EL SANTUARIO DE OPIS
Interior de la Regia en el Foro de Roma
Mayo de 101 d. C.
El edificio de la Regia estaba en penumbra. La tarde se acostaba sobre Roma y apenas había algunas lucernas encendidas en aquella amplia sala. La luz que entraba por las ventanas era escasa y las sombras se entretenían en competir por alargarse al máximo sobre el suelo de mármol frío. Menenia estaba en el centro de aquel majestuoso espacio.
—Has de acudir a la Regia —le había dicho la Vestal Máxima—; alguien quiere verte.
Menenia albergaba la esperanza de que ese alguien, quizá, pudiera ser el propio Celer. No porque el auriga, su amigo de infancia, tuviera el poder de organizar semejante encuentro, sino porque el emperador lo hubiera permitido. La joven vestal sabía que mientras ella podía seguir con su vida de vestal a la espera del juicio, él, sin embargo, había sido recluido en una de las terribles cárceles de Roma. Era cierto que ella no podía salir del Atrium Vestae sin vigilancia, pero aquélla era su vida normal de siempre. El encierro de Celer era terriblemente injusto.
Algo se movió a su espalda y la muchacha se volvió inquieta. Un hombre encapuchado, alto, se acercaba a ella. La vestal tuvo miedo, aunque sabía que era imposible que alguien pudiera entrar en aquel edificio sin la autorización expresa de la guardia pretoriana. Eso quería decir que nadie que el emperador no quisiera podría acercarse a ella jamás. Y estaba segura de que el César la protegía. No sabía bien cómo o por qué pero estaba convencida de que era así. Apenas había cruzado unas palabras con el emperador en toda su vida, pero había percibido en el César una mirada especial, la mirada de quien quiere proteger y cuidar. ¿Por qué? Eso no lo sabía. El emperador era ahora su pater familias en sustitución de su padre, el senador Menenio.
El hombre se detuvo frente a ella, se quitó la capucha y descubrió su faz. Era el emperador mismo.
Trajano detectó la decepción en el rostro de la vestal.
—Esperabas a otra persona. —Y ella fue a responder, pero el emperador continuó hablando al tiempo que caminaba rodeando a la sacerdotisa, siempre mirándola con atención—. Es evidente tu decepción. Si hay algo que no debes hacer nunca es mentir al emperador, así que es mejor callar que mentir.
Menenia guardó silencio y bajó la mirada.
—He de partir al norte —continuó Trajano—, con urgencia; espero que mañana el Senado ratifique mi decisión de atacar la Dacia, lo que sin duda harán pues los ataques en el Danubio no pueden quedar sin respuesta y acallarán a mis enemigos de la Curia. Esto hace que no haya tiempo para tu juicio. Se te acusa de un crimen terrible y es un proceso que requiere tiempo y, por encima de todo, mi atención. Ya sabes que ante una acusación de crimen incesti es el propio emperador quien debe presidir tu tribunal e incluso formular oficialmente la acusación. —Menenia asintió; el César prosiguió—. Será aquí mismo, en este edificio seguramente, o en el patio si, como imagino, el juicio concita la atención de toda Roma. Ya se verá en su momento. Pero lo primero es lo primero. Hay una guerra de la que debo ocuparme antes.
—Rezaré a los dioses por el feliz regreso del emperador —dijo Menenia.
—Mi regreso, no obstante, traerá consigo tu juicio, joven vestal.
—Lo sé, augusto, pero soy inocente. Celer también lo es y no puedo pensar en nadie mejor para presidir el tribunal que el emperador Trajano.
El César se detuvo, de nuevo, frente a ella, después de haber dado toda la vuelta a su alrededor mientras sostenía aquella conversación.
—Hay quien me ha presionado para que el juicio tenga lugar ya —añadió Trajano—. Incluso mi esposa, y ella no suele interesarse por asuntos de Estado. —Calló un momento. Estudiaba la reacción de la vestal. Menenia bajó la mirada. Quizá debería contar al César lo que había visto aquella extraña noche, cuando alguien no quiso apartarse para dejarla pasar, pero el emperador tenía ya graves preocupaciones: una guerra, las finanzas de Roma, el ejército, y recordó además las palabras de su abogado. «No debes contárselo a nadie, ¿me entiendes? A nadie», había dicho Plinio, y su padre confiaba en aquel senador y abogado.
—El juicio será pues a mi vuelta. —La voz del César retumbó en la cabeza de la vestal y la despertó como de un sueño—. Sé que sufres por el encierro de ese auriga. No ha habido juicio y no se ha decidido aún si sois culpables o inocentes. He ordenado que se le cuide bien. Sobrevivirá a este encierro. Si sois inocentes será liberado; quizá vuelva a correr en el Circo Máximo, eso ya se verá. Si no sois inocentes o no se puede probar vuestra inocencia… —Pero no terminó la frase y cambió completamente de asunto—. Pese a todo lo que puedas pensar de mí, confío en ti y en tu palabra. He venido esta noche acompañado sólo de Liviano, el jefe de mi guardia pretoriana, y unos pocos soldados de su confianza. He salido de palacio sin que me viera nadie. Es como si no estuviera aquí, como si no hubiéramos hablado, ¿me entiendes? Sólo Liviano y la Vestal Máxima saben de este encuentro.
