con maldiciones y palabras de odio y miedo entretejidos a partes iguales—. ¡He de encontrarte y matarte, maldito seas! ¡Cobarde! ¡Traidor!
Nadie se atrevía a decir nada, pero al fin, ante la incapacidad de su líder de observar lo que estaba pasando más allá de la evidente traición del rey de los roxolanos, uno de los pileati se atrevió a hablar.
—Mi señor, la guardia pretoriana nos va a desbordar por el flanco derecho.
—¡Ya lo sé, inútil! ¿Crees acaso que no tengo ojos? ¡Ordenad a la infantería de reserva que cubra ese flanco y malditos seáis todos!
Y así, los guerreros dacios que habían estado preparados para reemplazar la primera línea de combate, la que luchaba ahora, contra la segunda tanda de cohortes legionarias, fueron desplazados en su totalidad para cubrir el flanco derecho y detener el avance de la caballería pretoriana.
Caballería sármata
Entretanto, en el flanco izquierdo dacio, los sármatas veían cómo aquellos carros se acercaban al galope.
—¿Qué pretenden? —preguntó Marcio.
—No tengo ni idea —admitió Akkás—, pero resistiremos su acometida en una fila compacta. Los caballos romanos no querrán chocar y terminarán por detenerse. Ningún caballo quiere chocar con otro y no los han cegado. Esos caballos de los carros ven que estamos delante. Pararán. Y si no, los detendremos nosotros… —Y se dirigió a sus hombres—: ¡En línea! ¡Por Bendis, en línea!
Las bigas romanas se aproximaban hacia ellos al galope por los pasillos que habían dejado los jinetes norteafricanos de Roma. Lucio Quieto se detuvo para ver en qué quedaba todo aquello. ¿Surtiría efecto la estrategia de Trajano?
—¡Están ahí! ¡En formación! —repetía Akkás a los suyos en su lengua. Marcio alineó su caballo junto al de Akkás y junto a él se situó otro jinete sármata y otro y otro. Faltaban doscientos pasos, ciento ochenta, ciento setenta, ciento sesenta y, de pronto, una jabalina silbó en el aire y desgarró las protecciones metálicas de uno de los guerreros sármatas que estaba a la izquierda de Akkás como si aquel hombre hubiera estado desnudo. Ninguno de ellos entendió quién había lanzado aquella jabalina. Y de pronto lanzaron otra, y otra, y el resultado siempre era el mismo: ya se tratara de caballo o guerrero sármata, el alcanzado por alguna de aquellas jabalinas caía fulminado, entre tremendos aullidos de dolor, atravesado por aquellas gigantescas saetas mortales. Nadie podía lanzar un arma arrojadiza con una fuerza tal que pudiera atravesar las protecciones acorazadas de los sármatas. Nadie.
—¡Salen de los carros! —dijo Marcio—. ¡Han montado escorpiones ligeros, ballestas que lanzan jabalinas, en los carros y nos disparan con ellas!
Y los caballos de los carros romanos no buscaban chocar, sino que una vez habían disparado giraban sobre sí mismos quedando a unos cien pasos del enemigo y volvían hacia la retaguardia. Una vez que todas las bigas habían disparado, la caballería romana volvía a tomar posiciones y cargaba contra ellos.
—¿Cuántos han caído? —preguntó Akkás nervioso—. ¿Cuántos?
—Unos treinta —respondió Marcio.
Los sármatas no estaban acostumbrados a perder a tantos hombres en una carga. Para eso tenían aquellas corazas, pero ante las jabalinas de aquellos carroballistas las protecciones no valían.
—Bien. Ahora vuelven sus jinetes —dijo Akkás con coraje—. Contra ésos sí podemos. Hemos de matar a treinta para equilibrar esto.
A Marcio le pareció sensato. Era eso o huir. Pero en cuanto los jinetes romanos vieron que los sármatas volvían a la carga, una vez más volvieron a alejarse abriendo pasillos. En aquel intervalo, los artilleros de los carros volvieron a cargar las ballestas y, de nuevo, se lanzaron contra los sármatas.
—¡Por Bendis! ¡Esta vez no les esperaremos como estatuas! ¡No tenemos arqueros, así que lo tendremos que hacer todo nosotros! —aulló Akkás—. ¡A la carga! —Y blandiendo una lanza se arrojó con furia contra uno de los carros.
