EL PROCURATOR BIBLIOTHECAE
Domus Flavia, Roma
Abril de 101 d. C.
Longino miraba al César desde el otro extremo de la mesa. El legatus pensaba que había sido llamado por su amigo, el emperador de Roma, para hablar de los preparativos para la campaña militar del norte, pero desde que había entrado en aquella cámara Trajano sólo hablaba de asuntos personales.
—En fin, amigo mío —dijo el emperador—, estoy dando muchos rodeos, lo que no es habitual en mí, porque hay algo que creo que debes hacer, que todos los que estén a mi lado deben hacer. —Y guardó un breve silencio mientras paseaba los ojos por la mesa repleta de mapas—. Veamos. Hay que casarse. Casarse bien, quiero decir. Necesito que todos los que colaboran conmigo estén bien relacionados. Es… importante.
—Me parece bien —dijo Longino, pero sin demasiada convicción.
—Más que bien, amigo mío. Es esencial. Los senadores Sura, o Celso y Palma están bien emparentados, con buenas familias. Otros como Plinio también… de hecho ya van por su segunda esposa. Pero tú y Lucio también debéis casaros. En tu caso hay una joven patricia de la familia Julia con cuyos padres he hablado y todo podría hacerse de mutuo acuerdo. Sería bueno para ti, bueno para mí, bueno para todos.
Longino sonrió.
—No parece entonces que haya mucho más que hablar sobre esto, ¿no? —El legatus, como muchas de las veces que estaban en privado, se permitía no usar los apelativos de César o augusto para dirigirse al emperador.
—Entonces, ¿lo ves bien? —preguntó Trajano buscando confirmación.
—Si ha de ser bueno para todos, ya sabes que estoy aquí para ayudar.
El emperador lo miró relajado y agradecido.
—Sí, lo sé, Longino. Siempre estás ahí. Siempre has estado. Desde hace mucho tiempo.
—Bueno, bueno… —dijo Longino levantándose—, creo que es tarde, y sé que quieres revisar aún muchos planos y no quiero que nos pongamos nostálgicos o me harás sentir viejo.
Trajano sonrió también.
—Algo viejos sí somos —dijo el emperador.
—De eso nada —negó con fortaleza Longino—. Ponme en primera línea de combate y verás si soy viejo o no.
Trajano se levantó, rodeó la mesa y, en un gesto poco habitual en él, abrazó a su amigo. Fue un abrazo largo. El César, por fin, se separó de Longino. Este último sonrió una última vez y, asintiendo a modo de despedida, dio media vuelta y encaró la puerta.
—¡Abrid! —ordenó Trajano con energía. Las hojas de bronce de la entrada a la cámara imperial se separaron y su amigo desapareció tras ellas. Éstas se volvieron a cerrar. El emperador se quedó a solas.
Suspiró.
Lentamente retornó a la mesa y se sentó de nuevo frente a los planos del Danubio. Longino tenía razón. Aún tenía mucho trabajo por hacer. Dedicaría el resto de la hora duodécima a aquel asunto y luego se iría a dormir. Había dado orden de que nadie lo interrumpiera, así que estaba seguro de estar tranquilo el resto de la velada. Sin embargo, apenas había vuelto a ponerse a trabajar cuando uno de los pretorianos abrió la puerta de nuevo.
—Cayo Suetonio Tranquilo, el procurator bibliothecae augusti, está aquí e insiste en que debe hablar con el emperador.
La voz del pretoriano hizo que el César levantara la vista de los planos de la frontera del Danubio que tenía esparcidos por la mesa. Trajano frunció el ceño. ¿Suetonio? Ahora resultaba que el callado bibliotecario tenía que interrumpirlo mientras examinaba los problemas de las fronteras del Imperio. Y, sin embargo, Plinio había insistido en que aquél era un hombre valioso.
Trajano se reclinó hacia atrás en su asiento.
—¿Le habéis dicho que estoy ocupado?
—Una decena de veces, augusto, pero se niega a retirarse y…
—¿Y qué…? ¡Por todos los dioses, pretoriano, termina las frases cuando te dirijas a mí! —exclamó Trajano irritado.
