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UN CONTRAATAQUE MORTAL
Y UN AVISO ENIGMÁTICO

Adamklissi, Moesia Inferior

Principios del invierno de 101 d. C.

Vezinas cabalgaba satisfecho. Habían dejado atrás los complicados pasos del valle de la Torre Roja, las montañas y la fortaleza de Buridava. Llegaron al Danubio a buen paso, donde se les unió el rey Sesagus, al frente de un importante contingente de caballeros roxolanos. Consiguieron cruzar el río muy al este, bien lejos de los ejércitos de Roma, con grandes barcazas, necesarias para que las tropas de infantería dacia y de la caballería sármata y roxolana pudieran cruzar el gran río. La construcción de estas embarcaciones los retrasó un par de semanas, pero todo se consiguió sin problemas. Los romanos no tenían tantas legiones. Tal y como había predicho Decébalo, Roma tenía otras fronteras de las que ocuparse; sólo había traído siete legiones para esta guerra y las siete estaban en el Bánato, en el centro de la Dacia. Allí, en la tierra de los roxolanos, cerca de la desembocadura del Danubio, donde Sesagus, su rey, era el hombre fuerte y aliado de Decébalo, los romanos sólo vigilaban desde aquellas torres que tenían diseminadas por la frontera y apenas disponían de alguna pequeña guarnición que Trajano había decidido dejar en retaguardia de ese gran ejército que cercaba ahora Tapae y la entrada al valle de Sarmizegetusa. Era ahora, en esta retaguardia romana, desprovista de tropas suficientes para defenderse, donde Vezinas tenía orden del rey Decébalo de hacer el máximo daño posible. Y por Zalmoxis que pensaba cumplir bien con las órdenes recibidas.

—Lo reduciremos todo a scrum [cenizas]. No dejaremos nada en pie en toda la región —dijo Vezinas a los pileati dacios y a los jefes sármatas, roxolanos y bastarnas que lo escuchaban atentos en aquel campamento improvisado ya al sur del Danubio—, como hemos hecho con las poblaciones de Moesia Inferior que hemos atacado hoy. —Y señaló los restos de unas villas y granjas de desafortunados colonos de Roma que habían ido destruyendo a su paso, ya bien adentrados en Moesia Inferior. Quizá las columnas de humo habían sido vistas por alguna torre romana, pero eso no le importaba. Aunque enviaran mensajeros a caballo tardarían días, quizá dos o tres semanas en llegar al campamento del emperador, y luego el ejército romano tardaría aún más tiempo en alcanzar Moesia Inferior. Vezinas estaba seguro de que contaban, como mínimo, con un mes entero para arrasar la región. Eso obligaría a los romanos a replantearse la guerra. Sesagus, el rey de los roxolanos, se había mostrado además como una buena herramienta para la tarea: era particularmente cruel y destructivo.

Todos estaban convencidos de que aquél era un gran plan.

Habían avanzado más hacia el sur y llegado a Adamklissi, una pequeña población de Moesia Inferior. Había una pequeña fortificación romana junto al pueblo.

—No se atreven ni a salir —dijo Vezinas en cuanto llegaron a aquel punto y los pileati rieron la gracia—. ¡Dǎrîma, dǎrîma! —exclamó con energía—. ¡Por Zalmoxis, por la Dacia!

No dejaron nada. Sólo otro incendio abrasador que lo consumía todo.

—Si los de las torres no han visto los primeros incendios, seguro que esto sí lo verán —dijo el rey Sesagus algo inquieto al líder dacio enviado por Decébalo. Pero Vezinas no se mostró preocupado. Ni siquiera se mostró incómodo cuando le dijeron que algunos jinetes romanos heridos habían escapado al cerco en dirección norte.

—No importa el fuego ni el humo —le respondió Vezinas al rey roxolano—; ni que hayan escapado algunos jinetes. Que lo vean desde las torres, que los avisen. Todo es parte del plan. Roma tendrá entonces que retroceder de la Dacia, dividir sus tropas, y eso será su fin.

Sesagus no parecía tan convencido de que atraer todas las legiones de Roma, o aunque sólo fuera parte de ellas hacia sus tierras fuera una buena idea. A él nadie le había contado nada sobre aquel plan.

Una villa romana próxima a Adamklissi

—¡Han llegado noticias terribles, mi amo! —dijo el atriense a un Mario Prisco que intentaba disfrutar de una cena temprana, sabrosa y copiosa con la que olvidar las penalidades de aquel humillante e incómodo destierro.

