EL SECRETO DE LA VESTAL
Roma
Otoño de 101 d. C.
Cuatro meses después de la batalla de Tapae, el frío del otoño se dejaba notar en las calles de Roma. Plinio, mientras caminaba en dirección a las termas en busca del calor de sus piscinas calientes, imaginó lo dura que debía de estar siendo la campaña de las legiones al norte del Danubio. Tras una victoria inicial, los dacios se habían hecho fuertes en sus fortalezas de las montañas y la guerra estaba estancada. Trajano no lo tenía fácil: un invierno en territorio hostil no era agradable… pero la mirada de un hombre a la puerta de las termas devolvió a Plinio a la realidad de su presente inmediato.
Plinio entregó una moneda a uno de los libertos que custodiaban la entrada a las termas que el emperador Tito ordenara levantar sobre los restos del palacio imperial de Nerón. Aquellos baños constituían un majestuoso edificio que podía albergar hasta mil seiscientas personas. Había otras termas populares, como las de Agripa, las más antiguas de Roma, pero a Plinio, como a la mayoría de los senadores, le agradaba más aquel edificio lujosamente decorado y con unas piscinas perfectamente cuidadas. Además, las termas de Agripa habían sufrido desperfectos importantes en uno de los numerosos incendios que asolaban Roma de forma intermitente y aún había obras en varias de sus estancias. No, en aquel momento, las termas de Tito no tenían rival en la ciudad.
Plinio dejó atrás la sala de los atletas y la biblioteca y pasó directamente al apodyterium, donde, con la ayuda de un esclavo, se desvistió para dejar su cuerpo cubierto sólo por una toalla. De ahí pasó al unctuarium, la sala de los aceites; no se demoró demasiado pues le molestaba quedar con la piel excesivamente pegajosa. Cruzó el coryceum, donde muchos se quedaban para hacer ejercicios físicos, pero el senador tampoco quería permanecer allí. Entró así en la sala de las piscinas de agua caliente y empezó su búsqueda paseando la mirada por todos los rostros de los ciudadanos que se encontraban en aquel gran caldarium. Los cuerpos desnudos eran tan parecidos unos a otros que sólo el semblante de cada uno podía valer para identificar a quien se buscaba rápidamente. La tarea resultaba complicada, pero alguien lo saludó alzando el brazo, lo cual facilitó las cosas enormemente. Plinio se acercó al senador Menenio.
—Es magnífico verte de nuevo —dijo este último—. Fui a buscarte hace un tiempo a tu casa, pero no supieron decirme nada sobre dónde estabas.
Plinio sonrió.
—Todos tenemos secretos —dijo.
—Un secreto que no deba conocer ni tu esposa Pompeya, por lo que se ve, pero no debe de tratarse de otra mujer porque Pompeya no me pareció celosa —replicó Menenio echándose algo de agua caliente por los hombros. Hablaban entre los vahos del vapor que se elevaba constantemente procedente de la gran piscina caliente.
—Pompeya tiene bastantes defectos, pero no es una esposa celosa —comentó Plinio y, rápidamente, decidió cambiar de tema para evitar que su interlocutor siguiera intentando averiguar dónde estuvo aquellos días en los que se ausentó de la ciudad para hablar en secreto con el emperador Trajano—. En todo caso, el senador Menenio puede estar seguro de que no hago otra cosa que reunir información para preparar al máximo la defensa en el juicio contra su hija.
Menenio asintió y su semblante se tornó triste. Plinio sintió haber sido tan agresivo al cambiar de tema, pero sin duda su estrategia, más allá del dolor producido, tuvo el efecto buscado de que Menenio se olvidara de su extraña ausencia de Roma unas semanas atrás.
—No debo de ser un buen romano, Plinio —dijo.
—¿Por qué? —indagó el abogado, algo sorprendido por aquel comentario de alguien que sabía era un gran ciudadano.
—Todo el mundo anhela una rápida victoria del emperador en la Dacia, pero yo, sin embargo, sólo deseo que la guerra se dilate el máximo tiempo posible.
—Porque eso retrasa el juicio, ¿verdad? —preguntó Plinio.
—Sí.
Los dos permanecieron callados un rato.
—Antes que romano, uno es padre —comentó al fin Plinio.
