CONSILIUM AUGUSTI
Roma
Mayo de 101 d. C.
Los problemas se acumulaban. Trajano ordenó que acudieran todos los miembros de su gran consejo imperial al Aula Regia de la Domus Flavia. Allí estaban una vez más Longino, Quieto y Nigrino entre otros militares de su confianza. También acudieron los senadores Celso, Palma, el veterano Lucio Licinio Sura y el muy anciano Frontino. Por supuesto Liviano, en calidad de nuevo jefe del pretorio, estaba justo detrás del trono imperial, atento siempre a los pretorianos que custodiaban todos los accesos a aquella gran sala de audiencias. Y finalmente, se le permitió asistir al filósofo Dión Coceyo por orden expresa del emperador. No los había reunido a todos desde el día de la audiencia con el embajador de la Dacia, así que entendían que el asunto por el que el emperador los convocaba era de la más absoluta importancia. Y no era para menos. Se trataba de dinero, de las finanzas del Estado: tanto el aerarium público como el patrimonium o fiscus privado del emperador estaban a punto de quebrar. Fiel a su costumbre, el César fue directamente al grano.
—Ya sabéis por qué os he convocado. Si alguien tiene alguna sugerencia, he venido a escuchar.
Longino, Quieto y Nigrino se sentían más cómodos con temas militares, así que de inmediato bajaron la cabeza. Celso y Palma se miraban entre ellos. Sura estaba considerando intervenir, sabía que era uno de los más veteranos, pero se percató de que el anciano Frontino parecía dar un paso al frente y se contuvo. Frontino era un hombre de una honorabilidad intachable: había sobrevivido en la sombra, con sublime discreción, en los oscuros tiempos de la tiranía de Domiciano; luego Nerva lo nombró curator aquarum, máximo responsable de los acueductos, con el fin de que estudiara el continuo problema de la falta de abastecimiento de agua potable en la ciudad de Roma. El viejo Frontino se tomó aquel mandato con un interés extremo hasta el punto de elaborar un detallado informe que, sin embargo, no pudo ver Nerva, pues falleció antes, así que presentó sus conclusiones sobre el asunto directamente al emperador Trajano. Eso fue tres años antes, en una de las primeras reuniones del nuevo consilium augusti. Sura aún podía recordar la sorprendida cara de Trajano ante las revelaciones expuestas por Frontino en su informe De Aqua-eductilus urbis Romae [Sobre los acueductos de la ciudad de Roma].
—No entiendo bien lo que quieres decir con este detallado informe —había dicho Trajano entonces a Frontino sin miedo a reconocer que no comprendía bien los cálculos y números de todo aquel prolijo compendio sobre los caudales de los diferentes acueductos de la ciudad. El anciano senador asintió y se explicó ante el emperador:
—Hay dos problemas esenciales, augusto, en todo lo relacionado con el abastecimiento de agua de Roma: en primer lugar la pésima gestión que se ha hecho últimamente mezclando caudales de diferentes acueductos; esto ha provocado que el agua pura y fresca del Aqua Marcia se mezcle con la del Anio Novus o la procedente del Aqua Claudia. Así, he podido comprobar que la Marcia misma, de tan agradable frescor y limpidez, se utiliza para baños, lavanderías y otros menesteres que por decencia no me atrevo a citar.[5] Ése es el primero de los problemas, que tiene que ver sobre todo con la calidad, pero queda el asunto, aún más serio, de la falta de abastecimiento: aquí, repasando toda la documentación oficial, observé que había un desfase entre el agua que supuestamente se capturaba en los lagos y manantiales de donde los acueductos toman el agua que luego transportan a la ciudad y el caudal que luego se verificaba que entraba, en efecto, en la propia Roma. Además, este desfase era tremendamente extraño porque, de acuerdo con los informes, se distribuyen en Roma 1.263 quinariae[6] más de los que los acueductos recogen en los manantiales, algo del todo absurdo. No podemos tener al final del recorrido más agua que al principio. Decidí entonces ser metódico y medir tanto los caudales de los acueductos, de cada uno de ellos, en el punto de recogida de agua y en el punto en el que llegaban a la ciudad. Eso, en gran parte, es lo que retrasó la elaboración de mi informe.