—¿Qué ocurre? —preguntó el senador con desgana—. Y haz el favor de no gritar.

Pero el esclavo estaba demasiado nervioso y siguió elevando el tono de su voz envuelto en la manta pegajosa del miedo.

—¡Los dacios han atacado la ciudad! ¡Son miles, mi amo, y vienen hacia aquí! ¡Lo están arrasando todo! ¡Lo incendian todo y matan a todo el mundo, mi amo! ¡Hay que huir, por los dioses, mi amo, hemos de huir!

—¿Miles? —Mario Prisco pobló su frente de arrugas profundas. Aquello no tenía sentido. La guerra se estaba desarrollando muy lejos de allí, en la misma región donde lucharon las tropas de Domiciano en el pasado, cerca de las grandes ciudades dacias del centro de aquel reino, próximas a su capital Sarmizegetusa. Aquel esclavo debía de estar equivocado, pero ahí seguía, de pie, mirando nervioso de un lado a otro, lloriqueando en medio del atrio.

—¡Hay que huir, mi amo! ¡Hay que huir! ¡Los esclavos que habían ido a por provisiones a Adamklissi lo han visto! ¡Son muchísimos, mi amo, muchísimos!

—¡Calla, imbécil! ¡Cobarde!

Mario Prisco dejó el trozo de pollo que tenía en la mano en la salsera de la mesa. No habría manera de cenar con sosiego aquella noche. Aquel esclavo le había fastidiado una velada perfecta. Lo tenía todo bien planeado: primero aquella cena y luego yacer con una esclava griega que acababa de adquirir hacía unos días en el mismo mercado de Adamklissi, esa misma ciudad que ahora su esclavo se empeñaba en decir que estaba destruida por un enemigo imaginado.

—Lo que dices no puede ser. La guerra es lejos de aquí. En todo caso quizá se trate de un pequeño grupo de bárbaros que se han atrevido a adentrarse algo más al sur. ¿Qué hay de la guarnición de la ciudad?

—¡Los han matado a todos! —repetía el esclavo una y otra vez.

Mario Prisco seguía sin dar crédito a lo que decía aquel estúpido. Se levantó y se dirigió a la puerta de la domus. Salió y caminó hasta llegar a los muros que había hecho levantar alrededor de la villa para protegerse de los ladrones y de los pequeños grupos de bárbaros que pudieran merodear por la región. Subió en lo alto del muro a una especie de pequeña torre que hacía las veces de atalaya de vigilancia. Allí encontró a otro de sus esclavos. Disponía de más de veinte esclavos que, bien armados, podían contener desde aquellos muros a cualquier grupo de ladrones que osara acercárseles. Y tenían a varios perros del tipo molussus, enormes y muy agresivos. El esclavo de lo alto de la torre señaló aterrorizado hacia el horizonte.

