LA TORRE DE VIGILANCIA
Ruta de Antioquía a Éfeso
Mayo de 101 d. C.
Hacía varios días que no llovía y todo parecía tranquilo junto a aquella torre de vigilancia levantada en la ribera del Danubio, en la frontera norte de Moesia Inferior. Dos legionarios estaban fuera de la empalizada que rodeaba la torre comprobando el estado de los montones de paja que habían recibido con el último envío de provisiones de las barcazas de la flota militar del Danubio.
—Deberíamos guardar parte de la paja en la planta baja de la torre, ahora que está seca —dijo Cayo, el legionario principalis al mando de aquel puesto de frontera. Allí no solía haber oficiales de rango importante. Las torres de vigilancia eran un lugar peligroso y los optiones se cuidaban mucho de quedar a cargo de una de ellas.
—De acuerdo —respondió Quinto, el legionario inmunis que acompañaba a Cayo en aquella inspección, pero no cogió ni una brizna de paja sino que se dirigió al interior de la torre. Cayo se quedó fuera oteando el paisaje: el Danubio transcurría plácido en aquel punto de su interminable cauce. No se veía a nadie en varias millas. Sólo árboles y hojarasca. Habría jurado que había más matorrales de lo habitual junto al camino que ascendía desde el río, pero no le dio importancia. Había llovido tanto en las últimas semanas que las plantas parecían crecer de un día para otro.
—¡Venga, por Marte! —Cayo oía la voz de Quinto en el patio de la torre—. ¡Vamos, tres de vosotros, munifices, a traer paja seca a la planta baja! ¡Ya tardáis, malditos!
Cayo no dio importancia a los gritos. Era lo correcto. Aquel puesto de vigilancia estaba compuesto por un contubernium de ocho legionarios con un principalis al mando, seguido de un inmunis y seis munifices o milites gregarii. Cayo y Quinto tenían la ventaja de saber leer y escribir. No muy bien, pero sí lo suficiente como para poder estar a cargo de una torre de frontera. Quien no sabía leer y escribir no podía mandar allí. Los seis munifices no sabían nada de eso, así que les tocaba hacer el trabajo duro, como cargar con la paja de un lado a otro o descargar los carros de suministros, limpiar de matojos alrededor de la empalizada y cualquier otra cosa que fuera necesaria. Cayo no entendía por qué no había más gente interesada en estar en aquellas torres. De hecho él y Quinto se daban la gran vida y hacía meses que no sufrían ataque alguno en aquella zona. En invierno los sorprendió un grupo de sármatas o dacios o roxolanos. Cayo no tenía muy claro cómo diferenciarlos, pero se atrincheraron tras la empalizada y con flechas y pila lanzados desde la galería de la segunda planta de la torre hirieron a varios de los atacantes. El frío y la nieve hicieron el resto. Los bárbaros abandonaron el ataque y antes del anochecer ya no había ninguno de aquellos miserables merodeando alrededor de la torre. Uno de los munifices fue herido, tuvo fiebres y murió. Estaban demasiado lejos del valetudinarium de la legión, pero Cayo redactó un informe y enviaron a otro para reemplazarlo, de modo que todo estaba bien. Para eso valía saber escribir. Sonrió cuando vio a los tres legionarios rasos que había seleccionado Quinto recogiendo grandes haces de paja seca y llevándolos al interior de la pequeña fortificación. Todo estaba como tenía que estar. Después del verano terminaría su tiempo en aquella torre y podría regresar al campamento fortificado de la legión y disfrutar de las prostitutas. Había una tracia en particular a la que no le importaría volver a ver. Tenía los ojos verdes y una mirada perversa que hacía que se gastara toda la paga con ella; en ella y en vino barato. Aquélla era una buena vida. El ejército cuidaría de él hasta que terminara su servicio y luego le asignarían algún pequeño terreno donde cultivar vides, olivos o trigo. Hasta entonces pensaba pasárselo bien siempre que pudiera. «Carpe diem», había escrito un poeta. No sabía quién. A él le parecía bien aquella idea. Miró hacia el camino del río y le dio la sensación de que los matorrales estaban más cerca. Frunció el ceño. Todo ocurrió a la vez. Su mente seguía presa de los recuerdos de la prostituta tracia cuando se oyó la voz de uno de los munifices desde lo alto de la torre.
—¡Nos atacan!
Cayo se giró hacia la torre y de nuevo hacia el camino, pero una flecha le atravesó la garganta justo en ese instante. Se derrumbó hacia atrás, asiendo con las manos el dardo que le atravesaba de parte a parte el cuello. Se atragantó en su sangre; su cuerpo chocó contra el suelo; la vista se le nublaba, pero aún acertó a ver a un hombre alto y fuerte que se paraba junto a él y le hundía una espada en medio del corazón.
