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LA AUDIENCIA

Domus Flavia (palacio imperial), Roma

Abril de 101 d.C.

Diegis entró en aquella gran sala —Aula Regia la llamaban o eso le habían dicho— con la frente alta y el caminar decidido, pero midiendo no resultar innecesariamente provocador. No venía a pavonearse ni a insultar, sino a intentar persuadir a aquel nuevo emperador de que era mejor pagarles una cantidad de oro y plata todos los años que entrar en una nueva guerra con un pueblo firme, belicoso si era preciso y muy preparado para el combate; estaba convencido de que el pueblo dacio era un enemigo temido en Roma. Sin embargo, nada más entrar Diegis sintió que algo había cambiado en aquella sala desde la última vez que la visitó hacía unos años, cuando se llegó a un acuerdo con el emperador Domiciano y él, Diegis, fue también el elegido para ratificarlo en Roma. El pileatus dacio, no obstante, atento como estaba a las reacciones del nuevo emperador romano que lo observaba ya desde su trono imperial, no pudo dedicar tiempo y energía a intentar entender por qué sentía que las cosas habían cambiado en aquel lugar.

El noble dacio se detuvo frente al César. No se arrodilló, pero sí inclinó la cabeza y, ligeramente, la parte superior de su cuerpo a modo de leve reverencia.

—Te saludo, Marco Ulpio Trajano, emperador de Roma, y te transmito el saludo de mi rey, el gran Decébalo, rey de la Dacia. —El latín de Diegis seguía siendo claramente limitado, tanto en pronunciación como en vocabulario, pero era suficiente para comunicar un mensaje y para entender a un romano que le hablara con sencillez y de modo directo.

Trajano lo había visto entrar con arrojo en el Aula Regia. Aquel embajador no era un cualquiera en su reino. Tenía la presencia de un hombre acostumbrado a dar muchas órdenes y a recibirlas, seguramente, tan sólo de su rey. A Trajano le pareció evidente que Decébalo consideraba aquel impago por parte de Roma como algo importante. Ese oro y plata le había venido muy bien al rey dacio para reforzar su posición al norte del Danubio, para fortalecer sus campamentos en la frontera, contratar a renegados romanos de toda condición y tener atemorizadas a las provincias fronterizas de Panonia y Moesia. Sin duda, Decébalo quería más de aquel oro que Domiciano, de forma tan cobarde como irresponsable, había estado entregándole, y por eso enviaba a alguien capaz de negociar la recuperación de ese flujo tan productivo de dinero hacia el corazón de su reino. El emperador vio a Diegis inclinarse ligeramente ante él y escuchó su saludo correcto pero distante, calculado con la frialdad de un guerrero del norte. Trajano sentía las miradas de todos los presentes que se volvían hacia él; todos tenían curiosidad por ver de qué forma iba a responder. Allí estaban, además de un nutrido grupo de pretorianos, su sobrino Adriano, los veteranos tribunos Lucio Quieto y Longino, el astuto Sura, el joven Nigrino, los leales Celso y Palma y otros consejeros y senadores junto con un anciano Dión Coceyo que, fiel a su costumbre, se movía oculto entre las sombras de una esquina de la gran Aula Regia.

—Yo te saludo también, noble Diegis de la Dacia, como saludo a tu rey Decébalo. ¿Hay algo en lo que Marco Ulpio Trajano, Caesar Imperator, pueda ayudarte?

Diegis frunció el ceño algo confundido. No esperaba que el emperador fuera a jugar a no saber a qué venía aquella embajada. No, no esperaba eso de un supuesto guerrero como decían que era Trajano. Quizá el nuevo César ya se había acomodado demasiado al trono de Roma y se estuviera transformando en alguien blando que rehúye los temas difíciles en cuanto puede. Si así fuera, serían buenas noticias para ellos. Siempre les había ido bien con el débil Domiciano, rodeado de enemigos y de traiciones.

—Roma lleva dos años sin pagar las cantidades convenidas en el tratado acordado después de la guerra —replicó Diegis con contundencia medida, mirando con recelo a un lado y otro de la sala. Se sentía incómodo con tantos pretorianos a su alrededor. Su falx sería a todas luces insuficiente si aquella conversación se agriaba más de la cuenta. De hecho ni siquiera se habían molestado en desarmarlo.

Trajano inspiraba aire con lentitud. El silencio se hizo pesado para todos. Dión Coceyo salió de entre las sombras. Aquel inicio de la conversación entre el emperador de Roma y el embajador de los dacios había capturado su interés. No parecían estar ante una audiencia más.