Su amigo cabeceó afirmativamente.
—Podrás con todos ellos, ¿verdad? —inquirió entonces Menenio, ya completamente volcado en el asunto del juicio de su hija.
—Yo creo que podremos defenderla bastante bien, aunque no puedo…
—No puedes garantizar nada, lo sé.
—Esto es, sí; lo siento —se disculpó Plinio.
Mucha gente empezó a abandonar la gran estancia. Había una obra de teatro en las salas adjuntas que iba a dar comienzo. Los dos senadores se quedaron prácticamente a solas. Plinio aprovechó la oportunidad que había estado buscando desde hacía días.
—En todo caso hay algo en particular que me preocupa —dijo el abogado.
—Si puedo ser de ayuda, por favor, dímelo o pregunta lo que quieras; ya sabes que me tienes a tu entera disposición —respondió Menenio con sinceridad. Haría cualquier cosa para salvar a su hija. Lo que fuera.
Plinio tardó en formular su interrogante. Esperó hasta que se quedaron completamente solos en la sala del caldarium. Se oían ya las risas de quienes habían acudido a contemplar la obra de teatro. Esas carcajadas impedirían aún más que nadie pudiera escucharlos.
—Me mentiste, Menenio —dijo Plinio en voz baja—. Y no sé por qué. Eso me preocupa.
El otro senador palideció. Lo último que deseaba, su peor pesadilla, era que Plinio, que debía defender la vida de su hija, pudiera dudar de él. Eso nunca y menos en aquellos días de incertidumbre.
—No te entiendo —fue todo lo que acertó a articular.
Plinio se acercó aún más. Le hablaba al oído.
—En mi casa, hace meses, antes de que el emperador partiera hacia el norte, cuando viniste a pedirme que defendiera a tu hija si la acusación de crimen incesti se formalizaba, te pregunté si había algún secreto sobre ella que pudiera ser importante, pues en ese caso yo debía conocerlo: si los acusadores averiguaran algún secreto grave sobre la joven vestal sin que yo lo supiera podría ser fatal en el juicio. Te pregunté sobre esto y me dijiste que no había ningún secreto, pero me mentiste. Ahora estoy seguro de ello. He hablado con el propio emperador y sé que hay un gran secreto relacionado con el origen de Menenia.
Menenio tragó saliva y se separó un poco de su amigo. ¿Cuánto sabía de verdad Plinio? ¿Cuánto le había contado el emperador? Pero eso ya no era lo peor. Lo importante para él era recuperar la completa confianza de su amigo, senador y ahora abogado de su hija.
Plinio observó el duro debate que se producía en el interior de Menenio y sintió lástima por él. No quería hacer sufrir a su amigo, pero lo hacía por su propio bien. Era tan habitual que los acusados o los amigos y familiares de los acusados ocultaran información a los abogados pensando que con eso ayudaban en los juicios que se había tornado en costumbre; cuando sin embargo, lo único que fortalecía una defensa era saberlo todo. Saberlo todo no implicaba decirlo todo en el juicio ni hacerlo público, pero era esencial el conocimiento del todo para defender una parte. Con Trajano había chocado con un muro impenetrable y sobre el que no podía influir, pero, aun a costa de contravenir de nuevo los deseos imperiales, Plinio percibía que con Menenio aún podría llegar más al fondo de aquellos secretos que, seguramente, estaban en el origen de aquel juicio.
—Ocurrió una noche, hace años —empezó Menenio mirando al suelo. El sudor provocado por los vapores del caldarium se mezclaba con el de la tensión acumulada.
—Te escucho —dijo Plinio y volvió a acercarse para que su amigo no tuviera que elevar la voz.
