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UN GRAN SECRETO

Campamento militar imperial, setenta millas al norte de Roma

Mayo de 101 d. C.

Los guardias pretorianos vigilaban el campamento del emperador. El recién llegado caminaba con aplomo pese al cansancio. Su pertenencia al Senado le había abierto el camino a través de los diferentes puestos de guardia, pero el tribuno pretoriano que tenía ante él fue muy preciso en su petición.

—Necesito saber tu nombre. Tu toga de senador no es suficiente para llegar hasta el emperador. El César descansa después de un largo día de marcha —dijo el tribuno.

—El César sigue fiel a su costumbre de marchar a pie al frente de sus tropas, ¿no es así? —preguntó el senador interpelado.

El tribuno asintió. Que aquel extraño conociera bien las prácticas habituales del César era un buen síntoma, pero como hombre experto en el mando, Aulo, que así se llamaba aquel tribuno pretoriano, sabía que los que mejor lo conocen a uno normalmente son los amigos, pero también pueden ser los enemigos más acérrimos.

El senador que había cabalgado desde Roma en medio de la noche dio su nombre.

—Espera aquí —dijo Aulo y dio media vuelta.

Pese a lo entrado de la primavera hacía fresco allí, en medio de los campos de trigo. El tribuno regresó con rapidez.

—Puedes pasar —dijo y, justo a la entrada de la tienda del praetorium de campaña le advirtió—: No parece que hayas tenido una buena idea al venir aquí, senador.

El aludido tragó saliva. Sabía que estaba contraviniendo una orden imperial al acudir allí, pero tenía que hacerlo. Como abogado de Menenia era su obligación. Sin embargo, no pudo evitar el sudor que asomaba ya por su frente.

—Te ordené que no volviéramos a vernos, Plinio —dijo el César nada más verlo entrar en la tienda.

Plinio se inclinó en señal de sumisión en un intento no muy eficaz por contener la ira del César.

—¿Es éste el tipo de lealtad que puedo esperar de ti? —insistió Trajano.

—He venido de incógnito, augusto. —Plinio habló muy rápido para proporcionar el máximo número de justificaciones antes de que el César volviera a hablar—. Nadie sabe en Roma que he dejado la ciudad ni nadie sabrá cuándo regreso ni dónde he estado. He ocultado mi nombre a la mayor parte de los centinelas. Sólo tu tribuno pretoriano, que estoy seguro de que debe de ser un hombre de la máxima confianza del emperador, sabe quién soy. Y era preciso ver al emperador; estoy profundamente preocupado por el juicio de Menenia.

Trajano miró al suelo. Todos tenían la misma preocupación. Cuatro sentencias de muerte seguidas en los cuatro últimos juicios por crimen incesti no auguraban un buen desenlace en el quinto.

—Aulo es de fiar —dijo al fin el emperador con referencia al tribuno pretoriano de su escolta militar—. Por él no hay problema; fue el pretoriano que me informó de mi nombramiento como César por parte de Nerva; Aulo es alguien que sí obedece mis órdenes; no como otros. —Y miró fijamente a Plinio, que agachaba la cabeza—. ¡Por Cástor y Pólux! He de presidir ese juicio y no quiero que se pueda cuestionar mi imparcialidad ante el Colegio de Pontífices cuando llegue el día de la deliberación. Verme a escondidas con el abogado de la vestal acusada no parece una buena idea, especialmente si se enteran los senadores que la acusan.

—Lo entiendo, augusto. Y el César obra con prudencia y sabiduría. Y no volveré a importunar al emperador con mi presencia hasta el día en que tenga lugar ese juicio; sin duda después de esta nueva guerra que se cierne sobre todos nosotros, pero hay algo que he observado que… —debía usar el vocablo exacto—, algo que presiento, que intuyo, que me incomoda y que temo que los acusadores puedan emplear en contra de la vestal.

Marco Ulpio Trajano suspiró. ¿Qué habría averiguado aquel senador? Ya le habían dicho que era muy bueno, quizá el mejor de Roma en aquel momento. ¿Hasta dónde habría llegado?

—Te escucho —dijo Trajano.