—No pagaremos más dinero a tu rey —respondió Trajano con una voz serena, tranquila, sin volumen adicional, sólo siete palabras precisas. Diegis dio entonces, inconscientemente, un pequeño paso hacia atrás. De pronto vio claro que aquel nuevo emperador no estaba aún tan acomodado a la placidez del trono como se había aventurado a suponer con la primera impresión. La contestación había sido tan clara que había poco margen para negociar.

—Entonces… —empezó Diegis, pero le costaba continuar, pronunciar lo que debía decir. Trajano lo interrumpió repitiendo e interrogando a la vez.

—¿Entonces…?

La pregunta del César parecía sobrevolar el denso aire de la sala imperial.

—Entonces nos veremos obligados a atacar —sentenció al fin Diegis, con cierto arrojo, tragando algo de saliva casi reseca, haciendo esfuerzos por controlar una inoportuna tos que parecía querer emerger desde su pecho. No quería dar la impresión a nadie en aquella sala de que él, Diegis, pileatus dacio, les tenía miedo alguno.

Trajano lo miró fijamente.

—Ya habéis atacado —añadió Trajano—. Varias veces —precisó.

—Porque no pagáis —se justificó Diegis.

Trajano se permitió una leve sonrisa.

—Sería interesante investigar qué fue primero, si vuestros ataques o nuestros supuestos impagos, pero ¿sabes una cosa, noble Diegis de la Dacia?

Y el emperador calló a la espera de una respuesta. Diegis, receloso, se limitó a negar levemente con la cabeza. El emperador se respondió entonces a sí mismo.

—No me importa qué fue primero, noble Diegis de la Dacia. Sólo me importa que entendáis que Roma no pagará más a las tribus del norte del Danubio o del Rin o de donde sea para que no nos ataquen. Esa práctica se ha terminado.

—Entonces el ataque que os sobrevendrá será de una escala que no podréis contener —arguyó Diegis con resolución.

Trajano apretó los labios un instante.

—¿Es eso una amenaza? —preguntó el César con la misma voz serena con la que había empezado a hablar en aquella audiencia.

—Es un aviso, César.

—¿Es eso lo que os ha parecido al resto? —preguntó Trajano mirando a sus tribunos y consejeros. Sólo Longino se aventuró a responder.

—A mí me ha parecido una amenaza, César —dijo con contundencia. El emperador asintió.

Trajano se levantó entonces muy lentamente del trono. Descendió del mismo y avanzó hasta quedar apenas a un par de pasos de Diegis que, tal y como observaban los pretorianos, seguía armado. Trajano se acercó a un paso. Diegis no se movió.

—Un aviso, eso está bien. Los amigos se avisan, los amigos se aconsejan. —Y, aunque sólo lo percibiera el viejo filósofo, en ese momento Trajano cruzó su mirada con la de Dión Coceyo por un infinitésimo instante para de inmediato volver a centrar su atención en la mirada tensa y aguerrida de Diegis—. Yo también tengo un aviso, un consejo para ti, noble Diegis de la Dacia, para tu rey Decébalo y para todos los dacios y todas las tribus que con frecuencia os apoyan en vuestros ataques y desafíos, un aviso para sármatas y roxolanos y bastarnas y tantos otros. —Y se acercó a un lado del guerrero dacio, que permanecía firme mirando hacia adelante; Trajano le habló al oído, en voz más baja que antes pero lo suficientemente audible en medio del absoluto silencio del Aula Regia—. Yo de ti no cruzaría nunca más el Danubio, porque ningún dacio, guerrero, noble o rey que cruce ese río una sola vez más volverá vivo a su patria. Incluso te diría algo más —y aquí se alejó de Diegis, rodeando su persona por la espalda hasta llegar al otro lado y hablarle al otro oído—: porque os gusta tener una patria, ¿verdad?

Marco Ulpio Trajano terminó de dar su vuelta en torno a Diegis y se encaminó de regreso al trono imperial de Roma para sentarse de nuevo en él. El noble dacio comprendió entonces lo que había cambiado en aquella sala. La decoración: ya no había aquellas lujosas telas colgadas por todas partes, sino sólo la piedra y el ladrillo desnudos, o el mármol en el suelo; no había decenas de estatuas del propio emperador, sino sólo de sus dioses; y, sobre todo, no había miradas de miedo o rencor de los presentes hacia la persona que se estaba sentando en el trono de Roma. No; todos, o casi todos, miraban con admiración y respeto a aquel hombre. Diegis comprendió entonces la magnitud del cambio que estaba teniendo lugar en Roma y supo que tenía que regresar a Sarmizegetusa e informar a Decébalo de todo cuanto había visto y oído allí. Estaba a punto de despedirse cuando el emperador de Roma volvió a dirigirse a él.

