43

LA BATALLA MÁS DURA

Valle de Tapae

2 de junio de 101 d. C., hora secunda

Ladera de los montes Banatului Infantería dacia y sármata

La batalla en el centro del valle era encarnizada. Vezinas dio orden, según el plan acordado con Decébalo, de que los arqueros se asomaran un instante por el extremo del bosque más próximo al valle para lanzar varias andanadas de flechas sobre las tropas romanas del flanco derecho del ejército romano. Era el principio de la gran emboscada. Sólo el principio. Aquellos romanos habían sido conducidos por un emperador loco a una muerte segura. Vezinas sonreía satisfecho.

Flanco derecho del ejército romano

Lucio Licinio Sura, veterano de mil guerras, podía oler al enemigo.

—Están ahí —dijo a uno de los tribunos que lo acompañaban—. Están ahí, sólo que no los vemos.

De pronto, de entre los árboles emergieron centenares de arqueros.

—¡Aaaggghh!

Los gritos de los legionarios de primera línea en aquel flanco derecho pusieron en alerta de inmediato a todos.

—¡Avanzad! —exclamó Sura con furia—. ¡Avanzad!

Y jinetes y legionarios, protegiéndose con los escudos en alto para intentar evitar los impactos de las flechas que les seguían lloviendo encima, echaron a andar hacia la falda de aquellas montañas. Sura sabía que ésa era la única estrategia válida. Ya lo había dicho el César la noche anterior: una vez dentro de aquel valle no habría marcha atrás.

Centro del ejército romano

Marco Ulpio Trajano podía ver cómo las primeras cohortes legionarias de vanguardia se lanzaban por detrás de los auxiliares para responder al ataque de la infantería dacia cuando, súbitamente, oyó los gritos de decenas de hombres heridos a su derecha.

—Nos atacan por ese flanco —dijo Liviano.

—Sura los contendrá —respondió el emperador. Justo en ese instante, desde el otro extremo, se oyó otro fragor, gritos y el retumbar de centenares de pezuñas de caballos enemigos.

—La caballería sármata, César —dijo entonces Liviano—, por el flanco izquierdo.

—Sí —respondió Trajano muy serio.

Allí estaba la emboscada: infantería dacia enfrente, arqueros e infantería enemiga por el flanco derecho y caballería catafracta sármata por el izquierdo. Trajano sabía que había introducido su ejército en la boca del lobo. Ahora era cuestión de saber si aquel lobo podría engullirlos o no. Necesitaba que Tercio Juliano llegara pronto por la retaguardia de la caballería sármata o no podrían resistir. Había elaborado una estrategia defensiva, con tres frentes, en donde el enemigo llevaba la iniciativa y sólo recuperarían el mando en la batalla si llegaba Juliano, pero hasta entonces tenían que resistir como fuera.

—Acudiremos con la caballería pretoriana a donde flaqueen las legiones o las cohortes mixtas.

—Sí, César —confirmó Liviano.

Flanco izquierdo del ejército romano

Nigrino cabalgaba rodeado por varios jinetes romanos. Se habían adelantado a los auxiliares de ese flanco para intentar detener el avance de los sármatas. El choque tuvo lugar al pie de los montes Semenic, en su ladera oriental. Decenas de caballos se golpearon entre sí. Las bestias relinchaban presas del pánico intentando, en vano, evitar estrellarse unas con otras. Los jinetes romanos buscaban herir a los sármatas con los gladios pero las espadas romanas, impotentes, se topaban una y otra vez con las protecciones metálicas que cubrían a los guerreros enemigos y éstos, a su vez, respondían con mandobles certeros. La sangre corría, y corría más sangre romana que sármata.

—¡Replegaos! ¡Por Júpiter, replegaos! —ordenó a sus hombres Adriano, que luchaba en ese mismo flanco. Tendrían que ser los auxiliares a pie los que contuvieran el avance de aquellos sármatas. Eran invencibles para los jinetes.