—Entrarás tú, gladiator —dijo Akkás, el guerrero sármata que dirigía aquel ataque.
Se habían aproximado hasta la torre ocultándose tras aquellos arbustos que habían arrastrado desde el río. Los estúpidos romanos de aquel puesto sólo se dieron cuenta cuando ya era demasiado tarde. Acababan de matar a los cinco legionarios que había fuera —a los tres que estaban junto a los grandes montones de paja y a los dos que parecían darles órdenes—, pero seguramente quedaban algunos más en el interior de la torre. Uno de los que estaba dentro había intentado cerrar la puerta de la empalizada, pero al recibir una lluvia de flechas desistió y desapareció dejando la puerta entreabierta.
Marcio miró a Akkás. Éste siempre lo llamaba gladiator por su pasado en la arena del anfiteatro Flavio de Roma. No era un apelativo despectivo, sino utilizado con respeto. Akkás era el guerrero sármata a quien Marcio partió la nariz en el pasado para persuadir a los sármatas de que era hombre capaz en el combate. El sármata nunca le guardó rencor. Aceptó aquella nariz partida como prenda justa de una lucha leal. Ambos hombres se respetaban mutuamente.
Era la segunda torre que atacaban aquel mes y en la primera fue Akkás el que entró primero. Era justo que ahora le correspondiera arriesgarse a él. Marcio asintió. Se cubrió con el escudo y esgrimió la espada con saña a la vez que cruzaba la puerta de la empalizada. No se veía a nadie. Sintió un golpe seco en el escudo. Le estaban lanzando flechas desde lo alto. Corrió hasta guarecerse justo al pie de la torre. Allí no podían dispararle sin salir a la galería y si lo hacían los guerreros sármatas los acribillarían con dardos y lanzas.
—¡Están dentro de la torre! —aulló Marcio.
—¡De acuerdo! —respondió Akkás—. ¡Vuelve aquí! ¡Les lanzaremos flechas mientras sales!
Marcio echó a correr protegiéndose con el escudo. Nadie se atrevió a asomarse a las ventanas de la torre para intentar arrojar un pilum, pues los sármatas lanzaron una andanada de dardos contra el segundo piso.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Marcio a Akkás. El guerrero sármata sonrió. Comprendía las dudas del gladiador. El otro puesto de vigilancia romano lo tomaron matando a todos los legionarios antes de que pudieran guarecerse en el interior y luego todo el grupo de sármatas se tuvo que alejar del lugar a toda velocidad porque se aproximaban unos jinetes de la caballería romana que acudían hacia el puesto de guardia atacado.
—Aquí no hay caballería en muchas millas —dijo Akkás con una sonrisa cada vez más grande y macabra—. Los romanos han acabado con muchos de los míos. Estos de dentro lo van a pasar mal. ¿Ves las flechas que les hemos arrojado?
Marcio miró hacia la torre. Varios dardos y una lanza sármata se habían quedado clavados en aquella pared de piedra. Aquello no tenía sentido. Las flechas sármatas eran como las de los demás: no podían atravesar la piedra.
—No es de piedra —le aclaró Akkás como si le leyera el pensamiento—. Parecen de piedra, pero hacen las torres de madera. Luego las recubren de una pasta como adobe seco y las pintan para que parezcan de piedra, pero las torres de los romanos son de madera —en ese momento otro de los sármatas se acercó a Akkás con una antorcha—; y la madera, gladiator, arde bien.
Akkás le dio la espalda y se dirigió al resto del grupo. Les dijo palabras en su lengua que Marcio no entendió bien del todo. Aún le quedaba mucho por aprender. Al poco varios de ellos empezaron a llevar paja de aquellos montones donde habían matado a los legionarios hasta la empalizada.
—Y además está seca —dijo Akkás a sus hombres. Todos reían. Marcio no entendía bien por qué cada vez cruzaban el río con algunas antorchas encendidas incluso si era de día, pero ahora lo comprendió todo. Encender un fuego nuevo siempre llevaba tiempo y en una incursión como aquélla estaba bien tener una llama preparada. Los portadores de las antorchas habían tardado en llegar porque siempre iban por detrás para no ser detectados y dar tiempo a los guerreros que iban por delante a sorprender al enemigo.
—Los vamos a quemar vivos —le dijo Akkás a Marcio. El veterano gladiador sabía que Akkás disfrutaba enseñándole algo.