En cada biga iban dos romanos. Uno que conducía y otro que cargaba la ballesta.
—¡Por Júpiter! —gritó el conductor del carro al artillero—. ¡Dispara a ese guerrero! ¡Dispárale ya!
El artillero apuntó hacia Akkás y lanzó su jabalina a una velocidad atroz, pero éste se inclinó hasta pegar su cuerpo al del caballo y evitó la saeta mortífera. Llegó entonces a la altura del carro, asió con fuerza su lanza y…
—¡Aaagghhh!
Como si fuera un jabalí a punto de asar, Akkás atravesó al conductor del carro y lo sacó del vehículo. Este último quedó sin control, giró sobre su eje y volcó arrastrando consigo la ballesta, al artillero y los mismísimos caballos que tiraban del carro, que terminó dando decenas de vueltas de campana sobre la llanura de Adamklissi.
—¡Aaaaahhhhh! —gritó Akkás con furia victoriosa.
Y decenas de sus guerreros se arrojaron para repetir su heroicidad aclamando a su líder. Pero los sármatas que intentaron emular a Akkás, lo hicieron con diferente fortuna. Unos pocos, los menos, cayeron víctimas de las jabalinas de los escorpiones; otros no consiguieron su objetivo pero tampoco fueron derribados por las jabalinas de las máquinas romanas, y algunos lograron matar al conductor o al artillero del carro al que se enfrentaban. En total seis bigas terminaron estrellándose en aquel nuevo enfrentamiento. Los carros supervivientes, veintiocho aún, se replegaron con éxito para volver a recargar de nuevo sus jabalinas, pero ya no se sentían ni tan seguros ni tan valientes.
—¡Tenéis que apuntar a los caballos! —les ordenó Lucio Quieto desde su posición a los artilleros mientras sus jinetes volvían a cubrir la retirada estratégica de los carros que necesitaban un intervalo de tiempo para cargar sus armas—. ¡Los caballos son objetivos más grandes y fallaréis menos, y un sármata queda inutilizado sin su caballo! ¡A los caballos!
Flanco izquierdo del ejército romano
En cuanto Liviano vio que los roxolanos huían y se alejaban del campo de batalla no esperó instrucciones, sino que se lanzó con arrojo contra el ala desprotegida del ejército dacio. Sin embargo, en cuanto se estaban acercando y a punto de desbordar a la vanguardia enemiga, las tropas de reserva de los dacios, una gran falange de guerreros armados con sus peligrosas y largas falces, apareció ante ellos desde la retaguardia de su formación. Los jinetes pretorianos arremetieron pese a todo contra aquellos soldados enemigos y lo mismo hicieron los jinetes de las turmae legionarias que acompañaban a la guardia pretoriana, pero tanto unos como otros recibieron la mordedura inmisericorde de las armas dacias. La sangre volvió a correr por ambas partes, pero la posición defensiva de los dacios se mantuvo.
Retaguardia del ejército romano
—Augusto… el legatus Adriano… pide… la intervención… de las cohortes… de élite… César. —El mensajero había venido corriendo desde la primera línea de combate y apenas podía hablar.
Marco Ulpio Trajano apretó los labios y oteó el horizonte mientras decía en voz baja:
—Aún no… aún no es el momento… —Y seguía examinando cada sector de la batalla: en el flanco izquierdo Sesagus, el rey roxolano, se había retirado sin apenas presentar batalla; aquélla había sido una buena traición que habría que premiar en su momento. El emperador no se sentía especialmente orgulloso por aquel ardid, pero Decébalo había traicionado la palabra dada en numerosas ocasiones y hacía tiempo que Trajano se había prometido a sí mismo que si había que utilizar sus mismas armas para derrotarlo, lo haría. Aún no sabía que cuando uno decide empezar a usar los métodos del contrario, este contrario, al final, de una forma u otra, como mejor conocedor de esos métodos, acabará devolviendo los golpes y causando infinito dolor. Pero en aquel momento Trajano no pensaba en eso, ni siquiera concebía ideas semejantes. El emperador sólo veía ante sí una posición que empezaba a ser ventajosa: la huida de los roxolanos había obligado a los dacios a emplear sus tropas de reserva no para reemplazar a las de vanguardia, que ya debían de estar exhaustas, sino que Vezinas las había tenido que usar para cubrir el ala que había quedado desprotegida. Era cuestión de tiempo que la vanguardia dacia cediera. Y no tenían arqueros. No los habían usado ni en el flanco de los roxolanos, ni con los sármatas ni en el centro. Sin arqueros se trataba de insistir en el ataque continuado. Al final toda la formación enemiga se vendría abajo.
