58

LA GUERRA NOCTURNA

Moesia Inferior

Invierno de 101 d. C.

Ejército romano

—Están allí —dijo Quieto en voz baja. Trajano se había adelantado con su jefe de caballería africano y un nutrido grupo de pretorianos para observar el campamento enemigo. Era noche de luna llena, pero había nubes en el cielo y ésta, casi siempre oculta, no iluminaba demasiado. Cabalgaron sin antorchas por orden expresa del emperador. Trajano desmontó y dio unos pasos más dejando las riendas de su caballo en manos de un pretoriano.

—Allí están, en efecto —confirmó el emperador—. ¡Por Júpiter, están en la ruta de Novae! —exclamó en voz alta, pero de inmediato volvió a hablar en un susurro—. Novae es el objetivo que tienen ahora.

Quieto miró hacia el norte. Habían desembarcado aquella misma mañana siguiendo las informaciones de las torres de vigilancia y en apenas doce horas habían localizado al enemigo. Si los dacios hubieran destruido esas torres todo habría sido mucho más complicado, pero parecían estar más interesados en destruir Moesia que en atacar los puestos fronterizos de vigilancia.

—Sí, César, deben de marchar hacia Novae, seguramente al amanecer reemprenderán el camino. Será un buen momento para atacarlos. Se llevarán una sorpresa enorme cuando vean a nuestro ejército desplegado ante ellos en formación de combate —dijo Quieto sonriendo.

—Se llevarán una sorpresa aún más grande, Lucio, cuando los ataquemos esta misma noche.

—¿Esta noche? —repitió Quieto con incredulidad y sorpresa

Trajano ya había dado la vuelta y tomaba las riendas de su caballo de manos de Aulo, el tribuno pretoriano que le había vigilado la montura. Se detuvo un instante antes de montar y miró al pretoriano.

—Siempre eres tú el que está a mi lado —dijo el César.

—Son órdenes del jefe del pretorio, augusto.

—Eso es que Liviano confía mucho en ti, Aulo. Ése es tu nombre, ¿no?

—Sí, César.

—No te sorprendas de que recuerde bien tu nombre. Tú me trajiste el mensaje del emperador Nerva en el pasado sobre mi nombramiento como César. Eso no es algo fácil de olvidar.

—Lo sé, augusto, pero el César tiene muchas cosas en las que pensar.

—Eso es cierto. —Y Trajano montó su caballo. Quieto llegó entonces e imitó al emperador. Los tres cabalgaban en paralelo. Trajano se dirigió de nuevo a Aulo—. ¿Has combatido alguna vez de noche, pretoriano?

—No, César; no lo he hecho nunca.

—Augusto —intervino entonces Quieto—, no creo que nadie de las legiones V, VII y XII haya combatido de noche. Sería una oppugnatio repentina, un ataque a la posición fortificada del enemigo sin detenernos. Eso no se ha hecho nunca de noche. Es peligroso.

—La guerra, Quieto, es peligrosa en sí misma —respondió Trajano con seriedad—. No quiero dar oportunidad a los dacios para que se retiren de nuevo con su ejército como hicieron en Tapae. Tenemos que asestarles una derrota rotunda. Hemos de conseguir destruir este ejército dacio y sármata antes de que vuelvan a cruzar el río. Una victoria de ese tipo facilitaría la rendición absoluta de Decébalo. Los asedios del norte nos están costando una enorme cantidad de bajas. Es aquí, Quieto, donde se puede ganar esta guerra. Y no es una oppugnatio repentina: los dacios no se han fortificado. Están demasiado confiados en que nos encontramos a centenares de millas de distancia. Atacaremos de noche. Esta noche.

El emperador, Lucio Quieto y Aulo cabalgaron en silencio. El pretoriano, discretamente, fue ralentizando la marcha de su caballo para dejar al emperador sólo con el jefe de la caballería.

Trajano sentía aún las dudas de Lucio Quieto. Lo vio con el ceño fruncido, callando y meditando.

—Puede hacerse, Lucio, créeme —insistió el emperador, que quería no sólo la obediencia de Quieto sino su implicación más absoluta; sabía que el resto de los hombres dudarían también, pero si Quieto le respaldaba todo sería más fácil—. Escipión lo hizo en el pasado, Lucio, en tu tierra, contra los ejércitos númida y cartaginés. Atacó de noche el campamento de Sífax y le salió bien.

Quieto asintió. Era cierto. Pocos se acordaban de aquella batalla, pero era evidente que Trajano no la había olvidado.