—Fue una noche hermosa. No hacía frío, ni calor. Mi mujer y yo siempre habíamos querido tener hijos, pero los dioses nos privaron de ese sueño. Con frecuencia los caprichos de los dioses se me antojan extraños. Siempre cumplimos con todos los ritos sagrados: mi esposa acudió decenas de veces a los luperci, durante la Februa, para que estos sacerdotes la tocaran con las tiras sagradas de cuero con el fin de aumentar su fertilidad, siempre sin resultado. Cecilia siempre se ha sentido culpable. Cree que es porque su familia, a diferencia de la mía, es de origen plebeyo, por mucho que se empeñen en decir que descienden de Caecas, el compañero de Eneas. Pero ¿qué importa todo eso? Ocurrió una noche, te decía. Una noche en la que quizá los dioses decidieron devolvernos todos nuestros ruegos y oraciones en una hermosa respuesta: alguien golpeaba la puerta de nuestra domus. En seguida intuí que aquélla no era una llamada normal. Me vestí con una túnica y salí al atrio. Los esclavos ya habían acudido y les ordené que abrieran la puerta, no sin antes armarse con palos y estacas. Debía de ser la secunda vigilia y estábamos en los terribles tiempos de Domiciano. Yo me había esforzado por mantenerme al margen de los odios del emperador, pero era difícil saber qué pensaba aquel maldito, así que siempre dormíamos con miedo y temíamos lo peor cuando se llamaba a la puerta, especialmente en aquellas horas tan intempestivas. Tú sabes bien cómo era. Pero al fin abrimos. —Menenio miró a su amigo—. Se trataba de una joven mujer, una esclava, protegida por dos libertos fornidos y armados con dagas y estacas gruesas. Llevaban una antorcha aún humeante, pero la habían apagado, seguramente para que nadie viera dónde llamaban. No me parecieron peligrosos, sólo asustados. No, ésa no es la palabra: estaban aterrados. Fue en ese instante cuando oí llorar por primera vez a la niña. Los dejé entrar y la esclava se arrodilló en el atrio y me enseñó a aquella pequeña niña que llevaba en brazos. Uno de los libertos me miró como quien quiere hablar, pero tenía el pánico reflejado en cada facción. Mi esposa acababa de llegar al atrio. Miré a mis esclavos. «Dejadnos solos», dije, y como no se marchaban tuve que ordenárselo otra vez: «¡Marchaos!» Cecilia me miraba confundida y con miedo pero le hice un gesto para que viniera a mi lado y se situó junto a mí, contemplando con curiosidad y temor a aquella esclava y la niña que lloraba en sus brazos. «¡Por Júpiter! ¿Qué es todo esto?», pregunté. Uno de los libertos, el que sostenía la antorcha apagada y parecía ser el líder de aquel extraño grupo, se aproximó a mí y se arrodilló también. Sus palabras fueron aún más enigmáticas de lo que podría haber imaginado nunca: «Quien me envía ruega que cuidéis de esta niña como si fuera vuestra hija; así tendréis la hija que siempre deseasteis. A cambio debéis guardar siempre el secreto de esta noche y nunca desvelar a nadie cómo ni cuándo llegó esta niña a vosotros; para todo el mundo debe ser como si fuera vuestra. Debéis hacerla pasar siempre como vuestra hija. Quien me envía confía en la honestidad del senador Menenio y su esposa Cecilia, siempre demostrada por vuestros actos y prudencia.» Ése era el mensaje.
»Me giré hacia mi esposa. Ella ya se había arrodillado junto a la esclava y estaba tomando de sus brazos a aquella niña. Cecilia la habría acogido aunque hubiera sido enviada desde el mismísimo Hades, aunque fuera hija de Plutón o Vulcano, pero yo tenía miedo a aquellos secretos en medio de la tiranía de Domiciano. «¿De dónde viene? ¿Quién es? ¿Cómo se llama esta niña?», pregunté, pero el liberto negó con la cabeza y mientras se levantaba y se retiraba hacia la puerta me respondió con una voz vibrante, temblorosa: «Es vuestra hija, se llamará Menenia, según corresponde a la que a partir de ahora es vuestra primogénita; no sé más, no preguntes más, nunca, a nadie.» Y se marcharon los tres, tan raudos como habían entrado, y parecían felices por haberse deshecho de aquella niña. La criatura estaba en los brazos de mi esposa. “Necesitaremos un ama de cría, alguna de las esclavas más jóvenes», me dijo. Eso era todo lo que le preocupaba. Así fue como llegó Menenia hasta nosotros. Ése es el gran secreto.
Plinio asintió.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó el abogado.