Mario Prisco miró hacia donde le indicaba. Fue en ese instante cuando se borró de su faz ese aire de soberbia con el que solía desenvolverse: una columna de humo enorme se alzaba allí donde debía vislumbrarse en aquel atardecer lento la silueta de las casas de Adamklissi. Y de entre el humo espeso emergía un ejército de dacios y roxolanos y otros pueblos bárbaros. Pero lo peor era que un nutrido grupo de aquellos invasores se dirigía directamente hacia su villa al trote sobre caballos acorazados. Parecían sármatas. Quizá no fueran miles, pero sí un par de centenares, los que se dirigían hacia su villa. El grueso de aquel ejército de invasión, al menos por el momento, parecía quedarse en torno a la que hasta hacía bien poco era la emergente ciudad de frontera de Adamklissi. Se veían además varias columnas de humo hacia el sur y al este y al oeste. El atriense llevaba razón. Aquel idiota decía la verdad: lo estaban arrasando todo. Pero ¿dónde estaban las legiones de Roma? ¿Qué hacía ese inútil de Trajano que jugaba a ser emperador de un Imperio que era incapaz de defender, un César que ponía en marcha una guerra que no sabía controlar? Prisco sentía rabia e impotencia, pero, poco a poco, a medida que la silueta de los jinetes sármatas se agrandaba, fue el miedo, el mismo miedo que atenazaba a sus esclavos, el que se apoderó de él. Aquí no iban a valerle todos los subterfugios legales que había usado en el pasado para asesinar y corromper y ganar dinero, para ordenar ejecuciones con pretextos falsos y así enriquecerse, o para mandar a las tropas bajo su mando defenderlo de los ataques de familiares y amigos enardecidos por aquellas injusticias que promovía a su alrededor. Aquí sólo disponía de aquellos veinte imbéciles aterrados contra una auténtica invasión de bárbaros. ¿Qué podía hacer? Esconderse. Tenía que esconderse. Eso, eso debía hacer. O quizá usar el dinero. Prometerles mucho dinero. Tenía bastante guardado en cofres debajo de las piedras del tablinum. Si les daba ese dinero, quizá con ese oro y plata pudiera comprar su vida, pero ¿había alguien entre aquellos bárbaros con el que poder comunicarse? Quizá sí, o no. ¿Y sería bastante el dinero? ¿Qué más podía ofrecerles que pudiera interesar a esos despreciables sármatas y dacios y roxolanos o lo que fueran? Necesitaba algo que les interesara lo suficiente como para mantenerlo vivo. Ésa era la clave: sobrevivir. Muy pocos lo entienden. Sobrevivir. Si uno sobrevivía podía volver a luchar, podía vengarse, podía volver a tenerlo todo. El heroísmo era de los estúpidos. Él era de los que siempre sobrevivían. ¿Sin honor? Escupió en el suelo. El único honor que Prisco entendía era vivir, vivir por encima de todo y de todos, de los demás, de lo que fuera. Había que buscar una forma de sobrevivir.

Caballería sármata

Marcio no se sentía cómodo con aquel ataque. Una cosa era enfrentarse a las legiones de Roma, guerreros contra legionarios, pero otra diferente era lo que estaban haciendo allí. Había visto a dacios y roxolanos asesinando a hombres indefensos, campesinos que no tenían nada que ver ni con el emperador de Roma ni con sus legiones; y luego había presenciado cómo otros dacios mataban a mujeres y niños. Marcio se mantuvo alejado de todo eso y agradeció la propuesta de Akkás de unirse a él y su regimiento en una operación de reconocimiento alrededor de Adamklissi.

—Nuestra misión es arrasarlo todo, pero a mí me interesa más ver si encontramos oro o plata o cualquier otra cosa de valor —dijo Akkás—. O ganado. Eso tampoco estaría mal.

Marcio asintió. Akkás era más un hombre práctico que cruel, por eso se sentía bien a su lado. Se entendían. Vezinas, el líder dacio, los había usado como caballería acorazada contra la pequeña guarnición romana de la ciudad. Tanto él como Akkás habían matado a varios legionarios aquella mañana. Por lo menos no participaron en la orgía de aniquilamiento del resto de la población. Alejarse de aquella locura le pareció una gran idea. Marcio azuzó su caballo siguiendo la estela de un Akkás que se alejaba al trote con el resto del regimiento sármata de su tribu.

Cabalgaron en dirección este durante un par de millas hasta que encontraron una gran hacienda protegida por un muro, no muy alto, sólo lo suficiente para entorpecer el ataque de alguna pequeña banda de bandidos o ladrones pero incapaz de impedir el paso a un regimiento de catafractos sármatas. Akkás detuvo el contingente de caballería justo frente a la puerta principal, a unos cincuenta pasos. Nadie les lanzó nada. Se podía ver a algunos hombres observando desde lo alto del muro.

—Diles que abran las puertas, tú que hablas su lengua —le dijo Akkás.

—Estamos en Moesia; yo no hablo la lengua de esta gente —respondió Marcio algo sorprendido.

—Moesia es parte del Imperio romano, al menos por ahora, así que alguien entenderá latín —replicó por su parte Akkás.

Marcio asintió. Agitó las riendas del caballo y dejó que éste avanzara unos pasos, pero lo detuvo pronto. No quería arriesgarse.

—¡Abrid las puertas! —gritó Marcio con fuerza en un latín fácilmente comprensible para cualquier romano—. ¡Abrid la puerta u os mataremos a todos!

Villa de Mario Prisco

—¿Qué hacemos, mi amo? —preguntó el esclavo atriense a Mario Prisco.

El veterano senador deportado a Moesia Inferior maldecía su suerte mientras seguía intentando concebir un plan para salir vivo de todo aquello. No tenía mucho sentido oponer resistencia. Aquellos jinetes cubiertos de armaduras no eran bandidos, sino hombres entrenados para la guerra. En poco tiempo encontrarían la forma de derribar la puerta o de saltar el muro y no era probable que luego mostraran mucha clemencia.