—Atacaremos esta noche, César —repitió Lucio Quieto.

El emperador azuzó su montura y, en un rápido trote, Trajano, Lucio Quieto, Aulo y el resto de la guardia pretoriana se desvanecieron en las sombras de Moesia.

Campamento dacio en Moesia Inferior

Vezinas se sentó en el lecho de su tienda. Estaba cansado. El ritmo de la campaña era vertiginoso, pero de eso se trataba: de causar el máximo daño posible en la retaguardia de los ejércitos de Trajano. E iban bien en ese punto, pero hasta matar campesinos cansaba. Al día siguiente, al menos, lucharían contra legionarios. Destruirían Novae y en unos días Durostorum. El líder dacio se dejó ayudar por un esclavo para desvestirse. Luego se recostó en la cama. Cerró los ojos. Sus sueños fueron sueños de gloria, se imaginó casado con la hermosa Dochia gobernando en toda la Dacia, temido y respetado por todos, incluso por Roma.

Ejército romano

Adriano se había mantenido alejado del emperador durante casi todo el viaje desde Tapae, pero ahora que se estaba a punto de cometer una insensatez no pudo evitar discutir con el que cada vez todos veían más como el segundo hombre más poderoso del Imperio: Lucio Quieto.

—Este ataque nocturno es una locura —dijo el sobrino segundo de Trajano.

—El emperador no lo ve así —replicó Quieto mientras se ajustaba bien la coraza con la que pensaba entrar en combate en menos de una hora. Estaban en la secunda vigilia y el cambio de guardia entre la secunda y la tercera vigilias era el momento designado por el emperador para iniciar la contienda.

—Por Marte, me sorprende que un hombre de tu experiencia no vea que esto es innecesario y muy arriesgado —insistió Adriano.

—Precisamente porque tengo esa experiencia he aprendido a distinguir entre los emperadores que conducen a sus ejércitos al suicidio de aquellos que los dirigen hacia la victoria, hacia la grandeza de Roma —se defendió con cierto aire irritado el oficial africano—. Además, como el propio César nos ha recordado a todos, Escipión ya atacó de noche a sus enemigos con éxito.

—Porque no tenía otra alternativa. Estaba acorralado. Ésa no es la circunstancia aquí y ahora. Por Marte, esto es un error, Lucio Quieto.

—Si tan seguro está el sobrino del emperador, creo que lo mejor sería que Adriano hablara directamente con el César sobre esto.

Adriano miró al suelo.

—El emperador no me escuchará… hay asuntos de familia… —Adriano no quiso concretar más, pero tenía comprobado que cada vez que llegaba el correo de Roma, Trajano se mostraba aún más distante con él: Vibia Sabina seguiría envenenándole la cabeza, todo por un par de bofetadas que Adriano le había dado, bien merecidas por el desdén con el que ella lo había tratado. Adriano sacudió la cabeza y volvió a mirar al jefe de caballería—. Pero el emperador sí escuchará a Quieto.

Lucio negó con rotundidad.

—No, no voy a discutir con el emperador. El César está decidido y yo siempre estaré con Trajano. Siempre —subrayó Quieto mirando fijamente los ojos entornados de Adriano que, sin dejar de tener la cabeza agachada, miraba de reojo al legatus africano. El sobrino segundo de Trajano decidió archivar aquella frase de Quieto en la memoria: «Yo siempre estaré con Trajano» y asintió. Bueno era saber de qué lado estaba aquel legatus. Había que saber con quién podría contar en el futuro y con quién no. Al menos, aquella campaña valdría para saber eso.

Campamentos dacio y sármata

Los dacios dormían.

Había algunos centinelas apostados, pocos, en los límites de las tiendas levantadas por el ejército de Vezinas. Y en su mayoría dormitaban apoyados en algún árbol o sentados en una piedra.

Los sármatas también dormían. Algo más al sur, a un par de millas del campamento dacio. Akkás, no obstante, había ordenado que dos patrullas de jinetes armados dieran vueltas alrededor de sus posiciones durante toda la noche: una tenía la obligación de velar por los caballos y la otra la de vigilar el descanso de los guerreros. No lo hacía por miedo a los romanos, a quienes, igual que Vezinas, situaba muy lejos de allí, sino porque no se fiaba de muchos dacios que gustaban de rapiñar por la noche incluso a aquellos que eran sus aliados. Ya había habido algún episodio de robos nocturnos y Akkás había aprendido que luego los oficiales dacios lo negaban todo a sus superiores. La mejor estrategia era evitar que nadie se atreviera a robarles por temor a ser descubierto por las patrullas de vigilancia.