—Nos fuimos de Roma por dos años —respondió Menenio—, a nuestra villa en el sur. Dejamos la ciudad sin que nuestros amigos supieran de aquella niña. La idea era poder fingir que mi esposa se había quedado embarazada y dado a luz durante nuestra estancia en Liternum. Durante ese tiempo yo regresé a Roma en varias ocasiones, lo recordarás quizá, aunque eras muy joven. Yo hablaba por aquel tiempo mucho con tu tío.
—Sí —admitió Plinio, cuyo tío había hablado de Menenio y del embarazo de su esposa mientras estaba en la villa que poseían al sur de la ciudad—. Creo recordar que mi tío comentó que Cecilia se quedó en Linternum porque los médicos le habían prohibido viajar durante su embarazo. Ella ya había perdido a más de un niño, ¿no es así?
—Exacto —confirmó Menenio—, por eso todo fue fácil. Nuestra historia fue aceptada por todos. Lo que no entiendo es cómo has llegado tú a deducir que hay algo extraño en el origen de Menenia.
—Ni tú ni tu esposa os parecéis físicamente a la joven vestal —dijo Plinio.
Menenio sonrió.
—Nadie se había percatado de ello hasta ahora.
—Nadie se lo había preguntado hasta ahora —replicó Plinio—, pero ante un juicio de crimen incesti hay que considerarlo todo.
Las risas provenientes de la sala del teatro eran aún más exageradas.
—La comedia debe de ser buena —comentó Menenio para relajar un poco la conversación.
—El Miles Gloriosus de Plauto —respondió Plinio, que había consultado el programa de actuaciones hacía unos días.
—Es una gran obra.
—Sin duda —aceptó Plinio, pero volvió a centrar la conversación en el asunto que le interesaba—. ¿Qué pasó después?
—¿Después? —preguntó Menenio algo confuso.
—Después de que os trajeran a la niña aquella noche de esa forma tan misteriosa y sin revelaros quiénes eran sus padres.
—Ya, sí, comprendo. —Menenio sabía que tendría que contar todo lo que supiera; una vez abierta la caja de los secretos ya no importaba, y si en todo aquello había algo que pudiera ayudar a salvar a Menenia quizá fuera buena idea desvelárselo a Plinio—. Ahora continuaré, pero antes quiero que sepas que no importa cómo llegó la niña hasta nosotros: para mi esposa y para mí Menenia es nuestra hija, así la hemos criado y así la queremos.
—Eso está claro —dijo Plinio—. Estoy seguro de que quien os envió a la niña os eligió a conciencia, a sabiendas de que actuaríais así con ella, en los momentos felices y en los difíciles, como estos días en los que pesa esa terrible acusación sobre la joven vestal.
—Bien, bien, por Cástor y Pólux, sólo quería que eso quedara claro. ¿Qué pasó después de aquella noche? Algo peculiar: a las semanas de habernos entregado a la niña aparecieron dos hombres y una joven muertos en el camino de entrada a Linternum. Aquello es un pueblo pequeño y todo se sabe en seguida. Me pareció extraño y acudí a ver los cuerpos como hicieron otros muchos curiosos a la espera de que los vigiles se hicieran cargo de todo lo relacionado con aquellos cadáveres. Llegué cuando estaban a punto de llevárselos en un carro para enterrarlos lejos de la ciudad. —Menenio miró entonces a Plinio a los ojos—. Se trataba de los dos libertos y la esclava que habían traído a Menenia. ¿Cómo habían llegado hasta allí desde Roma y con qué fin? Eso me preguntaba. Mi temor porque pudiera pasarle algo a la niña se incrementó sobremanera. Oculté lo ocurrido a Cecilia. No veía en qué forma podía ayudar asustarla más aún de lo que ya lo estaba. Le había cogido un enorme cariño a la pequeña, que, francamente, era una niña preciosa y fuerte y con unas ganas de vivir que pocas veces he visto en una criatura, aunque imagino que todo padre debe de sentir algo parecido. —Menenio sonrió—. Era curioso, amigo mío, pero me sentía padre.
—¿Pasó algo más? —insistió Plinio, que no tenía tiempo para recuerdos sobre lo maravilloso de la paternidad. Ni su primera ni su segunda mujer le habían dado hijos.
Menenio lo miró. Tardó un tiempo en volver a concentrarse en lo que le acababa de preguntar su amigo.
