LA ACUSADA
Atrium Vestae [Casa de las Vestales], Foro de Roma
Abril de 101 d. C.
Plinio se sentó frente a la joven vestal. Estaban a solas. Menenia, como la mayoría de las sacerdotisas de Vesta, era una mujer muy hermosa. Plinio comprendía que el auriga Celer estuviera enamorado de ella. En cualquier caso el amor no era un delito, pero si ambos, auriga y vestal, eran incapaces de ocultar ese sentimiento cuando se miraran frente al tribunal del Colegio de Pontífices no ayudaría nada durante el juicio. Por lo que le había contado Menenio, su hija y aquel auriga se amaban de verdad; otra cosa era que hubieran traicionado a Roma cometiendo crimen incesti, pero, lamentablemente, la mayoría era incapaz de comprender la enorme diferencia que había entre un hecho y un pensamiento. Para la mayoría todo era lo mismo.
—¿Sabes quién soy? —preguntó el veterano senador.
La vestal respondió con seguridad.
—Plinio, uno de los más importantes senadores de Roma y… mi abogado.
—Así es —dijo él y suspiró.
La muchacha tenía una voz agradable. Eso estaba bien. Un testigo con una voz que gusta escuchar siempre ofrece más confianza que alguien cuya voz resulta incómoda o nerviosa, ya sea por demasiado aguda o chillona o rasgada. Pero la voz de Menenia era dulce y suave y sonaba… sincera. Plinio se concentró entonces en examinar bien las facciones del rostro de la muchacha mientras la interrogaba.
—Como eres vestal, aunque seas una mujer —continuó el abogado— puedes declarar como testigo. He pensado en que quizá hables en tu defensa. O quizá recurra a la Vestal Máxima. Aún debo decidir qué es mejor para tu causa.
—Si mi abogado cree que debo declarar como testigo lo haré. Y también confío en el testimonio que de mis acciones pueda dar la Vestal Máxima.
Siguió entonces un silencio incómodo para Plinio. La muchacha no dejaba de mirarlo con unos ojos limpios y serenos. Estaba claro que era inocente. Sin embargo, había algo en sus facciones… Plinio tenía grabado en su mente el rostro de Menenio, el padre de la vestal. El abogado no pudo evitar fruncir el ceño.
—Sí, una de las dos tendrá que declarar… La verdad, Menenia, no tengo mucho con lo que defenderte. Me consta que quien te acusa es poderoso y va a traer testigos que declararán en tu contra, en vuestra contra. Personas de diferente condición que asegurarán de una forma u otra que has estado en situación de romper tu sagrado voto de castidad. Y mucho me temo que habrá muchos sacerdotes dispuestos a creer estos testimonios…
—Pero es el Pontifex Maximus, el emperador, el que tiene la última palabra —interrumpió Menenia.
—No exactamente. Es cierto que la opinión del emperador, en tanto que Pontifex Maximus, es muy importante, sin duda la más importante, pero no tengo claro hasta qué punto el emperador quiera manifestarse abiertamente en un sentido o en otro. Si opta por que deliberen el resto de los sacerdotes del Colegio de Pontífices es posible que la mayoría sugiera que debes ser condenada.
—¿Aunque no haya pruebas de mi culpabilidad, sólo rumores?
—Aunque no las haya —sentenció Plinio con un nuevo suspiro entre dientes—. Lamentablemente tenemos los penosos precedentes de las vestales Oculatae, las dos hermanas; el de la vestal Varronilla y el de la Vestal Máxima Cornelia, de la época de Domiciano. Todas ellas fueron condenadas a muerte sin pruebas claras…
—Pero Domiciano ha sufrido una damnatio memoriae —interpuso Menenia interrumpiendo una vez más a Plinio. Al abogado no le supo mal aquella nueva interrupción. De hecho tomó nota del argumento que esgrimía la muchacha: era bueno.
—Es una buena defensa, esa idea de recordar la damnatio memoriae de Domiciano. Buena idea. Es posible que recurra a ella, pero el problema lo tenemos, Menenia, en que nuestro enemigo a batir es muy fuerte. Los senadores que te acusan son muy poderosos. —La vestal iba a hablar de nuevo pero Plinio levantó esta vez su mano y la joven sacerdotisa calló—. Pero no importa. Pienso defenderte. Estoy haciendo algunas averiguaciones, tengo algunos datos, creo que puedo ayudarte. No puedo prometer nada, pero espero averiguar lo suficiente como para intentar desmontar las acusaciones que han lanzado contra ti y contra ese auriga, y es cierto que el emperador se siente inclinado a estar más de tu lado… en ese sentido… —y miró atentamente a la joven—; ¿se te ocurre a ti por qué el emperador puede querer que salgas absuelta?