Fue precisamente uno de estos jinetes sármatas el primero en observar algo extraño.

—¿Qué pasa? —preguntó el guerrero al mando de la patrulla cuando uno de los sármatas detuvo la montura.

—Allí —dijo y señaló hacia el norte, más allá de las hogueras del campamento dacio—. Es como una gran sombra, como si una nube se arrastrara por el suelo.

El sármata al mando no vio nada al principio. La edad le había afectado la vista, pero se dio cuenta de que el resto de los jinetes, más jóvenes que él, asentían con la cabeza, así que se esforzó y al fin lo vio: era como si miles de árboles pequeños caminaran bajo la poca luz de la luna que se filtraba entre las nubes. Era, ciertamente, algo que nunca antes había visto.

—¿Qué será? —preguntó otro de los jinetes, pero antes de que el oficial o cualquier otro de los sármatas pudiera decir nada estalló el estruendo del combate. Los gritos de los heridos y el choque de las espadas eran inconfundibles.

Ejército romano

Trajano se mantuvo esta vez en retaguardia. La insistencia de Liviano y Quieto había prevalecido sobre sus ansias por liderar el combate, pero permanecía atento al avance de sus tropas. El griterío de los dacios brutalmente despertados por la sangre y la muerte le hizo pensar que todo iba bien.

Campamento dacio

—¡Aggghh! —aulló otro dacio que cayó sepultado bajo las sandalias de un auxiliar más de la V legión que atacaba justo por el centro, al igual que el resto de los auxiliares de la VII y la XII. Éstos abrían la lucha, como era costumbre en los ejércitos romanos. Favorecidos por la noche y el descomunal efecto sorpresa consiguieron abatir a decenas antes de que los dacios reaccionaran y empezaran a ordenar sus filas.

—¡Alarma! ¡Alarma! —gritaban desesperados los oficiales dacios que se despertaban y veían que estaban siendo atacados por multitud de enemigos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Vezinas al salir de su tienda mientras los esclavos le ponían la coraza de combate.

—¡Nos atacan por todas partes, pileatus! ¡Y son miles! ¡Por todos los flancos!

Vezinas podía cometer errores, pero no era un cobarde.

—¿Dónde están los sármatas?

—Algo más al sur.

—¡Que monten a caballo y que vengan a apoyarnos! ¿No son nuestra caballería? ¡Por Zalmoxis, los quiero aquí de inmediato! Y los nuestros înghina [han de permanecer juntos]. Lo último que debemos hacer es dispersarnos. O los romanos nos cazarán como conejos asustados.

—No pueden ser los romanos —se atrevió a decir uno de los oficiales.

Pero Vezinas no se molestó en responder. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse que la tozudez de un oficial estúpido. Sólo los romanos se atreverían a atacarlos de esa forma y sólo ellos podían reunir a tantos hombres. No había otro enemigo. Otra cosa era cómo habían llegado los malditos romanos allí tan pronto, pero ya habría tiempo para preguntas.

Vanguardia del ejército romano

Quieto avanzaba con la caballería por un flanco. La idea era rodear a los dacios para poder evitar su retirada, pero para cuando estaba a punto de terminar de dar la vuelta al improvisado campamento enemigo, una gran fuerza de caballería enemiga se echaba hacia ellos.

—Son los sármatas —dijo uno de los jinetes africanos.

—Estaban al sur de los dacios, por todos los dioses, por eso no los hemos visto bien —respondió Quieto. Quizá el sobrino segundo del emperador llevaba razón y aquello no iba a ser tan buena idea después de todo—. ¡Preparaos para entrar en combate! ¡Por Roma, por el emperador! —aulló Lucio Quieto y se lanzó seguido de cerca por la caballería africana contra los sármatas que, más lentamente por lo pesado de sus protecciones en caballos y guerreros, pero sin detenerse, avanzaban decididos y bien armados contra ellos.

Vanguardia sármata

Los sármatas no habían tenido que esperar la petición de Vezinas, sino que al ser los primeros en percatarse del ataque romano también habían sido los primeros en acudir a la defensa.

Marcio apenas había tenido tiempo de ponerse bien la coraza y el casco. Era una suerte que los sármatas tuvieran por costumbre dejar un gran número de caballos preparados para el combate, con las protecciones de guerra sobre el cuerpo de los animales como medida de precaución cuando estaban en medio de una campaña. A la mitad de los caballos los liberaban de las armaduras por la noche, pero a la otra mitad no. Y al revés la noche siguiente. Aquello les había permitido reaccionar con rapidez. Akkás encabezaba una primera fuerza de caballería perfectamente equipada, en la que estaba incorporado Marcio, mientras el resto de los guerreros preparaban una segunda fuerza para luchar.