—No, nada más. Menenia creció fuerte, y sana y muy hermosa. Trabó amistad con Celer, una amistad limpia e infantil que se vio truncada la noche en que irrumpieron los pretorianos de Domiciano para arrebatárnosla y que fuera al proceso de selección de vestales. Si la aceptaban, la vida de Menenia pasaría a depender directamente del emperador y así él, el Pontifex Maximus Domiciano, se aseguraba la lealtad, o cuanto menos el silencio, de los padres de las seleccionadas. Domiciano buscaba reemplazar a las vestales que había ejecutado en los últimos años con pruebas falsas sobre acusaciones inventadas de crimen incesti, como…
—Como la que pesa hoy sobre Menenia —terminó Plinio la frase.
—Sí, exacto. ¿Crees acaso que hay una conexión entre todo esto: entre Domiciano, el origen extraño de Menenia y las otras acusaciones de crimen incesti?
—No lo sé. Todo es muy extraordinario y cuanto más averiguo más…
—Más confuso estás —concluyó Menenio.
—No exactamente —lo corrigió Plinio, que percibía un gran sentimiento de fracaso en las palabras de su amigo y no quería que pensara que todo estaba perdido en la defensa de su hija—. No, cuanto más averiguo más perspectivas se añaden a este juicio. Más pronto que tarde encajaré todas las piezas del mosaico, no te preocupes por ello. Pero desde luego todo esto que le pasa a tu hija no puede ser casualidad. Hay quien cree en las casualidades. Yo no. Nunca.
Menenio miró al suelo. Estaba serio. Los vapores del caldarium los envolvían en un mundo nebuloso que hacía que todo pareciera irreal, como un gran sueño.
—Queda una última cosa —añadió Plinio.
—¿Sí?
—¿Dónde entra Trajano en todo esto? Hasta ahora no has dicho nada que conecte a Menenia con el nuevo emperador y, sin embargo, es Trajano el que te recomendó a mí como abogado y quien parece interesado en la buena defensa de tu hija. ¿Por qué?
Menenio se encogió de hombros.
—No lo sé. Sólo sé que justo el día en que tú leíste tu panegirico, el gran discurso para dar la bienvenida a Trajano en el Senado, y éste nos invitó luego a todos al palacio imperial, al final del banquete, en la larga commissatio que siguió al mismo, el César se acercó para hablar conmigo. Había estado departiendo con unos y otros, hablando sobre diferentes asuntos del Imperio, sondeando la predisposición de cada uno para asumir diferentes tareas, así que a nadie sorprendió que el César se acercara a mí.
—Pero a ti no te habló sobre el gobierno de Roma, ¿no es así? —inquirió Plinio.
—No. A mí me preguntó sobre Menenia.
—¿Qué dijo Trajano exactamente?
—Trajano me preguntó —y Menenio cerró los ojos como si se zambullera en lo más profundo de sus recuerdos para extraer las palabras exactas—: «¿Sabe alguien algo sobre la forma en que Menenia llegó hasta ti?» Yo, como imaginarás, no pude contener el asombro en mi mirada, pero el emperador me cogió por el brazo y me condujo a uno de los grandes peristilos del palacio imperial. En el centro había una pantomima de esas que tanto gustan al César, y nadie reparó en nosotros mientras paseábamos bajo los arcos porticados, entre las sombras. «Sólo quiero saber si alguien sabe algo sobre la forma en que Menenia llegó hasta tu casa», insistió el emperador. Le dije al fin que no, que nunca lo había comentado a nadie. «Bien», me respondió. «Así debe ser. Nadie debe saberlo.» Y no me ha vuelto a hablar nunca más del tema.
—¿Ni siquiera ahora que Menenia está acusada de crimen incesti? —preguntó Plinio.
—No, ni siquiera ahora. Nunca más ha vuelto Trajano a hablar conmigo sobre ese asunto. Hemos hablado sobre impuestos, calzadas romanas, acueductos y multitud de temas relacionados con obras públicas; sabes que eso es en lo que más experiencia tengo en el Senado. Nunca hemos vuelto a cruzar palabra alguna sobre Menenia, excepto que pensaba que podías ser un buen abogado para ella.
—Pero el emperador, es obvio, conoce el origen de la vestal, de aquella a quien tú has criado como tu hija.
—Sin duda así debe de ser —aceptó Menenio—. Al menos debe de saber bastante más que yo.