El guardia asintió con la faz algo enrojecida.
—Sí, César. El procurator ha dicho que es algo de suma importancia de lo que el emperador debe ser informado de manera inmediata —dijo al fin el pretoriano con rapidez, y calló y se quedó inmóvil ante el César, mirando al suelo.
Hubo un intenso silencio que se prolongó hasta que Trajano lanzó un nuevo suspiro.
—Que pase. Más le vale que sea importante.
Cayo Suetonio Tranquilo entró en la cámara del emperador y se situó frente a él, de pie. Caminaba despacio porque llevaba un cesto grande que cogía con los dos brazos, con un mimo que parecía algo exagerado, casi ridículo. Aquel hombre, Trajano cada vez se reafirmaba más en su opinión, era peculiar. Aún no tenía decidido si para bien o para mal.
—Ave, César. Siento interrumpir el trabajo del emperador —dijo el procurator bibliothecae augusti.
—El mal ya está hecho, procurator. Veamos si al menos tienes un motivo justificado. Realmente estoy muy ocupado.
—Por supuesto, augusto, por supuesto. De veras que lo siento, pero si el emperador me lo permite… —continuó Suetonio y alargó los brazos mostrando el cesto en señal de querer acercarlo a la mesa del emperador.
—Ponlo ahí. —Y Trajano señaló la mesa. Suetonio se acercó, pero al ver los mapas desplegados dudó—. No todos somos tan delicados con los papiros y los mapas —dijo entonces Trajano—; puedes poner el cesto encima de esos planos. Mis legiones resistirán el peso.
Suetonio asintió, pero al emperador le resultó evidente que para aquel bibliotecario poner ese cesto encima de unos planos desplegados le pareció un sacrilegio, quizá por temor a dañar los planos, quizá por el contenido del cesto; seguramente por ambas cosas.
Suetonio dio un paso atrás alejándose de la mesa antes de volver a hablar.
—He encontrado unos rollos que he considerado que el César y sólo el César debería examinar y… —Pero Suetonio no acabó la frase.
—¿Y…? —Trajano se estaba poniendo nervioso. Decididamente no se llevaba bien con aquel hombre—. ¿Y qué, procurator? Habla con claridad. No me gustan los enigmas. Si acaso los de Dión Coceyo, pero no más.
Suetonio volvió a asentir.
—Creo que el César debería leer estos manuscritos y decidir qué se debe hacer con ellos.
Trajano lo miraba fijamente sin dignarse a observar ni por un instante aquel cesto.
—Eres el procurator bibliothecae augusti. Te he nombrado para tal cargo con la idea de que seas tú precisamente el que decida qué debe hacerse con los rollos de las diferentes bibliotecas de Roma: cómo clasificarlos, cómo ordenarlos, cómo distribuirlos por los edificios. Si vas a venir a consultarme cada vez que encuentras algo que consideres curioso no podré nunca ocuparme de otra cosa que no sea leer todo lo que a ti te parezca interesante. Y sinceramente, tengo cosas más importantes que hacer.
Suetonio asintió una vez más, pero no se acercó a la mesa para recoger el cesto y retirarse que, sin duda, era lo que esperaba el emperador; por el contrario, se puso más firme que nunca, como una auténtica esfinge de piedra, y sólo movió los músculos de la boca para hablar.
—En calidad de procurator bibliothecae augusti, César, considero que es mi deber informar al emperador de que el emperador mismo debe leer estos manuscritos y decidir qué debe hacerse con ellos.
Marco Ulpio Trajano se incorporó despegando su espalda del respaldo del asiento y abrió el cesto de rollos. Cogió uno al azar. Lo desplegó sobre la mesa y empezó a leer. Se tomó su tiempo, pero al cabo de un rato encaró a su bibliotecario de nuevo con el mismo tono de desdén.
—Poemas —dijo—. ¿Me has molestado por unos poemas?
Suetonio dio un paso al frente.