—¡Por Bendis! —aulló Akkás.

El choque con la formación romana hizo temblar la noche.

Retaguardia romana

Trajano oteaba el horizonte desde el altozano donde se había situado con la guardia pretoriana.

—Es difícil saber bien lo que está pasando con tan poca luz —dijo Liviano. Trajano sabía que ésa era la forma sutil que tenía su jefe del pretorio para indicarle que, en su opinión, las cosas no marchaban tan bien como habían imaginado. De pronto la luna se abrió camino entre las nubes e iluminó el campo de batalla. El emperador pudo ver que sus tropas habían entrado a modo de cuña en el espacio del campamento dacio causando bastantes bajas, pero el combate parecía estancado toda vez que el enemigo se había rehecho y combatía con saña. Aun así, lo preocupante no era la reacción dacia, que podían controlar con los legionarios y los auxiliares, sino que en el flanco izquierdo, la caballería de Quieto no había podido culminar la maniobra envolvente, pues los catafractos sármatas les habían salido al encuentro y los habían detenido en seco. De hecho, Quieto estaba a punto de ser obligado a retroceder y sólo su lealtad a las órdenes recibidas, «has de rodear a los dacios como sea», podía mantenerlo allí. Corrían el serio peligro de que los sármatas aniquilaran la caballería y al propio Quieto, sobre todo si una segunda fuerza catafracta que se aproximaba desde el sur se unía a los jinetes sármatas de primera línea.

—Hay que replegarse —dijo Trajano, no sin emitir al tiempo un profundo suspiro de resignación. Había esperado mucho más del efecto sorpresa, pero combatir de noche, en realidad, era complicado y alguien había estado de guardia y atento en el enemigo—. ¡Que Quieto se repliegue con la caballería y que las legiones retrocedan ordenadamente! Seguramente ellos harán lo mismo. Tienen que pensar cómo actuar ahora que saben que estamos aquí. Y nosotros también hemos de pensar. Liviano, os quiero a ti y a Quieto y a Adriano y a los tribunos en mi tienda antes de que amanezca.

Adriano caminaba cubierto de sangre enemiga. Se había batido con bravura. Tenía que contrarrestar en el campo de batalla las cartas de su esposa Vibia Sabina si quería recuperar la confianza de su tío. Quizá aquella boda no había sido tan buena idea después de todo.

—¡Por Marte! —Tenía un corte en un antebrazo de una de aquellas omnipresentes falces dacias. No era grave, pero dolía. Un medicus empezó a atenderlo en el valetudinarium de la legión V. Adriano guardaba silencio mientras lo vendaban, pero aquel hombre se tomaba el trabajo de curarle la herida con demasiada parsimonia—. Tengo orden de reunirme con el emperador de inmediato, así que date prisa, medicus.

El hombre asintió. Adriano seguía maldiciendo su boda con Vibia. Plotina pensó que era el camino más corto para ganarse la confianza del emperador: «Es la sobrina nieta favorita del César; eso te acercará a la sucesión más que ninguna otra cosa.» Pero Plotina no había contado con lo insoportable que podía resultarle a Vibia aquel matrimonio. Luego él había sido violento con ella. Su esposa se lo había buscado. Necesitaban un hijo pronto y ella no se mostraba suficientemente colaboradora. Ahora habría ensuciado la mente del emperador contándole que era infeliz con él. Adriano salió de la tienda del valetudinarium sin ni siquiera despedirse del medicus. Le preocupaba además el asunto de la vestal. Aquello seguía sin resolverse. Si la sacerdotisa se iba de la lengua podía ponerlo en un aprieto. A él y a más gente. Estaba el juicio que había quedado aplazado. Sí, quizá allí se resolviera todo. Las últimas vestales acusadas de crimen incesti habían terminado ejecutadas, enterradas vivas, tal y como ordenaba la costumbre. Seguramente aquella sacerdotisa tendría ese mismo destino y ahí terminaría parte de aquel mal sueño. Tenían que ser mucho más discretos en el futuro. Al menos hasta recuperar la confianza del César. Había llegado casi sin darse cuenta al praetorium. Vio cómo Liviano y Quieto entraban. Era su turno. No se limpió la sangre dacia que le cubría la coraza y la túnica. Que se viera que había luchado.