Caballería sármata, montes Semenic

Marcio se había habituado pronto a las protecciones de las armaduras sármatas y cabalgaba bien. Alana había sido una gran instructora durante el largo viaje desde Roma. Akkás dirigía el ataque en la zona en la que Marcio se encontraba. Habían descendido por aquellas montañas hasta atacar a los romanos por un flanco del ejército imperial. Un regimiento de jinetes romanos había salido a su encuentro pero en poco tiempo los obligaron a retirarse. Marcio había matado a dos jinetes enemigos.

—¡Adelante! ¡Por Bendis! —aulló Akkás, y todos lo siguieron. Los enemigos a batir ahora eran guerreros ilirios y tracios y de otras regiones del mundo que Marcio no había visto nunca. Los esperaban a pie. Era lo último que los romanos interponían entre ellos y sus carros de suministros en el centro del valle. Si conseguían desbaratar aquella línea podrían rodear al enemigo y atacar a las legiones por la retaguardia. Y eso sería el principio del fin de aquel ejército romano.

—¡Vamos allá! —espetó Marcio a su caballo para no quedar retrasado con respecto a los jinetes que comandaba Akkás. «¡Vamos allá!», pensó. Por Némesis. Pero sobre todo por Alana, por Tamura. Una victoria como aquélla alejaría a los romanos de su mujer y de su hija, de sus vidas, para siempre.

Vanguardia romana

Los auxiliares de primera línea se replegaban a toda velocidad. Los dacios los habían destrozado con sus temidas falces. No habían sufrido aún demasiadas bajas, pero tenían miedo y esa sensación de que quien los dirigía en esa batalla no tenía la situación controlada, así que retrocedían. Que las legiones hicieran, por una vez, el trabajo sucio. ¿No tenían acaso mejores protecciones? Que los legionarios opusieran sus lorica segmentata de placas de hierro a los filos mortales de los dacios.

Ante la prematura retirada de los auxiliares de vanguardia, Longino miró hacia atrás, a Trajano, y éste volvió a hacer una indicación con el brazo. Longino repitió la orden.

—¡Las cohortes segunda, cuarta y séptima, adelante! —Y los buccinatores repetían las instrucciones para que en un momento todos los oficiales de las legiones I, II, III y VII tuvieran claro que los legionarios de la primera tanda, los más inexpertos, debían reemplazar en primera línea de combate a los auxiliares.

Centro del ejército romano

—¡Nos desbordan por el flanco izquierdo, César! —exclamó el jefe del pretorio. Trajano se volvió hacia el lado donde los auxiliares de aquel extremo combatían contra la caballería sármata—. ¡Son esos malditos catafractos! Nigrino y Adriano no han podido con ellos.

El emperador asintió.

—Mi casco —dijo, y, al instante, un calon le proporcionó su yelmo con un feroz rostro grabado en bronce reluciente. Trajano se lo ajustó con rapidez, ciñéndose bien la correa—. ¡Liviano, nos corresponde a nosotros detener a esos catafractos!

—¡No va a ser fácil, César! —respondió el jefe del pretorio poniéndose el casco a su vez.

—¡Eso lo hace más interesante! —le respondió el emperador con cierto relajo. Intentaba infundir valor a sus hombres al no mostrar el miedo que lo atenazaba. Aquella emboscada, aunque prevista, era realmente inmisericorde.

Liviano se dirigió a los jinetes singulares, la caballería personal del emperador de Roma.

—¡Con el César! ¡Muerte o victoria! ¡Por Trajano!

—¡Por Trajano! ¡Por Trajano! ¡Por Trajano! —Los jinetes del emperador entonaban al unísono el nombre de su César. Luchaban por él y morirían por él si era necesario, pero antes se llevarían por delante a un montón de aquellos malditos sármatas.

La caballería imperial marchaba al trote primero y luego al galope al encuentro de la más terrible de las caballerías del mundo: los catafractos sármatas, sólo equiparables en poder destructivo a los catafractos de Partia. La única suerte era que los sármatas tenían menos jinetes acorazados que los partos. Aun así habían reunido varios miles al pie de los montes Semenic. Un enemigo mortal.

Caballería sármata

—¡Es su emperador! —dijo Akkás al reconocer a la guardia pretoriana liderada por un jinete con un casco de bronce especialmente llamativo y reluciente bajo el sol de Dacia—. ¡Vamos a por él! ¡Por Bendis!