—¡Haz lo que dicen, imbécil! —espetó Mario Prisco al atriense, y como fuera que el esclavo se quedó petrificado añadió una pregunta—. ¿O acaso quieres luchar tú contra ellos?

—No, no… no es eso, mi amo, pero… pero… nos matarán a todos.

—¡Y si no abrimos las puertas también, por Júpiter! ¡Abre las malditas puertas y hazte a un lado o escóndete si quieres! ¡No te necesito! ¡No os necesito a ninguno de vosotros! —les dijo a los esclavos que se habían reunido junto al atriense—. ¡Sólo sois un hatajo de cobardes! ¡Yo resolveré esto! ¡Abrid las puertas y escondeos si queréis! —Y siguió mascullando frases para sí mismo—: Yo solo resolveré el asunto… como siempre… inútiles… yo solo… y saldré vivo… vivo…

El atriense sabía que su amo había sido alguien muy poderoso en Roma y en otras provincias muy lejos de allí, en África; quizá en más lugares. ¿Podría ser que el amo fuera capaz de salvarles la vida? Fuera como fuese, el atriensee fue raudo a abrir la puerta junto con otros dos esclavos más.

Marcio llevaba un rato esperando respuesta, pero nadie decía nada. Se oían voces en el interior de la hacienda, más allá del muro, pero no acertaba a entender qué decían. Tiró de las riendas del caballo para dar media vuelta cuando, de pronto, las puertas del recinto empezaron a abrirse. Marcio hizo que su caballo volviera a encarar la entrada a aquella villa. Oyó las pezuñas de los caballos de sus compañeros aproximándose a su posición.

—Te han hecho caso, por Bendis —dijo Akkás al pasar a su lado y le dio una palmada en la espalda—. ¿Ves cómo entienden latín? Vamos, sígueme. Aún sacaremos algo de provecho de este día de locos. Con el dacio Vezinas no hay nada que no sea matar y matar. Aquí a lo mejor tienen algo de valor. Podemos preguntar antes de matar. Buscar a ciegas es cosa de los dacios.

Marcio agitó una vez más las riendas para que su caballo siguiera al de Akkás.

Entraron con cierta prevención en el recinto amurallado de aquella villa. Podría tratarse de una emboscada, pero nada más cruzar las puertas vieron que no había más que un pequeño grupo de hombres situados aproximadamente a un centenar de pasos más allá de las puertas. No se veía a nadie más en los muros. Y los hombres no portaban armas. Eran campesinos o esclavos o ambas cosas al tiempo, con frecuencia era difícil distinguir a unos de otros… excepto uno. Había alguien con un porte diferente, vestido con una túnica blanca, con manchas de comidas copiosas, sandalias romanas como calzado y anillos de oro, plata y rubíes en los dedos. Akkás se adelantó. Marcio lo siguió. El primero frenó al caballo apenas a diez pasos de aquel hombre de las sandalias y bajó su lanza hasta que quedó a la altura del pecho de aquel romano.

—¿Qué queréis? —les espetó en latín el hombre de la túnica y las sandalias. Akkás miró a Marcio.

—Quiere saber qué queremos —tradujo el antiguo gladiador.

Akkás sonrió.

—Dile que lo queremos todo. Habla tú. Te abrieron la puerta, yo creo que este de ahí —movió la lanza apuntando al hombre de la túnica— es el que manda y quiere negociar. —Y bajó la voz cuando Marcio pasaba a su lado—. Tiene miedo; no quiere aparentarlo, pero tiene miedo. Eso demuestra que es inteligente.

Marcio avanzó con el caballo hasta quedar a sólo un par de pasos de aquel hombre. Iba a hablar, pero el romano de la túnica y las sandalias se le adelantó.

—Tengo oro, mucho oro y plata.

Marcio no dijo nada. Se limitó a mirarlo fijamente. Pudo ver el sudor emergiendo en la frente de aquel hombre. Akkás tenía razón: estaba aterrado aunque intentaba controlarse. El romano seguía hablando.

—Hay oro y plata enterrados en el suelo de mi casa. Podéis llevároslo. A cambio sólo queremos que nos dejéis vivir y que no destruyáis la villa.

Marcio asintió. Se giró hacia Akkás.