Campamento dacio

—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —preguntó Akkás a voz en grito. Vezinas le ordenó que bajara la voz y el sármata le obedeció, pero repitió la pregunta, con más decoro en el tono pero con la misma rabia—. ¿Cómo ha podido pasar esto?

—No lo sé. No tengo idea de cómo han sabido tan pronto de nuestro ataque y menos aún cómo han podido llegar aquí tan rápido —replicó Vezinas como si escupiera las palabras. A su alrededor estaban otros pileati dacios, el rey Sesagus y algunos líderes sármatas—. Los romanos se han replegado —continuó Vezinas—. Eso es lo esencial ahora. Esto nos da tiempo para reorganizarnos.

—¿Cómo ha ocurrido esto? —volvió a preguntar Akkás, al que no le gustaba que le dejaran una pregunta sin responder y no le importaba que el que evitaba dar la respuesta fuera uno de los dacios más poderosos de la corte de Decébalo. Se estaban jugando la vida y no le gustaba averiguar que el que los comandaba en aquella campaña era poco menos que un inútil.

—No-lo-sé —repitió Vezinas llevándose la mano a la empuñadura de su espada—. ¿Lo sabes tú acaso?

Akkás no se arredró. Marcio, justo detrás de él, también se había llevado la mano a la empuñadura del arma, como habían hecho el resto de los presentes en aquella tensa entrevista que tenía lugar con las primeras luces de un alba demasiado sangrienta para el gusto de todos.

—No, yo no lo sé —admitió Akkás—, pero no estoy al mando de este ejército. Es misión de quien manda saber dónde está el enemigo en todo momento y si no lo sabe, no es buena idea alejarse tanto del río como hemos hecho.

Vezinas guardó silencio un instante. Se engulló su orgullo en un trago de saliva espesa. No era momento de romper la alianza con los sármatas, no en medio de tierra enemiga y probablemente en inferioridad numérica con respecto a las fuerzas romanas. De pronto, todo en aquella campaña había cambiado.

—Como has dicho bien, Akkás, soy yo, Vezinas, el que tiene el mando, y ordeno que nos repleguemos de inmediato hacia Adamklissi. Allí nos haremos fuertes y veremos qué es lo que hace el enemigo.

—Yo creo que deberíamos ir hacia el río —dijo entonces Sesagus, el rey de los roxolanos, que hasta el momento había permanecido en silencio. A él tampoco le gustaba nada cómo habían evolucionado los acontecimientos. Sus guerreros, acampados entre el campamento dacio y el sármata, no se habían llevado la peor parte en aquel ataque, pero al rey roxolano le preocupaba más el futuro próximo. Ahora había varias legiones romanas próximas a la frontera de su reino. Eso no era lo pactado.

—Iremos hacia el río en cuanto podamos —respondió Vezinas al rey Sesagus, con firmeza pero con más respeto que cuando se dirigía a Akkás—. Los romanos se interponen en nuestra ruta hacia el río. De momento, nos replegaremos hacia Adamklissi y luego veremos la forma de alcanzar el Danubio.

Nadie añadió nada más. Akkás tampoco. Se limitó a dar media vuelta y a salir de la tienda seguido por Marcio y el resto de los guerreros de su pueblo.

—Es un imbécil —dijo Akkás cuando ya estaba fuera.

Marcio asintió.

—Pero… ¿qué vamos a hacer? —preguntó el ex gladiador.

—Nos replegaremos con los dacios y los roxolanos hacia Adamklissi, tal y como nos ha ordenado. No es momento de divisiones. Y como él dice: luego ya veremos.

En el praetorium del ejército imperial

—Los seguiremos hasta que provoquemos una batalla campal —dijo Trajano.

Allí estaban todos: Quieto, Liviano, Adriano y los tribunos militares de más alto rango. El legatus africano asintió sin dudarlo. El emperador continuó hablando.

—Les cortaremos el camino hacia el río. Es lo que buscarán. Avanzaremos en paralelo al Danubio. En algún momento tendrán que detenerse y enfrentarse a nosotros si quieren regresar a la Dacia. Y les costará la vida.

—Un enfrentamiento frontal puede terminar en derrota, augusto. —Era Adriano el que se atrevió a exhibir un argumento tan negativo. El emperador lo miró atento examinando su uniforme manchado de sangre.

—Veo que has combatido con ahínco esta noche, sobrino. Eso te honra, pero no te da derecho a contradecirme si no aportas argumentos que defiendan lo que dices.

Adriano no se arredró y dio un paso al frente.