Los auxiliares del flanco izquierdo romano se retiraban incapaces de resistir el embate de la caballería sármata. En su repliegue, no obstante, abrieron pasillos por los que se adentraron los jinetes del emperador. Y vieron al César en primera línea. Algunos empezaron a detenerse. Los romanos les pagaban bien por luchar contra los dacios y el resto de sus aliados y no estaban haciendo su trabajo a conciencia. Ver que el propio emperador entraba a combatir para hacer lo que ellos habían sido incapaces de conseguir hizo que muchos se lo pensaran y decidieran incorporarse como infantería de apoyo a aquella caballería pretoriana que parecía no temer a los sármatas.

Liviano azuzó su caballo con furia.

—¡Proteged al emperador! ¡Proteged al emperador! —gritó a los jinetes singulares más próximos, pues Trajano se había avanzado y podía quedar rodeado por los sármatas.

Vanguardia de la caballería sármata

—¡Es mío! —gritó Akkás en cuanto vio al emperador adelantando al resto de la guardia pretoriana—. ¡Es mío! —Y sus hombres se dirigieron, virando ligeramente, al encuentro del resto de los jinetes pretorianos que intentaban proteger al César romano.

Akkás y Trajano se encontraron al pie de los montes Semenic. El sármata arrojó una lanza que el emperador evitó al pegar su cuerpo al de su caballo. Casi sin espacio para respirar, el César se encontró con la espada de Akkás golpeando su escudo. Trajano respondió con un buen movimiento de su propia spatha pero su filo chocó contra la armadura de su contrincante. Éste, no obstante, soltó un alarido de dolor. Trajano sonrió bajo el yelmo de bronce. Pese a las malditas protecciones, aquellos hombres eran de carne y hueso y quizá le hubiera quebrado alguno a aquel líder sármata.

Akkás había sobrepasado al emperador por el empuje del galope, pero refrenó al animal y lo hizo girar ciento ochenta grados para volver a encarar a un emperador romano que, a su vez, hacía girar a su propia montura para enfrentarse de nuevo con él.

«Perfecto», pensó Akkás. Le dolía el brazo pero lo sentía fuerte. No había nada roto. La armadura lo había salvado. Ahora sabría aquel emperador qué le esperaba a cualquier romano, legionario o César, que se atrevía a cruzar el Danubio. Akkás tenía muchos familiares muertos por las legiones de Roma. Atacó con furia. El primer golpe fue al escudo del emperador, el segundo fue repelido por la espada del enemigo, el tercero de nuevo fue al escudo, el cuarto, otra vez en la espada, el quinto… no encontró al enemigo. El emperador, con un caballo más ligero que además llevaba un jinete con menos peso, podía moverse y maniobrar con más rapidez y el César había alejado al animal del sármata.

—¡Tienes miedo! —dijo Akkás en su lengua a aquel emperador que, incapaz de herirlo, se retiraba, y se echó a reír al ver que el César romano se quedaba detenido, sin volver a acercarse.

Ladera occidental de los montes Semenic

Segundo ejército de Roma comandado por Tercio Juliano

Los auxiliares britanos que actuaban de avanzadilla fueron los primeros en encontrarse con los jinetes sármatas en lo alto de aquellas montañas. Los auxiliares llegaban exhaustos por el arduo ascenso y, aunque sorprendieron a los enemigos de Roma, éstos giraron sus caballos, que estaban encarados hacia el lado opuesto, y azuzaron los animales contra ellos. Los britanos caían heridos o muertos bajo las lanzas sármatas. Los que habían conseguido salvarse corrían despavoridos hacia el oeste.

—¡Por Marte! —exclamó Tercio Juliano cuando vio que las tropas de primera línea bajaban corriendo a toda prisa, la mayor parte cubiertos de sangre—. ¿Qué hacen esos imbéciles?

—¡Se han encontrado con los sármatas, legatus! —respondió un tribuno que retrocedía desde la primera línea de las legiones para informar a su superior.

Tercio Juliano pidió que le trajeran el casco.