—Bien, bien —dijo Plinio y se recostó en el banco de piedra en el que estaban sentados. El teatro debía de haber llegado al descanso tras el primer acto y muchos regresaban a echarse un chapuzón en la piscina de agua caliente. Plinio veía a todo el mundo bañándose y riendo mientras comentaban algunas de las chanzas de la obra de Plauto que estaban viendo. Todos ajenos a aquel mundo subterráneo de enigmas sobre los que se construía el Imperio de Roma. ¿Quién era Menenia? ¿Y cómo era posible que el emperador Trajano conociese su origen y lo ocurrido en aquella distante noche, si entonces debía de ser un simple legatus en… dónde?
—¿Qué edad tiene Menenia? —preguntó Plinio de pronto.
—Diecinueve años —respondió Menenio.
Plinio asintió.
—¿Dónde estaba Trajano hace diecinueve años? —inquirió entonces el abogado.
Menenio lo miró con el ceño fruncido.
—No estoy seguro, pero juraría que estaba en el Rin luchando contra los catos.
—Sí, yo también creo que estaba allí y… no estaba aún casado con la emperatriz Plotina.
—¿En qué estás pensando?
—En nada —dijo Plinio levantándose—. Es hora de que nos sacudamos este calor y vayamos al tepidarium.
Y echó a andar. Menenio se ajustó la toalla y lo siguió.
Plinio meditaba aceleradamente sobre todo lo que acababa de averiguar: El emperador conocía el origen de Menenia o, como mínimo, sabía que no era hija de Menenio y su esposa Cecilia, y cuando la niña llegó a manos del senador y su mujer, Trajano era un legatus soltero en el Rin. ¿Quién era Menenia? Plinio se sintió en posesión de una información demasiado grande. Ahora empezaba a entender por qué el emperador le había ordenado que no investigara más sobre aquello: si el emperador tenía una hija, eso no agradaría a quien se sintiera legitimado en aquel momento para suceder al César en el trono imperial, esto es, a un emperador sin descendencia conocida. ¿Podía una hija ilegítima alterar el orden de sucesión en el seno de la familia imperial? Una vestal, al fin y al cabo, no podía desposarse… hasta que dejara de ser vestal. Después sí podía hacerlo, aunque a la edad en que dejaban el sacerdocio ya era muy difícil quedar embarazada. Pero, en todo caso, una hija podía ser reconocida en algún momento por el César y su matrimonio futuro convertirse en asunto de Estado. ¿Había una hija del emperador acusada de crimen incesti? ¿Era eso a lo que se enfrentaba, o simplemente había otra forma diferente en la que pudieran encajar las piezas de aquel gigantesco mosaico de secretos? Atellus, pese al retraso en el juicio, no había conseguido averiguar nada de Sexto Pompeyo, el acusador, más allá de que éste gustaba de frecuentar los prostíbulos de la Subura. Sin otras pistas para investigar, el secreto del nacimiento de la vestal y su posible relación con el emperador Trajano lo empujaban a pensar que el origen de la acusación quizá había que buscarlo en la línea de sucesión imperial. Aunque igual todo era más sencillo, más simple. Pero de momento no veía alternativas. ¿O realmente existían las casualidades?
De pronto, Cayo Plinio Cecilio Segundo se acordó de algo muy relevante y dejó de andar: la joven vestal de origen incierto, además, había visto algo que no debería haber visto una noche cuando regresaba al Atrium Vestae después de visitar a su padre. Ella misma se lo había confesado cuando se entrevistaron para preparar el juicio. Resumiendo: Menenia podría ser hija de alguien muy importante y sabía cosas que no debería saber. En esas circunstancias era sorprendente que aún siguiera viva. Y si aún seguía con vida era, simplemente, porque todos los que tenían algo contra aquella joven ya la daban por muerta y enterrada. Ninguna vestal acusada de crimen incesti había sido absuelta en años, en decenios. Los enemigos de la muchacha no pensaban en que él, Cayo Plinio Cecilio Segundo, pudiera tener la más mínima oportunidad. Y probablemente tenían razón.
—¿Todo bien? —le preguntó Menenio—. Como te veo aquí detenido…
—Sí, todo bien —respondió Plinio.