—¿Puedo hablar entonces? ¿Con plena libertad, César?

—Todos aquí pueden hacerlo —sentenció el emperador—. Te escucho.

Adriano empezó a hablar. No buscaba una discusión con su tío sino hacerle ver que él no era un incapaz en cuanto a estrategia. Si nadie más se atrevía a discutir las órdenes del César, tomadas en su opinión de forma demasiado apresurada, sería él quien lo hiciera. Perder dos o tres legiones no era una buena idea. Domiciano perdió dos y nunca consiguió sobreponerse a semejante desastre militar. Ahora, en Moesia Inferior, había tres legiones en juego.

—Apenas tenemos treinta mil hombres contando con las tropas auxiliares; seguramente algo menos después de la batalla de esta noche, aunque no ha habido muchas bajas ni en un bando ni en otro. Los dacios deben de ser casi veinte mil. Las fuerzas están igualadas, y más aún si tenemos en cuenta que disponen del apoyo de los malditos catafractos. Esa caballería acorazada nos lo hizo pasar mal en Tapae y aquí, en campo abierto, aún serán más peligrosos. Y están los roxolanos también.

Trajano asintió una vez.

—Reconozco que los catafractos suponen un problema serio, pero ¿qué propones?

—Avancemos en paralelo al río, sí, pero evitemos luego un choque frontal. Como dice el César, en un momento u otro querrán regresar a su patria. Dejemos que lo hagan. Luego reagrupemos nuestro ejército con las legiones que tenemos entre Tapae y Blidaru, al norte, en la Dacia, y marchemos todos juntos de nuevo contra Sarmizegetusa.

Todos callaban. Nadie sabía decidir cuál de las dos opciones era mejor.

—Es una idea —concedió Trajano a su sobrino—, pero no me he desplazado hasta aquí con treinta mil hombres para rehuir el combate. Estamos en campo abierto y buscaré una batalla campal. Nuestra caballería se ocupará de los catafractos. Ya hablaré de la forma en la que acometerán esa tarea con Lucio Quieto, que para eso es el jefe de nuestras turmae. Si no hay nadie más que quiera decir algo, ya sabéis lo que hay que hacer. Empezamos nuestro avance de inmediato. Los heridos irán en carros al final de las cohortes. No quiero dar oportunidad a los dacios para que puedan aproximarse al Danubio sin luchar contra nosotros. Nos rehuyeron en Tapae, al final de la batalla, y luego se refugiaron en sus fortalezas. Ahora que tengo gran parte de sus tropas en campo abierto pienso atacarlos como no los han atacado nunca. Es nuestra oportunidad de debilitar a Decébalo. Hemos de destrozar este ejército. Eso hará que el rey de la Dacia se avenga a aceptar una rendición.

Y levantó ambas manos. Todos se inclinaron y empezaron a abandonar el praetorium con rapidez.

—Lucio, quédate —dijo el César. Y Quieto se detuvo. El emperador esperó a que todos hubieran salido. Luego miró a los esclavos que aún permanecían en el interior de la tienda y éstos comprendieron rápidamente que su presencia allí estaba ahora de más. Se desvanecieron como estrellas fugaces.

—Mi sobrino, aunque me fastidie, tiene razón con relación a los catafractos —dijo Trajano; Quieto lo escuchaba con los ojos bien abiertos—; pero se ha olvidado de una cosa.

—¿De qué se ha olvidado, augusto?

—De los arqueros —precisó el emperador.

—¿Los arqueros? —Quieto no entendía bien al César.

—Los arqueros, Lucio —se explicó Trajano—. Los catafractos son siempre un peligro, pero con los arqueros resultan letales. Los arqueros lanzan las andanadas de flechas que debilitan a nuestros jinetes o a la infantería causando numerosas bajas entre los legionarios y nuestra propia caballería; entonces cargan los catafractos y destrozan a gran parte de los supervivientes. Se retiran y nuevamente más flechas. Eso hicieron en parte en Tapae, en los flancos, pero sin poder maniobrar bien; y luego les sorprendió la llegada de Tercio Juliano y desbarató sus planes. Pero ésa es la estrategia habitual y más eficaz de usar los catafractos, en combinación con miles de arqueros. Es lo que hicieron en Asia hasta la aniquilación de seis legiones en la batalla de…

—Carrhae, cuando mandaba las tropas Craso —se atrevió a decir Quieto para demostrar que empezaba a seguir el razonamiento del César.

—Exacto. Pero, Lucio, ¿cuántas andanadas de flechas nos han lanzado esta noche?