Menenia no lo dudó ni un instante.
—Porque es el Pontifex Maximus. Es como si fuera mi padre.
—Otros emperadores no han defendido tanto a sus vestales.
—Pero Trajano es un emperador noble —replicó ella.
Plinio asintió y bajó la mirada.
—Bien, sí, y de hecho, desde que eres vestal, desde un punto de vista puramente legal, Trajano es tu padre. Sí, eso es así —confirmó Plinio—, aunque seas hija nacida de Menenio y Cecilia, su esposa. —Y volvió a mirarla fijamente, pero Menenia permanecía en silencio e imperturbable. Aquella joven no sabía nada sobre lo que él estaba pensando o simplemente era capaz de mentir muy bien. Ninguna de las dos opciones le gustaba.
Plinio se giró entonces y miró a su alrededor. No se veía a nadie. Habló en voz baja.
—Hay algo más, joven vestal, y es muy importante: si hay algo que un buen abogado no puede permitirse nunca es una sorpresa durante un juicio y menos en este caso de vida o muerte. Por eso, Menenia, escúchame bien, te lo ruego, si confías en mí, es muy importante que tengas en cuenta lo que voy a pedirte. ¿Confías en mí?
—Mi padre, el senador Menenio, confía en Plinio, y si mi padre confía en Plinio yo confío en él. De hecho mi padre me dijo que fue el propio emperador quien sugirió que recurriera a Plinio como abogado si al final me acusaban de crimen incesti. Y como vestal sólo puedo confiar en el criterio y los consejos del emperador y Pontifex Maximus.
Plinio enmudeció por un instante. ¿El propio emperador había sugerido a Menenio que recurriera a él si su hija era acusada? Es decir que no sólo se lo había pedido a él en persona en el pasadizo del Circo Máximo, sino que ya se lo había sugerido al propio Menenio. ¿Por qué querría el César que él, Plinio, actuara como defensor? ¿Porque era uno de los mejores en Roma cuando se trataba de defender a alguien en un juicio? ¿Y por qué querría Trajano que se defendiera bien a esa vestal? Demasiadas preguntas sin respuesta. Y el semblante hermoso de la joven lo llenaba aún de más dudas. Suspiró.
—Bien. Confías en mí. Eso me vale —continuó Plinio—; pero veamos ahora mi petición, mi pregunta. Piensa bien antes de responder. Sé que has tenido encuentros con el auriga Celer, sé que os tenéis mutuamente en gran estima aunque no hayáis consumado nada físico que suponga un delito, sé que la amistad de la infancia se mantuvo en el tiempo y que tenéis fuertes sentimientos el uno por el otro y sobre esa base se sustentan las acusaciones. Estoy prácticamente seguro de que sois inocentes. No, no digas nada aún. No he llegado todavía a mi pregunta. Todo eso lo sé y, como te he dicho, he trabajado mucho y bien estos días y contra esas acusaciones falsas puedo luchar; no sé si para conseguir la victoria, eso nunca se sabe, pero cuento con elementos para litigar, algo tengo. Pero mi pregunta es: ¿hay algo más en torno a este juicio y con relación a estas terribles acusaciones que pesan contra ti que debiera saber? ¿Hay algún hecho más que yo debiera conocer? ¿Algo que tú creas que pueda influir negativamente en el juicio? —Hizo entonces una breve pausa antes de añadir una pregunta más—: ¿Hay algún secreto en tu vida, Menenia, que deba conocer? ¿Hay algo así? Porque si hay algo en ese sentido y no me lo dices ahora y luego ese algo aparece en el juicio, entonces, joven sacerdotisa de Vesta, entonces no podré hacer nada por ti.
Esta vez el silencio fue más largo. Estaba atardeciendo y la brisa entraba por las ventanas abiertas de la Casa de las Vestales en el Foro de Roma. Se oían pisadas en el exterior de aquella habitación. La puerta permanecía abierta y Tullia, la Vestal Máxima, debía de estar próxima, quizá en el pasillo. Menenia y Plinio estaban hablando con serenidad y en voz baja y la sala era grande, de forma que no era probable que alguien pudiera oírlos. Era un buen momento y lugar para hacer una confesión si eso era lo que tenía que hacer su defendida.
—Hay algo, sí —dijo Menenia para sorpresa de Plinio.
