UNA MONTAÑA DE CABEZAS CORTADAS
Valle de Tapae, Dacia
Junio de 101 d. C.
Por tercera vez en menos de veinte años, el valle de Tapae se había llenado de cadáveres. Muchos de ellos, una vez más, romanos. En el praetorium de campaña se encontraban reunidos todos los legati, varios tribunos y otros oficiales importantes y el jefe del pretorio con el emperador. También se encontraba presente el filósofo Dión Coceyo, que escuchaba atento todo lo que allí se comentaba.
—Ha sido una victoria —dijo Lucio Quieto, pero a Trajano no se le pasó por alto que el jefe de la caballería norteafricana de sus legiones ni lo dijo con voz potente ni empleó el adjetivo «gran».
—Se han retirado, sí —concedió el emperador—, pero en gran parte lo han hecho por causa de la tormenta que se desató al final de la batalla. ¿Cuántas bajas hemos tenido?
Critón, el médico del emperador, se afanaba en vendar el brazo ligeramente ensangrentado del César. Nada grave. Un rasguño en sus enfrentamientos contra los sármatas del flanco izquierdo que, tras dos días, aún requería de cuidados. Había limpiado y curado la herida. El emperador era un hombre fuerte.
Longino fue el primero que se atrevió a responder a Trajano. Como habían pasado un par de jornadas desde la batalla ya se podían hacer valoraciones sobre el resultado del enfrentamiento.
—Varios centenares han caído entre los legionarios de vanguardia de las legiones I, II, III y VII.
—También se han perdido muchos hombres en el flanco derecho, augusto —añadió Lucio Licinio Sura—. Nos acribillaron con sus flechas antes de que pudiéramos iniciar un combate cuerpo a cuerpo. No sé, pero quizá hayan caído doscientos o trescientos hombres, según me han informado. Y hay muchos heridos. Eso puede ser lo más grave.
—Algo parecido ha pasado en el flanco izquierdo, César —dijo entonces Nigrino—. La caballería sármata cargó con fuerza en nuestro lado. —Y miró a Adriano, que se limitó a asentir sin decir nada—. Aunque no sé aún el número de muertos. Heridos hay muchos, de eso estoy seguro, augusto. Y… —la voz de Nigrino vibró de nervios mal disimulados—… y siento no haber contenido al enemigo en mi flanco, César. No he estado a la altura de la misión…
Trajano miró entonces a su sobrino segundo.
—Yo tampoco he estado a la altura esta vez, César —dijo Adriano.
—¡Tonterías! —exclamó el emperador, que no quería entrar en críticas contra ninguno de los presentes—. Nos hemos adentrado en el mismo valle donde Fusco, el jefe del pretorio de Domiciano, cayó muerto y donde la gran legión V Alaudae fue aniquilada. Y todos sabemos lo buenos que eran los legionarios de la V. Ésta no es una campaña fácil. Todos habéis combatido bien. Pero es justo reconocer —y miró a Tercio Juliano directamente a los ojos— que Tercio ha sido clave en esta batalla, muy valiente al cruzar aquellos montes. Los sármatas no daban crédito cuando vieron a las legiones de Tercio emergiendo por su espalda. Tal gesta, Tercio Juliano, será recompensada apropiadamente con las torques oportunas; son condecoraciones que has ganado con valor.
Tercio Juliano bajó la mirada sin poder evitar sonrojarse ligeramente. Trajano siguió mirando a todos y cada uno de los presentes en aquel improvisado consilium augusti de campaña. Se detuvo en Adriano. Su sobrino, como siempre, lo miraba de aquel modo extraño que lo incomodaba.
—Todos habéis luchado bien —repitió Trajano y desvió al fin la mirada de los ojos de su sobrino para volver a fijarse en los mapas de la mesa—. El tiempo no nos ha ayudado. Si no hubiera empezado a llover la victoria habría sido mucho más contundente.
Critón terminó de vendar el brazo del emperador, se inclinó y salió de la tienda del praetorium. En el exterior la lluvia lo recibió con violencia aún pero con menos que antes. Parecía que aflojaba. Se embozó con la capa que llevaba. Tenía muchos legionarios a los que atender.
En el interior del praetorium continuaban los informes de los legati de Roma.
—También han caído bastantes jinetes de las legiones y creo que algunos de los singulares de la caballería pretoriana —dijo Quieto mirando a Liviano. El jefe del pretorio asintió pero no añadió datos sobre el número de víctimas en la guardia imperial. Siempre era muy discreto con todo lo relacionado con los singulares que protegían la vida del emperador. Quieto continuó—: Lo peor son los heridos. Hay muchísimos.
El tema de los heridos empezaba a preocupar a Trajano. En su camino hacia la tienda del praetorium ya había observado a muchos hombres tendidos en el suelo a la espera de asistencia médica. Tantos heridos… era extraño.
—¿Por qué hay tantos? —preguntó el César.
Sura miraba al suelo pensativo y lo mismo hacían Quieto, Nigrino, Liviano o el propio Adriano a medida que los ojos de Trajano se posaban en ellos. Sólo Longino se aventuró a sugerir una explicación.