El legatus africano meditó unos instantes.

—Ninguna, César. Todo ha sido combate cuerpo a cuerpo. Quizá… ¿Porque era de noche?

—Es una posibilidad; puede que no se atrevieran a lanzar flechas sin saber bien adónde o a quién apuntaban; o puede ser que no tuvieran tiempo de prepararse los arqueros, pero tampoco se tarda tanto en coger un arco y unas saetas. De hecho, estoy seguro de que en medio de la desesperación por el ataque sorpresa nocturno sus jefes habrían ordenado a los arqueros que arrojaran flechas contra la masa oscura que los atacaba. No, Lucio, yo creo que hay otro motivo que explica la ausencia de andanadas de flechas esta noche. —Y guardó silencio un momento; Quieto lo miraba con brillo en los ojos—. Yo creo que no tienen arqueros. Yo creo, Lucio, que los han dejado en las murallas de sus fortalezas en la Dacia, donde tanto daño nos hacen desde las fortificaciones dificultando los trabajos con las torres de asedio, con las catapultas o cualquier intento de asalto. Yo creo que han dejado los arqueros porque no pensaban que iban a combatir contra las legiones, sino sólo a destruir y a arrasar.

—Pero el César no está seguro del todo…

—No, no estoy seguro, Lucio Quieto, pero en la vida no hay nada que sea seguro. Es una intuición, una apuesta, pero una apuesta que creo que podemos ganar. Has de luchar contra los sármatas, pero sin saña. Se trata de apartarlos del combate cuerpo a cuerpo entre las legiones y la infantería dacia. Alejarlos como hizo Alejandro Magno con los persas en Gaugamela o Escipión en Magnesia con los seléucidas. Los sármatas querrán acercarse al río lo antes posible y dejar una Moesia Inferior que ahora tiene demasiados romanos para su gusto. Estoy convencido de que si les dejamos una vía libre, se marcharán, se irán hacia el norte…

—Y abandonarán a los dacios a su suerte —volvió a completar Quieto, orgulloso de seguir bien el razonamiento del emperador.

—Eso creo. Eso espero. Si no lo hacen, tendremos que volver a replegarnos, pero yo creo que lo harán. Y también falta ver cómo de leal resulta Sesagus. Estoy seguro de que el rey de los roxolanos no esperaba ver tres legiones de Roma a las puertas de su reino. Hay que entrar en combate y ver cómo reacciona cada uno. Si se mantienen unidos resistirán nuestro ataque, pero quiero comprobar si están tan unidos.

—Quizá podríamos ofrecer dinero a Sesagus para que traicione a los dacios y a los sármatas —dijo Quieto, aunque de inmediato miró al suelo. Aquella guerra había empezado porque Trajano se había negado a pagar a Decébalo el dinero que le había prometido Domiciano y ahora él le acababa de proponer a Trajano pagar a otro rey. Pero, para tranquilidad de Quieto, el emperador no se mostró disgustado con la idea.

—Es una posibilidad. Es cierto —continuó el César, como si leyera los pensamientos de Quieto— que empezamos esta guerra con la idea de no pagar más a ningún rey al norte del Danubio, pero quizá ahora sea más importante dividir a estos pueblos. Los dacios por sí solos pueden ser derrotados, pero con el apoyo de los sármatas y los roxolanos y otras tribus resultan muy fuertes. Sí, quizá proponer un pacto a Sesagus sea una buena idea. —Y miró a Quieto a los ojos—. Envía algún mensajero al campamento roxolano. Éstos suelen acampar separados de los dacios, como hacen los sármatas. No perdemos nada por proponer lo que dices.

—¿Y con los sármatas?

—No —negó el emperador con rotundidad—. No conozco quien los lidera. Contra los sármatas usaremos la estrategia que te he dicho: alejarlos del campo de batalla, esperar que no tengan arqueros de apoyo y bueno, quizá, ya que te veo dispuesto a probar cosas nuevas, podríamos usar una técnica diferente que facilitara que los sármatas se pensaran más rápidamente lo de abandonar a los dacios.

—¿De qué se trata? —preguntó Quieto sumamente intrigado.

—De un arma nueva, Lucio. Un arma nueva —respondió Trajano—. Algo que los sármatas aún no han visto. Se me ocurrió viendo las carreras de cuadrigas en Roma. En los bosques del noroeste, entre las montañas escarpadas, no podíamos usar esta técnica, pero aquí, en Adamklissi… —y el emperador sonrió—, quizá haya llegado la hora de que los sármatas vean algo de nuestro glorioso Circo Máximo.