El veterano abogado, basándose en la mirada limpia de la faz de aquella joven sacerdotisa y teniendo en cuenta sus silencios anteriores, había esperado que la muchacha hubiera dicho un simple no, pero los dioses parecían entretenidos en complicarlo todo en aquel juicio. O quizá la joven iba a admitir, por fin, eso que él empezaba a conjeturar.
—¿De qué se trata? —preguntó Plinio, algo nervioso.
—No creo que sea algo que vaya a ser usado directamente en el juicio, pero sí que es algo que presiento que puede afectarme, algo que seguramente ya me está afectando, algo que puede hacer que haya quien intente predisponer al Pontifex Maximus en mi contra.
—¿El emperador podría volverse contra ti? —Era vieja estrategia de abogado repetir una frase o una pregunta, pero era importante aclarar bien lo que se estaba diciendo.
—Sí —replicó la vestal.
Plinio se levantó y paseó unos instantes por la sala. Al fin, volvió a sentarse frente a la vestal.
—¿Quién puede tener interés en indisponer al emperador contra una de las vestales?
La muchacha comprendió que el senador esperaba saberlo todo con detalle.
—Vi algo que no debía haber visto nunca —empezó la vestal. Plinio asintió y la muchacha prosiguió con su relato—. Era de noche. Iba en una litera, como es costumbre cuando salimos por la tarde y pensamos que puede hacérsenos de noche a la hora de nuestro regreso. Las calles estaban casi desiertas. Iba bien protegida por varios esclavos y algunos pretorianos y todo iba bien.
—¿Cuándo ocurrió esto?
—En enero —respondió la vestal. Plinio asintió mientras mascullaba para sí mismo: «Antes de la acusación…»
—¿De dónde venías? —inquirió entonces el abogado en voz alta y clara.
—De ver a mi padre, el senador Menenio —respondió la joven y Plinio asintió una vez más para que la muchacha continuara hablando—. Fue justo al pie del Palatino, detrás de la basílica Julia.
—¿Qué pasó? —preguntó el abogado.
—Alguien, en otra litera, impedía que pasara —dijo la muchacha.
—¿Alguien impedía el paso a una vestal? —preguntó Plinio con incredulidad; nadie en su sano juicio cometería un acto sacrílego de esa gravedad.
—Bueno, sólo fue por un momento. Parece que al principio quien iba en la otra litera había dado orden de que nadie se interpusiera en su camino. Me asomé y observé que también iba custodiada por numerosos pretorianos. Debía de ser alguien importante. Eso es lo que pensé, y como era de esperar, en cuanto se aclaró que una vestal se cruzaba en su camino me cedieron el paso, pero cometí la torpeza de volver a asomarme por entre las telas de mi litera. Fue entonces cuando vi a los ocupantes de la otra. Un hombre se ocultaba tras la cortina, pero aun así, por muy poco, conseguí verlo. Ahora lo lamento.
Menenia dudó un instante antes de pronunciar los nombres de las personas que iban en la otra litera, pero recordó la contundencia con la que Plinio había insistido en que, como abogado suyo en aquella terrible causa, debía saberlo todo, cualquier cosa que pudiera influir en el juicio y, por fin Menenia se decidió a hablar.
Plinio permaneció con la boca abierta durante un espacio de tiempo tan largo que la vestal comprendió que lo que acababa de contar era muy grave, quizá incluso más de lo que ella había pensado. Plinio cerró al fin la boca, agachó la cabeza y la hundió entre sus rodillas mientras se llevaba las palmas de las manos al cogote. Al poco, no obstante, se rehízo. Se reincorporó y apoyó de nuevo la espalda en el respaldo de aquel viejo solium.
—¿Sabe alguien más esto? —requirió Plinio en voz baja—. ¿Se lo has referido a alguien más?
—No; iba a contárselo a la Vestal Máxima, pero al final pensé que era mejor no hacerlo. Tampoco se lo he contado a mis padres.
—Pensaste bien, pensaste bien; no debes contárselo a nadie, ¿me entiendes? A nadie.
El senador volvió a levantarse para pasear una vez más por aquella sala cuyas paredes parecían oprimirle las sienes. Hasta ese momento luchaban contra senadores poderosos, pero podían tener el apoyo del emperador. Ahora la magnitud de las fuerzas que actuaban en contra de aquella joven vestal y el auriga Celer habían quedado definidas en su dimensión completa. Plinio se detuvo y miró al suelo. El juicio estaba perdido si, en efecto, dejaban de tener el apoyo del emperador. A no ser que usara lo que decían las tablas de Hipparcus, otro viejo truco de abogado experimentado y, además, el emperador fuera tan fuerte que no admitiera presiones de nadie, de absolutamente nadie. Pero ¿era Trajano tan fuerte?