—Yo creo que son las falces de los dacios, esas armas alargadas que terminan en un filo curvado. Las usan como hoces, como si segaran trigo, sólo que lo que cortan son los brazos y las piernas de nuestros hombres. He observado que algunos legionarios más veteranos, que ya combatieron en las campañas anteriores contra los dacios en tiempos de Domiciano, se habían protegido los antebrazos con cuero, como si llevaran las manicae de los gladiadores, y con grebas en las piernas. Quizá debiéramos promover que todos los legionarios se protejan de esta forma para próximos combates.
Trajano lo miró con auténtico interés.
—Quizá Longino tenga razón —dijo Sura—. En cualquier caso, esto que dice puede comprobarse viendo a los heridos.
—La lluvia empieza a remitir por fin —comentó en ese momento Quieto, que se percató de que el ruido de las gotas estrellándose contra al tela del techo de la tienda había descendido notablemente.
—Vayamos entonces a ver a los heridos —concluyó Trajano levantándose con decisión—. Vosotros, venid conmigo —y señaló a Longino, Sura, Quieto, Tercio Juliano y… Nigrino y Adriano. Y también, en el último instante, al siempre silencioso Dión Coceyo. Liviano, en calidad de jefe del pretorio a cargo de la seguridad del César, también salió con la comitiva imperial. Él no necesitaba ser llamado por Trajano. Siempre debía estar a su lado. Ésa era su misión. Liviano no sabía entonces hasta qué punto podía ser importante que siempre estuviera junto al César.
En el exterior todo el valle estaba cubierto por cadáveres y heridos. Las continuas tormentas no habían permitido retirarlos a todos. Los legionarios se habían ocupado de acumular a los compañeros que aún estaban vivos en el centro, lejos de las siempre temidas boscosas laderas de los montes Semenic y Banatului. Desperdigados, al alcance de los buitres, quedaban los muertos, sobre todo los enemigos. La mayor parte de los cadáveres legionarios habían sido cubiertos provisionalmente por algo de tierra.
Estaba anocheciendo. Se escucharon entonces lobos aullando en la distancia.
—Huelen la carne de los cadáveres —dijo Quieto.
—Y la sangre de los heridos —apostilló Adriano.
Trajano se detuvo y miró hacia los árboles.
—Seguramente —confirmó el emperador—. Quiero que se monte guardia todas las noches incluso alrededor de los muertos. Ninguna alimaña del bosque se comerá a los nuestros. Cuando cesen estas tormentas habrá tiempo para enterrarlos como es debido.
—Así lo haremos, César —confirmó Sura.
Se acercaron entonces a uno de los grupos de heridos, donde ya se encontraba Critón. El médico, que rápidamente imaginó a qué se debía aquella visita del emperador, emitió un informe rápido y certero.
—Son heridas sobre todo en brazos y piernas. Cortes no mortales pero que inutilizarán a muchos de estos hombres durante semanas. Algunos para siempre. Lo siento, César.
Trajano asintió sin decir nada. Se paseaba entre los heridos seguido de cerca por Liviano y el resto de los altos oficiales del ejército romano en campaña al norte del Danubio. El emperador se detuvo e hizo una señal a Critón. El médico griego se acercó de inmediato al lugar donde se encontraba el César.
—¿Por qué no se vendan bien las heridas de todos los legionarios? —preguntó el César, que había observado a muchos legionarios con las piernas y brazos ensangrentados sin vendaje alguno.
Critón tragó algo de saliva.
—No tengo… augusto… suficiente tela para vendarlos a todos. Sólo vendo a los más graves…
—¡Por Marte! ¡Eso no puede ser! —exclamó Trajano visiblemente molesto—. ¡Han luchado por Roma! ¡Han sido heridos por ella! ¡Merecen que Roma los atienda ahora que necesitan ayuda!
—Lo sé, augusto, lo entiendo, pero no… —arguyó Critón mirando al suelo, nervioso.
—No hay vendas. Ya lo has dicho —sentenció el emperador. Trajano apretaba los labios—. Está todo mi bagaje, con mis togas imperiales y mis túnicas y las telas que se usan en la tienda del praetorium para decorar, y mis sábanas y mantas… —Miró entonces a Liviano—. Que lo traigan todo aquí y que Critón use todo lo que necesite. —Y se dirigió al médico—. Corta todas las telas como más útiles te resulten; usa todas mis togas si hace falta, pero quiero a esos hombres con sus heridas curadas y vendadas. ¿Está claro?
—Sí, César —respondió Critón con los ojos bien abiertos. Una duda lo reconcomía por dentro. Sabía que necesitaría, con toda seguridad, todas las telas que se le fueran a traer, pero no sabía si…—. ¿Puedo usar las togas imperiales?
—Sí —respondió Trajano y reemprendió la marcha. Los legionarios heridos en piernas y brazos intentaban levantarse a su paso, pero el César hacía gestos con las manos para que no lo hicieran, para que siguieran descansando, recuperándose. Nadie se atrevía a decir nada, hasta que Adriano se aventuró a presentar una duda.