Sura seguía recordando todo aquello como si fuera ayer.
—Sea —respondió entonces Trajano con cierta impaciencia—. ¿Y qué has descubierto?
Frontino asintió e intentó abreviar.
—He descubierto, César, que en realidad entran en la ciudad 10.000 quinariae menos de los que en realidad se capturan en los manantiales. Toda esa agua se pierde: dos quintos del total.
Trajano lo miraba con seriedad. Dos quintos del total era una barbaridad, casi la mitad de lo que se recogía. No se podía perder tanta agua por el mal estado de las conducciones, ¿o sí?
—¿Y a qué atribuyes ese desfase, curator?
—A varios motivos, César, pero esencialmente a que la corrupción generalizada durante los últimos años de gobierno de Domiciano ha permitido que, con la connivencia de algunos funcionarios del departamento de los acueductos, se hayan permitido obras privadas para grandes villas y latifundios próximos a la capital tomando agua de la red de acueductos de la ciudad. Ése, augusto, es el problema fundamental.
Desde aquella conversación habían pasado tres tumultuosos años. Sura recordaba cómo Trajano, una vez conocido y hecho público el informe de Frontino, porque el emperador facilitó que se hiciera público, ordenó que todas las obras privadas se destruyeran por completo o que aquellos que se beneficiaban de la red pública de acueductos pagaran un canon adecuado por aquel servicio del que se habían apropiado ilegalmente. Trajano ordenó además que, tal y como había iniciado Nerva, el dinero recaudado con este impuesto no fuera derivado a engordar las arcas del patrimonium privado del emperador sino que se ingresara directamente en el aerarium público. De hecho, en poco tiempo se mejoró el servicio de forma generalizada, con excepción del barrio próximo al río, la Subura, cuya densidad de población necesitaba aún de una solución adicional.
—En el caso de la Subura —precisó Frontino en aquel momento—, sólo la construcción de un nuevo acueducto puede solventar esa carencia de abastecimiento.
Pero un nuevo acueducto requería de una gran inversión y, pese a los nuevos impuestos, el aerarium público no disponía de los fondos necesarios para acometer aquella gigantesca obra. Gran parte del patrimonium privado del emperador se consumía con la reparación de calzadas, los alimenta o red de distribución de comida para los más necesitados de la ciudad, y algún proyecto secreto como el puente que el César había ordenado construir a Apolodoro de Damasco sobre el Danubio. No había dinero para más. Y una nueva guerra parecía aproximarse. En medio de todo eso, el enrarecido ambiente que se vivía en la ciudad de Roma por las acusaciones de varios senadores contra una vestal no ayudaba a apaciguar los ánimos de nadie.
Así, cuando Sura vio que el viejo Frontino, que tan bien había servido al César en el pasado reciente, quería intervenir una vez más en otro consejo imperial, optó por callar y escuchar. Siempre se podía aprender algo de aquel senador anciano y superviviente a muchas locuras imperiales.