—Y noble Diegis de la Dacia, haz el favor de salir de aquí sin decir ni una sola palabra más, sin que tu boca emita el más mínimo de los sonidos, o esa palabra que digas —y se inclinó hacia adelante mientras hablaba— será la última que pronuncies en tu vida, pues te devolveré a tu patria con la lengua cortada para que tu rey entienda bien mi respuesta. Ah, y tampoco te molestes en hacerme ninguna reverencia falsa como la de antes. A mí no me importa si un dacio se inclina o se arrodilla ante mí como le preocupaba a Domiciano. A mí sólo me importa que ningún dacio cruce de nuevo el Danubio. Esto que te he dicho no es una amenaza, amigo mío: es un aviso. Entre amigos. Como tu aviso.

Marco Ulpio Trajano se apoyó de nuevo en el respaldo del trono imperial de Roma y vio cómo Diegis, recto, como si tuviera una tabla atada a la espalda, giraba sobre sí mismo sin mover otros músculos que no fueran los de sus piernas y echaba a andar en medio de las miradas de desprecio de todos los presentes; bueno, de casi todos. Trajano observó que Quieto, Longino o Dión Coceyo no parecían compartir esa visión despreciativa sobre quien estaba abandonando el Aula Regia.

El silencio se apoderó de la sala. El embajador dacio ya había abandonado el palacio imperial pero parecía que nadie se atrevía a decir nada. Marco Ulpio Trajano se fijó de nuevo en Dión Coceyo. El viejo filósofo miraba al suelo, pero no por evitar a nada ni a nadie. Para el emperador era claro que aquel hombre estaba reflexionando sobre lo que acababa de acontecer. Trajano intuía que todos estaban de acuerdo con lo que allí había pasado, en particular Longino y Quieto y otros como Celso o Palma, pero él tenía interés especial en ese momento por tres opiniones: la de Sura, la de Adriano y la de ese viejo filósofo. Empezó por el veterano Sura.

—¿Qué opinas de todo esto, Lucio Licinio Sura? Sabes que siempre he valorado mucho tus consejos —le preguntó el emperador de forma directa.

El senador se adelantó un poco al resto de las personas del consilium augusti para hablar y ser bien visto y oído.

—El César ha sido duro con el embajador dacio, pero los reiterados incumplimientos por parte de Decébalo con relación al tratado acordado tras la guerra son insoportables. Es mi parecer que el César ha obrado con rectitud y decisión y eso fortalece la imagen de Roma.

Trajano asentía mientras escuchaba. Intuía que Sura hablaba no tanto para él sino para el resto, en particular para aquellos que pudieran pensar de forma diferente. El emperador se giró entonces hacia su sobrino segundo Adriano, recién desposado con Vibia Sabina, su sobrina nieta predilecta.

—¿Y qué piensa Publio Elio Adriano? ¿Debería haber actuado de forma diferente?

Adriano dio entonces un paso al frente al tiempo que Sura retrocedía para reincorporarse al espacio que ocupaba entre los senadores Celso y Palma.

—Coincido con el senador Sura, César. El emperador ha actuado como era necesario. —Y no dijo más. Una respuesta breve, pero sin fisuras.

Trajano lo miraba pensativo. Si había algo que le ponía nervioso de su sobrino segundo era que nunca tenía claro hasta qué punto sus palabras y sus pensamientos iban de la mano. Pero ni Adriano añadió nada ni Trajano le preguntó más. El emperador se volvió finalmente hacia Dión Coceyo.

—¿Y qué opina de todo esto nuestro filósofo?

Dión no se adelantó para hablar. Cuando estudió oratoria se acostumbró a proyectar la voz con potencia suficiente para ser bien escuchado por todos sin necesidad de ocupar una posición central en la sala en la que estuviera hablando. Era cierto que lo indicado era adelantarse, tomar una posición más visible para todos para captar aún más su atención, pero Dión no quería precisamente destacar en aquel consilium, donde ya sabía que algunos no lo veían con buenos ojos, y prefirió emitir su parecer desde las sombras de la esquina donde se encontraba.

—Ha sido interesante, César. Nunca había visto una declaración de guerra tan clara como la que acabamos de presenciar en la que ni siquiera se pronunciara la palabra «guerra». Creo que pronto Roma tendrá que abrir una vez más las puertas del Templo de Jano, que siempre permanece abierto cuando las legiones luchan en los confines del mundo.

Trajano lo miró con atención y una media sonrisa dibujada en el rostro: estaba claro que al viejo filósofo le gustaba llamar a las cosas por su nombre.