—¿Es buena idea rasgar las togas púrpuras del emperador para vendar heridas… augusto? —A Adriano, como siempre, le parecía costar trabajo añadir el título de «augusto» cuando se dirigía a su tío segundo—. Algunos pensarán que romper las togas púrpuras puede traer mala suerte.
Trajano volvió a detenerse y se encaró con Adriano.
—Lo único que trae mala suerte, sobrino, es un legionario herido. —Y no dijo más. Observó que Dión Coceyo, pensativo, asentía lentamente. El emperador volvía ya a caminar cuando un oficial se aproximó a la comitiva imperial y se dirigió a Tercio Juliano en voz baja. El legatus asintió y habló al emperador.
—Los auxiliares quieren hacer un presente al César, augusto.
—¿Un presente? —preguntó Trajano.
—Sí, augusto —confirmo Tercio Juliano.
—Bien, veamos de qué se trata.
El César encaminó sus pasos en la dirección que el oficial de Tercio Juliano les indicaba. Poco a poco fueron dejando atrás a los centenares de heridos y se fueron acercando hacia la ladera de los montes Semenic. Allí había varios oficiales de los auxiliares britanos e ilirios, entre otros de muy diferentes procedencias. A medida que Trajano se iba aproximando seguido por Longino, Sura, Quieto y el resto de los legati, tribunos y guardia pretoriana, los oficiales britanos e ilirios se iban haciendo a un lado para que el emperador pudiera admirar bien el presente que le habían preparado: una gran pila de cabezas cortadas se acumulaba justo donde empezaba el bosque. Por las barbas y los gorros de unos y por los cascos de los otros, se podía distinguir, entre horrendas expresiones de dolor, muecas de pánico, lenguas torcidas y regueros de sangre, que se trataba de una enorme pila de cabezas de dacios y sármatas caídos en combate. Trajano se detuvo ante aquella macabra visión. Sabía que los auxiliares intentaban redimirse por no haber actuado en todas las líneas de la batalla con el vigor necesario. Sin duda se habían esforzado, aunque sólo fuera en los últimos compases del combate, en causar un buen número de bajas al enemigo. Trajano no era amigo de aquellas exhibiciones de muerte, pero sabía que para los auxiliares aquélla era la mejor forma de verse correctamente evaluados en sus servicios a Roma.
—Acepto vuestro presente —empezó a decir el emperador dirigiéndose a los oficiales britanos e ilirios—, y espero que sea sólo el primero de una larga serie de enemigos caídos en esta campaña.
Los oficiales auxiliares asintieron y se inclinaron ante el emperador. La comitiva del César se dirigió entonces de regreso al praetorium.
—¿Siempre hacen eso? —preguntó Dión Coceyo a Trajano, rompiendo así su largo silencio.
—Es su forma de hacer ver que han cumplido con su trabajo —respondió el César—. Quizá estas pilas de cabezas cortadas, como los cadáveres y los heridos, no sean de tu agrado, pero estamos en guerra.
—Y contra un pueblo fuerte y capaz —añadió el filósofo griego—. Han sido hábiles en sobrevivir al golpe de un César que traía siete legiones consigo.
—Sí, sin duda hay que reconocerles valor a los dacios y sus aliados, y conocimientos de estrategia a los líderes de unos y otros —admitió Trajano—. Ésta no será una campaña fácil.
—Eso hará más valiosa la victoria —añadió Dión Coceyo—, pero…
Trajano se detuvo y le miró.
—¿Pero…? —indagó el César, interesado siempre en las opiniones de aquel viejo filósofo.
—Nada, augusto, pensamientos sin sentido de un anciano acostumbrado a pensar demasiado.
—No, dime. Te escucho —insistió Trajano.
Dión Coceyo suspiró y, al fin, se decidió a hablar.
—A veces, César, me pregunto si siempre será necesaria tanta violencia, tantos muertos, tanto sufrimiento de los unos y los otros. ¿Por qué no es posible entenderse de otra forma?
—Hemos negociado con Decébalo en numerosas ocasiones y alcanzado pactos, y luego él los ha roto uno tras otro. Incluso cuando Domiciano le pagaba por no atacarnos, hacía incursiones al sur del Danubio para atemorizar a los ciudadanos de Moesia y Panonia. Con un hombre así, al final sólo queda la fuerza de las legiones.
—Supongo que así es. El César sabe mucho más de guerra y fronteras, de Imperio y poder que yo. Ya he dicho que son pensamientos de un filósofo anciano. —Y Dión Coceyo echó a andar.
Trajano se quedó, no obstante, detenido, en pie. Miró hacia su espalda: podía ver aún a los auxiliares festejando alrededor de las pilas de cabezas cortadas. Luego miró de nuevo a sus oficiales.
—Pensamientos de un viejo —dijo Longino—. Ya lo ha dicho él.
—Sin duda —confirmó Trajano, pero en su fuero interno se sentía incómodo consigo mismo. Aquel viejo filósofo y sus palabras lo confundían con frecuencia. Ojalá un día llegara a entenderlo.
—Creo que todos necesitamos un poco de vino, augusto —dijo Longino.
Trajano cabeceó afirmativamente y reemprendió la marcha. Estaba agotado.