—Si el César me lo permite —dijo e introdujo la mano en el cesto mientras miraba en su interior con atención para extraer el rollo que deseaba—. Ruego al emperador que lea este rollo primero.
Trajano tomó en sus manos el nuevo papiro y repitió la operación. Era una carta, no varias. El contenido no lo orientaba demasiado pero llegó rápidamente al nombre que figuraba al final de la primera de aquellas epístolas. Leyó el praenomen, nomen y cognomen varias veces.
—¿Cayo Julio César? —preguntó Trajano.
Suetonio asintió.
El emperador volvió a mirar el papiro y comprobó una vez más el nombre que firmaba aquellas cartas. Luego miró una vez más a su procurator bibliothecae augusti.
—Bien, bibliotecario de Roma, has encontrado unos poemas y unas cartas del divino Julio César. Son documentos importantes, no lo niego, pero ¿no podrías haberme dicho esto cuando te corresponde tu audiencia mensual? ¿Era necesario interrumpirme en mi trabajo?
El procurator no pareció sentirse menospreciado; ni tan siquiera se puso nervioso. Trajano admiró la seguridad que tenía aquel hombre en sí mismo. Cualquier otro habría desistido hacía rato por miedo a perder el puesto de bibliotecario imperial, pero Suetonio no. Trajano lo vio acercarse de nuevo al cesto, escudriñarlo con atención y extraer un nuevo rollo.
—Éstos son los papiros importantes, los que parecen más nuevos; seguramente los últimos que escribió el divino Cayo Julio César… —y guardó una pausa antes de concluir con el apelativo que correspondía a su interlocutor—, César.
Marco Ulpio Trajano desplegó el nuevo papiro y lo miró con detenimiento. Suetonio pudo ver cómo los ojos del emperador de Roma empezaban a brillar de una forma especial.
Hubo un silencio largo durante el cual el César se permitió leer un buen segmento de aquel papiro hasta que, al fin, dejó de leer y se reclinó despacio, una vez más, sobre el respaldo de su asiento.
—¿Alguien más ha visto estos escritos? —preguntó Trajano.
—No, César. Sólo el emperador… el emperador y yo mismo, quiero decir.
—Bien —respondió Trajano—. Me has servido bien, procurator. Por Cástor y Pólux, me has servido bien.
Cayo Suetonio Tranquilo se inclinó ante el César y se quedó en pie a la espera de recibir instrucciones.
—Yo me quedaré con estos documentos, procurator —sentenció Trajano.
Suetonio volvió a inclinarse, dio media vuelta y encaró la puerta.
—¡Abrid! —dijo el emperador. Las hojas de bronce se abrieron y Suetonio salió de la cámara imperial. El emperador se quedó observando cómo la pequeña figura de aquel hombre callado se desvanecía tras el umbral de una puerta que cerraban los pretorianos. Quizá Plinio tuviera razón. Aquel procurator parecía alguien en quien se podía confiar.
Al cabo de unos instantes, el emperador volvió a mirar el último papiro que había desplegado. Apretó los dientes. Tenía audiencias que no debía retrasar. Plegó entonces los tres papiros abiertos con cuidado, los introdujo de nuevo en aquel cesto, se levantó y lo puso en un estante de la cámara imperial. A continuación volvió a hablar alto y claro.
—¡Abrid!
La puerta se abrió de nuevo empujada por dos pretorianos y el emperador salió de su cámara personal.
—Que nadie entre aquí —ordenó Trajano y echó a andar en dirección al Aula Regia, pero se detuvo, dio media vuelta y se dirigió de nuevo a los pretorianos que custodiaban su cámara—: Nadie quiere decir nadie, ¿está claro?
Los pretorianos asintieron, pero el oficial al mando decidió asegurarse bien de aquella orden.
—César… ¿y si algún miembro de la familia imperial… la emperatriz o alguien…? —Pero el pretoriano no pudo terminar su pregunta.
—Nadie —repitió el emperador. El oficial se llevó el puño cerrado al pecho e inclinó la cabeza y Marco Ulpio Trajano volvió a girarse y reemprendió la marcha en dirección al Aula Regia.