—No podemos retroceder —dijo mientras se lo ajustaba—. Y hemos de superar estas montañas antes de… —Miró al cielo, debían de estar ya en la hora tertia. Cualquier retraso podía ser desastroso, no ya para tener satisfecho al emperador, sino para la supervivencia de los dos ejércitos romanos al norte del Danubio—. ¡Vamos allá, por todos los dioses, vamos allá! —exclamó, y todos se hicieron a un lado para dejarlo pasar—. Qué locura de misión —masculló entre dientes mientras echaba a caminar.

Tercio Juliano se situó junto con las cohortes de vanguardia. Los centuriones se quedaron sorprendidos. No era habitual ver a un legatus con las cohortes de soldados jóvenes e inexpertos. Los árboles que los rodeaban parecían traer un susurro extraño. El viento iba cargado de guerra.

—¡Ya están aquí! —gritó Juliano a pleno pulmón.

Los sármatas aparecieron entre las ramas y los matorrales. Era como si hubieran descendido al Hades.

Valle de Tapae

Vanguardia del ejército imperial

Longino dirigía el reemplazo de las cohortes segunda, séptima y novena por el resto de las unidades, en particular por las más preparadas de la primera, sexta y octava. Los legionarios de estas últimas cohortes eran los más veteranos o los mejores de entre los jóvenes. El encuentro con los dacios fue nuevamente brutal, pero los romanos entraban frescos en el combate y muchos de ellos, más astutos que sus compañeros, iban con mejores protecciones en brazos y piernas, de forma que las terribles falces dacias veían reducida su tremenda capacidad destructora. El combate se estancó.

—¡Nigrino y Adriano no han resistido en el flanco izquierdo! —Longino se volvió al reconocer la voz de Quieto—. ¿Qué hacemos?

Longino y Quieto se giraron para observar lo que ocurría tras ellos. Pudieron ver al emperador dirigiendo a la caballería pretoriana contra los sármatas que descendían desde las montañas.

—¡Hemos de mantener nuestras posiciones! —aulló Longino—. ¡Ésas son las órdenes del emperador! ¡El César resistirá en ese flanco con los singulares y los pretorianos y si no puede ya nos llamará!

Quieto asintió.

—¡Supongo que tienes razón! —respondió, y regresó al galope hacia su posición junto con sus unidades de caballería en vanguardia. Quieto había dudado, pero la determinación de Longino le pareció sensata. Si perdían los nervios y rompían el plan trazado por Trajano todo podría venirse abajo. No podían eliminar la caballería de vanguardia o los dacios serían capaces de desbordar a las nuevas cohortes que acababan de entrar en combate por los extremos. Cada uno tenía que resistir en su puesto como había dicho Longino. Si Nigrino y Adriano no lo habían conseguido, para eso estaba la guardia pretoriana. Trajano no era un César que fuera a rehuir el combate personal. Eso debía salvarlos a todos.

Ladera occidental de los montes Semenic Vanguardia del segundo ejército romano

La lucha era bestial, sin descanso. Tercio Juliano caminaba herido, envuelto en sangre enemiga y suya propia. Ya había ordenado el reemplazo de las cohortes de vanguardia por las más expertas que ascendían por la ladera, pero él mantenía su posición en primera línea de combate. Los centuriones defendían las posiciones con rabia. Nadie quería ser menos que el legatus que los dirigía.

Los sármatas parecían sorprendidos por la enorme resistencia de aquellos romanos y, sobre todo, porque eran muchos más de los que habían pensado y además venían por el lado opuesto al valle y eso no era lo esperado. Los sármatas, al fin, empezaron a retroceder lentamente primero y luego más velozmente.

—¡Se retiran! ¡Los malditos se retiran! —gritaba Tercio Juliano levantando ambos brazos—. ¡Seguidme todos! ¡Por el César, por Roma! ¡Muerte o victoria!

Y las legiones ascendían impulsadas por el ansia irracional de la guerra.

Valle de Tapae, ladera de los montes Banatului

Flanco derecho del ejército romano imperial

Lucio Licinio Sura ordenó que los legionarios a su mando no se detuvieran hasta llegar junto a las primeras líneas de combate de los dacios, roxolanos y quien fuera que estuviera en aquel flanco.