—Si el César me lo permite —empezó Frontino—, creo que sería útil para todos recapitular y ver cuál es la situación. Por experiencia he aprendido que poner en palabras lo que ocurre en un momento dado proporciona a los que escuchan, al menos en ocasiones, la oportunidad de ver el problema con nuevos ojos y quizá así, entre todos, César, podamos encontrar alguna solución al delicado asunto de las finanzas del Estado. —Trajano asintió y Frontino continuó entonces con una detallada descripción de la situación financiera del Imperio—. Bien, veamos: tenemos por un lado el aerarium público, que se nutre de dinero por los portuaria o impuestos de aduanas en los puertos y oscila entre el dos y el cinco por ciento en la mayoría de los productos y de hasta un veinticinco por ciento en los productos de lujo que importamos desde los más distantes lugares del mundo, como la seda, por ejemplo, traída de la lejana Xeres [China]. En segundo lugar, tenemos los tributa o impuestos generales que deben satisfacer las provincias, sólo que en este caso estos tributos se pueden abonar en efectivo o también en especie, y esto último suele ser lo más habitual, con lo que no siempre sirven para conseguir liquidez para la financiación de obras estatales. En tercer lugar se pueden crear indictiones o impuestos específicos adicionales con la finalidad de obtener ingresos extraordinarios para financiar alguna obra en particular, pero el emperador no se ha mostrado proclive a activar esta fuente extraordinaria de financiación. Todo esto en cuanto al aerarium público. Nos queda el fiscus privado del César, que se subdivide en la fortuna personal del emperador heredada por los Césares desde los tiempos del divino Augusto (el patrimonium privado del emperador) y la ratio privata, es decir, la fortuna personal que quien es nombrado César tenía como propia antes de acceder a la toga púrpura. El patrimonium o fortuna imperial heredada puede ampliarse mediante bona vacantia o bona caduca (el emperador se apropia de las fortunas de aquellos que no han testado), o mediante bona damnatorum: el emperador se queda con el dinero de aquellos condenados por traición. Ambas fórmulas fueron comunes en los tiempos de Domiciano, cuando el emperador maldito forzaba testamentos para que parecieran incorrectos y así quedarse con el dinero de los mismos; o con la gran cantidad de senadores y otros patricios condenados por traición; pero ni Trajano ha forzado testamento alguno ni ha condenado a nadie por traición, de forma que aquí el patrimonium no ha sido aumentado. Es cierto que se han activado juicios por corrupción y se ha obligado a varias personas a devolver el dinero, esencialmente reingresándolo en el aerarium público, pero estas cantidades, muy significativas en algunos casos por todos conocidos, como el juicio a Mario Prisco, no han sido suficientes para compensar la gran cantidad de gastos que se combina con una ausencia de ingresos. La situación, en suma, es insostenible.
Y Frontino calló.
Trajano lo miraba expectante. Aquel hombre no dudaba en describir las cosas con crudeza realista. La vejez daba esa fuerza. A cierta edad hay quien no teme ya irritar a un César.
—La presentación de los hechos resulta, como es habitual en tu persona, Frontino, muy precisa —confirmó Trajano—. Ahora estaría bien recibir alguna sugerencia por parte de alguien.
De nuevo el silencio. La mirada del César se detuvo en Sura y éste comprendió que no podía permanecer más tiempo callado.
—Me temo, augusto, que sólo hay dos salidas posibles a esta crisis.
—Te escucho, Sura —dijo el emperador.
—O bien se reducen los gastos o bien el César deberá aumentar los impuestos. Quizá las indictiones específicas sean el único camino para financiar, por ejemplo, un nuevo acueducto en Roma. Y seguramente se tendrán que reactivar más impuestos con fines militares, en particular si la situación en la frontera del Danubio se deteriora.
—Tenemos el centesima rerum venalium y el vicesima hereditatum para ese fin —replicó Trajano.
Sura cabeceó varias veces de forma afirmativa, pero aun así no estaba cómodo.
—Eso es cierto, augusto, pero el primero de esos impuestos sólo supone el uno por ciento de las ventas de cualquier producto y el segundo sólo es el cinco por ciento que se debe pagar al Estado por los derechos de herencia. Pueden ser insuficientes…
—No pienso subir los impuestos —respondió Trajano interrumpiendo a Sura. El senador calló y dio un paso atrás. El emperador siguió paseando la mirada por los diferentes miembros de su consejo, pero todos lo rehuían. Sólo Dión Coceyo no bajó la cabeza.
—Es loable la nobleza del César —empezó el filósofo— en no dejarse llevar por la tentación de inventarse condenas de traición o forzar testamentos como hiciera Domiciano en el pasado; como encomiable es que no quiera hacer pagar a los ciudadanos la falta de dinero de las arcas del aerarium, pero encuentro que las sugerencias de Sura son, seguramente, el único camino. El César ha tenido el buen sentido de ser particularmente transparente con las cuentas públicas y hasta privadas. Recuerdo que hace pocos meses, el César decidió dar a conocer todos los gastos de la familia imperial, incluidos los de sus desplazamientos, algo inaudito hasta la fecha. Esto le da fuerza moral al emperador, pues ha demostrado a todos que es una persona austera y, en consecuencia, está en disposición de poder exigir más esfuerzos al resto. Es un error generalizado reclamar dinero a aquellos que están por debajo incrementando impuestos cuando no se ha dado ejemplo en austeridad, un error que se repite de generación en generación, pero en el que el emperador Marco Ulpio Trajano no ha caído. Por ello, pienso que la sugerencia de Sura, bien modulada, podrá resultar asumible para muchos.