—Dice que tiene oro y plata enterrado en su casa y que lo cojamos. Sólo pide vivir y que no le destrocemos todo esto.

En ese momento uno de los esclavos, demasiado nervioso, echó a correr hacia la puerta. Dos lanceros sármatas lo atravesaron con sus armas antes de que pudiera cruzarla. Su grito ahogado rebotó en los muros que los rodeaban.

—¡Todos quietos, estúpidos! —dijo Prisco al resto de los esclavos—. ¡O lo estropearéis todo!

Akkás se situó al lado de Marcio.

—Que nos den el oro y la plata. Luego los matamos —le dijo en sármata—. No nos interesa que queden testigos que puedan contar lo del oro a los dacios.

—¿Por qué no dejarlos marchar? Irán hacia el sur —argumentó Marcio—. Si los dacios los ven los matarán antes de que digan nada; y, además, los dacios no saben latín.

—Es arriesgado dejar testigos, amigo mío —insistió Akkás—. Y no olvides que hay renegados romanos entre los dacios.

—No me gusta matar a hombres desarmados —se defendió Marcio.

Akkás lo miró de arriba abajo. Marcio era diferente a ellos. Se había casado con una sármata, luchaba bien, pero no era como ellos. Creía en cosas extrañas.

—De acuerdo —aceptó Akkás—. Que te diga dónde está el oro y luego ya los mataremos nosotros. Tú resérvate para los legionarios romanos, por si aparece alguno más por aquí que haya sobrevivido al ataque de Adamklissi, cosa que dudo.

Y sin más preámbulos, Akkás desmontó de su caballo, cogió a Mario Prisco por la túnica, cerca del cuello, y lo arrastró hacia el interior de la villa. El resto de los esclavos los siguió, como aceptando que el destino de su amo sería también el suyo.

Marcio se quedó en la explanada exterior, junto con varias decenas de jinetes sármatas.

Una vez dentro del atrio, Akkás arrojó a Prisco contra el suelo. El veterano senador se sabía acorralado y, sobre todo, no le gustaba quedarse a solas con aquel bárbaro que desconocía el latín. La única arma que le quedaba a Prisco eran las palabras, y, bueno, el oro enterrado. El senador gateó por el suelo, contando las baldosas desde un extremo del atrio hasta adentrarse en el tablinum; se levantó en la decimoquinta losa señalando al suelo. Akkás ordenó a sus hombres que levantaran la piedra.

Marcio oyó gritos más allá de los muros. Hizo girar a su caballo y se acercó a la puerta.

—Vienen los dacios —le dijo uno de sus compañeros. Y así era. Se veía una gran nube de polvo en la distancia. El grueso del ejército dacio desplazado a Moesia Inferior avanzaba en aquella dirección. Parecía que Vezinas había dejado a Sesagus y los roxolanos para terminar de asesinar a todo el mundo que aún quedara vivo en Adamklissi y ahora el líder dacio buscaba nuevos objetivos.

Prisco vio los ojos brillantes de los sármatas cuando se abrió aquel gran cofre repleto de oro y plata que habían extraído de debajo de la losa. Allí había miles de sestercios. Una pequeña gran fortuna para la que el senador había diseñado varios proyectos, pero ahora lo primordial era salvar la vida. Todo lo demás no importaba. Todo lo demás podría volver si sobrevivía. Los sármatas empezaron a hablar entre ellos, pero él no sabía lo que decían. De pronto cogieron a uno de los esclavos y lo mataron con una lanza. Luego se le acercaron, y el que parecía su jefe señaló al cadáver, y luego a él y luego al cofre de oro. No había que ser muy listo para saber que aquellos bárbaros pedían más oro o lo matarían. Tardó unos instantes en reaccionar y cuando empezó a moverse ya era demasiado tarde para un segundo esclavo al que acababan de atravesar el corazón. Los otros sirvientes estaban en una esquina, encogidos, junto con las esclavas que los sármatas habían encontrado escondidas en el interior. Varias se estaban orinando, allí, en pie, sollozando de puro terror. Prisco dio dos pasos y apuntó con el índice hacia una segunda losa. Lo apartaron de un empujón y se dispusieron a desenterrar lo que hubiera allí. Prisco estaba sudando profusamente, pero él no se hacía sus necesidades encima. Pese a todo su cabeza seguía maquinando. Sólo necesitaba una oportunidad, una sola oportunidad y alguien que entendiera latín. ¿Dónde estaba aquel otro sármata que sabía hablar como un romano? Sacaron un segundo cofre de debajo de la segunda losa, pero eso era todo lo que había. Prisco retrocedía sin darse cuenta en busca de un refugio inexistente; daba pequeños pasos hacia atrás por puro instinto de supervivencia. Ya no había nada con lo que comprar su vida, y empezaba a tener la intuición de que quizá aquellos sármatas no dudarían en atravesarlo con una de sus lanzas en cuanto acabaran con los esclavos. Un hombre religioso habría empezado a rezar a los dioses en ese mismo instante, pero Prisco no creía en ningún dios, ni en las deidades romanas ni en el dios judío, cristiano o en ningún otro dios. No, él sólo creía en sí mismo. Él era su religión.