Se tomaron su tiempo. Era cierto que no se veía a jinetes enemigos por ningún lado. Una vez que la mayor parte de la paja seca estuvo apilada alrededor de la empalizada, Akkás cogió la antorcha y le prendió fuego. Las llamas se extendieron con rapidez. La paja seca ardía bien y al poco rato la propia empalizada de madera que rodeaba la torre estaba siendo consumida por el fuego.
—Primero el humo —le dijo Akkás, que seguía deleitándose con aquellas explicaciones. El humo de las llamas de la empalizada ascendía hacia arriba y envolvía toda la torre. Pronto empezaron a oír a los legionarios romanos tosiendo; pero eso no era todo: las llamas de la empalizada fueron calentando poco a poco la madera del muro de la torre, lamiendo con sus lenguas amarillas aquel adobe reseco hasta llegar al corazón de madera de aquella estructura; por fin la propia torre empezó a arder.
—¡Por Bendis, ahora el fuego! —exclamó Akkás satisfecho. Todos los sármatas reían. A Marcio no le preocupaba lo más mínimo el destino de aquellos legionarios atrapados en la torre, pero no dejaba de mirar alrededor, el incendio de aquel puesto de vigilancia romano y los restos de paja seca que había junto a los cadáveres de los soldados que habían matado en el exterior de aquella pequeña fortificación y fruncía el ceño.
—¡Aaaagh! —gritó alguno de los pobres miserables desde el interior de la torre. Los guerreros sármatas soltaron entonces una sonora carcajada, pero al poco Akkás les dijo algo y todos asieron las armas con fuerza. Se oyeron pasos apresurados en el interior de la torre.
—¡Van a salir! —dijo Marcio.
—¡Siempre lo hacen! —respondió Akkás en voz alta. El fragor del fuego, el crujir de la madera, los gritos de los sármatas y los aullidos de dolor y pánico de los legionarios los rodeaban—. ¡Eso es lo más divertido, gladiator! ¡Siempre salen!
La puerta de la torre, que estaba en llamas, se abrió, o más bien se quebró en pedazos al ser empujada desde el interior. Al instante, tres hombres envueltos en llamas salieron despavoridos del interior porque estaba a punto de venírseles todo encima. Ardían como antorchas humanas. Los sármatas no los atacaron, sino que dejaron que fueran corriendo de un lado a otro, entre aullidos desgarradores de dolor, sin hacer nada, simplemente vigilando que no fueran hacia el río. Marcio también se limitaba a mirar, pero seguía con el ceño en su frente. Uno de los legionarios tuvo la inteligencia o el instinto de echarse a rodar por el suelo y así consiguió que las llamas que lo envolvían desaparecieran, pero las quemaduras estaban ya por todo su cuerpo. Se levantó como pudo.
—Clemencia… —dijo en latín. Los sármatas no lo entendían y se limitaron a reírse. Algo le decía a Marcio que si le hubieran entendido aún se habrían reído más. Akkás se acercó al legionario que estaba arrodillado y quemado y lo atravesó con su espada. En el fondo le hacía un gran favor al terminar con aquella terrible agonía, pero con los otros dos se divirtieron aún un rato viendo cómo seguían en llamas pero sin fuerzas ya para correr o tan siquiera gatear. Simplemente gritaban y aullaban bestialmente, más aún que cuando se degollaba a un cerdo.
Al final dejaron de gritar. El olor a carne humana quemada lo inundaba todo y Akkás dio orden de alejarse de allí. Marcio vio cómo la torre romana se desplomaba en medio de aquel mar de llamas.
—Hoy lo hemos hecho bien —continuó Akkás. Marcio asintió, pero como el líder sármata veía que la frente del gladiator estaba arrugada, por un momento pensó que el antiguo luchador de la arena del anfiteatro no estaba de acuerdo con la forma en la que habían acabado con aquellos legionarios—. ¿Tienes algún problema? Esto es una guerra —añadió con algo de desconfianza. A fin de cuentas, incluso aunque Marcio se hubiera casado con Alana, una de las suyas, y la hubiera traído desde el sur para ponerla a salvo de nuevo con su pueblo, aquel gladiator no dejaba de ser romano.
—No, no tengo ningún problema con quemar legionarios —aclaró Marcio para tranquilidad de Akkás—, es sólo que no entiendo para qué acumulan tanta paja los romanos junto a las torres de vigilancia. Eso únicamente nos facilita el trabajo a la hora de incendiarlas.
El líder sármata lo miró con cierto desdén. Aquel gladiator se hacía preguntas absurdas. ¿Y qué podía importar eso?
—Los romanos son estúpidos —sentenció Akkás y dio media vuelta para encaminarse de regreso al río.
Marcio no respondió, pero sabía que Akkás se equivocaba en eso: los romanos podían ser muchas cosas, pero no eran estúpidos.