Trajano inspiró profundamente. Sentía que, tal y como apuntaba Sura y ahora aquel filósofo, quizá ése fuera el único camino. Aun así se resistía a subir los impuestos.
—Seré sincero con vosotros —respondió el emperador—, pues vosotros lo estáis siendo conmigo, como debe ser en un consilium augusti; que para oír elogios ya disfruté de las palabras de Plinio cuando llegué a Roma. —Se refería al panegyricus que aquel senador le había dedicado para celebrar su acceso al trono imperial—. Sí, seré sincero: no sólo me mueven motivaciones altruistas en mi reticencia a subir impuestos, sino que temo que el pueblo compre menos si subimos los tributos y, al final, recaudemos menos. Por otro lado, temo también que aquellos en el Senado que nunca han visto con buenos ojos que fuera yo el designado para reemplazar a Nerva utilicen el descontento de esa medida para atacarme en un momento en que necesito apoyos y no división, pues como dice Sura, la situación en las fronteras del Danubio es peligrosa y…
En ese momento, un pretoriano que acababa de entrar en la sala se dirigió al jefe del pretorio por la espalda y le dijo unas palabras en voz baja. Liviano se aproximó entonces al emperador y le repitió el mensaje.
—Que pase —dijo el César a Liviano y luego, mirando a todos los presentes, añadió—: Parece que precisamente hay acontecimientos relevantes en el Danubio. He dado orden de que entre un oficial que viene desde Moesia Superior con un mensaje del gobernador.
Al instante, un centurión de la legión VII Claudia entró en el Aula Regia y se situó frente al emperador.
—¡Ave, César!
Trajano lo saludó y lo invitó a contar aquello que le traía hasta Roma.
—Sí, augusto —dijo el centurión—. El gobernador Tercio Juliano desea informar que se han generalizado los ataques de los dacios: varias torres de vigilancia han sido arrasadas en la frontera de Moesia Superior y de Moesia Inferior. Y teme que todo vaya a peor en poco tiempo. También dice que recibió el mensaje cifrado y que todo está en marcha según los deseos del César.
—¿Algo más, centurión? —preguntó Trajano.
—No, César. Ése el mensaje.
—Bien. —Y el emperador levantó la mano derecha indicando que el centurión podía retirarse, pero de pronto lo llamó—. Un momento, oficial. Quiero que digas a Tercio Juliano que ordeno que se reconstruyan todas esas torres y que, esto es muy importante, que todas estén bien pertrechadas con paja. ¿Has entendido mi mensaje, centurión?
—Sí, César.
—Lo de la paja es esencial —insistió el emperador.
—Sí, César. Así se lo transmitiré al legatus.
—Bien, entonces puedes retirarte.
En cuanto el oficial de la legión VII Claudia salió del Aula Regia, Longino, contento de que se empezara a hablar de asuntos militares en los que él se sentía más cómodo, se aventuró a hablar.
—Parece que ésa es la respuesta de Decébalo a la audiencia del otro día.
—Eso parece, en efecto —confirmó Trajano que, con un marcado entrecejo se quedó mirando a Frontino—. Senador, cuando has hecho el resumen sobre las fuentes de financiación del Estado se te ha olvidado mencionar una.
El anciano interpelado se tenía por hombre meticuloso y se quedó pensativo.
—Me refiero a las manubiae —aclaró entonces Trajano—, la parte del botín que corresponde al emperador en caso de una victoria en la guerra.
—Eso es cierto, César —admitió Frontino—. No lo he mencionado y, ciertamente, es una fuente de financiación. Aunque para eso hace falta una guerra y…
Se detuvo porque vio que el emperador se levantaba del trono.
—Y una victoria —añadió Trajano.