Lucio Quieto escuchó entonces muy atento la descripción de aquel nuevo tipo de arma de combate. Se quedó admirado. ¿Resultaría? Sólo el campo de batalla lo dictaminaría. Quieto, al fin, salió de la tienda y dejó al César a solas. Trajano cogió entonces un pequeño cofre de bronce que llevaba consigo a todas partes en aquella campaña, sacó una pesada llave de bronce que llevaba del cuello, la introdujo en la cerradura, se oyó un clic y abrió el pequeño baúl. Extrajo unos papiros y se sentó frente a la mesa donde estaban los planos de la región. Puso los papiros encima de ellos. No pudo evitar recordar la reticencia con que Suetonio los dispuso encima de esos mismos planos meses atrás, cuando se los entregó.

Trajano analizó de nuevo uno de los papiros de Julio César con sumo cuidado. Al cabo de un rato, se reclinó hacia atrás. Había cometido la torpeza de no seguir aquellos planes con más precisión. Allí estaba todo: el ataque sobre Dacia en doble columna, con dos ejércitos partiendo desde el sur del Danubio para confluir en Sarmizegetusa. Él había pensado que con un solo ejército atacando Tapae y los montes de Orastie habría sido suficiente. Era cierto que empezó con dos columnas, pero pronto unió los ejércitos en Tapae. El contraataque de Decébalo en Moesia Inferior mostraba a las claras que para rendir la Dacia hacía falta un planteamiento más ambicioso. Sí, necesitaba un segundo ejército ascendiendo desde Moesia Inferior y para eso era importante que los roxolanos dejaran de apoyar a Decébalo. Qué pena no tener al propio Julio César allí mismo, en aquella tienda, para poder debatir sobre aquel plan. Sonrió. Seguramente no habría habido mucho debate: Julio César habría decidido qué hacer y él habría seguido órdenes. Tampoco le habría importado demasiado. En cualquier caso aquello era imposible… es decir, hablar cara a cara, pero el plan del divino Julio estaba allí y él, Marco Ulpio Trajano, llevaba su sobrenombre como un título merecido. Lo mínimo que podía hacer era intentar estar a la altura.

Se sirvió un poco de vino. No quiso llamar a los esclavos. En la mesa había jarras de vino y agua y cuencos y vasos. No necesitaba un sirviente para ponerse una copa y aquél, en cierta forma, era un momento muy íntimo. Había pensado en compartir con Lucio Quieto la existencia de aquellos escritos de Julio César que obraban en su poder, pero pensó que aún era demasiado pronto. Llegaría el momento, sin duda, pero aún no. Lucio Quieto tenía que creer antes más en sí mismo. Entonces, cuando se sintiera fuerte y capaz y a la altura de su destino, sería el momento para revelarle la auténtica dimensión de lo que había escrito Julio César en aquellos papiros. O, lo que era lo mismo, compartir con Lucio Quieto el sueño de un dios. Un sueño, no obstante, que precisaba los brazos fuertes de un emperador, o seguramente dos emperadores sucesivos, para hacerlo realidad. ¿Adriano?

Dio otro sorbo de la copa.

¿Adriano?

Marco Ulpio Trajano negó con la cabeza en silencio.

Su sobrino no era un soñador. Aunque le gustaran la poesía y las artes. A Adriano le gustaba soñar con palabras o pinturas o música, eso era posible, pero Adriano no era capaz de soñar con… cambiar el mundo.

¿Longino?

Otro sorbo de vino.

A Longino se lo debía todo, le debía la supervivencia, pero estaba tullido. Era leal, pero nadie aceptaría a un sucesor tullido. Sabía que pese a su valor, a Longino lo respetaban en las legiones porque era su amigo, sobre todo por eso. Era tremendamente injusto, pero era así. Con Quieto era diferente. El problema grave con Quieto era su origen norteafricano. ¿Estaba Roma preparada para un emperador norteafricano después de un hispano?

Otro trago de vino.

Necesitaban victorias. Sólo sobre las victorias se podía cambiar el destino de Roma. Eso, y nada más, era lo único que aceptaba Roma. Victorias.

Recordó entonces el papiro que había entregado a Menenia antes de salir de Roma. Era el último de los escritos de Julio César. El que planteaba el sueño más imposible. ¿Llegaría alguna vez el día en que él, Trajano, pidiera a aquella vestal que le entregara de nuevo aquel papiro para poner en marcha el último plan del divino Julio César?