—¡Que entren en combate de nuevo los auxiliares! —ordenó el emperador—. ¡Ya han tenido bastante tiempo de descanso!
Y las instrucciones se transmitieron a las tropas.
Trajano pudo ver cómo las cohortes III, V y IX de cada legión se retiraban y cómo britanos, ilirios y el resto de los auxiliares entraban de nuevo en combate vociferando como fieras salvajes. Bien. Adriano quería las cohortes de élite, pero Trajano aún estaba preocupado por el flanco derecho. Allí los sármatas, aunque se habían visto sorprendidos por la irrupción de los carroballistas, se habían sobrepuesto al efecto sorpresa de aquella nueva arma y habían volcado al menos ya una decena de los mismos. Aquellos ingenios estaban ayudando a mantener a los sármatas a raya, pero no parecía que ni los carroballistas ni los valerosos jinetes de Quieto pudieran ni doblegar a aquellos guerreros acorazados ni alejarlos de la batalla. Algo faltaba a aquellos carros, pero en medio de la presión del combate no podía pensar con tranquilidad ni llegar a conclusiones.
—¡Allí, César! —dijo Aulo, el tribuno pretoriano de máxima confianza del emperador.
Trajano miró hacia donde señalaba el tribuno, pero no acertó a distinguir bien lo que llamaba la atención a aquel pretoriano.
—Me hago viejo, tribuno —admitió Trajano—. Dime qué te llama la atención.
—Allí, en la retaguardia, César. Yo diría que Vezinas se retira con unos pocos guerreros. A mí me parece que el jefe del ejército dacio está…
—Huyendo —concluyó Trajano, esta vez con una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro.
Retaguardia del ejército dacio
Vezinas galopaba rodeado por un pequeño grupo de pileati y un puñado de guerreros que actuaban como su guardia personal en aquella penosa campaña de Moesia Inferior. Con la traición de los roxolanos y la vanguardia agotada, Vezinas sabía que era sólo cuestión de tiempo tener que asumir la derrota. Podría haber intentado una retirada ordenada pero, simplemente, aunque se negara a reconocerlo, tuvo miedo. No quería estar allí ni un momento más. Y echó a correr con su caballo y los pocos que habían estado con él en la retaguardia durante la batalla.
En el grupo, atado a lomos de un caballo, manteniéndose a duras penas sobre el mismo, inclinando su cuerpo para no caer, cabalgaba Mario Prisco, pero estaba demasiado lejos para que ningún romano pudiera reconocerlo. Para los que veían cómo huían aquél no era más que otro guerrero dacio. Prisco sentía todo su cuerpo magullado, pero no había vivido con terror el desarrollo de la batalla. Sabía que si los romanos ganaban le liberarían. Quizá tuviera que seguir desterrado, pero dentro de un orden romano restablecido; sin embargo, con aquella inesperada huida su captor abría ante él un nuevo horizonte de incertidumbre. Pero Prisco no se abandonó a la desesperación. Incluso en el peor de los casos, si aquel vanidoso Vezinas conseguía llevarlo hasta la capital de los dacios, en un nuevo contexto de derrota, sus consejos y su idea sobre un plan para asesinar a Trajano serían escuchados por el rey Decébalo con más interés aún que si hubieran conseguido la victoria sobre Roma. Todo estaba aún por decidir. Aunque Trajano pudiera pensar que estaba a punto de obtener una gran victoria quizá sólo estaba acelerando su fatal destino. Prisco se aferró a esa idea con la rabia de la venganza que se cuece en el fuego lento del rencor.
Flanco izquierdo del ejército dacio
La caballería acorazada sármata intentaba resistir una vez más un nuevo ataque de los carros romanos. Habían destruido quince, pero aquellos artilleros seguían acribillándoles regularmente y los sármatas habían perdido a muchos buenos guerreros. Akkás estaba ciego de furia y no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
—¡Acabaremos con todos esos carros aunque sea lo último que haga en mi vida y luego iremos a por esa caballería romana y luego a por el emperador! —exclamó. Y quién sabe si lo hubiera conseguido, pero Marcio le habló desde detrás, aprovechando el momento de retirada de los carros que se alejaban para volver a cargar sus escorpiones lanzajabalinas.