—¿Qué ocurre aquí? —La voz de Vezinas, comandante en jefe del ejército dacio destinado al sur del Danubio resonó con fuerza en aquella explanada. Uno de los oficiales sármatas le respondió de inmediato. Sabía que era mejor no tentar el mal humor de aquel líder dacio.

—Akkás, nuestro jefe, tiene al romano de esta villa en el interior. Lo está interrogando —dijo el sármata en dacio.

—¿Interrogando? —Vezinas lo miró con desprecio. De hecho miró con cierto asco a todos los sármatas allí presentes. Se sentía superior a aquellos nómadas. Él era un dacio, un gran dacio y seguramente, muy pronto, un rey. Aquéllos eran sólo jinetes de las estepas y las montañas. Luchaban bien, pero no tenían ideas propias; sólo valían para recibir órdenes—. Hemos venido a matar y destruir, no a parlamentar con los romanos, imbéciles.

Nadie dijo nada. Vezinas tampoco esperaba respuesta alguna. El pileatus dacio desmontó del caballo y se dirigió al interior de la villa escoltado por un nutrido grupo de guerreros dacios. El grueso del ejército rodeaba la villa. Eran miles. Los sármatas permanecieron quietos, excepto uno de ellos: Marcio desmontó también y siguió a la escolta de Vezinas. Sentía curiosidad por ver cómo terminaba todo aquello y pensó, además, que quizá Akkás necesitara ayuda.

Ya habían matado a todos los esclavos. El atrio estaba lleno de sangre espesa. Algunas esclavas, las más jóvenes, aún seguían vivas. Los sármatas les tenían reservado otro destino. Había dos grandes cofres de oro y plata abiertos custodiados por un par de guerreros sármatas cada uno. Akkás se dirigía hacia Prisco. Había llegado su turno. El miserable romano de la túnica blanca no dejaba de repetir unas palabras, pero Akkás no las entendía e iba a ejecutarlo cuando, justo en ese momento, irrumpió Vezinas y su escolta. El líder dacio no tardó en reparar en los cofres de oro.

—Ese oro es del rey de la Dacia —dijo de forma contundente, inapelable, pero Akkás giró sobre sí mismo y se encaró con aquel pileatus.

—Lo hemos encontrado nosotros —dijo con valentía—. Nos corresponde, al menos, una parte.

Vezinas miró a su alrededor. La escolta dacia constaba de una docena de soldados; los sármatas tenían otros tantos guerreros en aquel atrio. Luego era cierto que los sármatas estaban en inferioridad en el conjunto del ejército, pero no era inteligente empezar una contienda entre aliados.

—Eso es justo —dijo al fin Vezinas, y se acercó a uno de los cofres y, con sus propias manos, tomó varios puñados de monedas y los fue lanzando al suelo. Seis, siete, ocho puñados. Se lo pensó un instante. No, lo mejor era no tener problemas. Se agachó, cogió el cofre del que había estado sacando monedas y, no sin esfuerzo pues el peso era enorme, lo levantó para volcar un tercio del contenido por encima de las losas ensangrentadas del atrio. Luego lo dejó caer con un sonoro clang.

—Las monedas del suelo son vuestras. El resto es para el rey. También os podéis quedar con las esclavas —dijo.

Akkás miró a los suyos. Varios asintieron. Luego miró a Marcio y éste también afirmó con la cabeza.

—De acuerdo, por Bendis.

Vezinas ordenó entonces a sus hombres que cogieran los cofres con el resto del oro y la plata y estaba a punto de salir cuando Akkás se dirigió al pileatus.

—Y con éste —dijo señalando al senador romano—, ¿qué hacemos?

