59

LOS DOCETAS

Éfeso

Enero de 102 d. C.

Juan había estado muy débil durante meses. Desde su llegada a Éfeso, Ignacio apenas había podido hablar con su viejo maestro. En su lugar, el veterano cristiano de Antioquía se había entretenido dialogando con todos aquellos que venían a casa del último discípulo de Cristo, por un lado, y leyendo los escritos que el propio Juan había ido elaborando sobre diferentes experiencias de su vida. A Ignacio el libro de la revelación, el Apocalipsis, le pareció enigmático y confuso. No tenía claro qué debía entenderse de aquellas visiones, pero tampoco había tenido la oportunidad de disponer de unas horas seguidas de conversación con su maestro para desentrañar los mensajes ocultos de aquel libro. Más comprensibles, sin embargo, le parecieron todos aquellos papiros en los que Juan había recogido en griego los grandes momentos que pasó en los años que fue discípulo de Jesús. Ignacio leía moviendo los labios y pronunciando en voz baja aquellas palabras que le retrotraían a un mundo de recuerdos de narraciones de sus padres y abuelos y que ahora podía leer de la mano de alguien que estuvo junto a Jesús en persona, no sólo un día, como era su caso, sino varios años. Juan mismo se lo había contado en otras ocasiones, pero parecía que tenerlo allí, por escrito, era… más real, más fuerte, más poderoso:

ΟΙ ΙΟΥΔΑΙΟΙ ΗΜΙΝ ΟΥΚ ΕΞΕΣΤΙΝ ΑΠΟΚΤΕΙΝΑΙ

OYΔΕΝΑ ΙΝΑ Ο Λ ΟΓΟΣ ΤΟΥ ΙΗΣΟΥ ΠΛΗΡΩΘΗ ΟΝ ΕΙ

IIΕΝ ΣΕΜΑΙΝΩΝ ΠΟΙΩ ΘΑΝΑΤΩ ΗΜΕΛΛΕΝ ΑΠΟ-

ΘΝΕΣΚΕΙΝ ΕΙΣΗΛΘΕΝ ΟΥΝ ΠΑΛΙΝ ΕΙΣ ΤΟ ΠΡΑΙΤΩ

ΡΙΟΝ ΟIIΙΛΑΤΟΣ ΚΑΙ ΕΦΩΝΗΣΕΝ ΤΟΝ ΙΗΣΟΥΝ

ΚΑΙ ΕΙIIΕΝ ΑΥΤΩ ΣΥ ΕΙ ΒΑΣΙΛΕΥΣ ΤΩΝ ΙΟΥ

ΔΑΙΩN

[Entonces les dijo Pilato: «Tomadlo vosotros,

y juzgadlo según vuestra ley»,

para que se cumpliese la palabra que Jesús

había dicho, dando a entender de qué muerte iba

a morir. Y los judíos le dijeron: «A nosotros no nos

está permitido dar muerte a nadie.»

Entonces Pilato volvió a entrar en el

pretorio, y llamó a Jesús y le dijo:

«¿Eres tú el rey de los judíos?»][12]

—Pregunta por ti —dijo una mujer anciana que cuidaba desde hacía meses a Juan. Ignacio levantó la mirada.

—Voy de inmediato. —Y se levantó, pero, al tiempo, dio la vuelta al papiro y siguió leyendo los recuerdos de su amado maestro sobre Jesús:

ΒΑΣΙΛΕΥΣ ΕΙΜΙ ΕΓΩ ΕΙΣ ΤΟΥΤΟ ΓΕΓΕΝΝΗΜΑΙ

ΚΑΙΕΙΣΤΟΥΤΟΕΛΗΛΥΘΑΕΙΣΤΟΝΚΟΣΜΟΝΙΝΑΜΑΡΤΥ-

ΡΗΣΩ ΤΗ ΑΛΗΘΕΙΑ ΠΑΣ Ο ΩΝ ΕΚ ΤΗΣ ΑΛΗΘΕΙ-

ΑΣ ΑΚΟΥΕΙ ΜΟΥ ΤΗΣ ΦΩΝΗΣ ΛΕΓΕΙ ΑΥΤΩ

Ο ΠΙΛΑΤΟΣ ΤΙ ΕΣΤΙΝ ΑΛΗΘΕΙΑ ΚΑΙ ΤΟΥΤΟ

ΕΙΠΩΝ ΠΑΛΙΝ ΕΞΗΛΘΕΝ ΠΡΟΣ ΤΟΥΣ ΙΟΥ

ΔΑΙΟΥΣ ΚΑΙ ΛΕΓΕΙ ΑΥΤΟΙΣ ΕΓΩ ΟΥΔΕΜΙΑΝ

ΕΥΡΙΣΚΩ ΕΝ ΑΥΤΩ ΑΙΤΙΑΝ

[Respondió Jesús (a Pilato): «Tú dices que yo soy

rey. Yo para esto he nacido, y para esto he

venido al mundo, para dar testimonio a la verdad.

Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz.»

Le dijo Pilato: «¿Qué es la verdad?»

Y cuando hubo dicho esto, salió otra vez

a los judíos, y les dijo: «Yo no hallo en él ningún delito.»]

Ignacio dejó al fin el papiro junto al resto de escritos de su mentor y entró en la estancia pequeña pero bien ventilada por una de las pocas ventanas de aquella morada, donde Juan yacía gravemente enfermo.

—No hemos podido hablar mucho en todos estos meses —empezó Juan.