—¡Se han ido! ¡Se han ido! —gritaba el gladiador sin parar.
—¿Quién se ha ido? —preguntó al fin Akkás.
—Sesagus, los roxolanos y hasta el miserable de Vezinas. La caballería romana está rodeando a los dacios por el otro flanco y ese cobarde de Vezinas se está yendo al galope, hacia el noreste, hacia el río, y nos ha dejado aquí para que lo cubramos mientras huye —dijo Marcio a toda velocidad señalando hacia el pequeño grupo de dacios que se alejaba del campo de batalla.
Akkás digirió toda aquella información con rapidez.
—Pues si Vezinas se va y los roxolanos han huido y si ni siquiera tenemos arqueros que nos apoyen, no nos vamos a quedar aquí nosotros. Iremos hacia el noroeste. —Señaló unas colinas próximas—. Allí el terreno es más abrupto y los carros no podrán seguirnos.
—¿Y si nos persigue la caballería romana? —preguntó Marcio.
—Entonces nos detendremos y lucharemos contra ellos, pero creo que si dejamos este flanco descubierto, la infantería dacia será un plato demasiado goloso como para intentar atacarnos a nosotros, que les resultamos mucho más indigestos.
Marcio asintió. Akkás se estaba mostrando cada vez como un líder más fiable. Le supo mal hasta haberle roto la nariz en el pasado.
—Vamos allá —dijo entonces el gladiador—, antes de que regresen los carros.
Flanco derecho del ejército romano
Lucio Quieto observó cómo los sármatas empezaban a cabalgar trazando una diagonal, hacia el noroeste, tomando distancia con respecto a ellos y la batalla.
—Se marchan —dijo, y alzó la mano para detener a los carros que aún quedaban operativos.
—¿Qué hacemos? —preguntó uno de los decuriones de la caballería. Quieto dudaba. Miraba hacia los sármatas y miraba hacia el flanco desprotegido de la infantería dacia. Recordó las palabras que Trajano venía repitiendo desde Tapae: «Necesitamos una gran victoria contra los dacios, necesitamos destrozarlos en una gran batalla en campo abierto; sólo eso les hará pensar en rendirse.»
Lucio Quieto miró al decurion y señaló la infantería dacia.
—Vamos a por ellos, a por los dacios… ¡No ha de quedar uno con vida! —Y empezó a galopar rodeado por sus jinetes más fieles—. ¡Por Roma, por el César! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!
Retaguardia romana
Cuando Trajano vio que los sármatas huían miró un momento al suelo. Después de tantos años en combate se sorprendió de que aún le doliera dar aquella orden. Pero era necesario. Por Roma, por el Imperio. Levantó muy despacio la cabeza, se dirigió a Aulo y le habló con una serenidad gélida que impresionó al tribuno pretoriano.
—Ahora sí. Que entren en combate las cohortes de reserva.
—Será una masacre, César —respondió el pretoriano con orgullo de victoria.
—Una masacre, sí —dijo el emperador—. Una masacre es lo que necesita Decébalo para entender que nunca podrá contra nosotros. —Y se giró para regresar a su tienda. Estaba cansado.