—Sí, augusto —asintió, aunque no estaba segura de entender bien.
Trajano sacó un rollo de debajo de la toga y, alargando el brazo, lo ofreció a la joven vestal.
—Cógelo —dijo el César.
Menenia tomó con cuidado aquel papiro en sus delicadas manos.
—¿Qué debo hacer, augusto?
—Has de custodiar este papiro. No me fío de nadie más.
Menenia se sintió abrumada por la responsabilidad. Sintió también algo de lástima por el emperador: tan poderoso, y, sin embargo, no podía confiar en nadie de su propia familia para custodiar aquel papiro. Recordó de nuevo lo que vio aquella noche extraña. Lo que vio podría explicar la desconfianza del emperador hacia varios miembros de su propia familia. Quizá el César supiera o intuyera más de lo que daba a entender.
—Lo guardaré en el santuario de Opis —dijo Menenia.
—Ése es un buen lugar, en efecto —confirmó Trajano.
Allí mismo en la Regia estaba aquel pequeño santuario sagrado dedicado a la diosa de la abundancia. Sólo las vestales y el propio emperador tenían permitido el acceso. El papiro que había seleccionado de entre los rollos que Suetonio le había entregado estaría seguro allí. A Trajano le gustó lo rápido que aquella sacerdotisa había dado con el lugar perfecto para la custodia de aquel escrito.
—Daré orden de que sólo tú puedas acceder al santuario de Opis durante mi ausencia —añadió el César. La conversación parecía haber llegado a su final. Menenia se inclinó ante el emperador, pero justo en ese momento el César volvió a hablar—: Si alguna vez no estoy en Roma y necesitas ayuda, hay una mujer al sur de la ciudad, Liviano tiene toda la información, que sabe más de Roma que ninguna otra persona.
—¿Más que la Vestal Máxima? —preguntó Menenia aprovechando que el emperador tomaba aire.
Trajano la miró fijamente. Sonrió al tiempo que asentía.
—Más incluso que la Vestal Máxima —dijo—. Aunque te cueste creerlo, esa persona sabe más de Roma que Roma misma. Si alguna vez estás en peligro, puedes acudir a esa mujer y ella te ayudará. Siempre encontró caminos para sobrevivir cuando todo parecía perdido.
Menenia volvió a inclinarse. El emperador volvió a embozarse con la capucha, dio media vuelta y salió de aquella gran sala. La joven vestal se quedó a solas con aquel papiro. Lo miró atenta, pero no pensó ni por un instante en abrirlo y leerlo. Su intuición de que el emperador confiaba en ella había quedado completamente confirmada. Por otro lado… ¿quién sería aquella mujer a la que el César le aconsejaba recurrir en tiempo de peligro? ¿Pensaba Trajano que alguna vez pudiera estar tan desesperada y tan sola como para necesitar la ayuda de alguien tan enigmático? Menenia se sintió algo aturdida. Había imaginado que su vida sería plácida y marcada por la rutina de los muchos servicios que debería prestar a Vesta y a Roma a diario, y, sin embargo, su existencia se había transformado en una senda misteriosa en la que sólo Trajano parecía tener la clave de todos los secretos. Roma había hecho bien al elegir a aquel hombre como emperador.
Menenia, por fin, empezó a andar en dirección al santuario de Opis.
En la puerta de la Regia estaban Liviano y seis pretorianos, pero también la Vestal Máxima. Trajano se acercó a la veterana sacerdotisa y le habló en voz baja.
—No quiero que nadie entre en el santuario de Opis hasta que regrese. Sólo Menenia podrá acceder a ese templo.
—Sí, augusto —respondió Tullia.
—Bien. Parto entonces hacia el norte más tranquilo.
—César —dijo entonces la Vestal Máxima y Trajano la miró algo sorprendido, pues había elevado el tono de voz para detenerlo; Tullia, captada la atención del emperador, inclinó la cabeza y habló en un susurro—: Temo el juicio de Menenia.
El emperador tardó un instante en responder, pero al final, con voz vibrante lo hizo, serio, con la frente arrugada.
—Yo también.
Dos horas más tarde, Liviano, jefe del pretorio, hablaba con dos centinelas de los calabozos de la cárcel subterránea de Roma.
—Ese auriga ha de estar vivo cuando regrese el César, ¿me entendéis?
—Sí, vir eminentissimus —respondieron los dos centinelas al unísono. Uno era un optio. Liviano insistió en aquella orden mirándole fijamente.
—Os va la vida en esto y por Júpiter que no bromeo.
—El preso estará bien, vir eminentissimus —reconfirmó el oficial.
—Sea; os hago responsables. —Y el jefe del pretorio salió de aquel pasillo de celdas donde la ventilación era escasa y la humedad abundante. Pronto cabalgaría con el emperador hacia una guerra. En el fondo se alegraba, como tantos otros próximos al emperador, de dejar tras de sí la asfixiante atmósfera de susurros y secretos de Roma.