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DERROTADO

Aizis, interior de la Dacia

Junio de 101 d. C., secunda vigilia

Apolodoro entró en el praetorium de aquel campamento militar en medio de la noche. Estaba cubierto aún por el polvo y el barro de las maltrechas calzadas de Moesia Superior y luego de los caminos sin losas de la Dacia. Había visto obras en muchas de las vías. Los legionarios trabajaban a destajo en Moesia para mejorar las comunicaciones de la región, pero aún había zonas donde la lluvia había convertido algunos segmentos de las calzadas en rutas difícilmente practicables si no era a caballo. El arquitecto había visto, en particular, las complicadas obras que Trajano había ordenado hacer a orillas del Danubio, donde los legionarios tenían que excavar en la roca por las riberas del río, donde no había otra cosa que muros de piedra para seguir trazando las calzadas. Aquéllos eran unos caminos destinados a que los bueyes y caballos tiraran de barcazas río arriba con provisiones para el ejército. Una obra impresionante y que mostraba, a las claras, el empeño del emperador en aquella campaña militar.

Apolodoro estaba exhausto de tanto cabalgar. Y de los caminos de la Dacia, al norte del Danubio, mejor no hablar. Pero el emperador no se había detenido ni una semana en Vinimacium, de modo que el arquitecto había tenido que seguir la ruta del César hacia el norte para poder entrevistarse con él. Lo que Apolodoro tenía que hablar con el emperador debía hacerlo en persona, cara a cara. No se podía iniciar una obra que duraría años sin el permiso explícito del emperador para su emplazamiento exacto. No podía dejar algo así en manos de mensajeros. Por eso Apolodoro había cabalgado hacia el norte. Le dolía todo el cuerpo, pero no tuvo tiempo ni de pensar en pedir agua cuando entró en aquella gran estancia militar, la tienda del praetorium de campaña del César. Al fondo estaba sentado el mismísimo emperador de Roma.

—¿Cómo va el puente? —preguntó Trajano nada más verlo—. Espero que hayas hecho este viaje para algo interesante. Tengo una guerra entre manos.

—He encontrado el emplazamiento adecuado, César, para el puente sobre el Danubio —respondió Apolodoro tras una reverencia y sin rodeos.

—¿Dónde? —preguntó Trajano, y se levantó hasta acercarse a la mesa en la que se encontraba el mapa de la provincia de Moesia Superior abierto, con un tintero con attramentum en un extremo y una lucerna encendida en otro, para evitar que se plegara enrollándose sobre sí mismo. Apolodoro miró el plano durante unos instantes para situarse. Luego puso el dedo sobre el punto que identificaba Vinimacium y desplazó el índice siguiendo el curso del Danubio río abajo hasta detenerse en un lugar, más allá de las Puertas de Hierro.

—Aquí, César. Es una pequeña población que llaman Drobeta.[7] Es un lugar insignificante pero es el mejor emplazamiento para construir el puente.

—Está lejos de Vinimacium —replicó el emperador.

Apolodoro comprendió que el emplazamiento seleccionado no parecía satisfacer al César.

—Augusto, es el único lugar posible próximo a Vinimacium —se explicó el arquitecto—. El Danubio es un río inmenso. Hay lugares más estrechos y más próximos a Vinimacium, pero en esas gargantas el río tiene una profundidad de ciento cincuenta pies. Es imposible trabajar con esas profundidades, y la fuerza del agua es tal y el terreno tan agreste que no se puede desviar el curso del río. En este punto que he señalado, en Drobeta, el curso del Danubio se sosiega, cruza una planicie donde el cauce se expande de forma que la profundidad se reduce a menos de treinta pies. Ahí es donde puedo trabajar. Y aun así será una obra muy difícil de realizar. Necesitaré mucho tiempo y muchos hombres.

—¿Por qué tanto tiempo y hombres, arquitecto?

—Porque aunque aquí el río es mucho menos profundo, lo que me permite construir el puente, sin embargo, es mucho más ancho. Lo que el río pierde en profundidad lo reparte en una anchura infinita. El puente tendrá que superar una distancia de más de mil pasos; bastante más… casi una milla. Tengo todavía que hacer los cálculos precisos, pero estoy seguro de que nunca se ha construido algo así jamás. Un puente tan largo… nunca.

—Ya veo. —Trajano se alejó de la mesa meditabundo. Se detuvo y se volvió de nuevo hacia el arquitecto—. ¿Cuánto tiempo y cuántos hombres?

Apolodoro suspiró. Sabía que lo que iba a decir no iba a ser del agrado del emperador.

—Diez años y veinte mil hombres, César.

Trajano se quedó petrificado. Nunca pensó que levantar un puente pudiera costar tanto tiempo y tanto trabajo.

—Julio César levantó un puente sobre el Rin en mucho menos tiempo y el Rin es también un río muy caudaloso.

—Sí, sin duda, César —se defendió Apolodoro—, pero no era tan ancho y además aquél era un puente de madera y provisional. El emperador me pidió un puente permanente, uno de piedra que fuera para siempre. Eso requiere trabajo en varias canteras próximas que habrá que localizar, muchos árboles para las estructuras de los andamios y, sobre todo, para las cimbras que han de sostener las dovelas de piedra de los arcos hasta que se asiente bien toda la construcción. Hay que extraer el agua de las ataguías de cada pilar de piedra y necesitaré levantar unos cincuenta pilares de piedra, quizá más. Es una obra sólo comparable al… al anfiteatro Flavio, y el anfiteatro necesitó de ese tiempo y esos hombres, César.

Ahora fue Trajano el que suspiró al tiempo que se sentaba de nuevo en su sella curulis dispuesta al fondo del praetorium.

—Es demasiado tiempo y demasiados hombres. Tienes que pensar en alguna forma de hacer esa obra en menos tiempo. Algo me dice que más pronto que tarde voy a necesitar ese puente.

Apolodoro volvió sus ojos hacia el mapa desplegado de Moesia Superior. Repasaba el curso del río en busca de otro enclave, pero a medida que revisaba todo el cauce por aquella región negaba levemente con la cabeza No, no había otro sitio ni otra forma. Pero los problemas se le iban a acumular.

—Por el momento, sólo puedes disponer de las dos cohortes que te envió Tercio Juliano —especificó el emperador—. Estamos en guerra con Decébalo, una vez más, y necesito a todas las legiones. Cuando termine la guerra veremos si puedo proporcionarte más hombres. Le dije a Juliano que enviase un tribuno experimentado al mando de esas cohortes.

Apolodoro pensó en aquel tribuno. No, no se entendía con aquel Cincinato que mandaba aquellas dos cohortes, pero pensó que era infantil plantear una queja como ésa. El arquitecto se acercó un par de pasos hacia el emperador.

—Augusto, por todos los dioses y con todo el respeto: con novecientos hombres apenas podré hacer nada.

—Es de lo que dispones por el momento. Aprovéchalos. —Y levantó su mano derecha. Los pretorianos de la puerta de la tienda abrieron las telas que permitían la entrada o salida de personas del praetorium. Apolodoro asintió y, en silencio, salió al exterior. Una vez allí, caminó un poco bajo la fina lluvia que regaba la Dacia con una persistencia infinita.

—Novecientos hombres —masculló el arquitecto entre dientes.

La tarea encomendada era imposible. Y en menos tiempo aún más irrealizable. El César quería que se hiciera en menos tiempo. Era del todo absurdo. Y que pensara en otra forma. Eso le había dicho. Apolodoro se sintió abrumado, derrotado incluso cuando ni siquiera había empezado.