Ejército dacio
Centro de la llanura de Adamklissi
Los dacios de vanguardia estaban agotados. De pronto se vieron sorprendidos por el flanco izquierdo por la caballería de Lucio Quieto. Se tenían que volver para luchar contra aquellos jinetes, pero entonces los auxiliares los atacaban también frontalmente con espadas y lanzas sin descanso. Estaban rodeados. Miraban hacia atrás en busca de su líder, pero Vezinas hacía tiempo que se había ido. Miraban en busca de los sármatas o los roxolanos, pero éstos también los habían abandonado. Buscaban las tropas de reserva pero éstas se esforzaban en detener a la caballería pretoriana que atacaba también por el flanco derecho. Y, de pronto, los auxiliares se retiraban una vez más. Eso les dio un respiro. Sólo que no sabían que se trataba de la calma que precede a la tormenta final. Los legionarios de las cohortes I, VI, VIII y X de las legiones del emperador entraban en combate. Eran hombres experimentados en la guerra y no estaban cansados. No habían intervenido en toda aquella larga batalla ni un instante. El César de los romanos los había reservado para la carnicería final. Los dacios intentaron plantarles cara, pero ni sus falces parecían igual de efectivas contra unos legionarios que iban bien protegidos en brazos y piernas, no como los otros, no como los auxiliares. Los legionarios veteranos, los mejores, se acercaban en perfecta formación, con los escudos en un compacto frente en donde los dacios se esmeraban en encontrar huecos, pero ni siquiera podían concentrarse en buscarlos bien porque tenían que volverse constantemente para mantener a raya a los jinetes que los rodeaban y les lanzaban jabalinas por los flancos, por la espalda, por todas partes. Y de pronto les cayó una lluvia de hierro de mortales pila desde las nuevas cohortes romanas de la vanguardia enemiga. Todo era sangre y hedor a muerte y dolor y estaban perdidos, abandonados, solos…
Los romanos mataron durante una hora entera. Sin pausa ni clemencia.
Dos horas.
Tres.
Retaguardia del ejército imperial
Trajano estaba sentado en la tienda del praetorium de campaña. No necesitaba de informes para saber lo que pasaba. Aulo estaba en la puerta.
—¡Tribuno! —llamó el César.
—Sí, augusto —respondió el pretoriano entrando en la tienda del emperador.
—Es suficiente. Que se detengan las legiones y los auxiliares. Si los dacios entregan las armas haremos prisioneros.
—Sí, César.
Trajano meditaba en silencio. Enviar una buena remesa de esclavos dacios a Roma acallaría a muchos enemigos en el Senado.
Varias millas al noroeste de Adamklissi
Cabalgaban en dirección norte, sin descanso.
—No parece que nos sigan —dijo Marcio.
—Estaban más interesados en la infantería dacia, pero no vamos a detenernos hasta cruzar el río —respondió Akkás.
—De acuerdo.
Marcio sólo pensaba en regresar y estar con Alana y Tamura. La guerra no marchaba bien. Después de aquello los romanos serían mucho más fuertes. O Decébalo pactaba una paz o sería el fin para todos.
Llanura de Adamklissi
En la hora novena, con el sol cayendo en el horizonte, justo por las colinas por donde habían huido los sármatas, el emperador decidió pasearse por el campo de batalla. Esta vez no era como en Tapae, donde hubo tantos cadáveres romanos como enemigos. No, en Adamklissi la gran mayoría de los muertos y los heridos y la totalidad de los prisioneros eran dacios.
El César caminaba por encima de los cadáveres escoltado por Liviano, Aulo y otros pretorianos y acompañado por Lucio Quieto y Adriano.
—¿No deberíamos perseguir a los sármatas o a los roxolanos? —preguntó el sobrino segundo del emperador.
Trajano negó con la cabeza.
—Con los roxolanos he pactado —dijo el emperador—, y cumpliré con mi palabra mientras ellos cumplan con la suya. Si Sesagus nos permite avanzar hacia el norte por sus tierras cogeremos a Decébalo entre dos frentes, el que tienen abierto Sura, Nigrino y Longino en Orastie, por un lado, y nuestro ejército, por otro. Y en cuanto a los sármatas, la verdad sea dicha, prefiero no tener que enfrentarme muchas veces con ellos. Esos catafractos siguen siendo nuestro principal enemigo, aquí en el Danubio, en Partia y en aquellas regiones donde usan esa caballería acorazada.
—Los carroballistas han sido una buena arma contra ellos —comentó Quieto.
—Razonablemente buena, pero no suficiente. Hay que mejorar su uso. Pensaremos en ello —dijo Trajano avanzando por la llanura. Estaban justo en el otro extremo de la planicie. Allí había un muro medio derruido y los restos de lo que debió de ser una villa romana. Varios pretorianos se adentraron para comprobar que no hubiera enemigos escondidos en lo que quedaba de edificio.
—Y se ha probado que los dacios no tenían arqueros como en Tapae —continuó Quieto reconociendo otro acierto en la estrategia que había planteado Trajano.
El emperador se limitó a asentir, aunque agradecía que su jefe de caballería apreciara la inteligencia de sus planteamientos militares.