Vezinas no tenía dudas.

—¿No ibas a matarlo como has hecho con el resto? Pues eso: matadlo.

—De acuerdo —respondió Akkás y él mismo desenfundó de nuevo la espada.

Prisco vio cómo se llevaban el oro después de aquel improvisado reparto y cómo se acercaba aquel maldito bárbaro con la espada en la mano, pero estaba el otro guerrero que sí entendía latín. Era su última posibilidad de sobrevivir. Era la gran oportunidad que había esperado. No habría otra.

—¡No me matéis! ¡No me matéis! —empezó a decir a voz en grito. Pero aquel ruego no bastaría; tenía que darles algo, algo especial; lo había estado diciendo antes pero aquellos estúpidos sármatas no lo habían entendido. Miró hacia el sármata que sí sabía latín—. ¡Sé cómo se puede matar al emperador de Roma! ¡Sé cómo se puede matar a Trajano!

Templo de Vesta, Roma

Menenia se arrodilló ante el fuego sagrado de Vesta. La muchacha se quedó, como tantas otras veces, observando atenta la llama que resplandecía en medio de aquella gran estancia circular. Un fuego mágico, ancestral, que se remontaba al mismísimo nacimiento de Roma. Si se apagaba, las vestales serían duramente castigadas porque ello supondría un gran desastre sobre la ciudad. Y si se extinguiese para siempre significaría el final de la existencia de Roma. La ciudad dependía de aquella llama, su destino estaba atado a ella.

Menenia la contemplaba en silencio.

De pronto la llama, que siempre se había mostrado fuerte y vigorosa en su presencia, tembló como si una corriente de aire la agitara, pero Menenia miró a su alrededor y no vio nada abierto. Todo estaba cerrado. Y no había brisa alguna. Cuando volvió a mirar la llama, ésta seguía parpadeando de forma extraña, como si fuera a apagarse. Menenia temió lo peor: que la llama sagrada se apagara por accidente en medio de su vigilia. Sólo faltaba que ocurriera eso cuando aún estaba pendiente de aquel terrible juicio. Pero no, la llama no llegó a apagarse, sin embargo, siguió palpitando como si la diosa Vesta tuviera miedo de algo o de alguien; si era por alguien, esa persona debía de ser muy importante para Roma, pero ¿quién? Menenia guardó para sí, como tantos otros secretos, aquel aviso enigmático del fuego sagrado.

Adamklissi, Moesia Inferior

—¡Sé cómo se puede matar al emperador de Roma! ¡Sé cómo se puede matar a Trajano! —repitió Prisco desesperado mirando a Marcio, pero el veterano gladiador no dijo nada. No conocía a aquel hombre y no pensaba interceder. Además lo que decía no tenía mucho sentido y, lo peor de todo, le recordaba pasadas conjuras para asesinar a emperadores. No era un camino que deseara volver a recorrer. Marcio, para desesperación absoluta de Prisco, permaneció en silencio mientras Akkás acercaba la espada hacia su cuello.

Akkás no iba a detenerse, y probablemente tampoco lo habría hecho aunque Marcio hubiera intentado interceder, pero Vezinas, que aunque no hablaba bien latín sí había identificado la palabra imperator en los gritos del romano, se detuvo, se volvió y dio una orden a Akkás.

—¡Un momento! ¡Detente!

Akkás se frenó.

—¿Qué has dicho? —preguntó Vezinas al senador romano en un latín terriblemente tosco pero que a Prisco le pareció más hermoso que los mejores poemas de Ovidio.

El senador acorralado, de rodillas, tragó la poca saliva que aún le quedaba y repitió su frase.

—Sé cómo se puede asesinar al emperador Trajano.

Vezinas no le entendía bien. Miró a su alrededor.

—Marcio, uno de mis hombres lo entiende —dijo Akkás mirando al antiguo gladiador. Vezinas se dirigió a él.

—¿Qué dice ese romano?

Marcio suspiró. Era como si la vida se repitiera.

—Dice que sabe cómo se puede matar al emperador de Roma —tradujo a su limitado getodacio; se manejaba mejor con la lengua de los sármatas.

Vezinas asintió. Se giró entonces y encaró a Prisco. Se le acercó muy despacio. Lo miró de arriba abajo, como quien mira a un esclavo o a un caballo antes de comprarlo.

—No lo matéis. Nos lo llevaremos vivo.