—¡Sólo así dejarán de masacrarnos con sus flechas! —vociferó para que todos los oficiales lo oyeran. Y todos obedecieron porque aquello, además de ser una orden de un superior, tenía perfecto sentido: en cuanto entraran en el combate cuerpo a cuerpo, los arqueros enemigos tendrían que dejar de lanzar flechas por riesgo de herir a sus propios hombres. Y no sólo eso. Los legionarios lanzaban los pila justo antes de desenfundar los gladios y muchas de aquellas jabalinas impactarían en los propios arqueros enemigos. La lucha en aquel flanco también estaba estancada en un cuerpo a cuerpo mortal y duro para todos, pero en el que los dacios y roxolanos y otras tribus aliadas de Decébalo veían cómo se les hacía insufrible la organizada defensa romana.

Vezinas, en particular, permanecía en retaguardia intentando escudriñar algún punto por donde poder desbordar a los romanos, pero éstos habían constituido una pétrea línea de defensa al pie de los montes Banatului y, si bien no parecían capaces de iniciar un ascenso y ponerlos en fuga, tampoco parecían proclives a dejarse vencer. Vezinas levantó la mirada y buscó con sus ojos al rey Decébalo. Necesitaba instrucciones.

Ni dacios ni romanos parecían percatarse en aquel momento del cambio del viento y de las nubes oscuras que empezaban a cubrir el cielo.

Valle de Tapae, a los pies de los montes Semenic

Caballería sármata

—¡Tienes miedo! —dijo Akkás en su lengua a aquel emperador que, incapaz de herirlo, se retiraba, y se echó a reír al ver que Trajano se quedaba detenido, sin volver a acercarse.

—¡Hay que replegarse! —escuchó el líder sármata a su espalda. Y se giró. Era Marcio el que le hablaba—. ¡Llegan miles de romanos, por detrás! ¡Nos han atacado por la otra vertiente de las montañas y vienen hacia aquí!

Akkás dudaba. Miraba hacia los montes a su espalda y veía cómo miles de jinetes de su pueblo se iban replegando hacia el norte, pero luego miraba hacia el este y observaba allí, tan cerca, al emperador romano rodeado por unos cuantos jinetes de su guardia. Lo tenían tan cerca…

—¡Está ahí! ¡Es él! —dijo Akkás, pero Marcio negaba con la cabeza.

—¡Da igual! ¡Si no nos retiramos nos quedaremos solos! ¡La mayoría se están yendo hacia el norte, con el ejército dacio!

—¡Por Bendis, maldita sea, malditos sean todos! —gritó Akkás mientras reculaba con su caballo.

Valle de Tapae

Ladera oriental de los montes Semenic

Tercio Juliano emergió de entre los árboles cubierto de sangre, polvo y hojas secas, mojadas y sucias pegadas sobre la coraza, la cara y los brazos, esgrimiendo su spatha, atacando a un jinete sármata cuyo caballo herido cojeaba y apenas podía moverse.

—¡Adelante, por Roma! ¡Por el emperador…! —Estaba exhausto. Apenas podía gritar y combatir a la vez.

Los legionarios lo seguían de cerca, comandados por todos los tribunos y centuriones. Los buccinatores no dejaban de hacer sonar las trompas.

A unos centenares de pasos, Trajano pudo ver cómo la caballería sármata se replegaba, por fin, hacia el norte.

—¡La batalla es nuestra! —exclamó el César a Liviano—. ¡Ahora seremos nosotros los que llevemos la iniciativa!

—¡Sí, augusto! —confirmó el jefe del pretorio—. ¡Pero sería prudente que el César regresara al centro del valle! ¡Yo me quedaré aquí con parte de la guardia para apoyar a Tercio Juliano!

—¡No, Liviano! ¡El César combatirá ahora en este flanco! ¡Vamos allá! —Y Trajano lanzó su caballo contra los jinetes sármatas que estaban rezagados. Quería alcanzar a aquel líder enemigo contra el que había combatido y que lo había retado claramente, pero le fue imposible. Las legiones de Juliano emergían de la ladera de la montaña como un hormiguero infinito de legionarios que pronto ocuparon todo aquel espacio. Para alivio del jefe del pretorio, el emperador detuvo entonces su caballo.