—¿Y Vezinas? —siguió preguntando, por su parte, Adriano. Trajano sonrió.
—A ése es al último que pienso perseguir. Ojalá Decébalo no lo mate y le permita seguir dirigiendo tropas dacias. Ese inútil es un gran aliado de Roma. Deberíamos premiarlo con una falera o una corona.
Quieto y Liviano se echaron a reír. Adriano sonrió levemente.
—¿Qué es esto? —preguntó Trajano una vez que las risas terminaron. El emperador señalaba los ruinosos edificios de aquella residencia romana destruida en el extremo sur de la planicie.
—Alguien importante debía de vivir aquí —respondió Liviano.
—Sí, pero ¿quién? —insistió el emperador. En ese momento salió Aulo de las ruinas de la villa romana con unos papiros en la mano. Parecía muy serio, como si hubiera averiguado algo grave y relevante.
—Son algunas cartas, César —explicó el tribuno—. De un tal Prisco. Mario Prisco, senador desterrado por el emperador en Moesia Inferior.
Trajano asintió y alargó el brazo para coger aquellos papiros.
—No queda mucho más —continuó explicándose Aulo.
Liviano, Quieto, el propio Aulo y hasta el propio Trajano estaban con sus ojos clavados en aquellas cartas que el César empezaba a examinar, por eso ninguno se percató de que Adriano palidecía.
Y de pronto…
—¡Ave, César! —exclamó Adriano con todas sus fuerzas—. ¡Salve al gran emperador de Roma! ¡Marco Ulpio Trajano! Imperator Caesar Augustus!
Y Liviano y Quieto y la guardia pretoriana y cuantos centuriones y oficiales se encontraban próximos se unieron a aquellos vítores iniciados por el sobrino del emperador. A todos les parecía justo aclamar a Trajano tras aquella absoluta y total victoria.
—Traianvs Imperator Caesar Augustus! ¡Ave, César! ¡Ave, Ave, Ave…!
Trajano no pudo evitar sentirse algo emocionado. Toda aquella campaña de contraataque en Moesia Inferior había sido una peligrosa apuesta. Había tenido que dividir su ejército en dos, renunciar a concentrarse en los asedios de las fortalezas de Orastie para dar réplica a la invasión de los dacios en Moesia; había forzado a los legionarios a atravesar pasos nevados a marchas forzadas; había tenido que convocar a la flota del Danubio en Drobeta, luchar una batalla nocturna contra el consejo de muchos de sus oficiales y, además, no había obtenido una rápida derrota del enemigo; había tenido que plantear una muy compleja batalla en campo abierto donde por fin sí había conseguido la tan ansiada y demoledora victoria. Sí, se merecía aquellos vítores y los agradeció. Entregó las cartas de Prisco, que no había tenido tiempo de leer, a Aulo, y éste las cogió con cuidado. Adriano continuaba con los brazos en alto aclamando a su tío pero con la mirada seguía muy atentamente a Aulo. El sobrino del César bajó los brazos en cuanto el emperador se alejó para seguir siendo aclamado por los centuriones de las legiones que se estaban reuniendo allí para agradecer a su César aquella gran victoria. Adriano permaneció atento a los movimientos de Aulo. El tribuno pretoriano seguía al emperador de cerca.
MARTI ULTOR[I]
IM[P(ERATOR)CAES]AR DIVI
NERVA[E] F(ILIUS) N[E]RVA
TRA]IANVS [AUG(USTUS) GERM(ANICUS)]
DAC]I[CU]S PONT(IFEX) MAX(IMUS)
TRIB(UNICIA) POTEST(ATE) XIII
IMP(ERATOR) VI CO(N)S(UL) V P(ATER) P(ATRIAE)
?VICTO EXERC]ITU D[ACORUM]
?---- ET SARMATA]RUM
---------------------]E
[A Marte, el dios de la guerra, César el emperador, hijo del divino Nerva, Nerva Trajano Augusto, que derrotó a los germanos, los dacios, Pontifex Maximus, tribuno de la plebe por decimotercera vez, proclamado imperator por el ejército por sexta vez, elegido cónsul por quinta vez, pater patriae, tras derrotar a los ejércitos dacio y sármata.]
Inscripción del Tropaeum Traiani erigido por orden de Trajano en Adamklissi para celebrar eternamente su gran victoria sobre los dacios y sármatas.