—Tienes que recuperarte —respondió Ignacio, pero Juan negó con la cabeza.

—Yo ya he vivido mil vidas, Ignacio. Mi longevidad es un caso extraño, un milagro de Dios, pero incluso los milagros terminan. Ha llegado mi hora de ir a reunirme con Él y te diría que… que estoy feliz, si no fuera… —Y aquí se detuvo para toser. Le costaba enormemente hablar, pero esta vez ya no había tiempo; la esperada recuperación no llegaría nunca—. Has venido de muy lejos para verme y se me acaba el tiempo —dijo en un gran esfuerzo y levantando algo el brazo derecho para que Ignacio no lo interrumpiera con palabras de consuelo—. Dime, amigo mío, honestamente, ¿cómo ves las cosas, cómo está todo en este mundo?

Ignacio, como si comprendiera que sólo disponían de unos instantes, hizo un rápido resumen.

—Los romanos luchan una guerra mortífera al norte del Danubio, muy lejos de aquí. Su emperador nos ha olvidado, al menos por el momento. Los cristianos estamos sujetos a los designios particulares de cada gobernador y en cada provincia es diferente. Lo peor, no obstante, es esta separación que hay entre nosotros mismos: judíos y gnósticos nos han dividido con sus creencias. Los docetas, que siguen los dictados gnósticos, aunque reconocen la divinidad de Jesús se niegan a aceptar que también fue hombre mortal como nosotros, niegan su sufrimiento en la cruz y no hacen eucaristía y, en ocasiones, como me pasó en Myra, nos traicionan y desean entregarnos a los propios romanos. Los judaizantes se alejan cada vez más de Cristo. Y estamos los que aún recordamos las palabras de Cristo, como tú, como yo y como todos los que nos escuchan. Evaristo, que ocupa el puesto de Pedro en Roma, ha ordenado que se aparte a esos judaizantes y a los docetas, sobre todo estos últimos, de los cristianos auténticos, pero aquí en Asia, en Éfeso, o en mi propia ciudad de Antioquía y en otras muchas, los docetas se han hecho fuertes y amenazan con derrotarnos y suplantarnos en todas partes.

Juan hizo una mueca de desagrado y tristeza.

—Por eso mi felicidad al ir a reunirme con Jesús no es completa, porque veo el desorden en el que está este reino de la tierra y temo por todos y por todo, y antes que nada temo que todos olviden a Jesús. Algo terrible, en particular ahora que el fin del mundo se acerca.

—Eso nunca, maestro. Buscaré la forma de que no olviden, de que eso no ocurra. Somos muchos los que aún nos mantenemos en el camino recto y están tus escritos y los escritos de otros discípulos. Nadie olvidará a Jesús.

—Los papiros se pierden, se deshacen… —dijo Juan—; las palabras se olvidan… Has de pensar en algo, Ignacio, para preservar el recuerdo de Jesús. Sin Él el mundo está condenado. Los romanos se niegan a aceptarlo y harán todo lo que esté en su mano para que nadie, en el fin de los tiempos, sepa de nuestro Señor… Lo siento, Ignacio… sé que viniste a Éfeso en busca de respuestas por mi parte a las enormes dudas que te rodean ante el desorden de este mundo y sólo te dejo unos papiros y mis temores… Dime que serás fuerte, Ignacio, dime que lo serás…

—Seré fuerte, maestro, lo seré… —cogió la arrugada mano de Juan.

El discípulo de Cristo miró a Ignacio y volvió a hablar con los ojos inyectados en un fulgor impactante.

—Los docetas salieron de entre nosotros; sin embargo, no eran de los nuestros. Si lo hubieran sido, habrían permanecido con nosotros. Has de conseguir, Ignacio, que no crean a cualquiera que se considere inspirado: que pongan a prueba su inspiración, para ver si procede de Dios, porque han aparecido en el mundo muchos falsos profetas. […] Todo el que confiesa a Jesucristo manifestado en la carne, procede de Dios. Y todo el que niega a Jesús como hombre, no procede de Dios, sino que está inspirado por el Anticristo, y el Anticristo ya está en el mundo.[13] —Juan cerró los ojos y suspiró profundamente antes de volver a repetir el final—. El Anticristo ya está en este mundo… Esos docetas acabarán con todo… Si vencen, el recuerdo de Jesús desaparecerá… Tú ya sabías que los docetas son anticristos…. La cuestión es… ¿podrás contra ellos?

El estertor final se acercaba, los ojos de Juan se pusieron un instante en blanco. Ignacio se agachó y sólo dijo una palabra al oído de su maestro.

—Podré.

Y Juan relajó su cuerpo, cerró los ojos y dejó de respirar.

Ignacio se levantó despacio y salió de la estancia para dejar que limpiaran el cuerpo de su maestro. Fue entonces a la sala contigua y se sentó de nuevo ante los papiros de Juan.

«Podré», había dicho. Ignacio miraba hacia el suelo. Había mentido a su mentor para consolarlo en el último momento de su vida en la tierra, pero ahora se sentía abrumado. ¿Cómo derrotar a los docetas, cómo imponerse a ellos? Cada vez eran más los que negaban los milagros de Jesús y, por encima de todo, los que negaban que hubiera sufrido martirio como hombre. Quizá Juan estaba en lo cierto y este mundo estaba perdido y el recuerdo de Jesús condenado al olvido. Miró los papiros…

Se levantó.

Tenía que luchar contra los docetas. Jesús, sus enseñanzas, no permitían una lucha con sangre, pero sí con palabras. Con palabras.