Plinio se pasó entonces el dorso de la mano derecha por la frente. El César no le ofreció ni agua ni asiento. Bien. No estaba allí para descansar, sino para trabajar. ¿Debía contar al emperador lo que Menenia había visto aquella noche y que ella misma le había confesado? Durante el viaje desde Roma hasta aquel campamento militar había pensado que sí debía hacerlo. Sería una forma más de ganarse la confianza del César, pero, de pronto, vio claro que lo que la vestal había visto debía quedar en silencio y sólo ella debía revelarlo al propio emperador cuando lo considerase oportuno. Plinio tenía cada vez más claro que entre aquella vestal y el emperador Trajano había un vínculo especial, desconocido para todos, o casi todos, pero algo había que les unía íntimamente. No. No hablaría sobre lo que Menenia le había confesado. Había algo aún más grande que le preocupaba. Era curioso. Cuando Menenia le confesó lo que vio pensó que no podría haber nada más grande en juego en aquel juicio, pero al poco de terminar la conversación con la vestal y salir del Atrium Vestae su intuición empezó a hacerle ver que estaba equivocado. Todo tenía la capacidad de complicarse infinitamente. Eran los malditos secretos.

—¿Vas a hablar? —preguntó Trajano—. Parece que ahora que me tienes a tu disposición has enmudecido.

—Sí, perdón, augusto. Estoy algo confundido, abrumado por la responsabilidad de este juicio, pero iré al grano: soy muy observador, es una buena virtud cuando uno ejerce la abogacía. Detecto pequeños detalles, me fijo en las personas con las que hablo, en quienes defiendo y en aquellos a los que acuso…

—Decías que ibas a ir al grano, Plinio. Mi paciencia tiene un límite, senador. Te recuerdo que has contravenido una orden mía y todavía no he visto nada que lo justifique.

Plinio estaba blanco. Se pasó la lengua por los labios. Y habló.

—He observado, César, que la vestal Menenia no guarda ningún parecido físico con sus padres, el senador Menenio y su esposa Cecilia.

Fue entonces el César quien enmudeció.

Marco Ulpio Trajano, emperador de Roma, se levantó del solium en el que descansaba. Se acercó a una pequeña mesa donde había unas jarras con vino y agua. No llamó a nadie. Escanció un buen chorro de vino tinto en un cuenco de cerámica de terra sigillata, uno de los pocos lujos que se permitía. Vertió a continuación un poco de agua de la otra jarra. Se llevó el recipiente a la boca y sorbió la mezcla despacio pero sin pausa. Se sirvió una segunda copa y repitió la operación. Luego dio media vuelta y se sentó de nuevo en el solium.

—Si quieres servirte algo de vino, adelante. No es momento de llamar a los esclavos —dijo el emperador. Plinio asintió y se sirvió algo de vino y agua. Tenía sed, sentía la garganta seca y lo que anhelaba era beber sólo agua, pero no quería parecer débil o hacer un desprecio al César quien, por cierto, ya volvía a hablar—: No entiendo bien lo que dices ni lo que quieres dar a entender, Plinio. Yo no veo que no haya semejanza entre sus padres y ella misma.

—A primera vista no es algo de lo que uno se dé cuenta, augusto. Y no habría pensado nunca en ello si no me hubiera visto involucrado en todo esto, pero una vez acepté defender a la vestal, mi obligación es reunir el máximo de información sobre todos los implicados para estar preparado ante cualquier cosa. No hay nada peor en un juicio que ser sorprendido por la otra parte; en este caso la acusación. Conozco a Pompeyo Colega y a los otros. No se detendrán ante nada. Mi obligación es saberlo todo, si es posible, sobre mi defendida. Y me he entrevistado con ella y la he observado con atención. No pensé en esto cuando hablaba con ella. Fue después, meditando sobre el caso. ¿Por qué hay quien quiere acusar a esta vestal en particular, César? Es una joven sacerdotisa de comportamiento impecable. Está su relación infantil con el auriga Celer, pero todas las vestales han tenido amigos en la infancia. Los acusadores están aprovechándose de que Celer se ha hecho famoso corriendo en el Circo Máximo para acorralar a esta vestal, pero ¿por qué, César? ¿Por qué van contra esta vestal en concreto?

—¿Por qué? —preguntó Trajano.