—De acuerdo, Liviano, regresaré al centro. Parece que Tercio Juliano tiene algo personal con esos sármatas —dijo el César mientras veía cómo el legatus, pese a sus heridas, seguía dirigiendo la ofensiva en aquel flanco sin detenerse siquiera a saludar al emperador. No le pareció mal. Juliano había recibido las órdenes de llegar allí antes de que la batalla terminara y desalojar de aquel extremo del valle toda resistencia del enemigo. Y eso estaba haciendo. Un hombre capaz. Por hombres así, Roma gobernaba el mundo.

Retaguardia del ejército dacio

Decébalo, con el rostro serio, contemplaba la irrupción del segundo ejército romano descendiendo desde los montes Semenic. Diegis no tardó en presentarse ante él. El noble estaba sudoroso y con manchas de sangre en la coraza. Por la fortaleza con la que se movía el veterano pileatus parecía evidente que era sangre romana y no propia la que tenía esparcida por su cuerpo.

—¡Mi rey, los romanos han tendido una emboscada a los sármatas y éstos se repliegan! Hay que retirarse o el emperador de Roma puede hacer que nos desborden por ese flanco. Vezinas está atascado en otro extremo del valle, y nuestra infantería no puede avanzar en el centro. No hemos perdido pero la victoria está muy difícil. La mayor parte del ejército está intacta. Si nos retiramos ahora la guerra no está decidida, pero si dejamos que nos desborden por el lado de los montes Semenic…

Decébalo levantó el brazo derecho y Diegis calló. Fue entonces cuando se escuchó el primer trueno. Hasta ese momento nadie parecía haber reparado en que el sol se había ocultado tras las nubes hacía rato.

Centro del valle de Tapae

Retaguardia del ejército imperial romano

La lluvia caía a plomo sobre los hombros del emperador Trajano, quien, al trote, avanzaba hacia el centro del valle.

—Parece que se retiran, César —dijo Liviano.

—¡Por Júpiter! —exclamó el emperador—. ¡Hay que intentar evitarlo! —Y se lanzó hacia el frente en busca de la posición de Longino en la vanguardia de las legiones I, II, III y VII. Llegó junto a él galopando en apenas unos instantes.

—¡Ave, César! —le saludó Longino—. ¡Se retiran! ¡Es una gran victoria!

—¡No, no, no! —le replicó Trajano a voz en grito—. ¡Esto no es una victoria! ¡Sólo hemos hecho que resistir sus ataques y emboscadas sin apenas causarles suficientes bajas! ¡Hay que destruir su ejército aquí o la guerra se hará interminable! ¡Ordena a los auxiliares y a los legionarios de las cohortes que están en reserva que ataquen, que persigan al enemigo! ¡Ahora! ¡Ya mismo, por Marte!

Longino asintió y partió hacia las posiciones más avanzadas para transmitir las órdenes del emperador. Trajano miró hacia los flancos. En la derecha Sura perseguía de forma ordenada a los dacios de aquel sector, pero éstos, a su vez, se replegaban muy organizadamente y la lluvia no parecía ayudar a Sura en aquella persecución.

—Todo se está enfangando, César —dijo Liviano.

—¡Lo sé, lo sé! —gritó Trajano con cierta desesperación.

Nadie parecía entender lo mucho que podía complicarse aquella campaña si no se conseguía una gran victoria en aquel maldito valle. Miró al otro lado: al menos en el flanco izquierdo, Tercio Juliano no había necesitado que nadie le dijera que lanzara a los auxiliares contra los sármatas que huían, pero también allí la lluvia arreciaba con fuerza y pronto los legionarios apenas podían avanzar. Los jinetes sármatas, con sus pesadas corazas, se veían obligados a retirarse despacio, pero tampoco podían avanzar mucho más rápido sus perseguidores.

—¡Maldita lluvia, César! —exclamó entonces Liviano.

—¡Maldita mil veces, por Júpiter! —confirmó Marco Ulpio Trajano—. ¡Puede costarnos la guerra entera!