—No lo sé, augusto. Aún no lo sé. En un juicio muchas veces la clave no está en la inocencia o la culpabilidad de los acusados, sino en lo que motiva a los acusadores. Por eso pensé en todas las posibilidades y fue entonces cuando caí en que quizá Menenia no es quien todos pensamos que es. Es cierto que el senador y su esposa son morenos y la vestal también, pero ahí empieza y termina todo el parecido físico: la nariz gruesa de su padre o la aguileña de su madre no están ahí. Ni el contorno de los pómulos o esa barbilla suave de la vestal tampoco las veo en sus padres. De hecho, si el César me lo permite, la vestal Menenia es una joven muy hermosa y su padre y su madre, sin ánimo de ofender, no lo son en absoluto. Por eso he concluido que Menenia no es hija de quien dice ser. Quizá el secreto de la acusación que pesa ahora sobre ella tengamos que buscarlo en alguna venganza del pasado. Si estuviera en lo cierto y pudiera saber quiénes son realmente los padres de la vestal, quizá entonces podría averiguar más y defenderla mejor. He pensado en volver a interrogar a Menenia, pero mi percepción es que ella misma no sabe nada de todo esto y que ni siquiera lo intuye.

—Suponiendo que tuvieras razón —aceptó el emperador parcialmente—, lo que, no obstante, no tengo claro en absoluto, ¿por qué has venido a mí?

Plinio miraba fijamente al César. No. No estaba claro el parecido tampoco. ¿O sí? Quizá se había equivocado. O quizá no. Difícil saberlo. La semejanza de una hija era más fácil de discernir con la madre que con el padre. Eso creía él. El senador detuvo aquí sus pensamientos y se concentró en otra forma de obtener información.

—He pensado que quizá el César supiera algo sobre todo esto. Si es que estoy en lo cierto. Por supuesto, mis intuiciones pueden ser erróneas, en cuyo caso lamentaría infinitamente haber molestado al emperador con esta absurda visita y no me quedará más que aceptar el castigo que el César desee imponerme.

Trajano juntó las yemas de los dedos de ambas manos al tiempo que apoyaba los codos en los reposabrazos de su solium.

—Eres… —Pero el emperador calló mientras pensaba. Tardó un rato en continuar. Un tiempo en el que su interlocutor permaneció no sólo en silencio sino, aunque él mismo no fuera consciente de ello, también completamente inmóvil—. Eres un hombre sagaz, Plinio. De eso no cabe duda y te respeto por ello, pero por eso mismo espero que seas capaz de entender bien lo que voy a decirte. ¿Me escuchas con atención, Plinio?

—Escucho al César, por supuesto, augusto.

—Bien —dijo Trajano y separó las yemas de los dedos dejando que sus brazos descansaran de forma más relajada sobre los reposabrazos—. El senador… el abogado Plinio no debe pensar más en el asunto que acaba de mencionar en esta audiencia con el emperador de Roma. En su lugar debe concentrarse en defender a la vestal Menenia sin dedicar más tiempo a este tema. ¿He sido suficientemente claro?

Plinio asintió. Tragó saliva.

—Pero si los acusadores…

—Si los acusadores —lo interrumpió el emperador— se adentran en este territorio tan especulativo, el abogado Plinio puede estar seguro de que como presidente del tribunal del Colegio de Pontífices que ha de juzgar la acusación de crimen incesti que pesa sobre Menenia, no permitiré que este asunto, en modo alguno, pueda ser usado en contra de tu defensa. Y éste es el final de esta entrevista que, por supuesto, no ha tenido lugar. Como tantas otras cosas en Roma que nunca han pasado.

Plinio comprendió que no había más que hablar.

—Sí, augusto. —Y se inclinó. Para cuando volvió a levantar la mirada, Marco Ulpio Trajano ya no estaba ante él. Se encontraba a solas. El César debía de haber salido abriendo las telas que colgaban detrás de su solium. Aulo, el tribuno pretoriano, entró entonces en la tienda. Plinio lo siguió en silencio, primero hacia el exterior del praetorium y luego del campamento. Antes de que hubiera podido digerir el brusco desenlace de aquella conversación con el emperador de Roma se encontró a lomos de su caballo de regreso hacia la capital del Imperio. Sabía que había dado con un secreto, pero también sabía que era un secreto sobre el que no debería averiguar nada más. No se veía con arrestos suficientes para contravenir una orden imperial por segunda vez. Tentar la paciencia de Trajano no parecía sensato. Cada día que pasaba le gustaba menos aquel juicio. Había una guerra por medio. Quizá ese tiempo adicional le hiciera entender qué estaba pasando. ¿Por qué acusaban a Menenia? ¿Por qué? ¿Y quién era en realidad esa vestal?